Hacker

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Capítulo 16

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Capítulo 16

En ese momento se abrió la puerta de la calle. No hubo golpes ni estruendo. Nadie la había forzado.

Max se llevó un dedo a los labios, pidiendo silencio. Se agachó y abrió la puerta de la habitación con sigilo. El pequeño corredor que conducía a la cocina no le dejaba ver nada, así que se puso en pie, se pegó a la pared y avanzó. Fuera quien fuera el intruso, no se molestaba en disimular su presencia.

—¡Qué diablos!

La voz que lanzó esa exclamación pertenecía a una mujer. A juzgar por el sonido, ya había dejado atrás la juventud, aunque no sonaba a anciana.

—¡Toei!, ¡Toei! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí ahora mismo! ¿Se puede saber qué le ha pasado a mi cocina? Si yo no toco tus cosas, tú no puedes tocar las mías.

Max abortó el gesto de sacar la pistola de la funda. Tenía que hacer notar su presencia, pero no quería asustar a la madre del chico. Afortunadamente, Semus se le adelantó.

—¿Señora Blackwell? No le riña, esta vez no ha sido culpa suya. Estamos aquí, con un amigo.

Max volvió sobre sus pasos y se sentó en el maldito puf. Eso le daría la oportunidad de saludar a la señora cuando entrase.

—¡Me da igual de quién sea la culpa, Riordan! Esa cocina está hecha un desastre. Y tenéis que explicarme por qué diablos hay un hombre maniatado en mi salón de yoga.

Max abrió los ojos como platos y preguntó a sus compañeros con la mirada. Toei había cerrado los ojos en señal de resignación. Semus se encogió de hombros y le mostró las palmas de las manos. Así que la señora Blackwell tenía los nervios de acero y un carácter peculiar. Justo lo que necesitaba una misión que se había vuelto caótica en apenas unas horas.

Cuando llegó a la habitación, mucho después de lo que correspondía a los pocos metros que debía recorrer, Max comprobó que el carácter de la madre de Toei no se hacía evidente únicamente en su voz y en el modo en el que se tomaba que su casa albergase un cuarto de interrogatorios improvisado. Se trataba de una mujer fibrosa y muy alta. A simple vista no se parecía en nada a su hijo. Vestía por completo de negro, con un jersey de cuello vuelto poco apropiado para la temperatura exterior, tejanos y botas de amazona. Llevaba unas gafas de pasta de montura, también negra, que hacían que sus ojos pareciesen mucho más grandes de lo que eran en realidad.

—¿Se puede saber qué haces en la cama con dos hombres que podrían ser tus padres?

Max no estaba en la cama, pero se levantó de todos modos. Semus ni se inmutó. Por el contrario, sonrió levemente y sacudió la pierna de Toei, que terminó por abrir los ojos y saludar.

—No hagas eso, mamá. Semus te conoce, pero Max se va a llevar una impresión equivocada.

—Semus me conoce y yo lo conozco a él, así que ese tal Max —lo dijo sin mirarle— es el que ha atado a ese hombre y el que me ha desordenado la cocina.

—Mis disculpas, señora Blackwell. Hemos tenido un pequeño problema.

La madre de Toei se volvió al fin. Max la había visto un momento, cuando cruzó la puerta de la habitación, pero entonces pudo contemplarla en todo su esplendor. Tenía todo el aspecto de una profesora estricta y hasta un poco cruel. Las gafas ocultaban las arrugas de sus ojos, pero no las que se le formaban alrededor de la boca ni las que se proyectaban entre la nariz y los labios. No podía tener menos de sesenta y cinco años.

—No sé en qué momento le he dado la impresión de que puede tomarme el pelo, pero no puede. Conozco a este y conozco a mi hijo. No se ha metido en un problema pequeño en toda su vida. Eso sí, ninguno de sus asuntos ha terminado con un hombre atado y amordazado en ninguna de mis habitaciones.

—Mamá…

—Tiene usted toda la razón. Alguien que acompañaba a ese hombre ha disparado y herido a su hijo.

La madre de Toei perdió el porte de institutriz tan pronto como oyó lo sucedido. Descruzó los brazos, que había acomodado bajo el pecho, y quitó a Semus del lugar que ocupaba sobre la cama.

—¿Estás bien? ¿Dónde te han herido? ¿Por qué no estás en el hospital?

Lanzó la andanada de preguntas sin dar tiempo para contestar a su hijo, que parecía mucho más afligido que dolorido, en realidad.

—Está bien, no ha sido más que un rasguño —contestó Semus—. Y no podemos ir al hospital, porque, en realidad, no hace falta.

—¿Seguro que está bien, Riordan? Dime que está bien y que quien sea que haya hecho esto no va a repetirlo.

—Siento inmiscuirme, señora Blackwell, pero me temo que no podemos garantizar que no vuelvan. Antes de que llegara usted estaba a punto de sugerir que nos fuéramos. Para evitar un segundo «accidente».

—No podemos irnos —dijo Toei.

—Irse, ¿a dónde? —preguntó la madre.

