Hades

Hades


Portada

Página 2 de 12

Pasaron veinte minutos. Lo único que veíamos eran las brazadas del buzo anónimo y de tanto en tanto atisbábamos a otros buzos que descendían con él. Entonces distinguimos el lecho marino, que fue materializándose poco a poco desde la parte inferior de la imagen, y se produjo un notable cambio en el estado de ánimo de los que nos rodeaban. El borde rocoso de lo que parecía una gran gruta marina ocupó la pantalla. Y, dentro de ella, una veintena de cajas de herramientas cubiertas de algas y lodo.

 

 

 

Hades no abrió la puerta del almacén camuflado hasta pasadas dos horas. La niñita estaba acurrucada en un rincón, en el suelo, lo más lejos de la puerta, con los brazos pegados al pecho y los ojos abiertos como platos. Hades se cargó al hombro el cuerpo flácido del niño y extendió una manta gruesa en el suelo de cemento. Soltó una almohada que llevaba cogida y tumbó el cuerpo. La niña miraba con atención y, con un terror a duras penas contenido, se fijó en el vendaje de la cabeza del pequeño y en sus ojos hundidos. El niño llevaba una camiseta que nunca le había visto, una camiseta de talla de hombre. Hades se arrodilló a su lado y, con un gruñido, extendió una manta más fina sobre su cuerpecillo dormido, remetiéndosela por debajo de la barbilla. Cuando hubo terminado, se incorporó y miró a los ojos a la niña.

—Ven conmigo —la instó, tendiéndole la mano.

Ella no se movió.

—Si quisiera hacerte daño, ya lo habría hecho.

La niña cambió de posición mientras se lo pensaba. Tenía los pies manchados de sangre. Se levantó lentamente y avanzó con pasos indecisos hasta el hombre.

Hades la cogió de la mano y la llevó a la cocina. Luego, la dirigió para que se sentase en el borde de la mesa en la que unos minutos antes había estado tumbado el niño. El cuerpo del desconocido había desaparecido, y Hades había fregado el charco de sangre, eliminando con lejía todo rastro. En la mesa, al lado de la niña, había varios montones de jirones ensangrentados, vendas de algodón y trocitos de hilo quirúrgico, un botiquín de primeros auxilios abierto y unas tijeras. La niña reconoció la ropa sucia de su hermano, metida en una bolsa negra de basura, en el suelo.

Hades llenó un cuenco con agua templada. Se sentó al lado de la niña. Ella lo seguía todo con la mirada: sus manos, su rostro, sus pasos cansados hasta el fregadero donde ahora había una botella de Johnnie Walker… Él llenó dos vasos. La niña se agitó violentamente al acercarse Hades a ella, y le temblaron las aletas de la nariz.

—Con esto te sentirás mejor —dijo Hades, y le cogió la mano para ponerle en ella uno de los vasos. Tenía los dedos pegajosos de sangre. Ella observó su vaso y a continuación le miró a la cara. Hades se bebió su whisky de un trago y dejó el vaso en la mesa al tiempo que soltaba un suspiro. La niña vaciló.

—No pasa nada. Te lo prometo.

La niña se echó el licor directamente a la garganta como había visto que hacía él. Hizo una mueca y tosió.

—Bien hecho —dijo Hades.

Le rellenó el vaso hasta la mitad. Luego, cogió un trapo y, al mojarlo en el cuenco, la sangre de su hermano tiñó el agua del recipiente de un rosa claro. Hades trató de sujetar con una mano la barbilla de la pequeña, pero ella se apartó. Entonces le asió la cara con sus dedos anchos y ella gimoteó.

—Cálmate.

El whisky surtió rápidamente su efecto en las venas de la niña. Cuando empezó a limpiarle la máscara de sangre que era su cara, estaba tiesa y se resistía, pero al poco rato se ablandó. Luego, Hades le hizo bajar la cara para inspeccionarle el corte profundo que tenía en la frente. Era un corte de unos cuatro centímetros de largo, paralelo al nacimiento del pelo. Dejó el trapo en la mesa y la miró. Tenía unos rasgos marcados, afilados, que el día de mañana podrían conferirle un aire de mujer dura y calculadora. Peligrosa y bella. Tanto ella como el niño eran de una delgadez extrema. Hades se preguntó a cuál de sus difuntos padres se parecerían. La niña suspiró, exhausta, mientras Hades le limpiaba las manos.

—¿Cómo te llamas, niña?

—Morgan.

Abrió las manos de la niña, extendiéndole los dedos, y miró con atención los rasguños que tenía en las palmas. Tenía la carita muy cerca de la suya, y sus grandes ojos miraban hacia abajo, a la piel dañada. Él intentó calcularle la edad. Supuso que tendría cinco años, probablemente.

—¿Con qué te golpearon, Morgan?

—Con un palo —susurró, y las lágrimas le rodaron por el filo de la mandíbula.

Hades le vendó las manos. Luego cogió la aguja y el hilo y los ojos de ella siguieron los movimientos de sus dedos, borracha y triste.

—¿Querían mataros a los dos?

—Eso creo. Eso dijeron. Nos obligaron a ponernos de rodillas, y nos clavábamos las piedrecitas. Se gritaban.

Hades asintió mientras iba cosiendo con el fino hilo la suave carne blanca de alrededor de la brecha de la cabeza. La niña ni se inmutó. Miraba fijamente el pecho de él y se humedecía los labios de color coral.

—¿A Marcus qué le va a pasar? —preguntó.

—Pues que se despertará o que no se despertará.

—¿Nos vamos a quedar aquí?

—De momento sí —respondió Hades, apretando bien el segundo punto de sutura—. No te preocupes por eso. Algo se me ocurrirá.

En el exterior de la casa, más allá de las montañas de basura, un camión hizo sonar el claxon en la autopista. Era un sonido que hablaba del mundo de fuera de la cocina, de fuera de aquel rincón remoto e irrelevante. De aquel rincón lleno de cosas perdidas. La niña lloró en silencio. Hades apoyó las palmas de las manos en la frente de la pequeña para cerrarle bien el corte. Cuando hubo terminado, tapó la herida con una venda limpia de algodón y se retiró un poco, como un pintor evaluando su obra.

