Gulag

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II - La vida y el trabajo en los campos » 16 - Los moribundos

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Los moribundos

Extenuación ¿qué significa?

¿Qué significa fatiga?

Cada movimiento es aterrador,

cada movimiento de las piernas y los brazos doloridos.

Un hambre terrible.

«Pan, pan», late el corazón.

A lo lejos en el siniestro cielo,

el sol indiferente gira.

Tu respiración es un silbido tenue

a cincuenta grados bajo cero,

morir ¿qué significa?

Las montañas miran, y se quedan calladas.

NINA GAGEN-TORN, Memoria[1]

En el Gulag, los prisioneros siempre reservaron el último lugar de la jerarquía del campo para los moribundos, o mejor dicho para los muertos en vida. Un subdialecto entero de la jerga del campo fue inventado para describirlos. A veces, los moribundos eran llamados fitili o «mechas», como la mecha de una vela, pronta a apagarse con un soplo. Eran también llamados gavnoedy, «comemierdas», o pomoechniki (lavazas). Con más frecuencia eran llamados dojodiagi, del verbo ruso dojodit (alcanzar o llegar), una palabra que se puede traducir como «alcanzado». Jacques Rossi, en The Gulag Handbook, asegura que era una expresión sarcástica: los moribundos por fin habían «alcanzado el socialismo».[2] Otros, de modo más prosaico, decían que la expresión significaba que habían alcanzado no el socialismo, sino el final de la vida.

En términos simples, los dojodiagi se estaban muriendo de hambre, y sufrían de enfermedades provocadas por la desnutrición y la carencia de vitaminas: escorbuto, pelagra, varias formas de diarrea. En las primeras etapas, estas enfermedades se manifestaban con la pérdida de la dentadura y ampollas en la piel, síntomas que con frecuencia afectaban incluso a los guardias del campo.[3] En las etapas subsiguientes, los prisioneros perdían la capacidad de ver en la oscuridad. Gustav Herling recuerda «la imagen de los que padecían ceguera nocturna, caminando lentamente por la zona al amanecer y al anochecer, con los brazos extendidos, tratando de orientarse con el tacto».[4]

Los que sufrían de desnutrición también experimentaban malestares estomacales, mareos y una grotesca hinchazón de las piernas. Thomas Sgovio, que estuvo al borde de la desnutrición antes de recobrarse, se levantó una mañana «para descubrir que una de sus piernas estaba de color morado y se le había hinchado como dos veces el tamaño de la otra. Me picaba. Tenía manchas por todas partes». Pronto «las manchas se convirtieron en enormes forúnculos, de los que salía sangre y pus. Cuando presionaban con el dedo sobre la piel amoratada, se quedaba marcada mucho tiempo».[5]

En los últimos estadios de la desnutrición, los dojodiagi tenían un aspecto extraño e inhumano, se convertían en la encarnación de la retórica deshumanizadora utilizada por el Estado; en otras palabras, durante su agonía, los enemigos del pueblo dejaban de ser personas. Enloquecían, y a veces deliraban y despotricaban durante horas. Sus ojos tenían un brillo extraño. Se movían con lentitud, no podían controlar el intestino ni los esfínteres y, por consiguiente despedían un hedor terrible. Tamara Perkevich cuenta la primera vez que los vio:

Allí, tras la alambrada, había una hilera de criaturas que recordaban vagamente a los seres humanos … eran unos diez, esqueletos de varios tamaños cubiertos de una piel parda, apergaminada, todas desnudas hasta la cintura, con las cabezas afeitadas y los pechos marchitos y colgantes. Su único vestido era unos tristes calzones, y sus tibias sobresalían como proyectadas de círculos cóncavos y vacíos. ¡Mujeres! El hambre, el calor y el trabajo duro las habían transformado en secos especímenes que todavía se aferraban a los últimos vestigios de vida.[6]

Varlam Shalámov también ha dejado una inolvidable descripción poética de los dojodiagi, invocando su similitud, su falta de rasgos individualizados y humanos.

Brindo por un camino en el bosque,

por aquellos que cayeron en la marcha,

por aquellos que no pueden arrastrarse más,

pero están obligados a proseguir.

Por sus labios endurecidos y morados,

por sus rostros idénticos,

por sus abrigos andrajosos, cuajados de escarcha,

por sus manos sin guantes.

Por el agua que sorben de una vieja lata,

por el escorbuto que se adhiere a sus dientes,

por los dientes de los gordos perros grises

que los despiertan al amanecer.

Por el sombrío sol

que los contempla sin interés,

obra de sagaces tormentas de nieve.

