Hades

Hades


7. Bajo tierra

Página 9 de 37

7

Bajo tierra

Me desperté en medio de un silencio ensordecedor. Una luz lechosa se filtraba en la habitación. Me froté los ojos y miré a mi alrededor: lo primero que vi fueron unos sillones delante de una chimenea desde la que las últimas ascuas encendidas proyectaban sombras en todos los objetos de la habitación, confiriendo un aspecto difuminado al mobiliario. Los muebles, de madera oscura, eran suntuosos, y una araña de cristal pendía de un techo ornamentado.

Me encontraba en una cama de cabecero de roble, entre sábanas de satén dorado y bajo un cubrecama de un vivo color borgoña. Llevaba puesto un camisón pasado de moda con puños de blonda. Me pregunté adónde habría ido a parar mi disfraz, pues no recordaba habérmelo quitado. Me senté en la cama y observé todo lo que había a mi alrededor, desde la mullida alfombra del suelo y los pesados tapices de terciopelo que cubrían las paredes hasta la enorme bandeja de bienvenida del hotel que reposaba encima de una mesa de vidrio de patas doradas con forma de garra. A los pies de la cama se extendía una enorme alfombra de piel de leopardo. La cama estaba repleta de blandas almohadas y un número excesivo de cojines con borlas. Sentí una cosa fría y olorosa pegada a la mejilla y vi que las almohadas estaban cubiertas de rojos pétalos de rosa.

Contra una de las paredes había un enorme tocador de mármol con un espejo incrustado de piedras preciosas. Encima había un cepillo de nácar y varios espejitos de mano, además de varios perfumes que tenían aspecto de ser caros, y varias cremas y lociones en botellitas de cristal azul. Una bata de seda de color marfil colgaba del respaldo de una elegante silla. Delante del fuego habían colocado de forma estratégica dos sillones orejeros. La puerta del baño estaba abierta y desde donde estaba vi los grifos dorados sobre una bañera antigua. No parecía que la decoración siguiera ningún criterio concreto, era más bien como si alguien hubiera elegido lo más lujoso y opulento de una revista de interiorismo y lo hubiera colocado de cualquier manera en esa habitación.

Encima de la mesilla me habían dejado una bandeja con una tetera humeante y un plato con pastelillos. Fui a abrir la puerta pero la encontré cerrada con llave. Sentía la garganta seca, así que me serví una taza de té y me senté sobre la mullida alfombra mientras bebía y organizaba mis pensamientos. A pesar del lujo que me rodeaba, sabía que era una prisionera.

Se habían llevado la tarjeta de plástico así que no podía salir de la habitación. Y aunque consiguiera escapar y llegar hasta el vestíbulo, allí me encontraría en medio de los aliados de Jake. Podía intentar cruzarlo corriendo y escabullirme, pero ¿hasta dónde llegaría sin que volvieran a capturarme?

Solamente había una cosa que sabía con absoluta certeza: la frialdad pétrea que sentía en el pecho era una prueba de que me habían arrancado de lo que más amaba. Me encontraba allí a causa de Jake Thorn, pero ¿cuál era su motivo? ¿La venganza? Si era así, ¿por qué no me había matado cuando podía haberlo hecho? ¿Es que deseaba prolongar de alguna manera mi sufrimiento? ¿O tenía algún otro propósito, como era habitual en Jake? Parecía sincero cuando aseguraba desear mi comodidad. Mis conocimientos sobre el Infierno eran superficiales, pues los de mi casta nunca se aventuraban por aquí. Me concentré intentando recordar retazos de información que Gabriel pudiera haber compartido conmigo, pero fue en vano. Solo había oído decir que en alguna parte, en las profundidades, había un abismo oscuro repleto de criaturas que era imposible de imaginar. Jake debía de haberme traído hasta aquí como castigo por haberlo humillado. A no ser que… de repente se me ocurrió una idea nueva. Jake no se había mostrado especialmente vengativo, y lo cierto era que sus ojos mostraban una excitación extraña. ¿Era posible que creyera de verdad que yo podía ser feliz aquí? ¿Un ángel en el Infierno? Eso solo demostraba lo poco que comprendía. Mi único objetivo era regresar a casa, con mis seres queridos. Este no era mi mundo y nunca lo sería. Sabía que cuanto más tiempo pasara aquí, más difícil resultaría encontrar el camino de regreso a casa. De una cosa sí estaba segura: algo así no había sucedido nunca antes. Un ángel nunca había sido capturado, arrancado de la tierra y arrastrado a una prisión de fuego. Quizá todo esto iba más allá del extraño apego que Jake mostraba hacia mí. Quizás algo terrible estaba a punto de suceder.

