Harmony

Harmony


Capítulo 7

Página 36 de 46

—Seis. —Dijo Charlotte.

—Cuatro. —Ni una más.

Charlotte aceptó.

—Muy bien. Cuatro. Antibióticos y analgésicos.

—Ven a verme dentro de una semana. Trae la pistola. ¿De acuerdo, Recogedora?

—Una semana. —Acordó Charlotte extendiendo la mano.

El camino de vuelta resultó angustioso. La noche cayó sobre el campamento y Charlotte, desorientada, se perdió un par de veces antes de poder llegar a la caseta de Travis que le recibió con cara de pocos amigos.

—¿Por qué vienes tan tarde, mujer?

—¿Es que quieres que entre aquí a vista de todos? Deja de protestar. —Respondió Charlotte nerviosa.

Travis se sentó en el sillón y apagó el televisor.

—Ven, siéntate.

—¿No tienes hambre? Te prepararé algo especial.

—Ya he cenado. Siéntate.

Charlotte dejó la bolsa vacía encima de la mesa.

—Está molesto por algo. —Pensó resignada mientras tomaba asiento en una silla frente al supervisor.

—¿Qué has hecho con el día libre que te di?

Charlotte se esforzó por parecer natural.

—He aprovechado para ordenar mis cosas, limpiar y zurcir algo de ropa.

—Vamos Charlotte. Así que ahora te dedicas a coser…

—¿Qué tiene de malo? ¿Tienes idea de lo rápido que se estropea todo en el vertedero?

Travis miró el traje mil veces remendado y de color gris que identificaba a Charlotte como Recogedora.

—¿Por qué me miras así?

 

- Me pregunto qué tal te sentaría el negro. —Respondió Travis en referencia a la indumentaria de las Bodegueras.

Charlotte intuyó que algo no iba bien.

—¿Por qué dices eso, Travis?

El supervisor no llegó contestar.

Los golpes en la puerta sonaron fuertes y secos. A Charlotte se la heló la sangre.

—¡Adelante! —Exclamó Travis poniéndose trabajosamente en pie.

Dos soldados del ejército entraron en la habitación.

—Travis… ¿Qué ocurre?

—¿Qué hacías en Little Tribeca?

Charlotte sintió que el mundo se le venía encima.

—Travis… No entiendo… Yo…

El primer puñetazo llegó sin avisar.

Un impacto duro que provocó la hinchazón casi instantánea del pómulo.

Charlotte gritó de dolor.

—¡No mientas!

—Lucius. Me ha denunciado. —Pensó aterrorizada Charlotte.

—Te preguntaré otra vez. ¿Qué hacías en Little Tribeca?

—Quería comprar medicinas. Paola las necesita. ¡La migraña la va a matar!

Travis asintió. Estaba sudando.

—¿Y cómo pensabas pagar, Charlotte?

—Con lo que tengo. —Respondió Charlotte señalando su cuerpo.

Un segundo golpe impactó con inusitada rapidez, esta vez en el estómago.

Charlotte cayó de la silla al suelo.

—¿Como pensabas pagar? —Preguntó Travis propinándole una patada.

—¡No! —Exclamó Charlotte protegiendo su cabeza con las manos. —Por favor… basta…

—¿Dónde está la pistola? —Preguntó Travis fuera de sí.

Charlotte escupió sangre. Estaba perdida.

—No sé de qué me hablas. —Respondió Charlotte preparándose para recibir otro golpe.

—Siéntate. —Dijo Travis.

—Travis… Debe de tratarse de un error.

—¡Que te sientes!

Charlotte obedeció.

Tenía un corte en la cara y el estómago le daba fuertes punzadas.

—Haced que pase. —Dijo Travis.

Paola entró escoltada por los militares.

Estaba muy pálida.

—Paola Ciampi. ¿Conoces a Charlotte Bissette?

Paola asintió.

—Estamos juntas en el barracón.

—¿Puedes relatar los hechos? —Preguntó Travis con aire solemne.

—Estábamos en el vertedero cuando Charlotte encontró una pistola. Pese a mis advertencias, se negó a dar parte al supervisor. Como era su obligación.

—Paola… no… —Musitó Charlotte llorando.

—¿Sabes que ha sido del arma? —Quiso saber Travis.

—Está aquí. Escondida en el armario de la limpieza.

Charlotte bajó la mirada. No iba a poder soportar aquello.

Travis hizo una señal a uno de los militares.

—Paola… —Sollozó Charlotte.

El soldado apareció con el revólver en la mano.

—Sacadla de aquí. —Ordenó Travis.

