Hannah

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Septiembre de 1943

Florencia

Posiblemente, aquel fue el peor verano en la historia de Florencia. Así lo verbalizó Kriegbaum.

Poco se celebraba ya, apenas dos meses después de la caída del Duce. El hambre dominaba la ciudad. Las raciones eran más escasas que nunca. Algunos alimentos, como la mantequilla, habían desaparecido por completo y otros básicos para el sustento solo se conseguían en el mercado negro.

Demasiado riesgo para necesidades cortoplacistas.

La administración italiana de la ciudad intentaba gestionar sus asuntos con aparente normalidad. El arzobispo de Florencia, Elia Dalla Costa, apoyaba al nuevo jefe de Gobierno, el mariscal Pietro Badoglio. Así lo hacían también el prefecto de la ciudad, Alfonso Gaetani, y los intelectuales florentinos, Salvemini, los hermanos Rosselli o el experto en ley constitucional Piero Calamandrei, que resucitó el Partido de Acción, constituido clandestinamente en 1942 y formado por liberales y socialistas que habían estado en prisión para fortalecer la Resistencia italiana contra los fascistas.

“¡Italianos!

¡Griten en las plazas: paz y libertad!

¡Pidan un gobierno democrático!

¡Pidan la libertad de prensa, de unión,

de organización!

¡Únanse a nosotros bajo la guía nacional

de Acción!”

Un profesor universitario dominico, Giorgio La Pira, lideraba el partido Democracia Cristiana, el cual se basaba en que la paz construía y el amor reedificaba. Su activismo contra el régimen fascista le valdría un futuro prometedor.

En el bando alemán reinaba la duda.

Mientras que la versión oficial anunciaba que Benito Mussolini había dimitido de forma voluntaria, los rumores apuntaban a que el Duce había sido arrestado y conducido a un lugar totalmente secreto. Wolf había recibido órdenes de abandonar Florencia y toda la colonia alemana debía evacuar inmediatamente la ciudad, pero finalmente la última disposición confirmó que habían de quedarse a esperar un nuevo edicto.

La sinagoga, el lugar de culto de los judíos en la Via Farini de Florencia, sufrió un acto terrorista. El 27 de julio las bases de los pilares que sostenían la galería de las mujeres fueron seriamente dañadas por la explosión de unas minas que habían colocado los partidarios del régimen nazi-fascista.

Desde el día 8 de septiembre el Partido Comunista italiano empezó a reunirse en la clandestinidad en el sótano de la librería Giorni, en Via Martelli. Eran cónclaves donde imperaba la crisis y donde Giulio Montelatici provocaba que los libros hicieran las veces de contenedores de mensajes camuflados solo para los ojos de la Resistencia.

No todo eran noticias devastadoras.

Desde la Ciudad Eterna llegaba una buena nueva: Rudolf Rahn, amigo desde la infancia de Gerhard Wolf, acababa de ser nombrado en Roma embajador alemán y ministro plenipotenciario. Wolf supo de primera mano los deseos del Führer en cuanto a Italia y sintió la necesidad de que se solucionara pronto el problema político interno. También pudo conocer la estrategia de Badoglio, quien esperaba que los alemanes no provocaran altercados que hicieran que el pueblo italiano se levantara en armas. En un momento íntimo, Wolf recriminó con confianza a Rahn el hecho de que aceptara la embajada que estaba en manos de Hitler, el hombre que conducía a Europa al desastre.

El nuevo embajador se defendió.

—Gerhard, alguien debe tener el valor suficiente para realizar el trabajo que hemos de hacer. Si no, ¿quién encontrará aliados como nosotros?

Con aquellas palabras, Wolf supo que podía seguir confiando en su amigo.

Sin embargo, a su vuelta de Roma y desde el día 8 de septiembre, cuando llegó el armisticio, los alemanes se convirtieron en compañeros de viaje no deseados. Eso propició que Hitler pasara a la acción. La caída del Duce provocó que el ejército nazi invadiera, entre otras ciudades, Florencia. Badoglio y el rey Víctor Manuel III abandonaron Roma rumbo al sur, dejando el país en un caos total, e instalaron su base en Bríndisi.

Wolf no lo vio venir.

