Gulag

Gulag


III - El auge y la caída del compelajo industrial de campos, 1940-1986 » 20 - Los «extraños»

Página 33 de 78

20

Los «extraños»

Los sauces son sauces en todas partes.

Sauce de Alma Atá, cuán bello eres,

cubierto de resplandeciente escarcha blanca.

Pero si te olvidara, marchito sauce mío en

la calle Rosbrat de Varsovia,

¡que mi mano se marchite también!

Las montañas son montañas en todas partes

Tian Shan, ante mis ojos, navega majestuoso hacia el cielo púrpura…

Pero de olvidaros a vosotros, picos del Tatra

que dejé tan lejos, arroyo de Bialy donde

con mi hijo soñábamos coloridos viajes marinos…

Dejad que me vuelva una piedra del Tian Shan.

Si yo os olvidara,

si olvidara mi pueblo natal…

ALEKSANDR WAT,

«Sauces en Alma Atá», enero de 1942[1]

Desde los comienzos del Gulag, en sus campos siempre había habido un número notable de prisioneros extranjeros. En su mayor parte, eran comunistas occidentales y miembros del Comintern, aunque también había varias esposas británicas y francesas de ciudadanos soviéticos, y una minoría de empresarios expatriados. Eran tratados como rarezas o curiosidades; sin embargo, sus orígenes comunistas y su experiencia previa de la vida soviética parecían ayudarlos a acomodarse entre los demás prisioneros. Como Lev Razgon escribió:

Eran todos «nuestros» porque habían nacido o crecido en el país, o habían venido a vivir aquí por su libre albedrío. Aunque hablaran muy mal el ruso o no lo hablaran en absoluto, eran nuestros. Y en el crisol de los campos rápidamente dejaron de distinguirse o parecer distintos en modo alguno. Aquellos que sobrevivían uno o dos años de la vida del campo solo se distinguirían de «nosotros» por su ruso deficiente.[2]

Muy diferentes eran los extranjeros que aparecieron a partir de 1939. Sin aviso previo, el NKVD había arrancado a estos recién llegados (polacos, bálticos, ucranianos, bielorrusos y moldavos) de su entorno burgués o campesino después de la invasión soviética de la Polonia oriental, Besarabia y los países bálticos, territorios de carácter multiétnico, y los había depositado en gran número en el Gulag y en los pueblos para desterrados. Razgon los llamó los «extraños», al compararlos con los extranjeros a los que llamaba «nuestros».[3]

Las detenciones en los territorios recientemente ocupados comenzaron de inmediato después de la invasión soviética de la Polonia oriental, en septiembre de 1939, y continuaron después de la invasión de Rumanía y los países bálticos. El objetivo del NKVD era la seguridad —deseaban impedir una rebelión y la aparición de una quinta columna— y la sovietización; por lo tanto, afectaron a las personas que creyeron más propensas a oponerse al régimen soviético. Entre ellas estaban no solo los miembros del antiguo gobierno polaco, sino también los negociantes y comerciantes, los poetas y escritores, los campesinos y granjeros ricos, cualquiera cuyo arresto fuera susceptible de contribuir al desplome psicológico de los habitantes de la Polonia oriental.[4] También se centraron en los refugiados de la Polonia occidental ocupada por los alemanes, entre los cuales había miles de judíos que huían de Hitler.

Una serie de instrucciones, dictadas por el comisario de la recién sovietizada Lituania en noviembre de 1940, decía que entre los deportados debían incluirse las siguientes categorías:

… aquellos que viajan con frecuencia al extranjero, que mantienen correspondencia ultramarina, o están en contacto con representantes de estados extranjeros; esperantistas; filatelistas; los que trabajan con la Cruz Roja; refugiados; contrabandistas; los expulsados del Partido Comunista; sacerdotes y miembros activos de congregaciones religiosas; la nobleza, los terratenientes, comerciantes ricos, banqueros, industriales, propietarios de hoteles y restaurantes.[5]

Debido a la escala de los arrestos, las autoridades de la ocupación soviética tuvieron que suspender incluso la ficción de legalidad. Muy pocos de los detenidos por el NKVD en los nuevos territorios occidentales fueron realmente procesados, encarcelados o sentenciados. En cambio, la guerra trajo otra vez un resurgimiento de la «deportación administrativa», el mismo procedimiento utilizado contra los kulaks. En efecto, «deportación administrativa» era un nombre elegante para un sencillo procedimiento. Significaba que las tropas del NKVD o los guardias de los convoyes llegaban a una casa y les decían a sus habitantes que debían partir. A veces tenían un día para prepararse, a veces unos minutos. Después llegaban los camiones, los llevaban a la estación y los obligaban a subir a un tren. No había arresto, ni proceso, ni ningún tipo de procedimiento formal.

El número de deportados fue enorme. El historiador Aleksandr Gurianov estima que 108 000 personas en los territorios de la Polonia oriental fueron arrestadas y enviadas a los campos del Gulag, mientras otras 320 000 fueron deportadas a aldeas para desterrados (algunas de las cuales habían sido fundadas por kulaks) en el extremo norte y Kazajstán.[6] A esto deben añadirse los 96 000 prisioneros arrestados y los 160 000 deportados de los países bálticos, así como 36 000 moldavos.[7] El efecto combinado de las deportaciones y la guerra en los países bálticos fue devastador: entre 1939 y 1945, la población de Estonia disminuyó en un 25%.[8]

La historia de estas deportaciones, como la historia de la deportación de los kulaks, es distinta de la historia del Gulag en sentido estricto, y, como he señalado, la historia de este desplazamiento de familias no puede ser explicada en el contexto de este libro. Sin embargo, tampoco está completamente desvinculada. Resulta difícil comprender por qué el NKVD decidía deportar a una persona y enviarla a vivir a una aldea para desterrados, y por qué decidía arrestar a otra y enviarla a vivir a un campo, pues los orígenes de los deportados y los arrestados parecen intercambiables.