Unas grandes ventanas ocupaban toda la extensión de una de las paredes de la habitación, pero a través de ellas solamente se veía una niebla espesa y gris. Aquí no existía el amanecer, y el alba no era más que una luz difusa que parecía proceder de alguna grieta de la tierra. Pensar que no volvería a ver la luz del sol en mucho tiempo me llenó los ojos de lágrimas. Pero las reprimí. Tomé la bata de seda y me la puse. Fui al baño para lavarme la cara y cepillarme los dientes, y luego me senté ante el tocador para cepillarme el pelo y quitarme los nudos que se me habían hecho. El silencio que reinaba en esa habitación de hotel resultaba incómodo, era como si me encontrara encerrada en una tumba sumergida en el fondo del mar. Todos los ruidos que hacía resonaban con una fuerza exagerada. De repente recordé, con una punzada de nostalgia, mi despertar en Venus Cove. Siempre iba acompañado de una algarabía de sonidos: los acordes de la música, el canto de los pájaros y las pisadas de Phantom al subir las escaleras. Visualicé con todo detalle mi dormitorio: su picado suelo de tablones de madera y el destartalado escritorio. Si cerraba los ojos podía casi revivir la sensación de suavidad del blando cubrecama blanco sobre mi piel y la de recogimiento que me producía el dosel de la cama, como si me encontrara enroscada en mi propio nido. Allí las mañanas se anunciaban con un alba plateada que rápidamente se transformaba en un estallido de rayos dorados de sol. La luz bañaba los tejados de las casas y bailaba sobre las olas del océano iluminando toda la ciudad. Recordé que siempre me despertaba con el canto de los pájaros y la brisa golpeando ligeramente las puertas del balcón, como si quisiera despabilarme. Incluso las veces en que la casa estaba vacía, el océano siempre estaba allí, llamándome, recordándome que no estaba sola. Cerré los ojos y rememoré las mañanas en que bajaba a la cocina y encontraba a Gabriel recorriendo las cuerdas de su guitarra con dedos perezosos, y el olor apetitoso de las tostadas que llenaba la cocina. Pero no recordaba la última vez que había visto a mi familia, ni cómo nos habíamos separado. Pensar en Venus Cove me producía un breve pálpito de esperanza en el corazón, como si pudiera regresar a mi antigua vida por un acto de voluntad. Pero al cabo de un instante ese sentimiento desaparecía dejando paso a una desesperanza tan grande que pesaba como una roca en mi corazón.

Abrí los ojos y vi mi propio reflejo en el espejo. Al instante me di cuenta de que algo había cambiado. No es que se hubieran transformado mis rasgos: mis ojos eran igual de grandes y tenían el mismo color marrón salpicado de tonos dorados y verdes; las orejas de ratoncillo eran igual de pequeñas, y mi piel de porcelana tenía el mismo tono rosado. Pero la expresión de mis ojos era desconocida: mi mirada, que antes era brillante de curiosidad, ahora aparecía muerta. La chica del espejo parecía perdida.

