Gulag

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II - La vida y el trabajo en los campos » 15 - Las mujeres y los niños

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En un único sentido los niños de los campos para menores fueron afortunados: no habían sido enviados a campos ordinarios, no estaban rodeados de presos adultos ordinarios, como otros niños. En efecto, como las omnipresentes mujeres embarazadas, el número siempre en aumento de menores en los campos de adultos era un quebradero de cabeza permanente para los jefes de campo.

En octubre de 1935, Yágoda escribió furibundo a todos los jefes de campo que, «pese a mis instrucciones, los prisioneros menores de edad no están siendo enviados a trabajar a las colonias infantiles, sino que conviven en la prisión con los adultos».[77] Trece años después, en 1948, los investigadores de la oficina del fiscal denunciaban que todavía había muchos prisioneros menores de edad en campos de adultos, donde estaban siendo corrompidos por los criminales adultos.[78]

Los maloletki, «los menores», inspiraban poca simpatía entre los demás reclusos. «El hambre y el horror de lo que había ocurrido los había privado de todas las defensas», escribía Lev Razgon, que observó que los menores gravitaban naturalmente hacia aquellos que parecían ser los más fuertes. Estos eran los delincuentes comunes, que convertían a los jóvenes en «sirvientes, esclavos mudos, bufones, rehenes, y todo lo demás», y hacían que los muchachos y las muchachas ejercieran la prostitución.[79] Sin embargo, su horripilante experiencia no inspiraba demasiada piedad; por el contrario, algunas de las invectivas más duras en la literatura de las memorias de los campos están reservadas para ellos. Razgon escribió que cualquiera que fuera su origen, los niños prisioneros pronto «mostraban una crueldad temible e incorregiblemente vengativa, sin freno ni responsabilidad». Peor,

no temían a nada ni a nadie. Los guardias y jefes del campo temían entrar en los barracones separados donde vivían los menores. Era allí donde ocurrían los actos más viles, más cínicos y crueles que tenían lugar en el campo. Si uno de los jefes de los delincuentes presos estaba apostando, perdía todo y se jugaba la vida también, los muchachos lo mataban por la ración de pan de un día o simplemente «por divertirse». Las chicas se vanagloriaban de que podían satisfacer a una brigada entera de leñadores. No quedaba nada humano en estos niños, y era imposible imaginar que pudieran volver al mundo normal y convertirse en seres humanos normales otra vez.[80]

Un prisionero holandés, Johan Vigman, también escribe sobre los jóvenes a quienes «probablemente no les importaba realmente tener que vivir en estos campos. Oficialmente se suponía que trabajarían, pero en la práctica era la última cosa que harían nunca. Al mismo tiempo se beneficiaban de las comidas regulares y tenían la oportunidad de aprender de sus compinches».[81]

Hubo excepciones. Aleksandr Klein cuenta la historia de dos muchachos de trece años arrestados por guerrilleros, que fueron sentenciados a veinte años en el campo. Ambos permanecieron diez años en los campos, y lograron mantenerse juntos declarándose en huelga de hambre cuando alguien intentaba separarlos. Debido a su edad, la gente los compadecía, y les daba trabajos fáciles y comida extra. Ambos consiguieron matricularse en los cursos técnicos del campo, y se convirtieron en ingenieros competentes antes de ser liberados en una de las amnistías que siguieron a la muerte de Stalin. Si no hubiera sido por los campos, escribió Klein, «¿quién habría ayudado a dos niños campesinos semianalfabetos a convertirse en personas educadas, en buenos especialistas?».[82]

Sin embargo, cuando, a finales de los años noventa, comencé a buscar memorias de personas que hubieran sido menores prisioneros, descubrí que era muy difícil encontrar alguno. Con la excepción de las de Yakir, de Kmiecik, y de unas cuantas más reunidas por la Sociedad Memoria y otras organizaciones, había muy pocas.[83] Sin embargo, había habido cientos de miles de esos niños, y muchos todavía debían de estar vivos. Incluso sugerí a una amiga rusa que pusiéramos un anuncio en el periódico para tratar de encontrar a alguno de esos supervivientes y entrevistarlo. «No —me contestó ella—. Todos sabemos en qué se han convertido». Las décadas de propaganda, de carteles cubriendo los muros de los orfanatos, agradeciendo a Stalin «nuestra infancia feliz», no consiguieron convencer al pueblo soviético de que los niños en los campos, las calles y los orfanatos se hubieran convertido en otra cosa que en miembros plenos de la considerable y omnipresente clase criminal de la Unión Soviética.

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