Al margen de su función punitiva, la deportación encaja exactamente en el ambicioso proyecto de Stalin de repoblar las regiones septentrionales de Rusia. Como el Gulag, los pueblos de desterrados estaban deliberadamente situados en áreas remotas, y parecían ser permanentes. En efecto, los oficiales del NKVD dijeron a muchos desterrados que nunca volverían, y al partir en tren les ofrecieron discursos felicitando a los «nuevos ciudadanos» por su permanente inmigración a la Unión Soviética.[9]

Los deportados sufrieron tanto como sus compatriotas enviados a los campos de trabajo, o acaso más. Al menos los que estaban en los campos tenían una ración diaria de pan y un lugar para dormir. Los deportados no tenían nada. En cambio, las autoridades los arrojaban en el bosque virgen o en diminutas aldeas, en el norte de Rusia, en Kazajstán y el Asia central, y debían ingeniárselas, a veces sin medios. En la primera oleada de deportaciones, los guardias de los convoyes prohibieron a muchos llevar nada con ellos, ni utensilios de cocina, ni ropa, ni herramientas. Solo en noviembre de 1940 los mandos de los guardias de los convoyes soviéticos modificaron esta decisión: incluso las autoridades soviéticas se percataron de que la falta de pertenencias de los deportados estaba causando una gran mortandad, y ordenaron a los guardias que advirtieran a los deportados que llevaran ropa de abrigo para tres años.[10]

Pero aun así, muchos de los deportados no estaban preparados ni física ni mentalmente para vivir como agricultores en el sistema del koljós. Muchos habían sido abogados, médicos, tenderos y comerciantes, acostumbrados a vivir en ciudades o pueblos de relativa sofisticación. El sufrimiento en los meses y años que siguieron solo aumentó, como se constata en una rara serie de documentos. Después de la guerra, el que por entonces era el gobierno polaco en el exilio comisionó y preservó una colección de «memorias» de la deportación, escritas por niños, que ilustran, mejor que cualquier relato de un adulto, tanto el impacto cultural como las privaciones físicas sufridas por los deportados. Un niño polaco, de trece años en el momento del arresto, escribió el siguiente relato de los meses de la deportación:

No había nada que comer. Las gentes comían ortigas; por eso se hinchaban, y se iban al otro mundo. Nos apremiaban para que fuéramos a la escuela rusa por la fuerza, porque no nos daban pan si no íbamos a la escuela. Nos enseñaban a no rezar a Dios, pues no existía, y cuando la clase terminó y nos levantamos y comenzamos a rezar, el comandante del asentamiento me encerró en la tyurma [prisión].[11]

Otras historias reflejan el trauma de sus padres. Un muchacho que tenía catorce años en el momento de la deportación, relata el intento de suicidio de su madre:

Mamá vino a los barracones, cogió una soga y se fue al bosque. Cuando la quise consolar en su aflicción, ella me golpeó con la soga y se fue. Unas pocas horas después encontraron a mi madre en una picea. Mamá tenía una soga alrededor del cuello. Bajo el árbol había algunas niñas, mamá pensó que eran mis hermanas y quiso decir algo, pero las niñas armaron un escándalo al comandante, que había tomado un hacha de su cinturón y taló la picea… Enloquecida, mamá agarró el hacha del comandante y lo golpeó en la espalda; el comandante cayó al suelo…

Al día siguiente se llevaron a mi madre a una cárcel a 300 kilómetros lejos de mí.[12]

Pero no todas las madres sobrevivieron, tal como cuenta otro niño:

Vinimos al asentamiento y el segundo día nos llevaron a trabajar desde el amanecer hasta el anochecer. Cuando llegó el día de pago por la quincena, 10 rublos era el salario más alto, de modo que en dos días no había suficiente para el pan. La gente comenzó a morir de hambre. Comían caballos muertos. Así trabajaba mi madre y así se resfrió; porque no tenía ropa de abrigo le dio pulmonía y estuvo enferma cinco meses, enfermó el 3 de diciembre. El 3 de abril fue al hospital, allí no la curaron para nada; si no hubiera ido al hospital quizá estaría viva. Regresó a los barracones en el asentamiento y murió. Allí no había nada que comer, así que murió de hambre el 30 de abril de 1941. Mi madre estaba muriéndose y mi hermana y yo estábamos en casa. Papá no estaba allí, estaba trabajando, y mamá murió cuando papá regresó del trabajo; entonces mamá murió, y murió de hambre. Y después llegó la amnistía y salimos de aquel infierno.[13]

No menos cruel fue el destino de otro grupo de desterrados, que se unieron a los polacos y a los bálticos durante el curso de la guerra. Eran los grupos minoritarios soviéticos, a quienes Stalin había señalado al inicio de la guerra como una quinta columna potencial, y después como «colaboradores» de los alemanes. Los «quintacolumnistas» eran los alemanes del Volga, personas cuyos ascendientes alemanes habían sido invitados a vivir en Rusia en tiempos de Catalina II (que también se preocupaba por la repoblación de los grandes espacios vacíos de la nación), y la minoría de habla finesa que habitaba la república soviética de Carelia. Aunque no todos los alemanes del Volga hablaban alemán ni todos los finlandeses de Carelia hablaban finés, vivían en comunidades distintas, y tenían costumbres diferentes de las de sus vecinos rusos. En el contexto de la guerra con Finlandia y Alemania, era suficiente para convertirlos en personajes sospechosos. En un razonamiento enrevesado incluso para los parámetros soviéticos, toda la población alemana del Volga fue condenada, en septiembre de 1941, acusada de «ocultar a los enemigos»:

