Gulag

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III - El auge y la caída del compelajo industrial de campos, 1940-1986 » 22 - El apogeo del complejo industrial de campos

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El apogeo del complejo industrial de campos

A los diecisiete, nos gustaba estudiar.

A los veinte, aprendíamos a morir.

Saber si nos permiten vivir

esto significa que nada ha pasado, todavía.

A los veinticinco, aprendíamos a cambiar

la vida por pescado seco, leña y patatas…

¿Qué quedaba por aprender a los treinta?

Hemos saltado muchas páginas,

quizá hemos aprendido que la vida es corta,

pero entonces, ya sabíamos eso a los veinte…

MIJAÍL FROLOVSKI, «Mi generación»[1]

Entretanto, 1949, el hermano gemelo de 1937, avanzaba en nuestro país, en toda la Europa oriental, y antes que en otras partes, en los lugares de prisión y destierro.

EVGENIYA GUINZBURG, Within the Whirlwind[2]

Al finalizar la guerra, hubo desfiles de la victoria y reencuentros emocionados; se difundió la convicción de que la vida sería (o debería ser) más fácil. Millones de hombres y mujeres habían soportado terribles privaciones para ganar la guerra; ahora deseaban una vida más llevadera. En el campo, los rumores de que se abolirían las granjas colectivas se difundieron rápidamente. En las ciudades, la gente se quejaba abiertamente de los altos precios de los alimentos racionados. La guerra también había dado a conocer a los ciudadanos soviéticos, tanto soldados como trabajadores esclavos, las comodidades relativas de la vida en Occidente, y que el régimen soviético no podía afirmar plausiblemente, como había hecho antes, que el trabajador occidental era mucho más pobre que su homólogo soviético.[3]

Hacia la primavera de 1945 había grandes esperanzas entre los prisioneros. En enero de ese año, las autoridades habían declarado otra amnistía general para las mujeres que estaban embarazadas o tenían niños pequeños y muchas (734-785 para ser precisos) habían sido liberadas.[4] Las restricciones del período de la guerra se estaban relajando. Los prisioneros pudieron recibir alimentos y ropa de sus familias. No fue la compasión la que había inspirado estas nuevas normas. La amnistía de las mujeres, que excluía a las presas políticas por supuesto, no representaba un cambio de fondo, era una respuesta al asombroso aumento de huérfanos y el consiguiente problema de los niños sin hogar, del vandalismo y de las pandillas de niños delincuentes en toda la URSS: las madres fueron consideradas como parte de la solución. La suspensión de las restricciones a los paquetes no procedía de la bondad, sino de un intento de amortiguar el impacto de la hambruna de la posguerra: los campos no podían alimentar a los prisioneros, de modo que ¿por qué no dejar que las familias contribuyeran? Una directriz central declaraba severamente que «en la cuestión de prisioneros», los paquetes de comida y ropa debían ser tratados como un suplemento importante.[5] Sin embargo, muchos interpretaron estos decretos con esperanza, como heraldos de una nueva época de tolerancia.

No sería así. En el año de la victoria comenzó la guerra fría. Las bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki persuadieron a la cúpula soviética de que su economía debía centrarse en la producción industrial y militar, no en la elaboración de frigoríficos o de zapatos para niños.

Dio la casualidad que el surgimiento de una nueva amenaza a la Unión Soviética encajaba en los proyectos de Stalin: era la excusa que necesitaba para hacer más riguroso una vez más su control sobre el pueblo, expuesto como había estado a la influencia corruptora del mundo exterior. Por lo tanto, ordenó a sus subordinados «atajar» cualquier rumor sobre la democracia, incluso antes de que tal opinión se hubiera propagado.[6] También fortaleció y reorganizó el NKVD, que se dividió en dos cuerpos burocráticos en marzo de 1946. El Ministerio del Interior (el MVD) continuó controlando el Gulag y los pueblos de desterrados, convirtiéndose efectivamente en el ministerio del trabajo forzado. El otro, con una burocracia más glamurosa, el MGB, después llamado KGB, tendría el control del espionaje y el contraespionaje en el exterior, de los guardias fronterizos y, en última instancia, de la vigilancia de los opositores al régimen también.[7]

