Hades

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Yo estaba tendido en el suelo, con la mirada fija en unos pendientes que había junto a mi mano, mirándolos sin más, comprendiendo sin haberlo visto que se le habían caído a Beck del bolsillo de la camisa. Dos mariquitas perfectamente talladas que destellaron con el resplandor de otro relámpago que cayó cerca de la torre. Las recogí en la ensangrentada palma de mi mano y me senté en el suelo. El aire que entraba y salía de mis pulmones vibraba como si soplase por entre alambres de espino.

De pronto todo mi dolor desapareció, reemplazado por un vacío gélido, estremecedor. Una puerta se había cerrado dejando fuera todo lo que había conducido hasta ese instante, hasta ese momento en el que me hallaba sentado en el suelo de la torre con sus pendientes en la mano. Todo lo del otro lado de la puerta estaba fuera de mi alcance, inaccesible. Como si hubiese sido borrado de un plumazo. Eden, de pie a mi lado, me observaba. Beck estaba tendido de costado, apuntado por el arma de ella. Eden me estaba llamando, pero no podía oírla. Él creo que estaba riéndose. O ladrando. No logro recordarlo. Me puse de pie, temblando, con la mirada fija en la palma de mi mano. Es posible que dijese algo. No lo sé. Los dos me miraban. Se veía humo por las ventanas y las llamas empezaron a hacer vibrar la pared de detrás de Eden.

No pensé en nada. No recurrí a ningún razonamiento como los que había empleado Eden, ese frío cálculo que te hace reflexionar sobre quién merece qué o quién tiene derecho a segar una vida. Solo podía pensar en Martina, en la cama donde la había dejado, con su gato hecho un ovillo junto a su pierna. Su mano en la sábana, en el sitio donde yo había estado tumbado. Solo podía pensar en su vajilla desparejada, en los pósters de las paredes de su casa, en su casera gorda y en las escaleras que subían a su apartamento, enmoquetadas de rojo y desiertas, y siempre oscuras. No recuerdo que decidiera disparar a Beck. No sentí nada cuando lo hice. Simplemente, mi mano se movió para levantar mi pistola. Y vi que su cabeza retrocedía a medida que las balas la atravesaban, y pensé en un animal.

El arma se había vaciado y chasqueaba. Eden me bajó la mano. La habitación estaba en llamas y el fuego me hacía lagrimear. Mientras, los desbocados latidos de mi corazón rebotaban dentro de mi cráneo.

Del techo empezó a caer ceniza. Parecía nieve negra, liviana, que se le metía a Eden por la boca al jadear. Nos miramos. El tiempo se detuvo.

 

 

Pensé que tenía bastante suerte cuando nadie me cortó el paso tras firmar en el registro de salida del Prince of Wales solo unas horas después de que me hubiesen operado el hombro. En el aparcamiento de la clínica me vi rodeado por una nube de periodistas. El eco de sus voces rebotaba en la marquesina de vidrio del acceso al ala de ingresos de pacientes. Y de nuevo me esperaban en la escalera de la entrada de nuestro cuartel general, arremolinados en torno a un vendedor ambulante de café; al verme salir del taxi, soltaron todos el cigarrillo y le pusieron perdido el suelo del chiringuito. Pero nadie me tocó. Era veneno. Cuando entré en la sala común, los búhos se dispersaron, incapaces de mirarme a los ojos. Dos agentes de calle habían estado esperándome allí, andando de un lado para otro alrededor de mi escritorio sin poder evitarlo, mordisqueando mis bolis. Se les había encomendado la misión de vigilar el apartamento de Martina, de protegerla cuando yo me marchase. Los dos se acercaron corriendo a mí, incapaces de mirarme a la cara. Yo ya sabía lo que me iban a decir. Que habían recibido una llamada desde una cabina avisando de que una banda de chavales estaba dando una paliza a otro compañero policía en un callejón, a escasas calles de allí. Los dos se habían ido de inmediato. Era un truco viejo. Beck había sabido que antes que proteger a una desconocida, los agentes iba a preferir socorrer a uno de los suyos. Sabía que eran perros fieles. Pasé por delante de los dos hombres sin darles el gusto de poder ofrecerme sus explicaciones.

Esa noche Eden fue la única persona que me miró directamente a los ojos, cuando abrí la puerta de la sala de interrogatorios.

Levantó la vista y me clavó los ojos con una expresión que yo había visto muchas veces: una fachada de frialdad tras la cual se ocultaban pensamientos graves, del mismo modo que la superficie negra del océano escondería un tiburón. Estaba sentada con las manos debajo del tablero de la mesa, mirando fijamente un cuaderno de hojas de color amarillo claro en el que no había nada escrito, con el boli alineado al lado como un escalpelo.