Charlotte fue levantada en volandas e introducida en un camión que esperaba en la entrada del campo con el motor encendido.

Paola miró a Travis.

—Sé que no soy tan guapa como ella. Pero puedo compensarlo.

Travis la estudió complacido.

—Me gustas. —Respondió el supervisor.

Paola suspiró aliviada.

—¿Te preparo algo de cenar?

 

 

 

 

 

Auckland.

Nueva Zelanda.

Sábado Nov./08/2036

Wicca +43

 

A Cindy Taylor le gustaba salir de casa en bicicleta y pedalear despacio el trecho que la llevaba hasta la bifurcación de Petersons Road. A continuación, bordeaba la pista de moto cross y subía la carretera que terminaba en la cima de la colina.

Desde allí podía ver a los aviones despegar del Aeropuerto Ardmore.

—¿Cual es el de tu padre? —Quiso saber Timmy.

—Su favorito es un P-51 Mustang.

Timmy asintió como si fuese un experto.

—Es un caza de la Segunda Guerra Mundial. —Aclaró Cindy.

—Ya lo sabía. —Mintió el niño.

—Si quieres, puedo hablar con mi padre para que te deje volar con él.

Timmy abrió mucho los ojos.

—¿Harías eso por mí?

—A cambio de tu bici.

La familia de Timmy tenía dinero. Vivían en una casa más grande, sus padres conducían coches lujosos y viajaban todos los veranos al extranjero.

A Cindy le costaba aceptar la lógica detrás de todo aquello. 

—¿Cómo puede un contable ganar más dinero que papá? ¡Un piloto Warbird, se juega la vida en cada exhibición! —Razonaba.

Timmy arrugó la frente.

Parecía una buena oferta, al fin y al cabo, siempre podía pedir otra bici mejor.

—De acuerdo. —Dijo.

Cindy sonrió agarrando el manillar de su nueva adquisición.

—Muy bien. Tim Morrison, a partir de ahora, tenemos un trato. —Anunció Cindy con solemnidad.

La suave brisa de la colina acarició el cabello de Cindy. La niña se apartó un mechón de la cara y continuó hablando.

—Ahora, de rodillas y repite conmigo.

Timmy se arrodilló y la miró con los ojos muy abiertos.

—No tengas miedo frente a tus enemigos.

—No tengas miedo frente a tus enemigos…

—Se valiente y recto para que Dios te ame.

—Se valiente y recto para que Dios te ame…

—Habla siempre con la verdad aún si te llevara a la muerte.

—Habla siempre con la verdad aún si te llevara a la muerte…

—Protege a los desprotegidos y no hagas el mal.

—Protege a los desprotegidos y no hagas el mal…

—Este es tu juramento.

A continuación Cindy propinó dos sonoros sopapos en la cara del niño.

—¡Ay! ¡Ay!

—Y esto es para que te acuerdes de él. ¡Ya puedes levantarte como caballero!

Timmy se puso trabajosamente en pie.

—¿Y tú? ¿Has volado alguna vez? —Quiso saber el niño.

—¡Siempre que quiero! —Mintió Cindy. —Mi padre me lleva al aeródromo constantemente.

Timmy asintió nervioso.

—¿Y cuándo podría…?

—Necesitaré algo de tiempo. Mi papá está ahora muy ocupado trabajando para el gobierno. —Respondió Cindy orgullosa.

—El mío también trabaja a todas horas. Apenas le veo en casa. —Dijo Timmy apesadumbrado.

—¡Al menos ya no tenemos que ir al colegio! —Afirmó Cindy contenta.

—Eso está bien. El colegio es una porquería pero me gustaría ver más a mi padre. Él es quien me compra la mayoría de las cosas. —Dijo Timmy sonriendo.

Cindy sintió de nuevo el aguijón de la envidia.

—¿Siempre te da todo lo que pides? —Quiso saber.

—Normalmente sí. —Contestó su vecino.

—Que suerte… A mí nunca me dan lo que yo quiero. —Se lamentó Cindy.

—¿Volvemos ya? Empieza a hacer frío.

Cindy echó un último vistazo al paisaje. Abajo en la falda de la colina, las cuatro casas, entre las que se encontraba la suya. Más allá, el aeródromo y a lo lejos, las luces de Auckland.

—¡Vamos! ¡Carrera! —Gritó la niña.

—¡No vale! —Protestó Timmy. —¡Tu bici es una mierda!

Cindy llegó justo para cenar.

Dejó la bicicleta de Timmy sobre el césped y se dispuso a entrar.

Las cuatro casas estaban situadas en una pradera apartada, rodeadas al sur por una densa vegetación. A Cindy no le vivir tan lejos de la ciudad.