Finalmente, en vez de relajar la represión en la posguerra, la cúpula soviética emprendió una nueva serie de arrestos, atacando de nuevo al ejército, así como a las minorías étnicas, incluidos los judíos soviéticos. Una a una, la policía secreta «descubría» conspiraciones juveniles antiestalinistas casi en cada ciudad del país.[8] En 1947, nuevas leyes prohibieron matrimonios, y en realidad toda relación sentimental, entre ciudadanos soviéticos y extranjeros. Los académicos soviéticos que compartieran información científica con sus colegas del exterior podían ser encausados penalmente. En 1948, las autoridades apresaron a unos 23 000 campesinos, acusándolos de no haber trabajado las jornadas obligatorias durante el año anterior, y fueron deportados a lugares remotos sin ningún proceso ni investigación.[9]

Gracias a estas nuevas aportaciones, el Gulag no se redujo en la posguerra. Por el contrario, se expandió, alcanzando el nivel más alto a comienzos de los años cincuenta. Según las estadísticas oficiales, el 1 de enero de 1950 había 2 561 351 prisioneros en los campos y colonias del sistema del Gulag, un millón más de los que había habido en 1945, cinco años atrás.[10] El número de desterrados especiales también aumentó, debido al incremento de las operaciones de deportación en los países bálticos, Moldavia y Ucrania, deliberadamente concebidos para completar la «sovietización» de estos pueblos. Y aproximadamente en la misma época, el NKVD resolvió, de una vez por todas, la espinosa cuestión del futuro de los desterrados, decretando que todos los deportados habían sido desterrados «a perpetuidad», junto con sus hijos. En la década de 1950, el número de desterrados se aproximaba al número de prisioneros en los campos.[11]

El segundo semestre de 1948 y el primero de 1949 trajo una tragedia inesperada a los antiguos reclusos del Gulag: una serie de arrestos, o mejor el segundo arresto de antiguos prisioneros, la mayoría de los cuales ya habían sido detenidos en 1937-1938, habían sido condenados a diez años y acababan de ser liberados. Los segundos arrestos fueron sistemáticos y generalizados, pero curiosamente no hubo derramamiento de sangre. Las nuevas investigaciones fueron raras y los prisioneros solo fueron sometidos a interrogatorios rutinarios.[12] Las colectividades de deportados de Magadán y del valle de Kolimá supieron que algo iba mal cuando oyeron hablar del arresto de los antiguos «políticos» cuyos nombres comenzaban con las tres primeras letras del alfabeto cirílico: se dieron cuenta de que la seguridad del Estado estaba volviendo a arrestar a personas en orden alfabético.[13] No se podía decidir si era gracioso o trágico. Evgeniya Guinzburg escribió que mientras «en el 37 el mal había tomado un aspecto trágico monumental … en el 49, la serpiente georgiana, bostezando de hartazgo, preparaba una relación alfabética de aquellos a los que había que exterminar…».[14]

Mayoritariamente los arrestados por segunda vez hablan de un sentimiento de indiferencia. El primer arresto había sido un golpe, pero también una experiencia de aprendizaje: muchos se habían visto obligados a afrontar la verdad sobre el sistema político por primera vez. El segundo arresto no implicaba un nuevo conocimiento. «En el 49 yo ya sabía que el sufrimiento puede purificar a uno hasta cierto punto. Cuando se arrastra durante décadas y se convierte en una cuestión rutinaria, ya no purifica, simplemente adormece todas las sensaciones —escribía Guinzburg—: después de mi segundo arresto, de seguro me volvería un objeto de madera.»[15]

Cuando la policía la fue a buscar, Olga Adamova-Sliozberg se dispuso a recoger sus pertenencias, pero se detuvo y pensó: «¿Para qué molestarme en llevar algo? Los niños harán mejor uso de mis cosas que yo. Obviamente, esta vez no sobreviviré; ¿cómo podría aguantar?».[16]

La mayoría de los arrestados por segunda vez no fueron enviados de nuevo a los campos, sino al destierro, generalmente a regiones remotas y poco pobladas del país: Kolimá, Krasnoyarsk, Novosibirsk, Kazajstán.[17] Allí, muchos vivirían una existencia de tedio implacable. Rechazados por las comunidades locales como «enemigos», tenían dificultades para encontrar vivienda y trabajo. Nadie deseaba ser asociado a un espía o a un saboteador.