Según una información fiable recibida por las autoridades militares, entre la población alemana que vive en la zona del Volga hay miles y decenas de miles de diversionistas y espías que, a una señal de Alemania, deben realizar sabotajes en el área habitada por los alemanes en el Volga … [Sin embargo] ninguno de los alemanes de la zona del Volga ha informado a las autoridades soviéticas de ese gran número de diversionistas y espías; por consiguiente, la población alemana del Volga oculta en su seno a los enemigos del pueblo soviético y de la autoridad soviética.[14]

Entre los «colaboradores» figuraban varias pequeñas naciones caucasianas: los karachevos, los balcaros, los calmucos, los chechenos y los ingushos, así como los tártaros de Crimea y algunas otras pequeñas minorías.[15] De estas, solo la deportación de los chechenos y de los tártaros fue hecha pública en vida de Stalin. Su exilio, aunque realmente realizado en 1944, fue anunciado en el periódico Izvestia como si hubiera tenido lugar en junio de 1946:

Durante la Gran Guerra patriótica, cuando los pueblos de la URSS defendían con heroísmo el honor y la independencia de la patria en la lucha contra los invasores germano-fascistas, muchos chechenos y tártaros de Crimea, instigados por agentes alemanes, se unieron a las unidades de voluntarios organizadas por los alemanes… En relación con esto, los chechenos y los tártaros de Crimea fueron reubicados en otras regiones de la URSS.[16]

De hecho, el objetivo de Stalin, al menos al deportar a los caucásicos y a los tártaros, no era probablemente la venganza por el colaboracionismo. Por el contrario, parece haber utilizado la guerra como una tapadera, una excusa para llevar a cabo operaciones de limpieza étnica largamente planeadas. Los zares habían soñado con una Crimea libre de tártaros desde que Catalina II incorporara la península de Crimea al imperio ruso. Los chechenos también habían acosado a la Rusia de los zares, y habían causado mayores problemas a la Unión Soviética. Una serie de alzamientos antirrusos y antisoviéticos habían tenido lugar en Chechenia, algunos después de la revolución, otros a raíz de la colectivización de 1929. En 1940 estalló otra rebelión. Todo indica que Stalin simplemente deseaba librarse de este pueblo problemático y hondamente antisoviético.[17]

Como las deportaciones de Polonia, del Volga alemán, las de Crimea y el Cáucaso fueron enormes. Al final de la guerra, se había deportado a 1 200 000 alemanes soviéticos; 90 000 calmucos; 70 000 karachevos; 390 000 chechenos; 90 000 ingushos; 40 000 balcaros, y 180 000 tártaros de Crimea, así como a 9000 finlandeses y otros.[18]

Dadas las cifras, la celeridad de estas deportaciones es notable, superando la rapidez de la deportación polaca y la báltica. En mayo de 1944, 31 000 oficiales, soldados y agentes del NKVD completaron la deportación de 200 000 tártaros, que en su mayoría fueron hacinados en trenes y enviados a Uzbekistán (hombres, mujeres, niños y ancianos). Entre 6000 y 8000 murieron antes de llegar.[19]

En todo caso, la operación chechena fue aún más cruel. Muchos testigos recuerdan que el NKVD utilizó Studebakers hechos en Estados Unidos para la deportación, adquiridos recientemente mediante el programa de Préstamo y Arriendo, que se enviaron a través de la frontera con Irán. Muchos han narrado que los chechenos fueron sacados de los Studebakers, y colocados en trenes sellados: no solo privados de agua, como los prisioneros «normales», sino también de comida. Hasta 78 000 chechenos pueden haber muerto solo en el transporte por tren.[20]

Al llegar al lugar designado para su destierro (Kazajstán, Asia central, Rusia septentrional), los deportados que no habían sido arrestados separadamente y enviados al Gulag fueron ubicados en aldeas especiales, igual que las que los polacos y los bálticos habían poblado, y las que los kulaks habían habitado hacía una generación; se les dijo que un intento de evasión significaría una sentencia de veinte años en un campo. Desorientados, alejados de sus comunidades tribales y aldeanas, muchos no pudieron adaptarse. Despreciados por lo general por la población local, a menudo sin empleo, rápidamente se debilitaron y enfermaron. Quizá el choque del nuevo clima fue lo más duro: «Cuando llegamos a Kazajstán —recordaba un deportado checheno— la tierra estaba helada y dura, y pensamos que todos moriríamos».[21] Hacia 1949, cientos de miles de caucasianos, y entre ellos de la tercera parte a la mitad de los tártaros de Crimea, habían muerto.[22]

Pero desde el punto de vista de Moscú había una diferencia importante entre la oleada de arrestos y deportaciones de la época bélica, y la anterior: la elección del objetivo era nueva. Por primera vez, Stalin había decidido eliminar no solo a miembros de nacionalidades particulares o sospechosas o a categorías de «enemigos» políticos, sino a naciones enteras (hombres, mujeres, niños, abuelos), y borrarlas del mapa.