La niña que se llamaba Morgan permaneció sentada, inmóvil, con la mirada fija en el suelo como si se hubiese olvidado de que él estaba allí, de pie, y como si estuviese sopesando una decisión atroz. Hades arrugó la frente y notó que se le hacía un nudo en el estómago. En ese momento había una extraña frialdad en los ojos de la niña. Le hizo sentir que una cosa imposible de definir para él, una cosa que hacía solo unos instantes había estado allí, había muerto y había desaparecido.

Nunca había visto a un crío mirar de esa manera.

 

4

 

Abrimos la primera de las cajas encima del cemento del puerto deportivo, entre dos autobuses de la Policía, protegidos de los medios de comunicación por unas lonas de plástico azul. Todos estábamos bastante seguros de lo que íbamos a encontrar. Pero eso, en lugar de ahuyentar a la concurrencia, la atrajo aún más, como un macabro espectáculo de feria. Eden y yo, junto con el comisario del distrito y un forense, nos colocamos alrededor de la caja, mientras los últimos monos de la investigación susurraban entre sí y otros los mandaban callar. El sol entraba de lleno por uno de los lados de las lonas, recortando las siluetas de un nutrido grupo de personas.

El forense se arrodilló y metió un cincel por debajo de la cerradura oxidada de la caja de herramientas para hacer palanca y abrirla con cuidado. Eden estaba de pie detrás de él con los brazos cruzados. Se quitó las gafas de sol y sus ojos negros siguieron todo el delicado proceso, con la cabeza ligeramente ladeada como si pudiese percibir ya el hedor horrible que brotaría de dentro en cuanto se rompiese el sello de fango de la tapa.

Lo primero que vi fue la cara. A esa niña no la habían troceado para que cupiera en la caja, como más tarde descubriríamos que habían hecho con otros cuerpos. Estaba encorvada en posición fetal, con las manos y los pies encogidos, y su tronco tenía la medida exacta para las dimensiones de su sarcófago. Tenía la cara vuelta hacia un rincón, con la nariz un tanto levantada y los ojos lechosos abiertos de par en par. No había empezado a descomponerse. Debía de llevar muerta alrededor de una semana, según mis cálculos. Unas diminutas criaturas marinas, en la superficie del agua del interior de la caja, se escabulleron aterradas a refugiarse entre los pliegues del cuerpo de la niña. Sus largos cabellos rubios estaban enrollados alrededor de su cuello y ondulaban en el agua como si fueran algas. Tenía heridas en el cuerpo, unos surcos profundos en la parte baja de la espalda, pero el interior de la caja estaba oscuro y desde donde me encontraba no me era posible verlos bien. Su espaldita, delgada y huesuda, era blanca como la leche, con manchas aquí y allá debidas al vaciado de la sangre y de los fluidos corporales. Daba la impresión de que se hubiese acurrucado allí dentro para esconderse y que alguien la hubiese mandado al fondo del océano.

Miré a Eden. Su semblante no mostraba la más mínima emoción. Miraba fijamente a la niña como quien lee la letra pequeña de un contrato, con atención pero con actitud distante. El comisario se tapó la boca y la nariz con la mano.

—¿Qué años tiene? —pregunté al forense—. ¿Dieciséis?

—Once. Doce.

Me mordí el labio. Al ver que nadie decía nada, me encogí de hombros y dije lo que probablemente todos estaban pensando.

—Está en un estado bastante bueno. Probablemente sea la niña desaparecida.

—Cierra la boca —me ordenó Eden, que dio media vuelta y apartó una punta de la lona. La gente se echó hacia atrás, pisando a los demás, para dejarla pasar.

 

A la gente en general le repugna el olor a ratón. Era algo que Jason nunca había entendido. Los roedores olían a tierra húmeda y caliente, algo natural que ponía en cuestión la esterilidad del hogar moderno. A él ese olor le devolvía a la infancia, a las cuevas, túneles y pasadizos que formaban las vigas de debajo de la casa. Por allí gateaba de pequeño, escondía tesoros en la tierra, fisgaba entre los tablones, escuchaba conversaciones. Debajo de la casa había ratones y ratas, acurrucados entre las grietas o en los huecos más angostos, y miniciudades a base de hierbajos secos y de hojas de periódico enrolladas o arrugadas sin más. A Jason le gustaba observar a sus pequeñas familias, cómo unos daban lametazos a otros imponiéndose al que los recibía, o cómo acicalaban al otro sin pedirle permiso o le hurgaban entre el pelaje, le gustaba la callada facilidad con que decidían dormirse, jugar o pelear. Las cosas no eran así en su familia, donde reinaban el ruido y el dolor, las puertas cerradas con llave y los llantos de noche. A los ratones les daba igual si se mordía las uñas, si no conseguía recitar las tablas de multiplicar, si llevaba la camisa planchada o si tenía la cara limpia. Los ratones no podían hacerle daño. Los ratones no podían llamarle cosas feas. Envidiaba su vida sin complicaciones.