Rahn tampoco.

Días después los alemanes se hicieron con la ciudad. Se establecieron en la Piazza San Marco, ocuparon cuarteles, arrestaron a soldados italianos y colocaron tanques en puntos estratégicos de Florencia.

Los partisanos rodearon la ciudad clandestinamente, tratando de realizar escaramuzas que mermaran poco a poco las fuerzas alemanas. Durante aquellos días de incertidumbre nació el Comité de Liberación Nacional en Roma, que se oponía al régimen fascista italiano y a la ocupación alemana. Se evidenció aún más la incapacidad de la monarquía y su gobierno. Organizados en comités regionales, sus principales objetivos eran asumir todos los poderes constitucionales del Estado evitando cualquier actitud que pudiese comprometer la armonía de la nación y perjudicar la futura decisión popular, liderar la guerra de liberación junto a las Naciones Unidas y convocar al pueblo a cesar las hostilidades para decidir sobre la forma institucional del Estado. Los Grupos de Acción Patriótica realizaban arduos esfuerzos para distribuir periódicos clandestinos como L’Italia Libera, de predominante carácter propagandístico y político.

Nadie vio venir la Operación Roble.

En un acto cargado de osadía, Mussolini, retenido en un hotel situado en los montes Abruzos, fue liberado por un escuadrón de las SS liderado por el capitán Otto Skorzeny. Los soldados del Sonderverband zbV Friedenthal y los paracaidistas alemanes realizaron una labor de extracción impecable. El Duce fue rescatado en un Fieseler Fi 156 Storch y posteriormente trasladado a Viena.

Primero fue Grecia. Esta era la segunda vez que Hitler sacaba las castañas del fuego a su socio italiano.

Skorzeny sería condecorado y ascendido a comandante del Sonderverband.

Mussolini, que fue convencido por el mismísimo Führer el mes de junio en Feltre de no abandonar su pacto con Berlín, no tardaría en pronunciar un discurso proclamando su vuelta y la instauración del nuevo Partido Fascista Republicano.

«¡Camisas negras, italianos e italianas! Después de un largo silencio, aquí vuelve mi voz y estoy seguro de que la reconoceréis: es la voz que os ha llamado a reuniros en momentos difíciles y que ha celebrado con vosotros los días triunfales de la Patria. No cabe duda de que el Rey autorizó, inmediatamente después de mi captura, las negociaciones del armisticio, negociaciones que tal vez ya habían comenzado entre las dos dinastías de Roma y Londres. Fue el Rey quien aconsejó a sus cómplices que engañaran a Alemania tan miserablemente, negando incluso después de la firma que las negociaciones estaban en marcha. El Rey no hizo ninguna objeción de ningún tipo con respecto a la entrega premeditada de mi persona al enemigo. Es el Rey quien, con su gesto, dictado por la preocupación por el futuro de su Corona, creó para Italia una situación de caos, de vergüenza interna. No es el régimen el que ha traicionado a la monarquía, sino la monarquía quien ha traicionado al régimen. Cuando una monarquía falla en sus tareas, pierde toda razón para vivir. El Estado que queremos establecer será nacional y social en el sentido más amplio de la palabra: será fascista en el sentido de nuestros orígenes. Tomaremos las armas nuevamente junto a Alemania, Japón y otros aliados; prepararemos la reorganización de nuestras Fuerzas Armadas en torno a las formaciones de la Milicia; eliminaremos a los traidores y en particular a aquellos que hasta el 25 de julio estuvieron activos en las filas del partido y pasaron a las filas del enemigo; y aniquilaremos las plutocracias parasitarias. ¡Fieles camisas negras de toda Italia! Os llamo de vuelta al trabajo y a las armas. Nuestra voluntad, nuestro coraje y fe le darán a Italia su rostro, su futuro, sus posibilidades de vida y su lugar en el mundo. Más que una esperanza, esto debe ser, para todos vosotros, una certeza suprema. ¡Viva Italia! ¡Viva el Partido Fascista Republicano!».

Esas fueron las palabras de Mussolini antes de crear el estado marioneta de los nazis, la República Socialista Italiana, desde Saló, a orillas del Lago di Garda.