Quizá «genocidio» no es un término apropiado para estas deportaciones, ya que no hubo ejecuciones en masa. En años posteriores, Stalin buscaría aliados y colaboradores entre estos grupos «enemigos», de modo que su odio no era estrictamente racial. Sin embargo, «genocidio cultural» no es un término inapropiado. Una vez abandonados, los nombres de los pueblos deportados fueron eliminados de los documentos oficiales, incluso de la Gran Enciclopedia Soviética. Las autoridades borraron las naciones del mapa, aboliendo la República Autónoma de Chechenia-Ingushetia, la República Autónoma Alemana del Volga, la República Autónoma de Kabardino-Balkaria, y la provincia autónoma de Karachaevo. La República Autónoma de Crimea fue también liquidada, y Crimea se convirtió simplemente en otra provincia soviética. Las autoridades regionales destruyeron cementerios, rebautizaron las ciudades y las aldeas, y suprimieron de los libros de historia a los antiguos habitantes.[23]

En sus nuevos países, todos los deportados musulmanes (chechenos, ingushos, balcaros, karachevos y tártaros) fueron obligados a enviar a sus hijos a escuelas primarias de lengua rusa. Todos fueron disuadidos de utilizar su propia lengua, de practicar su religión y de recordar su pasado. Sin duda, los chechenos, los tártaros, los alemanes del Volga, y las pequeñas naciones caucásicas —y a largo plazo, los bálticos y los polacos— debían ser borrados, ser absorbidos en el mundo soviético de habla rusa. Después de la muerte de Stalin, por fin, estas naciones «reaparecieron», aunque lentamente. En 1967 se permitió a los chechenos volver a su patria, pero los tártaros no pudieron hacerlo hasta la época de Gorbachov. Solo en 1994 recibieron la «ciudadanía» crimea (el derecho legal a la residencia).

Dada la atmósfera de la época, la crueldad de la guerra y la presencia, a unos cientos de miles de kilómetros al oeste, de un genocidio planificado, algunos se han preguntado por qué Stalin simplemente no asesinó a los grupos étnicos que tanto despreciaba. Mi hipótesis es que la destrucción de las culturas, no de las personas, encajaba mejor en sus propósitos. La operación liberó a la URSS de lo que él consideraba estructuras sociales «adversas»: instituciones burguesas, religiosas y nacionales y personas educadas que podían oponerle resistencia. A la vez, también preservaba más «unidades de trabajo» para su uso futuro.

Mas la historia de los extranjeros en los campos no concluye con los chechenos y los polacos. Hubo otros modos en que los extranjeros acabaron en el sistema soviético de campos, y muchas personas entraron en él como prisioneros de guerra.

Técnicamente, el Ejército Rojo estableció los primeros campos para prisioneros de guerra en 1939, después de la ocupación de la Polonia oriental. El primer decreto de la época bélica sobre los campos de prisioneros de guerra fue firmado el 19 de septiembre de ese año, cuatro días después de que los carros de combate soviéticos atravesaran la frontera.[24] A finales de septiembre, el Ejército Rojo tenía a 230 000 soldados y oficiales polacos en cautividad.[25] Muchos fueron liberados, en especial los soldados jóvenes de baja graduación, aunque algunos (aquellos considerados guerrilleros potenciales) fueron finalmente enviados al Gulag o a alguno de los aproximadamente cien campos para prisioneros de guerra del interior de la URSS.[26]

En abril de 1940, el NKVD asesinó en secreto a más de 20 000 de los oficiales polacos capturados, de un tiro en la nuca, por órdenes directas de Stalin,[27] y las dio por la misma razón que había ordenado el arresto de los sacerdotes y los maestros de escuela polacos: su intención era eliminar a la élite polaca, y ocultarlo. Pese a los enormes esfuerzos, el gobierno polaco en el exilio fue incapaz de descubrir qué había pasado con los oficiales hasta que los alemanes los encontraron. En la primavera de 1943, el régimen ocupante alemán descubrió 4000 cadáveres en el bosque de Katín.[28] Aunque la Unión Soviética negó la responsabilidad de la masacre de Katín (la cual se supo después), y aunque los aliados se adhirieron a esta interpretación —citando esta masacre como un crimen alemán en la acusación ante el tribunal de Nuremberg—, los polacos sabían por sus propias fuentes que el NKVD era responsable. El presidente ruso Boris Yeltsin admitió la responsabilidad soviética de la masacre solo en 1991.[29]

Cuando la suerte de la Unión Soviética en la guerra comenzó a cambiar, de modo muy repentino y aparentemente inesperado, el Ejército Rojo comenzó a capturar gran número de prisioneros alemanes y del Eje. Las autoridades estaban total y trágicamente desprevenidas. En vísperas de la rendición alemana después de la batalla de Stalingrado, recordada a menudo como el momento decisivo de la guerra, el Ejército Rojo capturó 91 000 soldados enemigos, para los cuales no se proporcionó instalaciones ni alimentos. A medida que avanzaba hacia el oeste, el Ejército Rojo conducía a los soldados capturados a los campos, a la intemperie como si fueran ganado, y los dejaba allí con un mínimo de comida y sin medicinas, si no los ejecutaba directamente.[30] En los primeros meses de 1943, la tasa de mortalidad entre los prisioneros de guerra giraba en torno al 60%, y cerca de 570 000 fueron catalogados oficialmente como fallecidos en cautividad (de hambre, por enfermedad o por heridas no curadas).[31] El número total puede haber sido más alto, pues muchos prisioneros deben de haber muerto antes de que alguien pudiera incluirlos en el conteo.