Una temperatura agradable caldeaba la habitación y a pesar de ello temblaba. Me dirigí rápidamente al armario y saqué el primer vestido que encontré: uno largo de tul con mangas abultadas. Suspiré y rebusqué a ver si encontraba algo más adecuado, pero allí dentro no había ni una sola pieza de ropa práctica, solo vestidos de noche que llegaban al suelo o trajes chaqueta tipo Chanel y blusas de seda. Me decidí por lo más sencillo que encontré (un vestido de manga larga y falda hasta las rodillas de un arrugado terciopelo verde) y unas manoletinas. Luego me senté en la cama y esperé a que sucediera algo.

Recordaba bien Venus Cove y a mi familia, pero sabía que me olvidaba de algo o de alguien. Era como una quemazón en la parte posterior de la cabeza, como una llamada insistente, y el esfuerzo por recordar me resultaba agotador. Sentía un dolor sordo en lo más profundo de mí, pero no podía recordar a qué se debía. Llegué a desear que Jake apareciera para hablar con él, por si eso podía ayudarme a recuperar ese recuerdo. Era como si percibiera ciertos recuerdos en lo más profundo de la memoria, pero cada vez que intentaba sacarlos a la superficie se me escapaban.

En ese momento me sobresaltó el chasquido de la tarjeta de plástico que abría la puerta. Una chica de rostro redondo entró en la habitación. Llevaba un uniforme de servicio: un sencillo vestido de color marrón agrisado con el logotipo del hotel Ambrosía en el bolsillo, unos calcetines de color beis y unos cómodos zapatos de cordones. Llevaba el pelo, del color de la miel, recogido en una cola de caballo y sujeto con un pasador.

—Disculpe, señorita, ¿desea que arregle la habitación ahora o prefiere que vuelva más tarde?

Sus gestos eran tímidos y mantenía la mirada baja para evitar mis ojos. Detrás de ella vi un carrito lleno de productos de limpieza y montones de trapos limpios.

—Oh, no es necesario —repuse, queriendo ser amable, pero mi respuesta solo sirvió para hacerla sentir incómoda. Se quedó sin saber qué decir, esperando mis órdenes—. Bueno, ahora está bien —rectifiqué acercándome a uno de los sillones orejeros.

La chica pareció muy aliviada. Aunque no podía tener más de dieciséis años, se movía con una eficiencia experimentada mientras tensaba la ropa de cama y cambiaba el agua del jarrón. Su presencia me resultó extrañamente tranquilizadora. Quizás era la abierta inocencia de su rostro, tan rara en medio de ese estrafalario lugar.

—¿Puedo preguntarte cómo te llamas? —dije.

—Soy Hanna —contestó sin dudar.

Me di cuenta de que su acento era un poco forzado, como si su idioma materno fuera otro.

—¿Y trabajas en este hotel?

—Sí, señora. Me han asignado a su servicio. —Mi rostro debió de delatar mi confusión, porque enseguida añadió—: Soy su criada.

—¿Mi criada? —repetí—. No necesito una criada.

La chica malinterpretó mi irritación, como si fuera contra ella.

—Me esforzaré mucho —aseguró.

—Estoy convencida —repuse—. Pero el motivo de que no necesite una criada es que no pienso quedarme aquí mucho tiempo.

Hanna me dirigió una mirada extraña y negó con la cabeza vehementemente.

—No puede irse —aseguró—. El señor no permite que nadie se vaya. No hay salida.

Inmediatamente se cubrió la boca con la mano, como si hubiera hablado más de la cuenta.

—No pasa nada, Hanna —la tranquilicé—. A mí puedes contarme lo que sea, no diré una palabra.

—Se supone que no debo hablar con usted. Si el príncipe se enterara…

—¿Te refieres a Jake? —pregunté en tono burlón—. ¡No es ningún príncipe!

—No debería decir cosas así en voz alta, señorita —susurró Hanna—. El señor Thorn es el príncipe del Tercer Círculo, y la traición es un delito capital.

Debí de mostrarme completamente confundida.

—Hay nueve Círculos en este mundo, y cada uno de ellos está gobernado por un príncipe —explicó—. Jake gobierna esta región.