A Jason le fascinaba todo lo que los seres humanos tenían en común con los animales y lo que trataban de dejar atrás. Los vínculos eran algo que le asombraba verdaderamente. Hecho un ovillo en la cama, tapado totalmente, en su cuarto inmaculado y sin adornos, había leído, alumbrándose con una linternita, que las grullas australianas, esas aves larguiruchas de color gris piedra que danzaban y se paseaban por el lago de cerca de su casa, cuando encontraban un compañero con el que procrear, permanecían junto a él toda la vida, pasase lo que pasase. Qué cosas. El fin de semana siguiente, Jason había salido a explorar por su cuenta, a ver si encontraba una de esas grullas para contemplar esa increíble magia natural en acción. Por el camino se había tropezado con unos compañeros del colegio, unos niños crueles con la cara llena de pecas y el pelo frito por el sol, que en clase le tiraban lápices y se burlaban del corte de pelo que le hacía su madre. Estaban todos en panda en la orilla del lago, arrojando piedras para que rebotaran en la superficie. Corrieron hasta él y le rodearon, sonriendo con gesto burlón, señalándole, y le preguntaron qué había ido a hacer allí. Él les explicó lo que había aprendido de la grulla australiana y que planeaba cazar una viva. A lo largo de todo el día, bajo el sol implacable, estuvo tratando de cazar una de aquellas aves de alas anchas, rápidas y elegantes. Se sirvió de todos los trucos imaginables que se le ocurrieron, desde acercarse agachado hasta nadar; tenderles una trampa; ponerles un cebo o incluso derribarlas tirándoles piedras. Los chavales le habían seguido como un hatajo de chuchos callejeros, y parloteaban o hacían redobles de tambor para troncharse de risa, a carcajadas, cada vez que fallaba. Cuando al final Jason había agarrado una grulla y el macho había huido a toda prisa del agua, graznando y aleteando, furibundo, los niños se habían quedado callados, admirados, y Jason se había reído victorioso. Luego, había azuzado al macho enfurecido retorciéndole el pescuezo a su compañera lentamente, con cuidado, mientras se le caían plumas que se llevaba el viento. El macho llenaba el aire con sus sonidos. Jason se volvió hacia sus compañeros del colegio y sonrió mientras les mostraba el ave inerte.

—¿Veis? —dijo—. Se aman. También los animales pueden amarse.

Había veces en que los animales que cazaba o que capturaba en trampas, o con los que jugaba en plena naturaleza, no eran suficientes. A Jason le gustaba tener animales en su vida. Su creciente colección de escarabajos, lagartijas y culebras y su gusto por los perros y gatos de la calle le valieron unas buenas zurras, encierros bajo llave y horas muerto de hambre, pero nunca llegó a perder del todo el impulso. Esos animales no querían nada de él, aparte de alimento, cariño, afecto. A él le encantaba su estupidez, su naturaleza simple. Haz tuyo un perro, asegúrate su lealtad y podrás molerle a palos hasta casi acabar con él y luego regresará a ti, te amará, te protegerá. Jason sabía eso. Admiraba la lealtad. Le recordaba a la grulla australiana. Le fascinaba la intersección que se daba entre seres salvajes y dependientes, el hecho de que una criatura se hiciese esclava de otra. Le parecía antinatural. La vida, en gran medida, era así. Sentía deseos de arañar, morder, pelear, escabullirse por hoyos angostos y olvidarse el mundo exterior. Sin embargo, era un perro fiel, un ser apaleado pero obediente, un enemigo de sus propios instintos. Un ratón que vivía en un terrario en vez de en una ratonera.

El oscuro pisito de Chastwood no era adecuado para nada más grande que un terrario para ratones. Pero al Jason adulto le traía sin cuidado. Él se sentaba por las mañanas delante del terrario a ver a sus ratones hacer su vida, escarbar, dormir, correr como locos en la ruedecita de plástico.

Metió un dedo en el terrario y uno corrió hasta él, se le agarró y aupó su cuerpecillo caliente, suave como el terciopelo, para subírsele a la mano. Sin temer nada. Bajo la luz que se colaba entre las láminas de las persianas venecianas, abiertas apenas un poco para poder ver algo del mundo exterior, dejó que el ratón correteara entre sus manos, de una palma a otra, una y otra vez, histérico, sin reconocer el sitio por el que acababa de pasar, sin pararse a pensar adónde iba, mientras él lo miraba con una sonrisa. La gente era como los ratones, inexplicablemente. Se dejaban llevar por el pánico, abrían los ojos como platos y al mismo tiempo estaban totalmente a merced de un dios cruel de manos carnosas.

Jason dejó el ratón en la mesa y lo observó. El animalillo olisqueó y correteó entre los objetos que había allí: escalpelos de tamaños diversos colocados en fila en bandejas de corcho blanco, botellas de vidrio, rollos de papel de cocina, rollos de vendas, bobinas de hilo quirúrgico… El ratón se detuvo y se puso a mordisquear el filo de un mazo de folios, repletos de nombres, edades, fechas de nacimiento, grupos sanguíneos y direcciones. Empezó por una esquinita, que rasgó en pequeñas tiras con sus garras rosadas.

Jason cogió un escalpelo de la bandeja y agarró la oreja del ratón con el pulgar y el índice, delicadamente. Notó su increíble delgadez, su suavidad imposible. Con esa manera extremadamente cuidadosa de cogerlo, sometía a su voluntad la cabeza entera del bicho. Una finísima pizca de carne. Miró el escalpelo, sopesó la situación y a continuación le dio un tirón a la orejilla. Luego, soltó al ratón y le acarició el lomo curvilíneo con la hoja plana del utensilio. Espasmos de vida palpitante, estremecida, bajo una capa de pelaje. Jason levantó el escalpelo, lo dejó colgando con la punta hacia abajo, moviéndose a un lado y a otro como un péndulo, y lo dejó caer. La punta del escalpelo se clavó en la mesa a escasos centímetros de la pata delantera derecha del ratón. El animal ni se inmutó. Jason arrancó el utensilio de la madera, volvió a levantarlo, más alto esta vez, y apuntó mejor. El escalpelo se encajó en la madera. No había atravesado el morro del ratón por muy poco.

La televisión atrajo su atención. Estaba encendida casi sin volumen. En la imagen se veía a unos policías en un muelle, yendo de un lado para otro cual hormigas, conversando, tocando objetos con tenazas o bien manoseándolos directamente, todos vestidos de negro. En una secuencia se veía que metían a un joven en una furgoneta, con cierta oposición por su parte. Jason se había cruzado con aquel joven esa misma mañana al amanecer. Había estado seguro de que no volvería a verle. A continuación la pantalla se llenó con unas cuantas tomas panorámicas del abarrotado puerto deportivo y finalmente una imagen de una caja metálica de herramientas. Jason sintió el cosquilleo pasajero de la furia y del orgullo antes de que la conocida calma aplacase las emociones. Aspiró entre dientes.