A partir de marzo de 1944, sin embargo, el NKVD se dedicó a «mejorar» la situación, y estableció un nuevo departamento de campos de trabajo forzado, especialmente destinado a prisioneros de guerra, que no eran técnicamente parte del Gulag, sino que pertenecían primero a la Dirección de Prisioneros de Guerra del NKVD, y después de 1945, a la Dirección Central de Prisioneros y Confinados de Guerra.[32]

Durante el último año de la guerra e incluso después, el número de personas en estos nuevos campos continuó creciendo, alcanzando un nivel asombroso. Según las estadísticas oficiales, la Unión Soviética hizo 2 388 000 prisioneros de guerra alemanes entre 1941 y 1945. Asimismo, 1 097 000 soldados de otros países europeos que luchaban con el Eje cayeron en manos soviéticas (la mayoría italianos, húngaros, rumanos y austríacos, así como algunos franceses, holandeses y belgas), y cerca de 600 000 japoneses, una cifra sorprendente, considerando que la Unión Soviética estuvo en guerra con Japón durante un tiempo relativamente breve. En el momento del armisticio, el número total de soldados capturados superaba los cuatro millones.[33]

Esta cifra, a pesar de su importancia, no incluye a todos los extranjeros que fueron llevados a los campos soviéticos durante la marcha del Ejército Rojo a través de Europa. El NKVD, que seguía la estela del Ejército, también buscaba otro tipo de prisioneros: cualquiera que fuese acusado de crímenes de guerra, o que fuese considerado un espía (incluso para un gobierno aliado), o que fuera antisoviético, o que fuera del desagrado personal de la policía secreta. La gama era muy amplia en los países centroeuropeos, donde pretendían permanecer después del fin de la guerra. En Budapest, por ejemplo, rápidamente arrestaron a unos 75 000 civiles húngaros, enviándolos primero a campos temporales en Hungría, y después al Gulag.[34]

Prácticamente cualquiera podía ser arrestado. Entre los húngaros capturados en Budapest, por ejemplo, estaba George Bien, de dieciséis años. Fue arrestado, junto con su padre, por poseer una radio.[35] En el otro extremo del espectro social, los oficiales del NKVD arrestaron a Raul Wallenberg, un diplomático sueco que había salvado a miles de judíos húngaros de ser deportados a los campos de concentración nazis.

En el curso de sus negociaciones, Wallenberg había tenido relaciones con autoridades fascistas y dirigentes occidentales. También procedía de una familia sueca importante y rica. Para el NKVD, eran razones suficientes de sospecha. Lo arrestaron en Budapest en enero de 1945, junto con su chófer. Ambos desaparecieron en las prisiones soviéticas (Wallenberg fue registrado como «prisionero de guerra»), y nunca más se supo de ellos. Durante los años noventa, el gobierno sueco buscó pistas referidas al destino final de Wallenberg, pero sin resultados. Ahora se cree que murió en el interrogatorio, o que fue ejecutado.[36]

Tampoco Polonia, el país ocupado, fue una excepción. Los países bálticos y Ucrania fueron sometidos a una vasta represión de posguerra, como ocurrió con Checoslovaquia, Bulgaria, Rumanía y, sobre todo, Alemania y Austria. La gran mayoría de quienes quedaron atrapados en la lucha acabaron en los campos: en los campos de trabajo para prisioneros de guerra o en el sistema del Gulag. La distinción entre los dos tipos de campos nunca fue clara. Aunque técnicamente pertenecían a sistemas distintos, la administración de los campos para prisioneros de guerra pronto comenzó a parecerse a la de los campos de trabajo forzado, tanto que al estudiar la historia de los campos de prisioneros de guerra y la del Gulag, resulta difícil establecer la diferencia. A veces, los campos del Gulag establecían lagpunkts especiales solo para prisioneros de guerra, y los dos tipos de prisioneros trabajaban hombro con hombro.[37] Por razones no claramente perceptibles, el NKVD a veces envió prisioneros de guerra directamente al sistema del Gulag.[38]

Hacia el final de la guerra, las raciones de los prisioneros de guerra y los prisioneros del sistema penitenciario eran casi las mismas, como lo eran los barracones donde vivían y el trabajo que hacían. Como los zeks, los prisioneros de guerra trabajaban en la construcción, las minas, las manufacturas, en la construcción de carreteras y líneas de ferrocarril.[39] También como los zeks, los prisioneros de guerra mejor preparados acabaron en las sharashki, donde diseñaron nuevos aviones militares para el Ejército Rojo.[40]

Al igual que los zeks, los prisioneros de guerra se convirtieron en receptores de una «educación política» al estilo soviético. Desde 1943, el NKVD comenzó a organizar escuelas y cursos «antifascistas» en los campos de prisioneros de guerra, con el fin de convencer a los participantes de que «dirigieran la batalla por la reconstrucción “democrática” de sus países y erradicaran los restos del fascismo», al volver a sus países (Alemania, Rumanía o Hungría) y, por supuesto, de que prepararan el camino para la dominación soviética.[41] En efecto, muchos antiguos prisioneros de guerra alemanes acabaron trabajando en la nueva fuerza policial de la Alemania del Este comunista.[42]

Pero incluso para aquellos que mostraban su nueva lealtad, el regreso a la patria no se produciría rápidamente. Aunque la URSS repatrió un contingente de 225 000 prisioneros (la mayoría soldados rasos heridos o enfermos) ya en junio de 1945, y aunque otros continuaron regresando a su país después de esa fecha, la repatriación total de los prisioneros de guerra capturados por los rusos duró más de una década: cuando Stalin murió, en 1953, quedaban 20 000 en la URSS.[43] Stalin, convencido de la eficacia de la esclavitud estatal, consideraba el trabajo de los prisioneros de guerra una forma de reparación, y justificaba su larga cautividad. Durante las décadas de 1940 y 1950, e incluso después, como pone de manifiesto el caso de Wallenberg, las autoridades soviéticas continuaron encubriendo la cuestión de los extranjeros cautivos mediante la confusión, la propaganda y la contrapropaganda, soltando a las personas que les convenía y negando todo conocimiento de su existencia cuando no era así.