—¿Y quién fue el idiota que le dio tanto poder? —solté, y al ver la expresión de alarma de Hanna, rectifiqué rápidamente—. Quiero decir… ¿cómo fue eso?

—Él es uno de los Originales.

Hanna se encogió de hombros, como si esas seis palabras lo explicaran todo.

—He oído hablar de ellos —dije.

Esa palabra me sonaba. Estaba segura de haber oído a mi hermano Gabriel emplearla, y sabía que tenía que ver con el principio de los tiempos y de la creación.

—Cuando Gran Papi perdió la gracia y cayó… —empezó a contar Hanna después de echar una mirada furtiva en dirección a la puerta.

—¿Perdón? —la interrumpí—. ¿Qué acabas de decir?

—Así es como lo llamamos aquí abajo.

—¿A quién?

—Bueno, supongo que usted lo conoce como Satán o Lucifer.

Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar en mi mente.

—Cuando Lucifer cayó del Cielo, hubo ocho ángeles que le juraron lealtad… —continué yo en su lugar.

—Sí. —Hanna asintió enérgicamente con la cabeza.

—Miguel los echó junto con su líder rebelde, y se convirtieron en los primeros demonios. Desde entonces, ellos han empleado todos los medios disponibles para sembrar el caos en la Tierra como venganza por haber sido expulsados.

Hice una pausa para dejar que esas palabras calaran. Se me ocurrió una idea tan extraña que me hizo fruncir el ceño.

—¿Qué sucede, señorita? —preguntó Hanna al ver mi expresión.

—Es que es difícil de imaginar —dije—. Jake antes era un ángel.

—Yo no diría «difícil»; más bien «imposible». —La respuesta de Hanna fue tan directa que tuve que sonreír.

Pero no podía quitarme esa idea de la cabeza. Jake y yo compartíamos genealogía. Teníamos un hacedor común, pero él se había convertido en alguien que estaba muy lejos del objetivo para el cual fue creado. Siempre lo había sabido, pero supongo que deseaba tanto borrarlo de mi cabeza que nunca me había permitido pensarlo a fondo. No podía aceptar que el Jake que yo conocía, el Jake que había intentado destruir mi ciudad y a la gente que yo amaba hubiera sido alguna vez como yo. Sabía de los Originales: eran los sirvientes más fieles de Lucifer, los que estuvieron con él desde el mismo principio. A lo largo de toda la historia de los seres humanos, él los había enviado a ocupar los más altos escalones de la sociedad, y ellos se habían infiltrado en las comunidades de la Tierra para continuar corrompiendo a la humanidad. Se introdujeron en las filas de la política y de la legislación, desde donde podían ejercer su poder destructor con impunidad. Su influencia era venenosa. Eran indulgentes con los hombres, se alimentaban de sus debilidades y los utilizaban para sus propios intereses. Se me ocurrió una idea atroz: si Jake trabajaba para un poder mayor que él, ¿quién era realmente el culpable de todo lo que había sucedido hasta el momento?

—Me pregunto qué es lo que Jake quiere de mí —dije.

—Eso es fácil —repuso Hanna con su curioso acento. Parecía feliz de resultar útil, de ofrecerme una información que yo no conocía—. Solo quiere que usted sea feliz. Después de todo, usted es su prometida.

Al principio me reí creyendo que me estaba gastando una terrible broma de mal gusto. Pero cuando observé su rostro redondo y aniñado, esos ojos grandes y marrones, supe que se había limitado a repetir una información que había oído previamente.

—Creo que tengo que ir a ver a Jake —dije despacio, esforzándome por disimular el pánico creciente que sentía—. Ahora mismo. ¿Me puedes llevar hasta él?

—Sí, señorita —respondió con prontitud—. Precisamente el príncipe ha dado orden de verla.

Hanna me guio por los mortecinos pasillos del hotel Ambrosía. Se desplazaba sobre la gruesa moqueta como si fuera un fantasma. Todo a nuestro alrededor mostraba una quietud sobrecogedora, y si el hotel tenía otros clientes no había ni señal de ellos. Entramos en el ascensor de cristal que esperaba suspendido en el aire como una burbuja. Desde dentro se veía, abajo, el vestíbulo y la recargada fuente central.