Por la ración de pan crudo y pegajoso

engullido rápidamente,

por el pálido cielo demasiado alto,

¡por el río Ayan-Yuryaj![7]

Pero el término dojodiagi, como era utilizado en los campos soviéticos, no describía meramente un estado físico. Los «alcanzados», tal como Sgovio ha explicado, no estaban simplemente enfermos: eran prisioneros que habían alcanzado un nivel de desnutrición tan severo que ya no se cuidaban. El deterioro generalmente avanzaba por etapas; los prisioneros dejaban de lavarse, dejaban de reaccionar ante los insultos como lo haría un ser humano, hasta que literalmente enloquecían de hambre. Sgovio se sintió profundamente consternado cuando vio por primera vez a una persona en ese estado, un comunista estadounidense llamado Eisenstein, un conocido suyo en Moscú:

Primero no reconocí a mi amigo. Eisenstein no respondió cuando lo saludé. Su rostro tenía la expresión vacía de los dojodiagi. Me miró sin verme, como si yo no estuviera allí. Eisenstein no parecía ver a nadie. No había expresión en sus ojos. Recogiendo los platos vacíos de las mesas, examinaba cada uno en busca de restos de partículas de comida. Pasaba los dedos por los platos y después los lamía.

Eisenstein, escribe Sgovio, se había vuelto como las otras «mechas», había perdido todo sentido de dignidad personal:

Se abandonaban, no se lavaban, aunque tuvieran la posibilidad de hacerlo. Tampoco las «mechas» se molestaban en matar los piojos que les chupaban la sangre. Los dojodiagi no se sonaban los mocos que les caían de la nariz con las mangas de sus bushlats … la mecha era indiferente a los golpes. Cuando los demás zeks lo atacaban, se cubría la cabeza para evitar los golpes. Caía al suelo y cuando lo dejaban, si se lo permitía su estado, se levantaba y proseguía su camino cojeando como si nada hubiera pasado. Después del trabajo el dojodiaga podía ser visto rondando por la cocina, pidiendo las sobras. Para divertirse, el cocinero le arrojaba un cucharón de sopa a la cara. En esas ocasiones, el pobre rápidamente se pasaba los dedos por los bigotes mojados y los chupaba … Las mechas se paraban alrededor de las mesas en espera que alguien dejara algo de sopa o engrudo. Cuando esto ocurría, el que estaba más cerca se abalanzaba a tomar las sobras. En la rebatiña consiguiente, con frecuencia derramaban la sopa, y entonces, a gatas, se peleaban y arañaban lo que fuera hasta meterse en la boca la última menudencia del precioso alimento.[81]

La fascinación de la cocina y la obsesión por la comida ofuscaban a muchos, tal como Gustav Herling también ha tratado de explicar:

No hay límite a los efectos físicos del hambre más allá de los cuales la dignidad humana pueda mantener un equilibrio incierto pero independiente. Muchas veces aplastaba mi cara demacrada contra el cristal escarchado de la ventana de la cocina, para rogar con una mirada estúpida otro cucharón de sopa aguada al ladrón Fyedka de Leningrado que era el encargado. Y recuerdo que mi mejor amigo, el ingeniero Sadovski, una vez, en la plataforma vacía junto a la cocina, me arrebató de las manos una lata de sopa y, corriendo con ella, ni siquiera esperó a llegar a la letrina sino que en el camino engulló el caliente brebaje con labios febriles. Si Dios existe, que castigue sin piedad a los que destruyen a sus semejantes por inanición.[9]

Yehoshua Gilboa, un sionista polaco arrestado en 1940, describe con elocuencia las tretas que los prisioneros utilizaban para convencerse de que estaban comiendo más de lo que comían:

Intentábamos engañar el hambre majando el pan hasta que casi parecía harina, y lo mezclábamos con sal y grandes cantidades de agua. Esta exquisitez era llamada «salsa de pan». El agua salada cogía algo del color y el gusto del pan. La bebía, y quedaba la papilla del pan. Le agregabas más agua hasta que la última pizca del sabor del pan hubiera desaparecido. Si después de haberla saturado de agua, te comías esta salsa de pan de postre, por así decirlo, no tenía gusto, pero te hacías la ilusión de que aumentaba varios cientos de gramos.[10]

Una vez que un prisionero merodeaba alrededor de la cocina recogiendo sobras, por lo general estaba a punto de morir, y podía morir realmente en cualquier momento: de noche en la cama, de camino al trabajo, al ir por la zona, en la cena. Janusz Bardach vio caer a un prisionero durante el recuento al final de la jornada.