Por otro lado, la mayoría del pueblo florentino estaba, aparentemente, tratando de mantener la normalidad a pesar de que existían dos Italias: la península itálica del sur, que ayudaba a los aliados, y la República de Saló, que se extendía hasta Cassino, donde se ubicaban las fortificaciones de la línea defensiva Gustav.

Los cines proyectaban en la ciudad películas italianas, los teatros y alguna que otra galería de arte seguían abiertos e incluso se daban recitales de Dante en el Palazzo dell’Arte, pero el público potencial tenía como objetivo entrar en calor y llenar sus barrigas.

El cónsul, tras su habitual desayuno familiar, asistió temprano a su cita con el barbero.

—Barba rasurada con navaja y pelo fijado hacia atrás.

Alessandro se lo sabía de memoria. Wolf había cumplido estoicamente su promesa. Volvió a aquella barbería. Debía mantener su imagen. Al fin y al cabo, él, como cónsul, no sufría las vicisitudes del pueblo florentino y tenía que simular constantemente ante las autoridades alemanas.

Tras ponerse al día de lo que acaecía en la ciudad con Alessandro, Wolf se puso de camino para encontrarse con Kriegbaum, a quien había invitado a un café caliente aquella mañana de septiembre. En las calles reinaban la tristeza y la amargura. Algunos florentinos esbozaban la sonrisa irónica típica de la ciudad del Arno, en señal de que no se dejarían engañar dos veces.

El director del Instituto trajo consigo a Bernard Berenson y a Hanna Kiel, a sabiendas de que el cónsul agradecería la improvisada visita.

El tema de conversación no pudo ser otro. Los nazis habían tomado la ciudad.

—Por un momento pensé que las tropas aliadas habían entrado en Florencia —se sinceró la señorita Kiel—. Desde mi jardín vi cómo los tanques portaban banderas blancas a través de Via Bolognese. Solo cuando llegué a Piazza Signoria caí en la cuenta. Estaba equivocada. Las tropas alemanas entregaban propaganda comunicando en italiano que Alemania era en verdad la amiga de los florentinos, pero en realidad se trataba de impresionar al pueblo con una demostración de fuerza.

Kiel informó de cómo los soldados alemanes repartían panfletos a modo de ultimátum a los ciudadanos, instando a oficiales, suboficiales y soldados italianos a rendirse ante las tropas germanas. En el caso de encontrarse con una negativa, los nazis no dudarían en apresarlos e inmediatamente fusilarlos.

—Debemos esperar —apuntó Wolf—. Aunque el nuevo ministro Pavolini está llamando al pueblo a las armas, en el consulado nos han informado de que debemos mantener la calma y esperar órdenes desde Berlín. Bajo la protección del consulado deberían estar todos ustedes a salvo.

—Parece ser —agregó Berenson— que usted es la clase de hombre que necesita tiempos turbulentos en los que mostrar su verdadero valor. Es de esos que en tiempos de paz se muestran bastante reservados, incluso descorteses.

—Veo que alguien habló con la signora Comberti. De eso hace mucho ya.

—Nunca es tarde para arreglar una situación enquistada —volvió a replicar el escritor—. Comberti, en la clandestinidad, está ayudando a familias judías.

—Tengamos cuidado. Las SS y la Gestapo han establecido oficinas en los antiguos despachos del Partido Fascista italiano. Temo que lo peor esté por llegar. Por cierto, señor Berenson —Wolf se dirigió al escritor—, ayer preguntaron por usted.

El interpelado se acarició la barba con preocupación. Su dedicación a los estudios del arte renacentista en ningún momento haría olvidar su origen judío.

—No se preocupe, señor Berenson —Wolf le tranquilizó—, usted está oficialmente en Portugal. No se deje ver demasiado en los próximos días. O evite las patrullas.

—Gracias, señor cónsul. Lo que están haciendo ustedes —señaló también a Kriegbaum— junto con el señor Fasola por la gente y por el arte de esta ciudad es… indescriptible.

—Nada que usted no haría si estuviera en sus manos —respondió gentilmente Kriegbaum.

—¿Cómo están las señoritas Barney y Brooks? —preguntó con interés Wolf.

—A salvo. Ellas y sus meñiques —bromeó Berenson.