Para las víctimas, el plan de Stalin era bastante claro: a nadie que hubiera recibido una sentencia por espionaje, sabotaje o cualquier forma de oposición política se le debía permitir regresar a su hogar. Si se los liberaba, se les daría «pasaportes de lobo», que les prohibían vivir cerca de una gran ciudad, y estarían siempre a merced de un nuevo arresto. El Gulag, y el sistema de destierro que lo complementaba, no eran ya castigos temporales. Para los condenados a ellos, se habían convertido en un modo de vida.

Pero la guerra tuvo un impacto duradero en el sistema de campos, aunque fuera difícil de cuantificar. Las normas y reglamentos del campo no fueron más flexibles después de la victoria, pero los prisioneros habían cambiado, en especial los presos políticos.

En primer lugar, había más. El desorden demográfico de los años bélicos, y las amnistías que habían excluido específicamente a los presos políticos, habían dejado un porcentaje mucho más alto de ellos en los campos. El 1 de julio de 1946, más del 35% de los prisioneros de todo el sistema había sido sentenciado por delitos «contrarrevolucionarios». En ciertos campos ese porcentaje era mucho más elevado, más del 50%.[18]

Aunque la cifra global bajaría otra vez, la posición de los presos políticos también había cambiado. Era una nueva generación con una serie de experiencias diferentes. Los presos políticos arrestados en los años treinta, y sobre todo los arrestados en 1937-1938, habían sido intelectuales, militantes del partido y trabajadores. La mayoría se habían sentido sorprendidos por el hecho, carecían de preparación para la vida en prisión y de resistencia física para el trabajo forzado. En la inmediata posguerra, sin embargo, entre los presos políticos había antiguos soldados del Ejército Rojo, oficiales del Ejército Patriótico polaco, guerrilleros ucranianos y bálticos, prisioneros de guerra japoneses y alemanes. Estos hombres y mujeres habían luchado en las trincheras, y habían dirigido tropas y conspiraciones, como recordaba un prisionero: «Al haber mirado a la muerte cara a cara, tras atravesar el fuego y el infierno de la guerra, y haber sobrevivido al hambre y la adversidad, eran una generación completamente distinta de los reclusos de antes de la guerra».[19]

Casi tan pronto como comenzó a aparecer en los campos al final de la guerra este nuevo tipo de prisionero, comenzó a crear problemas a las autoridades. En 1947, los delincuentes profesionales ya no tenían tanta facilidad para dominarlos. Entre los diversos clanes nacionales y criminales que dominaban la vida del campo, apareció una nueva facción: los krasnye shpochki o «boinas rojas». Por lo general eran antiguos soldados o partisanos, que se habían unido para luchar contra la hegemonía de los ladrones (y por extensión, contra la jefatura que los toleraba). Tales grupos operaron hasta avanzada la década siguiente, pese a los intentos de dividirlos. En el invierno de 1954-1955, Viktor Bulgakov, entonces prisionero en Intá, un campamento minero en el extremo norte, en la región de Vorkutá, presenció un intento de la dirección de «quebrar» a un grupo de políticos importando un contingente de sesenta ladrones en su campo. Los ladrones, armados, se prepararon para atacar a los políticos:

De pronto empuñaron las «armas frías» [cuchillos], como era previsible en una situación como esta … sabíamos que habían robado el dinero y las pertenencias de un anciano. Les pedimos que las devolvieran, pero no estaban acostumbrados a hacerlo. De modo que a eso de las dos de la mañana, justo cuando clareaba, rodeamos su barracón y comenzamos a atacar. Comenzamos a batirlos, y les dimos hasta que no pudieron levantarse. Uno saltó por la ventana… corrió a la vajta y se cayó en el umbral. Pero cuando llegó la guardia, allí no quedaba nadie … Se llevaron a los ladrones fuera de la zona.[20]