Se formó un grupo en torno a él. «Para mí el sombrero», dijo un hombre. Otros cogieron las botas, los peales, el abrigo y los pantalones. Hubo una pelea por la ropa interior.

Apenas hubo sido despojado de sus pertenencias, el prisionero caído movió la cabeza, levantó la mano y dijo débil pero claramente: «Hace mucho frío». Pero su cabeza volvió a caer en la nieve y una mirada vidriosa apareció en sus ojos. El grupo de saqueadores se apartó con los despojos, sin alterarse. En los pocos minutos que pasaron después de que lo desnudaron probablemente murió de frío.[11]

Sin embargo, la inanición no era la única causa de muerte entre los prisioneros. Muchos morían en el trabajo, en las condiciones inseguras de las minas y las fábricas. Algunos, debilitados por el hambre, sucumbían fácilmente a otras enfermedades y epidemias.

Aunque curiosamente es un tema tabú, también hubo prisioneros que se suicidaron. Es difícil calcular cuántos optaron por esta vía. No hay estadísticas oficiales. Tampoco existe un consenso entre los supervivientes sobre cuántos suicidios hubo. Nadezha Mandelstam, la esposa del poeta, escribió que las personas en los campos no se suicidaban, pues luchaban muy duramente para vivir, y esta afirmación ha sido repetida por otros.[12] Evgeni Gnedin escribió que aunque pensó en suicidarse en la prisión y después en el destierro, durante sus ocho años en los campos «el pensamiento del suicidio nunca pasó por su cabeza. Cada día era una lucha por la vida: en esa lucha, ¿cómo podría pensar en abandonar la vida? Había un objetivo: salir de ese sufrimiento, y una esperanza: reunirse con los seres queridos».[13]

La historiadora Catherine Merridale plantea una teoría diferente. Durante su investigación, encontró a dos psicólogos residentes en Moscú que habían estudiado o trabajado en el sistema del Gulag. Como Mandelstam y Gnedin insistían en que el suicidio y la enfermedad mental eran raros, «se mostraron consternados y casi ofendidos» cuando ella les mostró pruebas de lo contrario. Merridale atribuye esta curiosa insistencia al «mito del estoicismo» en Rusia, pero no descarta otras opciones.[14] El crítico literario Tzvetan Todorov piensa que los testigos escriben sobre la extraña ausencia del suicidio porque tratan de subrayar lo extraordinario de su experiencia. Fue tan espantoso que nadie pensó en tomar la ruta «normal» del suicidio: «El superviviente intenta sobre todo transmitir la extrañeza de los campos».[15]

En realidad, los vestigios episódicos de suicidios son muchos, y numerosas las memorias que los mencionan. Una describe el suicidio de un joven cuyos favores sexuales fueron «ganados» por un hampón en una partida de naipes.[16] Otras hablan del suicidio de un ciudadano soviético de origen alemán, que dejó una nota para Stalin: «Mi muerte es un acto de protesta consciente contra la violencia e ilegalidad dirigida contra nosotros, los alemanes soviéticos, por los órganos del NKVD».[17] Un superviviente de Kolimá ha escrito que en los años treinta era relativamente habitual que los prisioneros caminaran, con rapidez y resolución, hacia la «zona muerta», la tierra de nadie que rodeaba la valla del campo, y se quedaran allí, esperando que les dispararan.[18]

Un zek moribundo, retrato por Serguéi Reijenberg, Magadán, sin fecha.

Evgeniya Guinzburg en persona cortó la soga de la que se colgó su amiga Polina Melnikova, y escribió con admiración: «Ella había afirmado su derecho a ser persona actuando de ese modo, y había hecho un buen trabajo con ello».[19] Todorov escribe que muchos supervivientes del Gulag y de los campos nazis veían el suicidio como una oportunidad para ejercitar su libre albedrío: «Al suicidarse, uno cambia el curso de los hechos —si bien solo por última vez en la vida— en vez de simplemente reaccionar ante ellos. Los suicidios de este tipo son actos de desafío, no de desesperación».[20]

A la dirección del campo le daba lo mismo cómo murieran los prisioneros. Lo que importaba era mantener la tasa de mortalidad en secreto, o al menos en semisecreto. Los jefes de lagpunkt cuya tasa era considerada demasiado alta se arriesgaban a ser castigados.[21] Por eso, como han explicado algunos antiguos prisioneros, se sabía que los médicos ocultaban los cadáveres a los inspectores de los campos, y por eso en algunos campos era una práctica común liberar a los prisioneros agonizantes. De esa manera no aparecían en las estadísticas de mortalidad del campo.[22]