Cuando terminó la noticia, volvió a mirar al bicho de la mesa, que se limpiaba con esmero los bigotes junto a su mano. Una criatura despreocupada, sin seso. Jason levantó el escalpelo estirando totalmente el brazo en alto, entornó los ojos y sostuvo el utensilio entre los dedos un buen rato, acomodándolo bien en ellos, hasta que descargó el golpe.

 

5

 

Encontramos un rincón tranquilo en la cafetería del puerto deportivo, que usamos como base de operaciones toda la tarde. Estaba lo suficientemente cerca del lugar de los hechos como para que los expertos y los testigos pudiesen acercarse a darnos su testimonio, pero a la vez lo bastante apartado del fragor como para que pudiésemos organizarnos sin la distracción del caos que se había formado cerca del agua. Por fin Eden me cedió algo de responsabilidad y mandé recoger las grabaciones de las cámaras de seguridad de los diferentes puntos del puerto deportivo, estuve interrogando a varios miembros del personal y envié un informe de situación a nuestras oficinas. Ella, sentada delante de mí, comía entre llamada y llamada patatas fritas cortadas en gajos gruesos, bien especiadas, y de tanto en tanto se quedaba unos segundos mirando la puesta de sol que resplandecía en la superficie del agua. Una tropa de ciclistas embutidos en elastano de todos los colores del arco iris y con unas sonrisas llenas de dientes ocupó una mesa cercana. Su calzado de plástico resonaba en el suelo como un taconeo. Pidieron patatas sin gluten y smoothies.  Unos peces de color amarillo y verde lima nadaban en círculos alrededor de los pilares del muelle, debajo de nosotros, visibles a través del vidrio que rodeaba la balconada. Mientras trabajaba, me entretenía observándolos; sus idas y venidas, serenas y carentes de lógica, me daban envidia.

Llegó un momento en que no tuvimos ya más llamadas que hacer ni más notas que tomar. Pedí un whisky escocés con Coca-Cola y Eden un bourbon con hielo.

—Bueno, pues no podemos hacer mucho más hasta que vuelva el equipo de Medicina Forense con el informe sobre los cuerpos. Deberíamos ponernos al corriente esta noche —propuse mientras el personal de la cafetería empezaba a recoger los cubiertos de las mesas, a nuestro alrededor—. A partir de ahora nos va a tocar trabajar codo con codo. Podría estar bien conocernos antes un poco.

Eden sonrió con suficiencia. Noté que se me hacía un nudo en el estómago.

—Me gusta que haya distancia profesional. Es una manera de evitar que el día de mañana me dé por llevarme un balazo en tu lugar.

—Venga, mujer, un par de copas nada más.

—El equipo de Homicidios sale de vez en cuando a tomar algo en grupo. —Levantó brevemente la vista hasta mis ojos—. Esta noche estarán en El Sabueso a partir de las seis. Si quieres crear vínculo, podemos crear vínculo en compañía.

—¿El Sabueso? Puaj. Chica, ¿y tus estándares?

Ella aguardó unos segundos, con la vista en su copa.

—Estará Eric. —Sonó a aviso.

—¿Por qué tendría que importarme que esté Eric? —pregunté, y el nudo del estómago se me hizo más grande—. Es el hermano de mi compañera. Deberíamos llevarnos bien.

—Sí, supongo que sí. —Sonrió y se encogió de hombros—. Merece la pena intentarlo. No te sorprendas si no le apetece chocar pectorales contigo. Intimar con Eric es algo que requiere mucho tiempo.

Por toda respuesta, levanté las cejas. Era una revelación que no me sorprendía.

 

Había estado antes en El Sabueso, pero nunca me había gustado como opción para salir. Demasiada bofia. Las noches de alcohol en ese garito tendían a convertirse en concursos entre los polis de calle para ver quién la tenía más grande, jaleados por los investigadores y capitanes del cuerpo que ya peinaban canas y presididos por despreocupados sanitarios y bomberos. En El Sabueso los agentes recién salidos de la academia de Goulburn, sorprendidos y descorazonados por la falta de comprensión y de valoración que recibían de los veteranos en su nuevo destino, tenían la posibilidad de codearse con sus héroes del oficio, o sea, con polis que llevaban medio año más que ellos al pie del cañón. Este tipo de reuniones propiciaba que les contasen batallitas, que comparasen las estadísticas de arrestos de unos y de otros, que les enseñasen cicatrices y les contasen historias de persecuciones. Se ponían en entredicho las capacidades de los demás y se analizaban móviles de crímenes. Se menospreciaban las hazañas de fitness del prójimo y sus puntuaciones en los reconocimientos cardiovasculares. A medida que iban vaciándose las copas, iban surgiendo rifirrafes y las broncas se libraban en Parramatta Road, donde los swings  fallidos y los aullidos de dolor contaban con público, el cual estaba formado por las familias de aquella parte del barrio de Haberfield, gentes de todos los orígenes étnicos concebibles, que vivían en los pisos de encima de los comercios. Por supuesto, no se arrestaba a nadie. Y a la mañana siguiente en la oficina los ojos a la funerala y los labios partidos que eran la consecuencia de la noche eran recibidos con bromitas. Los jóvenes que sabían soltar un puñetazo después de diez jarras de cerveza recibían en premio un ascenso o una ronda facilona o un bono en la paga. A mí esa clase de competiciones me desagradaba. Cuanto mayor me hacía, más me gustaba beber a solas.