Pero los mandos tomaron nota. Si los presos políticos podían agruparse para combatir a los ladrones, también podían hacerlo para luchar contra los jefes del campo. En 1948, previendo una rebelión, los directores del Gulag en Moscú ordenaron que los presos políticos «más peligrosos» fueran llevados a un nuevo conjunto de «campos de destino especial» (osobye lagerya). Específicamente concebidos para «espías, diversionistas, terroristas, trotskistas, derechistas, mencheviques, eseristas, anarquistas, nacionalistas, emigrados blancos y miembros de otras organizaciones antisoviéticas», los campos de destino especial eran una extensión del régimen de la katorga, y presentaban muchas de sus características: uniformes a rayas, números en la frente, la espalda y el pecho, ventanas con barrotes, y el cierre de los barracones por la noche. A los prisioneros solo se les permitía un contacto mínimo con el mundo exterior, en algunos casos dos cartas al año. La correspondencia con otras personas que no fueran miembros de su familia estaba estrictamente prohibida. La jornada tenía diez horas, y los prisioneros no podían trabajar en otra actividad que no fuera el trabajo manual. Las instalaciones sanitarias se mantenían al mínimo: no se establecieron «campos de inválidos» en los complejos de campos de destino especial.[21]

Como los lagpunkts sujetos al régimen de la katorga, con los que superponían, los campos de destino especial se instalaron exclusivamente en las regiones más inhóspitas del país, en Intá, Vorkutá, Norilsk y Kolimá, campos mineros cercanos al Círculo Polar Ártico o por encima de este, así como en el desierto de Kazajstán y en los lóbregos bosques de Mordovia. En realidad, eran campos dentro de otros campos, pues la mayoría estaban situados en los complejos de trabajo forzado existentes. Solo una cosa los distinguía. Con un toque inesperadamente poético, las autoridades del Gulag les dieron nombres derivados del paisaje: Mineral, Montaña, Roble, Estepa, Litoral, Río, Lago, Arena y Prado, entre otros. El objetivo previsible era el encubrimiento (ocultar la naturaleza de los campos), ya que no había robles en el campo del Roble, ni desde luego ningún litoral en el campo del Litoral. Muy pronto, por supuesto, los nombres se abreviaron, como era la costumbre soviética, a Minlag, Gorlag, Dubravlag, Steplag, y así sucesivamente. A comienzos de 1953, había 210 000 personas en los diez campos de destino especial.[22]

Pero el aislamiento de los presos políticos «más peligrosos» no los hizo más dóciles. Por el contrario, los campos de destino especial libraron a los presos políticos de los constantes conflictos con los delincuentes, y de la influencia mitigadora de otros prisioneros. Dejados a sus anchas, su oposición al sistema aumentó: era 1948, no 1937. A la larga, se embarcarían en una lucha prolongada, decidida y sin precedentes con las autoridades.

Cuando los mecanismos represivos comenzaron a presionar de nuevo, los presos políticos no fueron los únicos que quedaron sujetos a su dogal. Ahora los beneficios importaban más que nunca, y los jefes del Gulag comenzaron a reconsiderar su actitud hacia los delincuentes profesionales. Su corrupción, ociosidad y conducta desafiante con los guardias perjudicaban la productividad de los campos. Ahora que no controlaban a los prisioneros políticos, tampoco aportaban un beneficio correlativo. Aunque los delincuentes nunca suscitaron la misma animosidad que los presos políticos, y aunque nunca recibieron el mismo trato odioso de los guardias del campo, en la posguerra la cúpula del Gulag decidió poner fin al predominio de los delincuentes en los campos y eliminar para siempre a los «ladrones decentes» que rehusaran trabajar.