En los primeros años de la posguerra, emisarios de todas las regiones del mundo siguieron presionando a Moscú con la relación de los ciudadanos desaparecidos durante la ocupación de Europa del Ejército Rojo, o de quienes por alguna razón habían acabado en los campos de prisioneros de guerra o del Gulag. Las respuestas no siempre llegaban con facilidad, ya que el propio NKVD no necesariamente conocía el paradero de estos prisioneros. Finalmente, las autoridades soviéticas establecieron una comisión especial para averiguar cuántos extranjeros estaban todavía en cautividad en la URSS, y examinar la cuestión de su liberación.[44]

En 1947, en el apogeo de la hambruna de posguerra, el NKVD inesperadamente liberó a varios cientos de miles de prisioneros de guerra. No hubo ninguna explicación política: simplemente la cúpula soviética evaluó que no tendría suficiente alimento para mantenerlos con vida.[45]

La repatriación no fluyó en una sola dirección. Si un gran número de europeos occidentales se encontraba en Rusia al terminar la guerra, un número igualmente elevado de rusos se encontraba en Europa occidental. En la primavera de 1945, más de 5 500 000 ciudadanos soviéticos se hallaban fuera de las fronteras de la Unión Soviética. Algunos eran soldados capturados y confinados en campos de prisioneros de guerra nazis. Otros habían sido reclutados para los campos de trabajo esclavo en Alemania y Austria. Unos cuantos habían colaborado durante la ocupación alemana de su país, y se habían retirado con el ejército alemán. Hasta 150 000 eran «vlasovistas», soldados soviéticos que habían luchado (o más a menudo habían sido obligados a luchar) contra el Ejército Rojo, al mando del general Andréi Vlasov, un oficial ruso cautivo que se rebeló contra Stalin y luchó con Hitler.

Entre las muchas decisiones controvertidas que se tomaron en la conferencia de Yalta en febrero de 1945, Roosevelt, Churchill y Stalin acordaron que todos los ciudadanos soviéticos, fuera cual fuese su historial personal, debían ser devueltos a la Unión Soviética. Aunque los protocolos firmados en Yalta no ordenaban explícitamente que el regreso de los ciudadanos soviéticos se hiciera en contra de su voluntad, eso fue efectivamente lo que ocurrió.

Algunos querían volver a su país. Leonid Sitko, un soldado del Ejército Rojo que había pasado una temporada en un campo de prisioneros nazi, y después debió pasar más tiempo en un campo soviético, recordaba haber tomado la decisión de volver. Después expresó en versos sus sentimientos sobre esta decisión:

Había cuatro caminos, había cuatro países.

En tres de ellos había paz y sosiego.

En el cuarto, lo sabía, destruyen la lira de los poetas

y a mí, lo más probable, me matarán.

Y ¿qué pasó? A los tres países les dije:

¡que os lleve el demonio!

Y escogí mi patria.[46]

Otros, temiendo lo que les esperaba, fueron convencidos pese a todo de regresar por oficiales del NKVD que viajaron a los campos de prisioneros de guerra y de personas desplazadas desperdigados por toda Europa. Los oficiales buscaban a los rusos en los campos, ofreciéndoles visiones risueñas de un brillante futuro. Todo sería perdonado, aseguraban: «Ahora os consideramos verdaderos ciudadanos soviéticos, sin tener en cuenta el hecho de que fuisteis obligados a uniros al ejército alemán…».[47]

Los oficiales aliados tenían órdenes de enviarlos, y así lo hicieron. En Fort Dix, Nueva Jersey, 145 prisioneros soviéticos, capturados vistiendo el uniforme alemán, se pertrecharon en sus barracones para evitar que los devolvieran a su país. Cuando los soldados estadounidenses echaron gas dentro del edificio, los que no se habían suicidado, se precipitaron al ataque con cuchillos de cocina y porras, hiriendo a algunos estadounidenses. Después dijeron que querían incitarlos a que les dispararan.[48]

Peores fueron los incidentes que implicaban a mujeres y niños. En mayo de 1945, las tropas británicas, por órdenes directas de Churchill (según se les dijo), procedieron a repatriar a más de 20 000 cosacos, que entonces vivían en Austria. Había antiguos guerrilleros antibolcheviques, algunos de los cuales se habían unido a Hitler para combatir a Stalin. Muchos de ellos habían abandonado la URSS después de la revolución y la mayoría no tenía pasaporte soviético. Después de muchos días de prometerles un buen trato, los británicos los engañaron invitando a los oficiales cosacos a una «conferencia», entregándolos a las tropas soviéticas y apresando a sus familias al día siguiente. En un incidente especialmente desagradable en un campo cerca de Lienz (Austria), los soldados británicos obligaron a miles de mujeres y niños con bayonetas caladas y a golpes de culata a subir a los trenes que los llevarían a la URSS. Antes que volver, las mujeres lanzaron a sus hijos desde los puentes y después saltaron ellas. Los cosacos sabían, por supuesto, lo que les esperaba a su retorno a la Unión Soviética: el pelotón de fusilamiento o el Gulag.[49]

Incluso los que volvieron a su país por propia voluntad podían suscitar sospechas. Sea que hubieran dejado la Unión Soviética voluntariamente o por la fuerza, que hubieran colaborado o que hubieran sido capturados, que hubieran regresado voluntariamente o fueran forzados a subir a los vagones de ganado, a todos se les exigió que rellenaran un formulario en la frontera en el que se les preguntaba si habían colaborado. Aquellos que confesaban (y algunos lo hicieron) y los que parecían sospechosos (incluidos muchos prisioneros de guerra soviéticos, pese a las penalidades que habían sufrido en los campos alemanes), eran retenidos para nuevos interrogatorios en «campos de control y filtrado». Estos campos se parecían a los campos del Gulag y producían la misma impresión: rodeados de alambradas, los que estaban dentro eran trabajadores forzados en todo sentido, salvo por la denominación.