—Es un sitio tranquilo. —Solía decir su madre. —Y está cerca del aeródromo.

—Es un lugar aburrido y me da igual que esté cerca del dichoso aeródromo. —Respondía siempre de malas maneras.

—Tienes a Timmy para jugar.

—Venga mamá… ¿En serio?

Las discusiones entre madre e hija eran cada vez más frecuentes y Cindy se sentía a menudo sola y frustrada.

—Si al menos tuviese una hermana.

La niña entró en casa acompañada del sonido de la campanilla.

Era algo que le enervaba.

—Esto parece una tienda de ultramarinos. —Se quejó.

—Así sé cuando entras. —Respondió su madre sonriendo.

—También puedo gritar: ¡Ya estoy aquí! ¿Qué te parece?

Linda Taylor se limitó a pellizcarle suavemente el cachete y a exclamar con tristeza.

—Oh Cindy… ¡No tengas prisa en ser mayor!

—¡Ya tengo doce años! —Replicó su hija.

Cindy colgó el suéter en el perchero y entró al salón.

Papá estaba en casa.

—¡Hola preciosa! —Dijo Jim Taylor sonriendo.

La niña se echó en los brazos del piloto.

—¿Y esa bici? —Preguntó Jim mirando por la ventana.

—Timmy me la ha regalado. —Respondió Cindy con naturalidad.

—¿Regalado? —Quiso saber Linda. —¿Cómo es eso?

Cindy hizo una mueca con la boca.

—Le nombré Caballero Templario y me la dio.

Su madre hizo un gesto de incredulidad.

—No te preocupes. —Dijo mirando a su marido. —Mañana hablaré con Bertha.

Cindy se sintió menospreciada.

—¿Por qué nadie me cree? —Pensó enfadada.

—Sí, será lo mejor… —Dijo Jim.

Cindy se apartó del regazo de su padre.

—La chica que atiende a la señora Goodfield ha venido hoy a verme. —Anunció Linda.

Jim miró a su esposa preocupado.

—¿Se sabe algo ya de Mary?

—No desde que cogió ese vuelo hace tres semanas a Shanghai. Me temo que la pobre señora Goodfield se va a quedar sola. Kasih me explicó que va a volver a Yakarta. Echa de menos a su familia. —Explicó Linda.

Jim asintió.

—Es comprensible.

—¿Crees que estaremos a salvo? —Preguntó Linda cambiando de tema.

Jim miró a su esposa alarmado.

—¿A salvo de qué? —Preguntó Cindy tumbada sobre la alfombra junto a la chimenea.

—De nada cariño. Sigue jugando.

Cindy no se dio por satisfecha.

—¿A salvo de qué? —Insistió tirando a un lado la consola.

Jim se levantó y llevó a su mujer a la cocina.

—¡Debes ser más cuidadosa delante de la niña!

—Lo siento.

Jim suspiró.

—Sólo quiero que viva con normalidad.

Linda retomó la cuestión de la señora Goodfield.

—¿Quién va a cuidar de ella si Kasih retorna a Indonesia y su hija Mary no está? —Preguntó Linda.

La cara pecosa de Cindy asomó por la puerta.

—Salgo al jardín. —Anunció.

—Muy bien, cariño. —Dijo Linda. —¡Abrígate!

Jim miró a su mujer pensativo.

—La señora Goodfield está demasiado mayor. No podemos dejarla sola.

—¡Por supuesto que no!

La familia Goodfield, los Taylor y los Morrison llevaban años compartiendo una buena vecindad. La cuarta casa, la del tejado verde, llevaba tiempo en venta. Linda abrigaba el deseo de hacerse con ella pero nunca tenían suficiente dinero.

Jim abrió la nevera.

—Yo no puedo hacerme cargo. El gobierno sigue presionando para que pase más horas en el aire.

—¡Ese avión en el que vuelas tiene más de cincuenta años! —Dijo Linda disgustada.

—Todas las piezas están al día. —Se defendió Jim. —Y cumple con las misiones perfectamente.

—¿Misiones? —Respondió Linda. —¿Así es como llamas a volar sin rumbo por la costa?

—¡Alguien tiene que hacerlo!

—¡Pero no en ese trasto! —Exclamó Linda preocupada. —¿Qué será de nosotras si te ocurre algo?

Jim abrazó a su mujer.

—No va a pasar nada. Todo va estar bien.

Linda asintió.

—Lo siento, Jim.

—No te preocupes más.

—¿Es cierto que ya no llegan tantos? Es lo que se dice en el ayuntamiento. —Dijo Linda.