Me dirigí a la silla de enfrente de ella y tomé asiento, tras lo cual acomodé el cabestrillo con cuidado. Reinaba el silencio, un silencio ensordecedor; el mundo encerrado entre paredes de hormigón. Por encima de nuestras cabezas, una cámara, con su piloto encendido parpadeando lentamente.

«Esta es mi vida ahora», pensé. Cada instante, cada sensación, podían atribuirse directamente a las manos de la mujer sentada frente a mí. Los segundos, los minutos y las horas que habían transcurrido desde que había matado a su hermano para salvarme la vida habían sido suyos y de nadie más. Mirándola ahora, comprendí lo que había sido él para ella. Su socio y su salvador, su tormento y su protector. Sin él en el mundo, se la veía más pequeña. Más frágil. Pero a la vez era también algo nuevo, una criatura que palpitaba a la luz de un desconocido sol y que se atrevía a empezar a creer. Comprendí, mirándola a los ojos, que una parte de ella le había odiado. Pero tampoco había sabido vivir sin él. Yo pertenecía a Eden porque ella me había elegido para ocupar el lugar de su hermano y estaba empezando a odiarme por ello, y con razón. Y durante algún tiempo me odiaría. Suya era la agonía que yo aún me resistía a enfrentar, los dolorosos detalles que aflorarían durante el procesamiento del cadáver de Martina y durante la recogida de sus enseres y su posterior reparto. Eden me había dado eso. De Eden era cada una de mis respiraciones. Sentí que el odio me crecía por dentro, como una sensación abrasadora que me provocaba un cosquilleo en el pecho y en los brazos.

Yo era propiedad de ella. Sin embargo, una parte de ella era mía ahora, tal y como inconscientemente yo había anhelado desde el momento en que nos conocimos. Ahora mi vida estaba marcada por la suya, por el conocimiento de lo que Eden era, por haber visto los oscuros pozos de su alma. Un conocimiento íntimo. Esta es ahora mi vida. Creo que de alguna manera yo había sabido desde el instante en que nos conocimos que ella era una criatura salvaje, diferente de cualquier otra mujer a la que hubiese conocido hasta entonces. Al principio eso me había atraído, me había encandilado como un reclamo que despertaba mi curiosidad, o un peligro que había deseado poner a prueba y sentir. Entonces no había imaginado que estaba tratando con un monstruo. Ahora lo sabía y ya no habría modo de escapar de ella. Si huía, despertaría ese instinto depredador suyo, la incitaría a acabar conmigo. Tendría que seguir siendo su compañero, su guardián secreto, su atento esclavo. Una vez le prometí que le regalaría un secreto mío. Ahora ya lo tenía.

Sus ojos me recorrieron el rostro, sin decir nada, como un ser de otra especie que estuviese analizando los peligros y evaluando todos los gestos de un bicho extraño. Calculando.

Dejé mi propio cuaderno amarillo encima de la mesa. Ella miró el papel y a continuación me miró a los ojos. Puse la punta de mi boli en el primer renglón de la página y ella estiró un brazo para coger el suyo e imitarme.

—Empieza tú —dije—. Yo te seguiré.

Eden asintió y comenzó a redactar su declaración. Cuando llevaba escrito bastante, comencé la mía.

 

Agradecimientos

 

Toda la vida he escrito. Pero jamás habría podido tener el éxito que mis relatos me han proporcionado si no hubiese contado con la influencia de todos mis maestros, apasionados y llenos de talento. James Forsyth, antiguo profe de la Universidad de Sunshine Coast, mi primer «fan», dedicó un año a enseñarme a controlar mi entusiasmo de joven escritora y a aceptar mis sombras. Ross Watkins y Gary Crew me enseñaron la mecánica, mientras que Kim Wilkins, de la Universidad de Queensland, me enseñó el negocio. Ros Petelin y Caroline McKinnon me enseñaron a amar mi propio idioma, a eliminar la paja y a no conformarme con algo que no fuese óptimo.

Quisiera dar las gracias a Camilla Nelson, de la Universidad de Notre Dame, por haber escuchado mi historia, y a mi malhablada agente Gaby Naher por saltar al ruedo por mí. Le debo muchísimo a mi querida editora Beverly Cousins, por su fe y su entusiasmo y por dejarse la piel.

A mi familia: gracias por haber estado ahí, mordiéndoos las uñas mientras esperaba respuestas, por haberos entusiasmado cuando parecía que había ganado y por llorar cuando no lo conseguía. Gracias, mamá, por leerte hasta la última palabra de lo que escribo, por escuchar mi voz beoda al teléfono cuando recibía una negativa y por presentarme a desconocidos en la calle como tu hija, la escritora.

 

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