Como si del patio de un colegio se tratara, el bar estaba dividido en categorías, de acuerdo con las diferentes ocupaciones. Los funcionarios de la morgue y los que tenían el cometido de trasladar cadáveres formaban un tranquilo grupito en un rincón del local, donde se contaban chistes de mal gusto y se emborrachaban hasta perder el conocimiento. Los médicos forenses, que por lo general se marchaban pronto, conversaban en su jerga marciana mientras apuraban vodkas y cervezas sin alcohol en las mesas de fuera. Los polis de a pie, bronceados, irritables, se apelotonaban en la hilera de reservados que recorría el perímetro del local.

El equipo de Homicidios se juntaba aparte. Los búhos, con sus vaqueros a medida y sus camisas de algodón y su aire extrañamente reflexivo, ocupaban los sofás de piel de al lado de la gramola, donde casi no cabían. Dado que las conversaciones no eran largas y que la música estaba muy alta, aunque se les viese incómodos podían dar cierta sensación general de formar un grupo bien avenido solo con beber y sonreírse unos a otros. Eric se había sentado en el brazo de uno de los sofás y soltaba comentarios ingeniosos sobre sus colegas los búhos, uno por uno, con voz potente. A todo el mundo le parecían la monda. Yo me había sentado al lado de Eden en la barra, y le observaba mientras él iba ganándose a su público como si fuese un debutante. Por supuesto, conocía a toda la gente del pub. Ellos le saludaban como si hiciese siglos que no se veían. Algunas de las mujeres le susurraban al oído y le cogían cariñosamente los dedos mientras charlaban.

—¿Y sois de aquí?

—Somos de Utulla, justo pasado Camden.

O sea, una media hora en coche por la autopista Hume desde mi casa. Eden respiró hondo y soltó el aire lentamente, como si proteger sus secretos de mí fuese a ser una ardua y larga tarea. Me pregunté qué ocultaba. Le pedí otra copa y ella pareció agradecida.

—¿Y tú de dónde eres? —preguntó.

—Nacido y criado en Bankstown.

—¡Aúpa los Doggies!1

—¡Eso!  

—¿Tienes familia allí?

—No. —Sonreí. No me molesté en disimular el alivio que me producía—. ¿Y tú en Utulla?

—Está mi padre. —Movió la cabeza afirmativamente.

Me chocó su forma de decir «mi padre», como si quisiese darme a entender claramente que ella había sido el fruto de las entrañas de ese hombre. Se inclinó hacia delante para colocarse bien la bota y me fijé en que tenía una larga cicatriz a lo largo del nacimiento del pelo, una marca fina casi indetectable.

—Vale —dije—. Entonces, ¿cuál es tu secreto mejor guardado?

Ella tosió al ir a beber y sonrió.

—Vamos, Frank. Todo eso de que el compañero de curro es tu amigo del alma es algo que ha quedado seriamente sobado gracias a Ley y orden, ¿no crees? No hace falta que seamos colegas íntimos para ser eficaces en lo nuestro.

—Es que yo quiero intimar contigo. —Sonreí burlón.

—Ya, ya. Se te pasará.

—Te voy a contar un secreto mío.

—Es que no quiero saberlo.

—Empezaremos por algo sencillito. —Extendí las manos sobre la barra como si quisiese hacer sitio para un juego—. Una vez salí por la ventana del cuarto de baño de una chica mientras ella me preparaba el desayuno, después de una noche de sexo.

Eden asintió para transmitirme cuánto valoraba la hazaña. Llegó otra ronda de copas.

—Vale. —Sonrió con timidez, después de un buen rato sopesando hondamente el reto—. En mis inicios, tuve que hacer un curso de una semana en Rockdale con perros policía. Tenían uno que me odiaba a muerte y me lo asignaban una y otra vez para las evaluaciones. Un día, cuando no nos miraba nadie, le solté un puntapié. Una patada bien fuerte, en todo el culo.

Recibí la anécdota con toda clase de aspavientos, agitando las manos en alto, aullando, felicitándola a voces. Ella me propinó un puñetazo en el brazo.

—Mala mujer —dije.

—No te haces idea, colega.

—Yo una vez hice trampas en una rifa benéfica de la Policía. Me concedí el premio de unas vacaciones a Nueva Zelanda. Era para la Asociación de Niños con Cáncer.

—¡Oh! —exclamó, poniendo cara de dolor—. Qué monstruo.

Sentí una oleada de entusiasmo. No supe si era por el bourbon o si se trataba de que tal vez Eden estaba soltándose conmigo de verdad. Nunca me la había imaginado como estaba en esos momentos, riéndose entre dientes mientras se llevaba la copa a los labios, sacudiendo su larga melena negra.

—Vale. Dejé que una niña de mi clase de quinto curso se llevase la bronca por robar del bolso de la profesora. La madre la obligó a cambiarse de colegio.

Di un manotazo en el mostrador y pedí otra copa. Eden abrió su cartera y dejó un billete de veinte en la barra, se volvió y miró por encima del hombro a la concurrencia. Yo seguí parloteando, sin darme cuenta de que se le había borrado la sonrisa de la cara.

—Pues yo me acosté con mi profesora de inglés de duodécimo curso. —Sonreí—. Estaba en prácticas. Una chica ingenua, new age.  La convencí para que se quedase después de clase a ayudarme con la gramática. Menudo ligón estaba hecho.

Vi entonces su gesto. Una astillita se clavó en mi corazón.

—¡Venga, mujer! —Le di unas palmadas en el hombro—. ¡Tenía diecisiete años! Tampoco es para tan…

—Voy a dar una vuelta por el local, Frank —murmuró Eden, y se alejó con sigilo.

Seguí su mirada, fija en algún punto del fondo del bar, y vi que Eric estaba observándonos, rodeado de gente que hablaba, y que sonreía nerviosamente.

 

Acababa de conseguir no ladearme. Me disponía a aliviar mis necesidades en el urinario cuando noté un aliento caliente en la nuca. La voz de Eric me susurró al oído:

—¿Te echo una manita, corazón?

Di un brinco y me eché para atrás encima de él, y me propinó un manotazo en el hombro. Su carcajada resonó en el aseo. Los zapatos se me habían mojado de orina.

—Te veo muy tenso, Frankie.