—Mi trabajo consiste en  encontrarlos y avisar a los equipos. No nos corresponde a nosotros llevar el recuento.

Linda intentó tranquilizarse.

Había escasez de productos en toda Nueva Zelanda y el alcalde de Auckland estaba bajo una enorme presión. Si los refugiados continuaban llegando pronto no habría sitio en los centros de acogida municipales y cuando eso ocurriera… ¿Qué iban a hacer con tanta gente?

—¿Qué hay de la señora Goodfield?

El veterano piloto de acrobacias respondió.

—Cindy tendrá que cuidarla.

Linda frunció el ceño.

—¡Tiene noventa y dos años, Cindy no es más que una niña!

—¡Pues tendrá que dejar de serlo! —Exclamó Jim. —Quizás Timmy pueda también echar una mano. Hablaré con los Morrison.

—Por el amor de Dios, ¡debes estar bromeando!

Jim se sintió incómodo.

—Mira Linda, a todos nos toca vivir tiempos duros. Cindy se pasa el día sola en casa sin hacer nada. Los colegios están cerrados. Le vendrá bien tener responsabilidades. ¿Cuál es el problema?

Linda cedió.

—Hablaré con ella.

—Muy bien.

Fuera, en el jardín, Cindy escuchó un ruido cerca de la valla.

Algo raspaba las listas de madera, frenéticamente.

Con cuidado, se acercó.

-  ¡Un conejo! ¿Cómo has llegado aquí, amiguito?

Cindy se acurrucó al lado del animal enganchado para acariciarlo.

Por la rapidez de las pulsaciones, parecía que el pequeño corazón estuviese a punto de explotar.

—Pobre. —Dijo Cindy en voz baja mientras cogía una rama larga y fina del suelo.

El conejo emitió un sonido agudo al sentir el palo hurgando en el ojo.

Cindy rió.

—¡Qué guay! 

 

 

 

 

Isla de Navidad.

Australia.

Domingo Nov./09/2036

Wicca +44

 

El pastor Wallace se ajustó con cuidado el alzacuello, sacó la Biblia del cajón y salió de la sacristía.

Los Kilroy aguardaban, en silencio junto al féretro.

Todos se levantaron tan pronto el sacerdote ocupó su lugar en el púlpito.

—Estamos hoy reunidos para despedir a nuestra hermana Martha. Ella está ahora con Dios, libre de penalidades y su alma se regocija ante la presencia de Jesucristo nuestro Señor.

—Amén —Respondió Jeremiah Kilroy.

—Es en estas horas terribles cuando debemos dirigir todas las miradas al Padre Celestial. Satanás dijo de Job: “El es fiel porque Tú le bendices y tiene muchas cosas buenas. Pero si se las quitas, te maldecirá.” Y Dios respondió: “Ve. Quítaselas. Haz todas las cosas malas que quieras a Job. Veremos si me maldice”. Hermanos, mucho nos ha sido arrebatado en estos tiempos. Demasiados se han marchado, otros, como Martha, decidieron resistir. Recemos juntos al Señor para que nos de las fuerzas necesarias y poder así continuar.

—Amén. —Respondieron todos al unísono.

Jeremiah Kilroy sintió una punzada de dolor al recordar las muchas veces que su esposa había insistido en que la familia tenía que abandonar la isla.

—Si no por nosotros, hazlo por los niños. —Le rogó angustiada.

Pero Jeremiah se mantuvo incólume. Había demasiado en juego. Su hija Rose regentaba un próspero negocio de deportes al aire libre junto a su esposo Hjalmar mientras que Mike echaba una mano en la granja y de vez en cuando ayudaba también a su hermana con los turistas. El pequeño Steve crecía sano y era un chico risueño conocido por todos en la escuela de Flying Fish Cove.

Ahora, por su culpa, los cuatro estaban frente al ataúd de Martha.

El oficio fue breve.

El pastor Wallace concluyó con una breve oración y todos se santiguaron.

Steve no lloró en la ceremonia, ni siquiera cuando tuvo que ayudar echando paladas sobre el féretro de su madre. Hans, el enterrador, se marchó a Australia en el último barco así que los muchachos tuvieron que hacer su trabajo.

El de Hans no era un caso aislado. Tan pronto se hizo patente que las importaciones y el turismo en la isla iban a esfumarse, muchos optaron por abandonarla.

***

 

—Si esto se prolonga. ¿De qué vamos a vivir? —Había preguntado el alcalde Holmes a sus vecinos.

Angus Kippling, el director de uno de los complejos hoteleros más lujosos de la isla se mostró de acuerdo.