—¿Adónde vamos? —pregunté—. ¿Es que Jake tiene una mazmorra especial en la cual se hace cargo de sus asuntos?

—No. —Hanna se tomaba todas mis palabras en serio; el sarcasmo no hacía mella en ella—. Hay una sala de reuniones en la planta baja.

Nos detuvimos ante dos imponentes puertas de madera. La reticencia a entrar de Hanna era evidente.

—Es mejor que entre usted sola, señorita —comunicó, como callándose algo—. Sé que a usted no le hará ningún daño.

No discutí con ella. Desde luego, no quería exponerla a los caprichos del carácter de Jake. Ahora que iba a verlo otra vez cara a cara no sentía ningún miedo. De hecho, deseaba tener una confrontación con él aunque solo fuera para decirle lo que pensaba de él y de su espantoso plan. Ya había hecho lo peor; no podía hacer nada más para hacerme daño.

Al entrar, Jake parecía irritado, como si hubiera estado esperando mucho rato. En la sala también había una chimenea, y Jake se encontraba de pie delante, de espaldas a ella. Iba vestido con mayor formalidad que su habitual atuendo negro: llevaba un pantalón hecho a medida, una camisa de cuello desabrochado y un esmoquin de un vivo color púrpura. Los reflejos del fuego de la chimenea bailaban sobre su rostro pálido. Tenía exactamente el mismo aspecto que yo recordaba, con los largos mechones de pelo negro que le caían sobre los ojos, brillantes, como los de un tiburón. Al verme empezó a dar vueltas por la habitación deteniéndose de vez en cuando para observar algún detalle. En medio de la mesa había un jarrón con unas rosas de tallo largo; Jake tomó una de ellas, la olió y empezó a juguetear con ella con una mano. Hizo caso omiso de las espinas, así como de la sangre que empezó a bajarle por los dedos, como si no la notara en absoluto. Pensé que seguramente así era y, al cabo de un instante, vi que las heridas se le habían cerrado.

La sala de reuniones estaba presidida por una mesa imponente y tan pulida que en ella se reflejaba todo el techo. A su alrededor había unas sillas giratorias con respaldos altos. La pared tras la cabeza de la mesa estaba ocupada por una pantalla gigante que, en ese momento, mostraba diversas imágenes de los distintos clubes. Miré, fascinada, los cuerpos brillantes de sudor que bailaban tan apretados los unos contra los otros que parecían un solo ser. Aunque solamente era una imagen en la pantalla, verlo me provocó cierto mareo. De repente, la imagen cambió y en la pantalla aparecieron esquemas estadísticos y cálculos numéricos. Al cabo de un momento, los incansables bailarines volvieron a aparecer. Parecía que algunos eran seleccionados y se hacían unos cálculos sobre ellos.

—¿Qué te parecen mis ratas de club? —se jactó Jake—. ¡Condenados a beber y a bailar durante toda la eternidad! Fue idea mía.

Con una mano sujetaba una copa de la cual iba sorbiendo un líquido de color ámbar. Un cigarrillo a medio consumir descansaba sobre el borde de un cenicero.

Alguien tosió y me di la vuelta: Jake y yo no estábamos solos. Un chico que no parecía mayor que yo se encontraba sentado en la esquina más alejada de la sala de reuniones y acariciaba un gato dormido. Iba vestido con una camisa a cuadros y unos pantalones tan grandes que se los tenía que sujetar con tirantes. Llevaba el pelo, marrón, con un flequillo cortado de forma irregular, como si lo hubieran hecho con unas tijeras de esquilar. Se había sentado con las puntas de los pies hacia dentro, igual que un niño.