En la práctica, la guerra del Gulag contra los ladrones adoptó una forma directa y otra encubierta. Para comenzar, los hampones más peligrosos y recalcitrantes fueron simplemente separados de los demás reclusos y se les impusieron sentencias más largas (diez, quince, veinticinco años).[23] En el invierno de 1948, el Gulag también requirió la creación de lagpunkts de un régimen estricto para delincuentes reincidentes. Según las instrucciones dictadas por Moscú, solo los guardias de campo más disciplinados y «los más sanos físicamente» podrían trabajar en ellos, y debían estar rodeados de vallas reforzadas muy altas. En instrucciones separadas se dieron las especificaciones. El Gulag requirió la creación de veintisiete de esos campos inmediatamente, para más de 115 000 reclusos.[24]

Desgraciadamente, muy poco se sabe sobre la vida cotidiana de esos lagpunkts, ni si todos fueron establecidos: en el caso de haber sobrevivido, es menos probable que estos delincuentes escribieran sus memorias que los que estaban en los campos comunes. Un régimen más estricto y sentencias más largas no eran las únicas armas de los mandos contra los jefes del hampa. En la Europa central, la gran fuerza de la Unión Soviética como potencia ocupante se basó en su capacidad para corromper a las élites locales, en lograr que colaboraran de manera voluntaria para oprimir a su propio pueblo. Los mismos métodos fueron utilizados para controlar a la élite criminal de los campos. El método era sencillo: se ofrecían privilegios y trato especial a los delincuentes profesionales (los «ladrones decentes») que abandonaran sus «leyes» y colaboraran con las autoridades. Aquellos que aceptaban recibirían completa libertad para abusar de sus antiguos camaradas, incluso para torturarlos y asesinarlos, mientras que los guardias del campo harían la vista gorda. Estos colaboradores del hampa corruptos serían llamados suki o «putas», y las violentas refriegas que se produjeron entre ellos y el resto de delincuentes profesionales llegaron a ser conocidas como «batallas entre putas y ladrones».

Como la lucha de los presos políticos por la supervivencia, la guerra de los ladrones fue uno de los elementos decisivos de la vida en los campos de la posguerra. Aunque los conflictos entre bandas de delincuentes ya tenían precedentes, ninguno había sido tan brutal ni tan clara y abiertamente provocado: los enfrentamientos simultáneos que estallaron en todo el sistema de campos en 1948 dejaron pocas dudas sobre el papel de los mandos.[25] Muchísimas memorias han documentado aspectos de esta lucha, aunque la mayoría de los que escribieron no tomaron parte en ellas. En cambio, los observaron como testigos horrorizados y a veces como víctimas:

Los ladrones y las putas pelean a muerte —escribió Anatoli Zhigulin—: los ladrones que se encuentran en un lagpunkt de putas, si no se han escondido en un pabellón de castigo, tienen un dilema: o morir o convertirse en puta. De igual modo, si un gran grupo de ladrones llega a un lagpunkt, todas las putas se esconden en el pabellón de castigo, pues el poder ha cambiado de manos … cuando cambia el régimen, a menudo el resultado es sangriento.[26]

Otro presenció el resultado de una de sus batallas:

Al cabo de una hora y media, los ladrones de nuestro grupo fueron traídos de vuelta y lanzados al suelo. Estaban irreconocibles. Les habían rasgado y quitado toda la buena ropa. En cambio, les habían dado las chaquetas andrajosas del campo, y en vez de botas llevaban peales. Los habían golpeado como animales, muchos habían perdido los dientes. Uno no podía levantar el brazo: se lo habían roto con un tubo de hierro.[27]

Los prisioneros no delincuentes a veces acababan implicados en las batallas, en especial cuando los jefes del campo daban amplios poderes a las putas. Aunque «no vale la pena idealizar a los ladrones y a los policías, que es lo que hacen en la vida y en el folklore», Zhigulin continuaba:

En las prisiones y los campos las putas eran verdaderamente terribles con los prisioneros ordinarios. Servían fielmente a los directores de prisión, trabajaban como capataces, comandantes, jefes de brigada. Se comportaban como bestias con los trabajadores comunes, los desplumaban, quitándoles todas sus pertenencias, hasta la última hilacha de ropa. Las putas no solo eran delatores: también realizaban asesinatos de acuerdo con los jefes del campo. La vida de los prisioneros en los campos dirigidos por putas era en verdad muy difícil.