—Existe un código de conducta cuando alguien va a echar una meada —repliqué malhumorado, e inmediatamente lamenté haber tenido una reacción tan exagerada. Eric rio para sí y, victorioso, se puso delante de otro urinario, a dos de distancia del mío.

—Eden ya no te soporta —comentó, mientras se miraba sus partes—. Te ha dejado. —Yo no dije nada. Uno de los búhos entró por la puerta y al vernos allí a los dos se largó.

—Ya ves, no ha debido de hacerle gracia el camino por el que la estaba llevando. No es culpa mía si tiene cosas que ocultar.

—Todos tenemos cosas que ocultar, Frankie. —Eric sonrió, se subió la bragueta y se volvió hacia mí—. No querrás que el resto del equipo se entere de lo de tu acusación por malos tratos, ¿eh?

Casi me desgracié con la bragueta. No pude contenerme y le eché las manos encima, agarrándole por la pechera de la camisa. Le empujé contra la pared. Pero aunque puse todas mis fuerzas, noté que se dejaba zarandear, como para darme a entender que elegía no desatar toda la potencia de su cuerpo contra mí. Sus manos, grandes y fuertes, apresaron las mías. Me las apretó y oí el crujido de mis nudillos.

—Pegaste a tu mujer en la cabeza.

—Fue un malentendido —gruñí—. Un malentendido confidencial. No tienes ningún derecho a fisgar en mis expedientes.

—Frank, nuestro trabajo se basa en conocernos unos a otros. En saber los secretos de los demás e ignorarlos. Aquí todos somos buena gente. Nadie es mejor que nadie. Todos estamos pringados. Todos tenemos nuestras sombras.

—O sea, que los otros saben tus secretos y los ignoran, ¿es eso? —Volví a empujarle contra la pared, y eso me hizo sentir bien—. ¿Entonces por qué están tan acojonados contigo? ¿Por qué no me cuentas lo que ocultas, Eric?

No vi venir su movimiento. Su ancha manaza subió a toda velocidad y se estampó contra un lado de mi cabeza. No fue un puñetazo, sino un tortazo. Y fue intencionado, porque, aunque no cerró el puño, el impacto me dolió como nunca nada me había dolido en mi vida. Era como si tuviese la mano hecha de hierro. El sonido del manotazo en mi cabeza, un zumbido que fue alejándose en forma de onda expansiva, me pareció humillante, igual que la inmediata sensación de la oreja al rojo vivo. A la vez, me desplazó los pies dándome una patada en las piernas, y acabé despatarrado en el suelo del cuarto de baño, donde caí directamente sobre los codos.

—Ahora estás entre lobos, Frankie. Tienes que ser más rápido. —Soltó una carcajada mientras se daba la vuelta para irse. Su aullido lobuno hizo eco en el espacioso aseo alicatado.

 

Aunque todo indicaba que Eden se había esfumado, yo me quedé. No iba a darle ese gusto a Eric. Con la cabeza retumbándome, volví a la barra y me senté en el mismo rincón en el que había estado con Eden. Pedí una copa y el barman me miró unos segundos con cara de preocupación, tras lo cual se dio la vuelta y cogió una botella de un anaquel. Yo tenía los ojos de Eric clavados en la espalda, abrasadores e intensos; su presencia entre un grupo de personas, al otro lado del local, cerca de la puerta, era como una sirena.

Mi primera mujer y yo nos habíamos casado jóvenes y, para no hundirnos en la deprimente monotonía de las zonas residenciales, nos habíamos hecho consumidores de cocaína casi desde el principio. Por aquel entonces yo era agente de a pie y lo tenía fácil para conseguir la coca; prácticamente todo el mundo llevaba encima unos gramos, y a nadie le llamaba la atención que la pidieses. Por tener una adicción y un coche trucado, nos creíamos diferentes de las marujas y de los simplones de las casas adosadas baratas de fibrocemento de Sídney Oeste. Mi mujer y yo solo nos conocíamos de haber coincidido en fiestas, en el centro, pero nos casamos porque a la tercera semana la dejé preñada. Nos creíamos malos. Nos creíamos diferentes, creíamos que estábamos enamorados y todas esas gilipolleces. La vida en el extrarradio residencial acabó con todo eso. La cosa pasó de ir a cien por hora a convertirse en un laborioso trote de tres segundos exactos. De pronto, estábamos viendo ¿Quién quiere ser millonario?  todas las tardes de sábado sin falta y discutiendo sobre marcas de detergente para lavavajillas líquido.

Louise me ocultó que consumía droga durante el embarazo, pero siempre supe lo que se traía entre manos. Y me daba igual. Por aquel entonces yo llevaba una doble vida. Las horas que pasaba en casa con Louise eran un paréntesis de espera entre turno y turno en la calle. En el fondo no la amaba. Y a medida que el niño fue creciendo dentro de ella, empezamos a pelearnos. Yo solo quería estar todo el tiempo trabajando en el Cuerpo, zurrando a delincuentes y chuleando. Conduciendo a toda pastilla. Entrando a lo bestia en las casas. Consiguiendo copas gratis y fingiendo que podía tener a cualquier tía que me diese la gana. Quería pasarme la noche entera bebiendo en compañía de los otros polis de a pie, hablando en la jerga secreta de la fuerza policial y disfrutando enormemente con ello. Louise quería a un hombre que cuidase de ella. Y yo no era ese hombre. Miraba entonces demasiado mi propio ombligo.

Dio a luz prematuramente a una niña. Fue un martes de noviembre, a las dos de la madrugada. Yo no estaba presente . El no haber estado allí cuando parió fue lo que finalmente acabó con nosotros.

Nos pasamos meses discutiendo, retándonos mutuamente a ver cuál de los dos tiraba antes la toalla. Ella tenía la costumbre de arrojarme objetos, echárseme en encima, arañarme la cara. Los vecinos oían los gritos y una o dos veces intervinieron. Una noche la golpeé, más que nada para quitármela de encima, y esa fue la última vez que la vi en mi vida. Fui acusado y condenado, y estuve a punto de perder el empleo.