Los cuatro se acercaron a la Piazza della Signoria, donde las tropas alemanas estaban omnipresentes. Decidieron dar un rodeo y evitar el puente principal, el Ponte Vecchio, pues no querían correr el riesgo de exponer demasiado a Berenson.

Cada vez que pasaba por aquel lugar, los ojos de Kriegbaum se iluminaban, resplandecían de manera diferente. El Ponte Santa Trìnita.

—Hace tres años… —dijo Wolf. Los tres compañeros lo miraron con cierta incredulidad—. Hace tres años que usted, Friedrich, me trajo aquí. —Wolf no pudo evitar cierta emoción—. Acababa de llegar a Florencia y usted ejerció de guía excepcional. Aún recuerdo su reloj.

Los ojos de Kriegbaum, que momentos antes brillaban de forma especial, se humedecieron. Desde que lo conoció, siempre había admirado al cónsul. Un tipo íntegro, amante del arte, de las personas y del sentido común. Kriegbaum aún conservaba ese reloj.

—No podemos parar el tiempo —afirmó Wolf—. Ni siquiera sabemos qué sucederá en el futuro. Nuestra vida es como una novela por entregas. Los capítulos que nos toca leer estos días posiblemente sean los más desagradables, pero tengo la certeza de que son necesarios para entender los episodios que vendrán a continuación, y aún mantengo la esperanza de encontrar un final feliz para esta historia.

Los cuatro hicieron un pequeño alto en el camino. Kriegbaum aprovechó el breve descanso para formular su pregunta favorita.

—¿Quién querría destruir semejante belleza? —preguntó.

Sus acompañantes miraban el Ponte Vecchio.

—Los alemanes… —dijo con tristeza Berenson.

—O los aliados… —replicó con la misma aflicción la señorita Kiel.

—No han entendido la pregunta, señores. —Kriegbaum seguía con su juego.

Ambos lo miraron, mientras el cónsul, sonriendo, se encendía un Toscano.

—No me refería a ese puente. Me refería a este que pisamos. Señor cónsul, ¿quién querría destruir semejante belleza? —repitió Kriegbaum señalando su Ponte Santa Trìnita.

—Solo un desalmado —contestó el cónsul guiñándole un ojo a aquel hombre que parecía la personificación de la bondad.

Berenson y Kiel se miraron sin entender la complicidad.

—Por cierto, Friedrich —le dijo Wolf a su amigo—, nunca le he visto tomar un caramelo. No me diga que los lleva consigo para los demás.

Kriegbaum enrojeció de vergüenza. Los miembros del grupo estallaron en una carcajada.

Los cuatro compañeros se despidieron para empezar sus respectivas jornadas laborales con la certeza de que al día siguiente volverían a encontrarse. Kriegbaum y Kiel se citaron aquella misma tarde para conversar sobre arte toscano.

—Ha de saber que a mí también me gusta más su puente, señor Kriegbaum.

Kiel dio un sonoro beso a su amigo en la mejilla, lo que hizo que se sonrojara durante unos segundos.

Tras una cálida despedida, Kriegbaum y Berenson se marcharon juntos hacia el Kunsthistorisches Institut. Hanna Kiel y Gerhard Wolf aguardaron un poco más. Ella se sumó a los Toscanos.

—No me apetece regresar tan pronto al consulado —se excusó Wolf—. ¿Me acompañaría a dar un paseo?

Kiel no lo dudó. Le sedujo la propuesta. Aquel hombre le parecía especialmente atractivo.

Caminaron juntos en dirección al Ponte alla Carraia.

Florencia. Tanques. Guerrilla en los alrededores.

Costaba trabajo creerlo.

Al menos, los florentinos no habían sufrido demasiado.

Aún.

Una estampida de gente les mostró que estaban muy equivocados.

Desde el puente vieron cómo una riada de personas corría en su dirección desde la Piazza Ognissanti. Wolf y Kiel se aventuraron rumbo a la plaza. El primero detuvo a una mujer con el gesto desencajado.

—¡Cuénteme qué sucede!

—¡Un atentado!