—Beth, te presento a Tucker. Es uno de mis ayudantes y va a cuidar de ti. Tucker, levántate y estréchale la mano —ladró Jake, y se giró hacia mí de inmediato para añadir—: Te pido disculpas por sus groseros modales.

Jack lo trataba como si fuera un animal de compañía que necesitara ser entrenado. Tucker se levantó para acercarse a mí, y vi que cojeaba ostensiblemente arrastrando la pierna derecha. Me ofreció una mano grande y callosa. Tenía una profunda cicatriz que le iba desde la base de la nariz hasta la parte superior del labio, haciendo que este se levantara ligeramente y dibujándole una perpetua mueca en el rostro. A pesar de su corpulencia, me pareció una persona vulnerable. Le dirigí una sonrisa, pero él se limitó a fruncir el ceño con mala expresión y apartó la mirada.

Los movimientos de Tucker habían despertado al gato, un siamés que tampoco era muy amistoso. Al verme, arqueó la espalda y bufó con ferocidad.

—Me parece que no le gusta la competencia —comentó Jake en tono meloso—. Basta de pataletas, Fausto. Bethany, ¿qué tal te estás adaptando? Siento que tu llegada tuviera que ser tan dramática, pero no se me ocurrió ninguna otra manera.

—¿De verdad? —repliqué—. Yo creía que te gustan las cosas al límite, ya que eres tan payaso.

Intenté que mis palabras fueran muy ofensivas. No estaba de humor para seguirle la corriente. Jake abrió mucho la boca fingiendo sorpresa mientras se la cubría con una mano.

—Vaya, vaya, hemos aprendido a ser sarcásticos. Eso está bien. No puedes ir por la vida siempre como una pastorcilla inocente.

Jake me recordaba un camaleón por la facilidad que tenía en cambiar de aspecto para mezclarse con el entorno. En su casa parecía muy distinto a como yo lo recordaba en la escuela. En Bryce Hamilton se había mostrado como un chico seguro de sí mismo, pero al mismo tiempo como un tanto marginal: aunque tenía su grupo de seguidores, su mayor atractivo era la subcultura que representaba. Sabía que no pertenecía allí y no hacía el menor esfuerzo por disimularlo. Más bien parecía disfrutar al atraer la atención de todos, y mostraba una petulante satisfacción cada vez que conseguía ejercer su seductora influencia en un estudiante. Pero siempre tenía que estar alerta, preparado ante cualquier eventualidad que pudiera darse. En cambio, aquí, en su casa, Jake se mostraba completamente relajado, con los hombros caídos y la sonrisa perezosa. Aquí disponía de todo el tiempo del mundo y su autoridad no era cuestionada.

Giró la cabeza con gesto impaciente y se dirigió a Tucker:

—¿Vas a servir una copa de vino a mi invitada o te vas a quedar ahí pasmado como un sapo gordo e inútil?

El chico se apresuró hasta una mesilla baja, tomó una copa de pie alto y la llenó con un líquido rojo de un escanciador. Luego se acercó y me la dejó delante con gesto hosco.

—No quiero una copa —le dije a Jake, cortante, mientras apartaba la copa de vino—. Quiero saber qué me has hecho. Hay cosas que quiero recordar, pero mi memoria está bloqueada. ¡Desbloquéala!

—¿Para qué quieres recordar tu vida pasada? —Jake sonrió—. Lo único que necesitas saber es que eras un ángel y que ahora eres mi ángel.

—¿De verdad piensas que puedes retenerme aquí sin sufrir las consecuencias? ¿Sin sufrir una venganza divina?

—De momento no me está yendo muy mal —se rio Jake—. Además, ya era hora de que te alejaras de esa ciudad de paletos. Está claro que no te dejaba evolucionar.

—¡Me pones enferma!

—Bueno, bueno, no nos peleemos en tu primer día aquí. Por favor, siéntate. —Jake adoptó un repentino tono de agasajo, como si fuéramos dos amigos que se volvieran a encontrar después de una larga separación—. Tenemos muchas cosas de que hablar.

Ir a la siguiente página

Report Page