Sentado en el bar, mirando mi copa, pensaba en el bebé. Dirigí la vista al espejo de detrás de la barra y vi a Eden sentada al lado de la ventana, viendo el tráfico pasar, mirando a una vieja libanesa que vendía rosas entre las mesas de fuera. Estaba a punto de irme cuando, sin querer, puse la mano en una carterita roja que había en la barra, a mi vera.

Era una cartera cuadrada, chata, una cartera de hombre, por su tamaño y por la forma, solo que confeccionada con lo que parecía piel de anguila de color rojo oscuro. Yo había visto ese tipo de carteras en el Barrio Chino y en la calle Oxford, entre llaveros de pata de conejo, fundas chillonas para móviles e inhaladores de coca. El instinto me dijo que era de Eden. Me quedé inmóvil en el taburete, mirando la cartera, notando el calor que iba extendiéndose por todo mi cuerpo y el latido de mi corazón en las sienes. Luego, observándola a través del espejo, deslicé la cartera y la abrí. En la parte de delante estaba su carné de la Brigada de Homicidios, visible a través de una ventanita de plástico transparente.

Para conocer el corazón y el alma de una mujer, tienes dos opciones: o acostarte con ella o revolver entre sus cosas. Tanto con una como con otra, te arriesgas a acabar con el tacón de un zapato de aguja clavado en el cuello. Pero me daba igual. Eric me había puteado y yo quería tener algo con lo que armarme, algo con lo que tal vez podría entrar en el elitista círculo de Eric y Eden.

Carné de socia del club de armas de fuego. Carné de la biblioteca de la universidad. Tarjeta de visita de un club de kickboxing. Tarjeta de descuento para manicura en Genie’s Nails.

Detrás del carné de identidad de Eden había un papelito escondido, como para que no se mezclase con lo demás. Me di cuenta de ello por lo viejo que era. Estaba amarillento, raído, como si llevasen años usándolo. Lo saqué con cuidado. Al desdoblarlo, el papel crujió audiblemente.

Seis nombres. De ellos, cuatro tachados. Al final de la lista había dos intactos, escritos con boli azul por una mano temblorosa:

 

Jake DeLaney

Benjamin Annous

 

Leí esos dos nombres un par de veces. Luego, del mismo bolsillo saqué una fotografía. Era la foto de un viejo, el típico exmatón: hombros anchos y fuertes, cabeza cuadrada. Como un rottweiler mayor. Aparecía sentado en una silla de madera, apoyado en el respaldo, con la mano levantada hacia el objetivo, haciendo una mueca graciosa delante de la cámara con un chupito en la mano.

Yo conocía a ese tipo de algo. Conocía ese gesto de la mano nudosa en alto, ese gesto de esconderse de las cámaras, tranquilo y, sin embargo, amenazador. Me sonaba de alguien que bien podría haber aparecido en algún periódico, a la salida de un juzgado o dos. Un malhechor. Tenía todo la pinta de tratarse de un malhechor.

Una de las búhas me dio en el hombro cuando vino a pedir una copa en la barra. Guardé la foto y el papelito en la cartera y la dejé encima del mostrador. Justo cuando salía del local, Eric cruzó su mirada con la mía unos segundos, sonriendo.

 

1 Los Doggies, también conocidos familiarmente como los Berries, los Dogs of War, The Family Club o The Entertainers, es el nombre que recibe popularmente el club australiano de rugby de los Canterbury-Bankstown Bulldogs. Sus colores distintivos son el azul y el blanco. (N. de la t.)

 

Hades dejó salir a la niña por la noche, cuando terminaron de pasar camiones por el horizonte de basura y los operarios de la nave de clasificación hubieron salido por la puerta de la verja. La primera mañana, bajó a coger discretamente unas prendas de vestir que le pareció que podrían ser de la talla de los críos. Lo metió todo en una bolsa de basura y cargó con ella hasta lo alto del cerro. También encontró un perro negro de peluche que le pareció que podría gustarle a la niña.

Cuando abrió la puerta oculta, ella le estaba esperando, de pie, mirándolo desde abajo. A su lado en el suelo, el niño seguía aún inconsciente. Estaba pálida, con cara de enferma. Luego, mientras se comía los espaguetis con salsa boloñesa que le había preparado, él se quedó sentado a su lado sin decir nada. Poco a poco el color fue volviendo a sus mejillas. La pequeña no prestó la menor atención al perro de peluche, que dejó caído en el suelo, al lado de su silla.

Cuando Hades le retiró el plato hondo, la niña levantó la vista hacia el techo y estuvo mirando atentamente todo lo que colgaba de él: botellas de colores, cadenas, tazas resquebrajadas, móviles rotos, fragmentos de huesos, piezas de maquinaria abrillantadas. Alzó un brazo para tocar la enorme ala negra de un pájaro muerto que el hombre había clavado en la pared, cerca de la mesa; con las yemas de los dedos, fue recorriendo las largas plumas coberteras. Él la observaba sin estar muy seguro de si realmente había visto en ella aquella extraña mirada la noche de los asesinatos, aquella negrura en sus ojos que solo había visto alguna vez en la mirada de los condenados. Ya no la veía, y se dijo que habían debido de ser imaginaciones suyas. Le hizo una seña para que fuese con él al salón y ella le siguió obedientemente. Se sentó muy encorvada en el borde mismo del sofá, lo más lejos que pudo de él. Hades zapeó hasta que dio con una emisión de Los Simpsons,  pensando que seguramente los habría visto en su otra vida. La niña no se rio. Ni una sola vez.

 

El niño fue pasando por diversas fases de consciencia, pero nunca llegó a despertarse realmente. Hades adoptó la rutina de asomarse a ver cómo estaba un par de veces todas las noches, cosa que en ocasiones despertaba de repente a la niña, que se ponía a gritar y a llorar.