Wolf soltó a la mujer y continuó andando apresuradamente junto a Kiel. Nada más llegar a la plaza contemplaron la escena. En la puerta principal del Hotel Excelsior se mezclaban los que pretendían huir de la situación y los que se acercaban con curiosidad para ver qué sucedía en el interior. Alguno incluso había escalado el Hércules y el león de Romanelli para tener una vista privilegiada. Wolf echó mano del protocolo y consiguió acceder al recinto para ser testigos de la situación. Algunos hombres se amontonaban frente a otro que yacía en el suelo, herido de bala. Tras identificarse como el cónsul alemán de la ciudad y una breve ronda de preguntas, comprendió lo sucedido.

Rodolfo Graziani.

Su funesta etapa militar en Egipto y Libia había provocado su destitución por orden de Mussolini, pero tras la recién inaugurada República de Saló, Graziani había mantenido su fidelidad al Duce y acababa de ser nombrado ministro de Defensa y mariscal de las Fuerzas Armadas. Sus fieles habían elegido el Excelsior para escuchar un discurso radiofónico. Los partidarios vivieron apasionadamente la arenga y uno de ellos, al comprobar que uno de los allí presentes no se exaltaba con el discurso fascista, decidió acabar con su vida por considerarle un miembro espía de la Resistencia partisana.

El ejecutor había desaparecido.

Sin embargo, allí estaba el oficial de bienvenida del Partido Nazi, Herr Rettig, con el rostro serio, como era habitual. Observaba todo lo que acontecía dentro del hotel y, por supuesto, puso los ojos en el cónsul nada más entrar en aquel lugar. Su presencia provocó que Wolf no realizara ningún paso en falso. El cónsul intentó no manifestar sus verdaderos sentimientos y ejerció de autoridad alemana; se puso el disfraz de nazi colaborador.

El hombre en el suelo se desangraba.

—¿Pueden salvarle? —preguntó con desazón Wolf.

—Si conseguimos llegar al hospital y extraerle la bala, podríamos, sí —contestó un hombre que parecía entender de primeros auxilios.

Una vez más, el cónsul hizo gala de sus dotes de liderazgo y organizó la sala de tal manera que nadie entorpeciera el traslado de aquel hombre al hospital. La señorita Kiel observaba cómo ejecutaba su labor sin la menor vacilación, sin detenerse ante nada. Ni siquiera ante la atenta mirada de Rettig. Había decidido salvar la vida de aquel hombre fuera como fuese. O, al menos, iba a intentarlo hasta el final. En todo momento con la prudencia que le marcaba la diplomacia.

Wolf se acercó al herido.

—Todo va a salir bien, señor. —Este lo miraba con gratitud—. Soy el cónsul de Florencia, Gerhard Wolf.

—Piaggio —dijo el malherido con dificultad—, Enrico Piaggio.

El cónsul memorizó aquel nombre.

Cuando la situación volvió a la calma, los inquilinos del hotel regresaron a sus habitaciones. Kiel observaba a Wolf, aparentemente calmado.

—Le han disparado los fascistas. Ahora Florencia sí sangra.

—Posiblemente ya sangraba antes, Gerhard.

—Puede ser, pero ahora lo hemos visto con nuestros propios ojos.

—Eso te pasa por no querer ir a trabajar.

Con aquellas palabras, Kiel trató de relajar al cónsul. No lo consiguió. Wolf volvió de su paseo al consulado y Kiel regresó a su casa.

Las horas pasaron.

Wolf, intentando contabilizar cada minuto como un tiempo invertido en resolver diversos asuntos, repasó varios informes. Aquella misma jornada, el Ministerio del Interior advirtió de que el reclutamiento de trabajadores estaba siendo una ardua tarea, ya que los salarios, demasiado bajos, y la obligación de tener que desplazarse al centro de Italia no ayudaban a la hora de incorporar la tan necesitada mano de obra para reforzar la línea defensiva Gustav, en la frontera de la nueva República de Saló.

Era una prioridad absoluta del Führer.

El mariscal Albert Kesselring, comandante en jefe suroeste de las Fuerzas Armadas alemanas en Italia, presentó una queja ante el ministerio, puesto que la cifra de sesenta mil trabajadores que se le había prometido estaba muy lejos de convertirse en realidad. La llamada voluntaria de reclutamiento resultó ser un ejercicio inútil para la Organización Todt, coordinada por el general Fischer, también comandante del Einsatzgruppe Italien. Por supuesto, se trataba de un rechazo por parte del pueblo italiano a los invasores alemanes.