De hecho, el NKVD estableció muchos campos de control y filtrado cerca de los centros industriales, de modo que los «sospechosos» pudieran aportar trabajo gratis a la Unión Soviética, mientras las autoridades investigaban sus casos.[50]

Quizá debido a que el NKVD sentenciaba a trabajadores esclavos soviéticos y a prisioneros de guerra (personas que en realidad no habían cometido ningún delito), las autoridades inventaron un nuevo tipo de pena para los auténticos criminales de guerra: las personas que presuntamente habían cometido verdaderos crímenes. Ya en abril de 1943, el Soviet Supremo declaró que el Ejército Rojo, en el curso de la liberación del territorio soviético, había descubierto «actos de violencia bestial y horrorosa nunca oídos, perpetrados por monstruos fascistas alemanes, italianos, rumanos, húngaros y finlandeses, agentes hitlerianos, así como por espías y traidores entre los ciudadanos soviéticos».[51] En respuesta, el NKVD declaró que los criminales de guerra convictos recibirían sentencias de quince, veinte y aun de veinticinco años a cumplir en lagpunkts especiales, que fueron debidamente construidos en Norilsk, Vorkutá y Kolimá, los tres campos septentrionales más inhóspitos.[52]

Con una curiosa elocuencia lingüística, y un sentido irónico de la historia que quizá reflejara la intervención del propio Stalin, el NKVD llamó katorga a estos lagpunkts usando un término de la historia penitenciaria de la Rusia de los zares. La elección de la palabra no habría sido accidental; era un reflejo de la resurrección de la terminología zarista que se daba en otras esferas de la vida soviética (escuelas militares para hijos de los oficiales, por ejemplo), y debía de servir para distinguir un nuevo tipo de castigo dirigido a un nuevo tipo de prisionero peligroso e incorregible. A diferencia de los delincuentes normales condenados a penas ordinarias en los campos de trabajo correccional del Gulag, los prisioneros de la katorga no podían esperar ser reformados o redimidos, ni siquiera en teoría.

Los reos de la katorga estaban separados de los demás prisioneros por altas vallas. Se les daban uniformes distintos (a rayas con números cosidos en la espalda). Por las noches se los encerraba en barracones cuyas ventanas estaban enrejadas. Trabajaban más horas que los prisioneros normales, tenían menos días de descanso y les estaba prohibido realizar cualquier tipo de trabajo que no fuera el trabajo físico pesado, al menos durante los primeros dos años de reclusión. Eran vigilados con rigor: dos guardias de convoyes estaban a cargo de cada decena de prisioneros y cada campo debía tener un mínimo de cinco perros.[53]

Al parecer, los prisioneros de la katorga se convirtieron en la avanzada de una nueva industria soviética. En 1944, el NKVD afirmaba en su enumeración de logros económicos que había producido el cien por cien del uranio de la Unión Soviética. «No es difícil —escribe la historiadora Galina Ivanova— deducir quiénes extrajeron y procesaron el mineral radiactivo.»[54] Los prisioneros y los soldados también edificarían el primer reactor nuclear en Cheliabinsk, después de la guerra: «En esa época, toda la zona de construcción era una especie de campo», recuerda un trabajador. En el lugar se habían construido cabañas «especiales» para los expertos alemanes que fueron reclutados para trabajar en el proyecto.[55]

Sin duda, entre los prisioneros de la katorga había muchos auténticos colaboradores de los nazis y criminales de guerra, incluidos los responsables del asesinato de cientos de miles de judíos soviéticos. Con estas personas en mente, Simeón Vilenski, un superviviente de Kolimá, me advirtió que no estuviera demasiado convencida de la inocencia de toda persona que hubiera sido recluida en el Gulag.[56]

Sin embargo, de los 60 000 prisioneros condenados a la katorga hacia 1947, unos cuantos habían sido sentenciados con fundamentos más que dudosos.[57] Entre ellos, por ejemplo, había miles de guerrilleros polacos, bálticos y ucranianos antisoviéticos, muchos de los cuales habían luchado contra los nazis antes de ponerse a luchar contra el Ejército Rojo. Al hacerlo, todos creían estar luchando por su propia liberación nacional. Según un documento sobre prisioneros menores de edad condenados a la katorga, enviado a Beria en 1945, entre estos guerrilleros estaba Andréi Levchuk, acusado de unirse a la Organización de los Nacionalistas Ucranianos, una de las dos principales agrupaciones guerrilleras de Ucrania. Mientras estuvo a su servicio, según se afirma, «tomó parte en el asesinato de ciudadanos inocentes y el desarme de soldados soviéticos y la confiscación de sus pertenencias». En el momento de su arresto, Levchuk tenía quince años.

En las filas de los prisioneros condenados a la katorga estaba Aleksandr Klein, un oficial del Ejército Rojo que había sido capturado por los alemanes, pero logró escapar y volver a su división soviética. Al regresar, fue interrogado, tal como relataba posteriormente:

De pronto el mayor se levantó y preguntó:

—¿Puede usted probar que es judío?

Avergonzado, sonreí y dije que podía hacerlo, sacándome los pantalones.

El mayor miró a Sorokin y luego se volvió otra vez hacia mí.

—¿Y usted dice que los alemanes no sabían que usted era judío?

—Si lo hubieran sabido, créame, no estaría aquí.

—¡Ajá, yid estúpido! —exclamó el dandi, y me golpeó en el bajo vientre tan fuerte que me quedé sin respiración y caí.

—¿Qué son estas mentiras? Dinos, hijo de puta, ¿con qué misión te han enviado aquí? ¿Quiénes son tus cómplices? ¿Cuánto te han dado, vendido? ¿Cuál es tu nombre de guerra?