El tercer día el niño seguía sin volver en sí. Hades barajó la posibilidad de llevarle a algún hospital y dejarle delante de la entrada. ¿Pero qué haría con la niña? Ella le había visto la cara. Había visto su casa. Hades tenía una preocupación constante con el niño y a veces le subía los párpados y contemplaba, impotente, sus ojos de mirada perdida. No quería que el crío muriese. Sobre todo, no quería que la niña se enterase antes que él. Cambió el vendaje de la cabeza del niño y le curó la brutal herida.

Esa tarde dejó que la niña saliera de la casa. Era viernes y había pocos trabajadores por el lugar. A los de la nave de clasificación de residuos les había dejado caer que una antigua novia suya estaba dándole la brasa con sus hijos y había amenazado con abandonarlos en la puerta de su casa. Bajó con la niña a su taller, al pie de la colina. La pequeña se sentó en el filo de un banco y estuvo viéndole trabajar en su última creación.

Parecía que Hades por fin había encontrado algo con lo que insuflar vida en los ojos de la niña. Ella le miraba embelesada mientras él pulverizaba, soldaba y golpeaba el material de desecho que había rescatado del vertedero y al que pretendía dar forma de zorro. La pequeña abría y cerraba la boca con gestos maravillados. En un momento dado, le hizo una seña para invitarla a acercarse y ella se levantó del banco y fue corriendo a su lado; estiró un brazo, tocó el metal aún caliente y acarició cautelosamente el morro de la gigantesca fiera como si estuviese viva y fuese peligrosa. Estuvo viéndole trabajar durante horas, en silencio.

Cuando regresaban a la casa, ella levantó la mano y se cogió de los dedos enormes de él. Hades bajó la vista, y ese gesto pareció sacarla a ella de una especie de sopor. Al darse cuenta de lo que había hecho, apartó rápidamente la mano. El sol del atardecer hacía que sus mejillas pareciesen sonrosadas y sus ojos de un tono dorado resplandeciente. Le dio la impresión de que era una muñeca viviente. Y temió que sus torpes manazas pudieran romperla.

El hombre y la niña se detuvieron nada más cruzar el umbral de la casucha. El niño estaba en la cocina, en cuclillas, con una mano apoyada en el suelo para no perder el equilibrio. Miraba el techo. Hades comprendió, asustado, que se había dejado abierta la puerta del cuarto secreto. La niña lanzó un aullido, corrió hacia el niño y le rodeó con los brazos. El crío estaba confundido, temblaba y no podía tenerse de pie. Era la primera vez que Hades veía los ojos del niño abiertos por sí mismos. Eran más tristes aún que los de la niña, y más vacíos.

—¿Marcus? —le dijo ella, sollozando, cogiendo su cara con las manos y zarandeándola—. ¿Marcus? ¿Marcus? ¿Marcus?

—Calma, calma —la reconvino Hades, apartándole las manos con delicadeza—. Trátale con cuidado.

Marcus levantó la mirada hacia Hades, con el frío desapego de un enfermo mental. Hades temió que le hubiesen quedado lesiones cerebrales de por vida. Los puntos de sutura, practicados a la buena de Dios, le habían subido ligeramente la comisura del ojo derecho. Además de roto, torcido. Hades sentó al niño en el suelo y, cogiéndole el mentón con su ancha mano, le levantó la carita hacia la luz.

—Niño, ¿sabes cómo te llamas? —preguntó el hombre.

—Sí —respondió el crío, humedeciéndose los labios resecos—.Y usted, ¿sabe cómo se llama?

 

6

 

Me había llevado a casa a una chica. Es algo que hago de vez en cuando. Era una tía con la que me había tropezado al entrar en el bar de mi barrio a tomarme un whisky doble para dormir bien, antes de volverme a mi apartamento. En ocasiones, entre dos desconocidos se produce una situación curiosa: sin mediar palabra, cruzan la mirada y los dos están diciendo sin hablar que se sienten solos a pesar del relativo éxito de sus vidas, a pesar de sus identidades manufacturadas. Me había bastado con un simple «larguémonos de aquí». Por la mañana ya no me sentía solo, y creo que ella tampoco.

El sonido de mi móvil nos despertó de golpe a los dos. Sabía quién era y pasé. Eran las cinco, de noche aún. La chica gruñó. Las afiladas uñas de sus pies me arañaron los gemelos en señal de protesta. El móvil dejó de sonar y unos segundos más tarde alguien aporreó la puerta de mi casa. Agarré la manta y la eché por encima de su cabeza y la mía, y estreché a la chica cogiéndola por la cintura para que no se marchara, enganchado al calor de su cuerpo en mi cama.

—Tú no te muevas y no hagas ruido, y se marchará.

—¡Frank! ¡Levántate!

—¿Quién es? —preguntó la chica.

—Nadie.

Eden golpeó con los nudillos en mi ventana. Yo tiré aún más de la manta para taparnos.

—¡Vade retro, Satanás!

—Nos tienen preparados nueve cadáveres. Tenemos que irnos.

—No se estropearán. Es plena noche, joder. ¿Qué narices te pasa?

—¿Cadáveres? —La chica se incorporó de golpe, echando a un lado la manta. Suspiré—. ¿Pero tú qué eres, como… poli o algo así?

—¿No te extrañó lo de las esposas?

—Pues hubiese querido que me dijeras que eras poli. No me caen bien. —Me miró por encima del hombro, arrugando la frente.

—Eso solo lo dicen los granujas.

Empezó a recoger sus cosas y yo salí tiritando de la cama, agazapado. El delicioso olor a cuerpos calientes, a sábanas en las que se acaba de dormir y a delicadas exhalaciones desapareció. Abrí la puerta de mi casa, furibundo. Eden bajó la vista a mis partes, a continuación la subió hasta el águila tatuada en mi pecho y finalmente cruzó su mirada con la mía, con cara de espanto.

—Frank.

—Esto te pasa por presentarte en mi casa a estas horas.

Ir a la siguiente página

Report Page