—Tenemos que irnos —insistió Max—. Si todo lo que hemos estado hablando es cierto, volverán. Y lo más sensato es, por supuesto, que no nos encuentren aquí. Antes han fallado, pero lo mismo encuentran a alguien con mejor puntería.

Max no pretendía asustarlos. De hecho, no le convenía en absoluto que se asustaran, pero lo que decía era cierto. Tenían que andarse con ojo.

—Iremos a donde estén vuestros servidores.

La madre de Toei se levantó de la cama. Por lo visto, no había tardado en convencerse de que su hijo se encontraba bien.

—¿Trabaja usted para el Gobierno o en su contra? Porque le advierto que mi hijo ya ha pagado su deuda.

—Trabajo con su hijo.

—¿Toei? —El tono de la señora Blackwell no admitía réplica.

—Trabajamos juntos, mamá. Para una organización supranacional.

Max no podía creer que el muchacho estuviera diciendo aquello; ¿qué pasaba con la seguridad, la prudencia o la confidencialidad?

—¿Supranacional?

—En realidad es paranacional.

—De acuerdo —afirmó la madre de Toei—. Así que has vuelto a meterte en un lío del que no puedes salir solo. Pensaba que ya habíamos hablado de esto.

—Mamá, no ha sido culpa mía.

Si hasta ese momento Toei había alternado entre una actitud de adolescente impertinente y crío asustadizo, ahora parecía un niño pequeño al que pillan en falta. Aquella escena superaba a Max por completo. Afortunadamente, Semus estaba ahí para poner orden.

—En realidad el chico tiene razón. No ha hecho nada. Hemos venido a buscarlo porque lo necesitamos. Se trata de un asunto que afecta a la seguridad internacional.

—Y él tiene veinte años.

—Con veinte ya puede tomar sus propias decisiones —dijo Semus.

—¿Y a ti te parece que está en condiciones de decidir nada?

Semus no se rindió.

—Lo está cuando no se presenta gritando y atemorizándolo. Su hijo es inteligente y sabe perfectamente lo que hace.

La señora Blackwell enrojeció de ira hasta la raíz del pelo.

—¡No vas a venir a mi casa, Semus Riordan, a decirme que no sé educar a mi hijo! Soy una buena madre.

—Nadie dice lo contrario, pero ahora mismo no esta siendo razonable.

—¡Es que no podemos irnos! —dijo Toei.

—Mi hijo dice que no puede irse, Semus. Así que ya lo habéis oído. Tú y el hombre atractivo del traje, que no sé para quién trabaja, pero no me gusta un pelo.

Semus ignoró a la madre de su amigo. Max estaba abrumado por aquel drama familiar. Posiblemente, la última cosa que había esperado presenciar ese día.

—¿Por qué no podemos irnos, Toei?

—Ya lo sabes —dijo el chico—. Todo el equipo está abajo, en el sótano.

—¿Toda vuestra red supersecreta está en el sótano? —preguntó Max, incrédulo.

Semus no le contestó. Seguía centrado en Toei.

—Acordamos que lo sacarías de aquí. Te has estado exponiendo sin necesidad, Toei.

—En realidad no, no han podido detectarla porque robo electricidad a todos los vecinos. El consumo se reparte en el barrio y es imposible que nadie se dé cuenta.

—Esa no es la cuestión, chaval. Todos creen que los servidores están en lugar seguro.

—Y lo están.

En ese momento Max sí se sentía capacitado para intervenir.

—Tu sótano no es un lugar seguro. Para empezar, tienes una casa de dos plantas en un edificio de seis, lo que quiere decir que al sótano tienen acceso tus vecinos.

—Hace siglos que creen que la puerta no funciona y que hay ratas. Nadie baja.

Max no podía creerlo. El chico de verdad pensaba que lo tenía todo bajo control.

Iba a ser muy claro con él cuando su madre volvió a tomar la palabra.

—¿Has estado robando a nuestros vecinos?

Aquello, desde la perspectiva de Max, y desde la de cualquier ser humano normal, empezaba a ser demasiado absurdo.

—Mamá, no ha sido casi nada.

—Me mato a trabajar por ti, Toei Park, ¿y me lo pagas avergonzándome así? No sé qué son exactamente esos servidores, pero los vas a sacar de mi sótano y los vas a llevar lejos de aquí. Tan lejos como puedas. Estoy segura de que tus amigos te ayudarán.

—Mamá, eso no se puede desmontar así como así, yo…

—Tú eres un crío maleducado, desagradecido y muy inteligente. Encontrarás la manera.

Max se fijó en que Semus estaba manipulando su reloj de pulsera.

—No te preocupes por la red —dijo—. Eso está solucionado. Ahora levántate de ahí y haz caso a tu madre. Hay que desmontar todo eso y trasladarlo.

—Me han disparado en el hombro —rezongó el chico—. No puedo hacer esfuerzos.

—¡Eso sí que no te lo consiento! —dijo la madre—. Yo no te he criado para que fueras un ladrón ni un mentiroso. Y mucho menos un vago. Levántate de la cama, coge la llave del sótano y haz lo que tengas que hacer.

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