Pero era la posguerra, y los presos políticos ya no estaban indefensos frente a tales acosos. En el campo de Zhigulin, un grupo de antiguos soldados del Ejército Rojo logró dar una paliza al séquito de la odiada «puta» que era el jefe del lagpunkt, y después lo mataron, atándolo a una de las máquinas para cortar madera. Cuando el resto de las putas se encerraron en los barracones, los presos políticos les enviaron un mensaje: si decapitaban al sustituto del jefe y mostraban su cabeza por la ventana, se les perdonaría la vida. Así lo hicieron.[28]

La guerra abierta se volvió tan espantosa que incluso las autoridades se cansaron de ella. En 1954, el MVD propuso que los jefes de campo designaran «campos separados para la reclusión de ciertas categorías de reincidentes», y se aseguraran de la «reclusión por separado de los prisioneros» amenazados. El «aislamiento de grupos hostiles entre sí» fue una de las formas de evitar más derramamiento de sangre. La guerra había comenzado porque las autoridades deseaban conseguir el control sobre los ladrones, y terminó porque las autoridades perdieron el control de la guerra.[29]

A comienzos de los años cincuenta, los amos del Gulag se encontraron en una situación paradójica. Habían querido someter a los delincuentes reincidentes para aumentar la producción y asegurar el funcionamiento sin tropiezos de las empresas del campo. Habían querido aislar a los contrarrevolucionarios para impedir que contagiaran a otros prisioneros con sus peligrosas opiniones. Sin embargo, al apretar el dogal represor habían hecho más ardua su tarea. La rebeldía de los presos políticos y las guerras de los hampones aceleraron el comienzo de una crisis aún más profunda: finalmente, las autoridades comprendieron que los campos eran antieconómicos, corruptos y, sobre todo, no rentables.

O, más bien, lo comprendieron todos excepto Stalin. Una vez más, la obsesión represiva de Stalin y su dedicación a la economía del trabajo esclavo encajaban tan nítidamente que a los observadores coetáneos les resultaba difícil decidir si aumentaba el número de arrestos para construir más campos, o si construía más campos para dar cabida al número de arrestados.[30] En la década de 1940, Stalin porfió en dar más poder económico al MVD, hasta el punto de que en 1952, un año antes de su muerte, el MVD controlaba el 9% de la inversión de capital en Rusia, más que ningún otro ministerio. El plan quinquenal para los años 1951-1955 requería que esta inversión sumara más del doble.[31]

Una vez más, Stalin lanzó una serie de espectaculares y llamativos proyectos de construcción para el Gulag, que evocaban los que había apoyado en la década de 1930. Por insistencia personal de Stalin, el MVD construyó una nueva planta de producción de amianto, un proyecto que exigía un alto nivel de especialización tecnológica, precisamente del tipo que el Gulag podía proporcionar con dificultad. Stalin también abogó personalmente por la construcción de un ramal de ferrocarril en la tundra ártica, desde Salejard a Igarka, un proyecto que llegó a ser conocido como «la ruta de la muerte».[32] Los años finales de la década de 1940 fueron también la época de los canales Volga-Don, Volga-mar Báltico y Gran Turcomán, así como de las centrales eléctricas de Stalingrado y Kuibyshev, esta última la más grande del mundo. En 1950, el MVD también comenzó a construir un túnel, una línea de ferrocarril a la isla de Sajalín, un proyecto que requeriría muchas decenas de miles de prisioneros.[33]

Esta vez no hubo un Gorki que entonara alabanzas a las nuevas construcciones estalinistas.

Por el contrario, los nuevos proyectos eran generalmente considerados desmesurados y antieconómicos. Aunque no hubo objeciones públicas a estos proyectos en vida de Stalin, varios de ellos (incluidos «la ruta de la muerte» y el túnel de Sajalín) fueron interrumpidos a los pocos días de su muerte. Al fin había quedado patente la absoluta inutilidad de este derroche de recursos humanos, tal como demuestran los archivos del Gulag. Una inspección realizada en 1951 mostró que una vía de 83 kilómetros del ferrocarril septentrional, construida con gran gasto y el coste de muchas vidas, no había sido utilizada en tres años. Otros 370 kilómetros de carretera de un coste similar no habían sido utilizados en dieciocho meses.[34]