—Estamos al borde del colapso. —Sentenció. —Lo mejor es salir de aquí cuanto antes.

Jeremiah Kilroy fue el primero en alzar la voz para disentir.

—Mi familia se queda. Tengo que cuidar de la granja y mi hija Rose ha luchado muy duro por su negocio. No pienso tirarlo todo por la borda. Toda esta situación pasará.

Las palabras de Jeremiah provocaron un pequeño revuelo en la asamblea del Centro Cívico. Los vecinos convencidos de que había que partir discutían con los partidarios de aguantar. Después de un intenso debate que se prolongó hasta bien entrada la noche, cada cual tomó su decisión.

—Llegará un barco de Perth el próximo jueves. —Anunció el alcalde. —Será el último.

 

***

Jeremiah miró tristemente la tumba de su esposa e hizo un gesto a sus hijos.

—Volvamos a casa, dijo Mike.

—Esperad un momento. —Respondió su padre. —Voy a acercarme a la sacristía. Quiero despedirme del reverendo Wallace.

Su hija Rose asintió.

—Ha sido una ceremonia muy hermosa. A mamá le habría gustado.

Jeremiah subió los escalones de la sacristía que olía a madera e incienso.

El patriarca de los Kilroy tocó con delicadeza la puerta antes de entrar.

—¡Jeremiah! —Exclamó el sacerdote. —¿Has olvidado algo?

—No reverendo. He venido a darle las gracias. Ha sido una ceremonia emocionante.

—Martha era una mujer excepcional.

—¿Y su esposa, Leslie, qué tal está?

El pastor Wallace agradeció la pregunta.

—Es una mujer fuerte y a pesar de la anemia, se recuperará. —Respondió el sacerdote.

—Es difícil encontrar comida en la isla. La mayor parte de los animales han sido sacrificados. —Dijo Kilroy.

—No te preocupes, Jeremiah. Dios proveerá.

—Leslie necesita comer.

—Saldremos de esta. —Dijo Wallace acompañando a su interlocutor a la salida.

—Podemos darle maíz y algo de soja. Haré que Mike se acerque esta noche con la camioneta.

—Gracias Jeremiah.

—Adiós, reverendo.

—Que Dios te bendiga.

Rose puso en marcha el coche y miró a su padre. Parecía abatido.

El trayecto de vuelta a la granja se hizo interminable.

—Papá… —Preguntó la joven al llegar. —¿Estás bien?

Jeremiah negó con la cabeza.

—Ha sido por mi culpa.

—¿Por qué dices eso?

—Tu madre quería salir de la isla. Si le hubiese escuchado, seguiría con vida.

—Mamá murió de un infarto. No hay nada que hubiésemos podido hacer.

—En Perth hay médicos. Aquí no queda nadie. —Se lamentó amargamente Jeremiah Kilroy.

—Quedamos nosotros. —Afirmó su hija.  —Debemos confiar en Dios. ¿Acaso no escuchaste las palabras del reverendo?

El rostro de Hjalmar asomó por la puerta de la cocina.

—¿Estás lista cariño? —Preguntó el noruego con su particular acento.

—¿Quieres un café, muchacho? —Quiso saber Jeremiah.

—Nos tenemos que ir ya, Papá. —Dijo Rose. —¿Estarás bien?

Jeremiah miró a su hija.

—Tienes los mismos ojos de tu madre.

—Lo superaremos.

—A veces siento que me fallan las fuerzas.

Rose miró a su novio con cara de preocupación.

—Quizás sea mejor quedarnos a cenar. —Dijo éste.

—No hace falta. —Afirmó Jeremiah. —Estaré bien. Steve me necesita.

El niño, habitualmente alegre y locuaz, llevaba dos días en silencio, encerrado en sí mismo.

—¿Quieres que hable con él? —Preguntó Rose.

—No. Necesita tiempo. Todos lo necesitamos.

Jeremiah agradeció poder preparar la cena con su hija.

—Sólo queda arroz, maíz y alubias… —Dijo Rose con voz monótona.

—Mañana le diré a Mike que salga a pescar.

—¿Cuánto tiempo creéis que podemos seguir así? —Preguntó Hjalmar.

Rose obsequió a su marido con una mirada fulminante.

—Dios cuidará de nosotros.

—¿Como hizo con tu madre?

—¡Hjalmar!

El joven lamentó haber sido tan impulsivo.

—¿Cómo puedes…? —Preguntó Rose indignada.

—Lo siento. —Dijo Hjalmar.

—¡Delante de mi padre! —Exclamó Rose.

Ir a la siguiente página

Report Page