El cónsul trató de informarse aún más, comprobando los tres centros operativos regionales del Einsatzkommando Italien, ya que aquel general había establecido su sede en la ciudad del Arno.

Hanna Kiel, ajena a lo que estaba a punto de acaecer, jugueteaba con unas flores en la cafetería donde esperaba a Friedrich Kriegbaum, con quien se había citado para charlar.

A varios kilómetros de allí, Bernard Berenson, desde el edificio donde se hospedaba, observó un escuadrón de aviones aliados en formación triangular. No era la primera vez que un grupo de aviones sobrevolaba la ciudad hacia el norte de Italia. Pero este escuadrón había venido para quedarse.

Un enorme estruendo sacudió Florencia.

El consulado, el hostal y el restaurante vibraron.

Llovió fuego en la ciudad.

El objetivo principal no fue alcanzado, pero los daños humanos colaterales se contarían por cientos. En un intento fallido de inutilizar los accesos ferroviarios florentinos en Campo di Marte, varios edificios sufrieron los estragos de las bombas que lanzaron una treintena de aviones B-17, pertenecientes al nonagésimo séptimo Grupo de Bombarderos Americanos, sin importar quiénes habitaban aquellos lugares.

Alemanes, italianos, fascistas, partisanos, hombres, mujeres.

Niños.

El supuesto armisticio era una farsa.

Volaron todos por los aires. Las baterías antiaéreas situadas en Fiesole nada pudieron hacer. Los alrededores de la estación ferroviaria se convirtieron en el mismísimo infierno. Las áreas de horticultura cerca del Estadio Municipal, la Piazza della Libertà, las residencias alrededor del Viale Giuseppe Mazzini y el cementerio de los ingleses en Piazzale Donatello…, todo arrasado.

El pánico se apoderó de la ciudad.

Hicieron falta más de treinta minutos para que se disipara en parte el humo que envolvió la ciudad en un abrazo no deseado. Se escuchaban sirenas de alarma por todas partes. Quizá hubiera una segunda batida.

Kiel hizo lo que pudo para alcanzar el consulado, atravesando los puentes sobre el Arno, donde algunos florentinos dirigían sus miradas y sus lágrimas en dirección a Fiesole.

Una hora después Kiel entró sin llamar.

—¿Dónde demonios se encuentran todos? —Wolf estaba fuera de sí, fruto de la preocupación por no saber el paradero de su gente—. Ahora sí ha empezado la guerra en Florencia.

—¿Qué cree, Gerhard? ¿No ha oído las explosiones?

—Lo siento —dijo honestamente Wolf—, las líneas telefónicas están cortadas y estaba preocupado por ustedes. Solo tengo conocimiento de lo que llega de los emisarios. ¿Dónde está Kriegbaum? ¿No comía con usted?

—No sé nada de él, no se presentó. Estaba visitando a su amigo Leo Planiscig, pero no llegó al almuerzo.

El rostro de Wolf palideció súbitamente.

—¿Qué sucede, Gerhard?

Wolf cerró los ojos, presa de un nerviosismo pasajero. Intentó hacer memoria. No lo consiguió. Sacó una libreta de su cajón que contenía datos ordenados alfabéticamente. Tras comprobar algo, hizo uso de un plano de la ciudad publicado por la oficina de guerra el año anterior.

—¿Gerhard? —Kiel no comprendía nada.

—Via Masaccio, 183… —dijo Wolf con miedo mientras buscaba en el mapa.

—Me estás asustando. ¿Qué haces?

El cónsul golpeó la mesa con su puño y se levantó de su silla. Caminó de un lado para otro en su despacho. Se llevó las manos a su cabello un par de veces. Su mente no estaba en aquella habitación.

—¡Por Dios, Gerhard! —gritó desesperada la señorita Kiel—. ¿Qué sucede?

—Via Masaccio, 183… —repitió con los ojos humedecidos—. Es la dirección de Planiscig. Se trata de la zona que han bombardeado los aliados. Kriegbaum estaba allí.

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