En 1953, otra inspección realizada por orden del comité central mostraba que el coste de mantenimiento de los campos excedía en mucho cualquier beneficio derivado del trabajo de los reclusos. En 1952, en efecto, el Estado había subvencionado el Gulag con 2300 millones de rublos, más del 16% de la asignación presupuestaria total del Estado.[35]

Los directores del Gulag en Moscú eran muy conscientes de la generalizada insatisfacción y agitación que reinaba en el interior de los campos. En 1951, la negativa masiva a trabajar, tanto por parte de los delincuentes prisioneros como de los presos políticos, había llegado a un punto de crisis: ese año, el MVD calculó que había perdido más de un millón de jornadas debido a huelgas y protestas. En 1952, este número se duplicó. Según las estadísticas del Gulag, en 1952 el 32% de los prisioneros no habían cumplido con la cuota de trabajo asignada.[36] La lista de huelgas y protestas importantes en los años de 1950-1952, recopilada por las propias autoridades, es sorprendentemente larga.[37]

Tan mala se estaba tornando la situación que, en enero de 1952, el jefe de Norilsk envió una carta al general Iván Dolgij, entonces comandante en jefe del Gulag, relacionando los pasos que había dado para conjurar el peligro de una rebelión. Sugirió abandonar amplias zonas de producción donde los prisioneros no podían ser supervisados, duplicar el número de guardias (lo cual consideraba difícil) y aislar a las distintas facciones de prisioneros. No sería fácil, escribió: «Dado el gran número de prisioneros que pertenecen a una u otra facción rival, tendríamos suerte si pudiéramos aislar a los jefes». Asimismo proponía aislar a los trabajadores libres de los prisioneros en las zonas de producción, y finalmente añadía que sería bastante útil soltar a 15 000 prisioneros sin demora, ya que serían más productivos como trabajadores libres. No es necesario mencionar que esta sugerencia implícitamente ponía en duda toda la lógica del trabajo forzado.[38]

Había otros en la cúpula de la jerarquía soviética que estaban de acuerdo. «Ahora tenemos necesidad de tecnología de primera clase», concedía Kruglov, entonces jefe del MVD. Sin duda, la tecnología de tercera que se hallaba en el Gulag ya no era considerada suficiente. El 25 de agosto de 1949, en una reunión del comité central, se debatió una carta enviada por un prisionero llamado Zhdanov, un hombre educado, que escribía: «El déficit más importante del sistema del campo en realidad reside en el trabajo forzado. La productividad real del trabajo penitenciario es sumamente baja. En otras condiciones laborales, la mitad de las personas podrían duplicar el trabajo que los prisioneros realizan ahora».[39]

En respuesta a esta carta, Kruglov prometió elevar la productividad de los prisioneros, reinstaurando el salario para los trabajadores más laboriosos y la política de reducción de la condena por medio de la buena ejecución del trabajo. Nadie parece haber señalado que ambas formas de «estímulo» habían sido eliminadas a finales de los años treinta (la última por el propio Stalin), precisamente con el argumento de que reducían la rentabilidad de los campos.

Apenas si importaba, ya que los cambios no tuvieron ningún impacto. Muy poco dinero de los prisioneros llegó realmente a sus bolsillos: una investigación realizada después de la muerte de Stalin mostró que el Gulag y otras instituciones habían confiscado ilegalmente 126 000 000 de rublos de las cuentas personales de los prisioneros.[40] Es probable que estas nimias sumas de dinero que no llegaban a manos de los prisioneros fueran más problemáticas que provechosas. En muchos campos, los jefes del hampa establecieron sistemas de recaudación y protección obligando a los prisioneros sometidos a ellos a pagar por el privilegio de no recibir una paliza o no ser asesinado. El dinero también llevó vodka a los campos y después drogas.[41]

La promesa de la reducción de las penas por un trabajo más intenso pudo contribuir a aumentar el entusiasmo de los trabajadores. En efecto, el MVD apoyó con decisión esta política, y en 1952 propuso liberar a un gran grupo de prisioneros de tres de las empresas septentrionales más grandes: las minas de carbón de Vorkutá e Intá, y la refinería de petróleo de Ujtinsky, y emplearlos como trabajadores libres. Al parecer incluso los gerentes del MVD preferían tratar con hombres libres que con prisioneros.[42]