Y si bien los fallecimientos eran registrados, los documentos no siempre eran fiables. De un modo u otro, los jefes del campo se aseguraban de que los médicos que redactaban los certificados de defunción no escribieran «inanición» como la principal causa de muerte. Al cirujano Isaac Vogelfanger, por ejemplo, se le ordenó expresamente que escribiera «fallo del músculo cardíaco» sin importar la verdadera causa del deceso de un prisionero.[23] Este subterfugio podía ser contraproducente: en un campo, los médicos firmaron tantos ataques al corazón que el inspector empezó a sospechar. Los fiscales obligaron a los médicos a exhumar los cadáveres, estableciendo que habían muerto de pelagra.[24] El caos no siempre era deliberado: en otro campo los documentos estaban en tal desorden que un inspector denunció que «los muertos eran incluidos entre los prisioneros vivos, los fugitivos entre los prisioneros, y viceversa».[25]

A menudo se mantenía a los prisioneros a sabiendas en la ignorancia sobre el hecho de la muerte. Aunque no se la podía ocultar por completo (un prisionero habla de cadáveres «amontonados cerca de la valla hasta el deshielo»),[26] se podía encubrir la muerte de varias formas. En muchos campos, los cadáveres eran trasladados de noche y llevados a lugares secretos. Las fosas comunes también podrían haber sido mantenidas en secreto, porque estaban técnicamente prohibidas, lo cual no equivale a decir que fueran infrecuentes. Los antiguos emplazamientos de los campos en toda Rusia contienen pruebas de lo que claramente habían sido fosas comunes, y de vez en cuando esas fosas reaparecen: el permafrost del norte boreal no solo preserva los cuerpos, a veces en la estremecedora condición original, también se desliza y se desplaza con las heladas y los deshielos anuales, como dice Shalámov: «La piedra, el norte se resiste con todas sus fuerzas a este trabajo del hombre, no entrar en sus entrañas a los muertos … la tierra se abrió mostrando sus subterráneos tesoros, pues bajo la tierra en Kolimá, no solo hay oro, no solo plomo y wolframio, no solo uranio, sino también cuerpos humanos sin corromper».[27]

Sin embargo, se suponía que no debían estar allí, y en 1946, la dirección del Gulag expidió una orden a todos los jefes de campo para que enterraran los cadáveres por separado, envueltos en mortajas, y en tumbas de al menos 1,5 metros de profundidad. La ubicación de los cuerpos debía ser marcada no con el nombre, sino por el número. Se suponía que solo los archiveros del campo debían saber dónde estaba enterrado cada quien.[28]

Todo lo cual suena muy civilizado, excepto que otra orden daba a los campos permiso para sacar los dientes de oro a los prisioneros muertos. Estas extracciones debían tener lugar con la supervisión de una comisión, integrada por los representantes del servicio médico, la dirección y el departamento económico del campo. El oro debía ser llevado al banco estatal más cercano. Sin embargo, es difícil imaginar que la comisión se reuniera con mucha frecuencia. El robo directo de los dientes de oro era simplemente demasiado fácil de realizar y de ocultar en un mundo en que había demasiados cadáveres.[29]

Pues había demasiados cadáveres, y esto, finalmente era lo aterrador de una muerte en prisión; como Herling escribió:

La muerte en el campo entrañaba otro horror: su anonimato. No teníamos conocimiento de dónde eran enterrados los muertos, o si, después de la muerte de un prisionero, se redactaba algún tipo de certificado de defunción … La certeza de que nadie sabría nunca de su muerte, que nadie sabría nunca dónde habían sido enterrados, era uno de los grandes tormentos psicológicos de los prisioneros…

Los barracones estaban cubiertos de los nombres de los prisioneros grabados en el yeso, y se pedía a los amigos que completaran los datos después de la muerte, agregando una cruz y una fecha; cada prisionero escribía a su familia en intervalos rigurosamente estrictos, de modo que una interrupción súbita en la correspondencia les diera la fecha aproximada de su muerte.[30]

Pese a los esfuerzos de los prisioneros, muchísimas muertes quedaron sin ser anotadas, ni recordadas ni documentadas. No se llenaron los formularios; ni se notificó a los familiares; los hitos de madera se desintegraron. Al caminar por los antiguos campos en el extremo norte, uno ve las huellas de las fosas comunes: el terreno desigual y con manchas, los pinos jóvenes, la larga hierba que cubre las fosas después de medio siglo. A veces, un grupo de vecinos ha levantado un monumento. Con más frecuencia, no hay ninguna marca. Los nombres, las vidas, las historias personales, las relaciones familiares, la historia, todo se ha perdido.

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