Después de este interrogatorio, Klein fue condenado a muerte, aunque esta pena fue conmutada por veinte años en la katorga.[58]

«Había todo tipo de personas en los campos, sobre todo en la posguerra —escribió Hava Volovich—. Pero a todos nos martirizaban por igual: a los buenos, a los malos, a los culpables y a los inocentes.»[59]

Si durante la guerra millones de extranjeros ingresaron en el Gulag en contra de su voluntad, al menos uno llegó de manera voluntaria. Henry Wallace, vicepresidente de Estados Unidos, hizo un viaje a Kolimá en mayo de 1944, y no supo que estaba visitando una prisión.

La visita de Wallace tuvo lugar en el apogeo de la amistad soviético-estadounidense durante la guerra, el momento más cálido de la alianza, cuando la prensa estadounidense solía llamar a Stalin, «Uncle Joe» (el tío Joe). Quizá por esta razón Wallace se inclinaba a mirar amablemente a la Unión Soviética incluso antes de su visita. En Kolimá vio confirmadas todas sus opiniones previas. Al llegar, apreció muchos paralelismos entre Rusia y Estados Unidos: ambos eran países «nuevos» y grandes, carentes del bagaje aristocrático del pasado europeo. Creía, como dijo a sus anfitriones, que el «Asia soviética» era en realidad el «Salvaje Oeste» de Rusia. «Las vastas extensiones de vuestro país, sus bosques vírgenes, anchos ríos y grandes lagos, todos los tipos de clima, desde el tropical al polar, su inagotable riqueza, me recuerdan a mi patria.»[60]

Si el paisaje le agradó, también le agradó lo que pensó que era la fuerza industrial de la nación. Nikishov, el jefe notoriamente corrupto de Dalstrói que se daba la gran vida, le mostró Magadán, la capital de Kolimá. Wallace, a su vez, imaginó que Nikishov, un oficial veterano del NKVD, era grosso modo equivalente a un capitalista estadounidense. «Él dirige todo aquí. Con los recursos de Dalstrói a su disposición, es un millonario». Wallace disfrutó de la compañía de su nuevo amigo «Iván» escuchando con atención su relato sobre el origen de Dalstrói: «Tuvimos que trabajar duro para hacer funcionar este lugar. Doce años atrás llegaron los primeros colonos y colocaron ocho casas prefabricadas. Hoy Magadán tiene 40 000 habitantes y todos tienen buenas viviendas».

Nikishov no mencionó, por supuesto, que los «primeros colonos» eran prisioneros, y que la mayoría de los 40 000 habitantes eran desterrados, a los que se prohibía salir. Wallace desconocía igualmente el estatus de los trabajadores contemporáneos, casi todos prisioneros, y continuó escribiendo con aprobación sobre los mineros de oro de Kolimá. Eran, recordaba, «jóvenes altos y fornidos», trabajadores libres, mucho más trabajadores que los prisioneros políticos que habían habitado el extremo norte en la época zarista, según creía.[61]

Desde luego, esto era lo que los jefes de Dalstrói deseaban que Wallace creyese. Según el informe que el propio Nikishov escribió después a Beria, Wallace pidió ver un campo de prisioneros, pero no se lo permitieron. Nikishov aseguró a sus jefes que los únicos trabajadores que Wallace vio eran trabajadores libres antes que prisioneros. Muchos incluso pueden haber sido miembros del Komsomol, la juventud comunista, a los que se les habría dado trajes de minero y botas de caucho minutos antes de que llegara Wallace. «Hablé con algunos de ellos —escribió Wallace después—. Estaban muy deseosos de ganar la guerra.»[62]

Después Wallace vio a los verdaderos prisioneros, pero no se percató de ello. Eran los cantantes y músicos (muchos de ellos provenientes de las óperas de Moscú y Leningrado) que actuaron para él en el teatro de Magadán. Como se le dijo que eran miembros de un «coro no profesional del Ejército Rojo» estacionados en la ciudad, quedó maravillado de que unos aficionados pudieran llegar a tal perfección artística. En realidad, a cada uno se le había advertido que «una palabra o indicación de que eran prisioneros sería considerado un acto de traición».[63]

Wallace vio algunas manualidades de los prisioneros, aunque tampoco se dio cuenta de eso. Nikishov lo llevó a una exposición de bordados y le dijo que los trabajos expuestos habían sido realizados por un grupo de «mujeres del lugar que se reunían con regularidad durante el invierno para bordar». Desde luego, el trabajo lo habían hecho las prisioneras en preparación de la visita de Wallace. Cuando Wallace se detuvo admirado ante uno de los bordados, Nikishov lo descolgó de la pared y se lo obsequió. La esposa de Nikishov, la temida Gridasova, modestamente le hizo saber que ella misma era la artista, cosa que causó a Wallace una (agradable) sorpresa.[64]

La visita de Wallace coincidió aproximadamente con la llegada de los «regalos de Estados Unidos» a Kolimá. El programa de Préstamo y Arriendo de Estados Unidos, que debía proporcionar armas y equipos militares para auxiliar a sus aliados en la defensa contra Alemania, también trajo tractores, camiones, palas a vapor y herramientas estadounidenses a Kolimá, lo cual no era exactamente el objetivo del gobierno de Estados Unidos.

Antes de que Wallace partiera, Nikishov ofreció un sofisticado banquete en su honor. Se sirvieron elaborados platos, con ingredientes sisados de las raciones de los prisioneros. Se brindó a la salud de Roosevelt, Churchill y Stalin. El propio Wallace dio un discurso, en el que pronunció las siguientes palabras memorables:

Los rusos y los estadounidenses, de forma diferente, están buscando a tientas un modo de vida que permita al hombre común en todas partes del mundo sacar lo mejor de la tecnología moderna. No hay nada irreconciliable en nuestros objetivos y propósitos. Aquellos que así lo proclamen están, a sabiendas o no, buscando la guerra, y eso, en mi opinión, es un crimen.[65]

Ir a la siguiente página

Report Page