Tan grandes eran las preocupaciones sobre la economía de los campos que Beria, en el otoño de 1950, ordenó a Kruglov inspeccionar el Gulag y averiguar la verdad. El informe de Kruglov asegura que los prisioneros «empleados» por el MVD no eran menos productivos que los trabajadores comunes. Sí concede, no obstante, que el precio de mantener a los prisioneros, el coste del alimento, el vestido, los barracones y, sobre todo, los guardias (ahora necesarios en mayor número que antes), excedía en mucho los costes laborales de los trabajadores libres.[43]

En otras palabras, los campos no eran rentables, y muchas personas lo sabían. Pero nadie, ni siquiera Beria, se atrevió a tomar ninguna medida en vida de Stalin, lo que quizá no es extraño. Para cualquiera que estuviera en el entorno de Stalin, los años 1950-1952 parece haber sido un tiempo especialmente peligroso para decirle al dictador que sus proyectos predilectos eran fracasos económicos. Aunque enfermo y moribundo, Stalin no se ablandaba con la edad. Por el contrario, se iba volviendo cada vez más paranoico, y se inclinaba ahora a ver conspiradores y tramadores por todas partes a su alrededor. En junio de 1951, inesperadamente ordenó el arresto de Abákumov, el jefe del contraespionaje soviético. En otoño de ese año, sin una consulta previa, dictó personalmente una resolución del comité central hablando de una «conspiración nacionalista mingrelia». Los mingrelios eran un grupo étnico de Georgia, cuyo miembro más prominente no era otro que el propio Beria. Durante todo el año 1952, una oleada de arrestos, saqueos y ejecuciones aplastó a la élite comunista georgiana, afectando a muchos de los colaboradores y protegidos de Beria. Es casi seguro que Stalin intentaba poner a Beria en el punto de mira de esta purga.[44]

Sin embargo, no habría sido la única víctima de la insania final de Stalin. En 1952, Stalin había comenzado a mostrar interés en perseguir a otro grupo étnico. En diciembre de ese año, Stalin dijo en una reunión del partido que «todo judío es un nacionalista, agente del espionaje estadounidense». Después, en enero de 1953, Pravda, el periódico del Partido Comunista, reveló la existencia del complot de los médicos: «Un grupo terrorista de médicos», se afirmaba, había «formulado el objetivo de acortar la vida de figuras públicas activas en la Unión Soviética por medio de un tratamiento médico saboteador». Seis de los nueve «médicos terroristas» eran judíos. Todos fueron denunciados por sus presuntos vínculos con el Comité Judío Antifascista, cuya dirección en la época de la guerra (integrada por importantes escritores e intelectuales judíos) había sido sentenciada meses antes por el delito de promover el «cosmopolitismo».[45]

La conspiración de los médicos fue una ironía dramática y terrible. Solo diez años antes cientos de miles de judíos soviéticos que vivían en el oeste del país habían sido asesinados por Hitler. Otros cientos de miles habían huido de Polonia a la Unión Soviética en busca de protección frente a los nazis. Sin embargo, Stalin pasó sus últimos años planeando una serie de procesos espectaculares, otra oleada de ejecuciones en masa, y otra oleada de deportaciones. Pudo incluso haber planeado, a la larga, la deportación de todos los judíos residentes en las principales ciudades de la Unión Soviética al Asia central y a Siberia.[46]

El miedo y la paranoia recorrieron el país una vez más. Intelectuales judíos aterrorizados firmaron una petición para que se condenara a los médicos. Cientos de médicos judíos fueron arrestados. Otros perdieron sus puestos de trabajo, una oleada de antisemitismo agitó todo el país. Entonces, precisamente cuando la conspiración de los doctores parecía a punto de enviar a decenas de miles de nuevos prisioneros a los campos y al destierro, cuando el cerco se cerraba en torno a Beria y sus sicarios, y cuando el Gulag había entrado en lo que parecía ser una crisis económica insuperable, Stalin murió.

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