Gulag

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III - El auge y la caída del compelajo industrial de campos, 1940-1986 » 25 - El deshielo y la liberación

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El deshielo y la liberación

Dejemos de andarnos por las ramas,

no más tonterías.

Somos los hijos del culto.

Somos su carne y su sangre.

Hemos sido criados en la niebla,

ambigua en verdad,

dentro de la gigantomanía

y la pobreza mental…

ANDRÉI VOZNESENSKI, «Hijos del culto», 1967[1]

Aunque perdieron la batalla, los huelguistas de Kengir ganaron la guerra. Después de la rebelión de Steplag, los dirigentes de la Unión Soviética perdieron el gusto por los campos de trabajos forzados a una asombrosa velocidad.

En el verano de 1954, la falta de rentabilidad de los campos era ampliamente reconocida. Otra inspección de las finanzas del Gulag, realizada en junio de 1954, había mostrado que tenía muchos subsidios, y que el coste de los guardias en particular los hacía antieconómicos.[2] En una reunión que los jefes de campo y el personal de alto rango del Gulag sostuvieron después de Kengir, muchos funcionarios denunciaron abiertamente la deficiente organización del suministro de alimentos al campo, la burocracia fuera de control (en esa época había diecisiete normas que fijaban la cantidad de alimento en las raciones), y la deficiente organización de los campos. Continuaban las huelgas y el descontento. El incentivo para el cambio era ahora abrumador, y el cambio llegó.

El 10 de julio de 1954, el comité central dictó una resolución: «Sobre las medidas para mejorar el trabajo en los campos y las colonias de trabajo correccional del Ministerio del Interior». Esta, junto con otras resoluciones, finalmente restableció la jornada de ocho horas, simplificó el régimen interior, y facilitó a los prisioneros la obtención de la libertad anticipada mediante la intensificación del trabajo. Los campos de destino especial fueron desmantelados. Se permitió a los prisioneros escribir cartas, a menudo sin restricciones. En algunos campos, los prisioneros pudieron casarse, e incluso vivir con sus cónyuges. Los perros guardianes y los guardias de los convoyes se convirtieron en restos del pasado. Los prisioneros pudieron adquirir nuevos bienes: ropa (que antes no era accesible) y naranjas.[3]

En esa época, en los niveles superiores de la jerarquía soviética se comenzó a debatir ampliamente la justicia estalinista. A comienzos de 1954, Jruschov había ordenado, y recibido, un informe que detallaba cuántos prisioneros habían sido acusados de crímenes contrarrevolucionarios desde 1921, así como un recuento de cuántos permanecían recluidos. Las cifras eran por definición inexactas, ya que no incluían a los millones enviados al destierro, a los acusados injustamente de delitos técnicamente no políticos, a los procesados en tribunales ordinarios y a aquellos que nunca fueron procesados. Sin embargo, dado que estas cifras representaban el número de personas que habían sido ejecutadas o enviadas a prisión sin ningún motivo, resultaban sorprendentemente elevadas. Según el propio recuento del MVD, 3 777 380 personas habían sido declaradas «culpables» de fomentar la contrarrevolución por los consejos de la OGPU, las troikas del NKVD, las comisiones especiales y todos los consejos militares y tribunales que habían dictado sentencias en masa durante las tres décadas anteriores. De estas personas, 2 369 220 habían sido enviadas a los campos, 765 180 habían sido desterradas y 642 980 habían sido ejecutadas.[4]

Unos días después, el comité central comenzó a revisar todos estos casos, así como los casos de los «reincidentes», los prisioneros que habían sido sentenciados por segunda vez al destierro en 1948. Jruschov estableció un comité nacional, dirigido por el fiscal general de la Unión Soviética, para supervisar la tarea. También estableció comités locales en todas las repúblicas y regiones del país para revisar las sentencias de los prisioneros. Algunos presos políticos fueron puestos en libertad en ese momento, aunque sus sentencias todavía no habían sido anuladas: la verdadera rehabilitación (la admisión por el Estado de que se había cometido un error) vendría después.[5]

Se comenzó a soltar prisioneros, aunque durante un año y medio el proceso sería terriblemente lento. Se permitió salir a algunos prisioneros que habían cumplido dos tercios de su condena, sin explicación ni rehabilitación. Otros fueron retenidos dentro de los campos, sin ninguna razón en absoluto. Pese a todo lo que sabían de la falta de rentabilidad de los campos, los funcionarios del Gulag no querían cerrarlos. Al parecer necesitaban un embate adicional.

Entonces llegó, en febrero de 1956, cuando Jruschov dio lo que se llamó su «discurso secreto» pronunciado a puerta cerrada en el XX Congreso del Partido Comunista. Por primera vez, Jruschov atacó abiertamente a Stalin y el «culto a la personalidad» que lo había rodeado:

Es inaceptable, y es extraño al espíritu del marxismo-leninismo, elevar a una persona, transformarla en un superhombre que posee atributos sobrenaturales, semejantes a los de un dios. Tal hombre lo sabe todo, lo ve todo, piensa por todos, puede hacerlo todo, su conducta es infalible. Tal creencia sobre un hombre, y específicamente sobre Stalin, fue cultivada entre nosotros durante muchos años.[6]

El resto del discurso fue en su mayor parte tendencioso. Al enumerar los crímenes de Stalin, Jruschov se centró casi exclusivamente en las víctimas de 1937-1938, señalando en especial a los 98 miembros del comité central que habían sido ejecutados y a un puñado de antiguos bolcheviques. «La oleada de detenciones en masa comenzó a ceder en 1939», declaró, lo cual era una falsedad evidente, pues en verdad el número de prisioneros aumentó en los años cuarenta. No mencionó la colectivización, ni la hambruna ucraniana, ni la represión masiva en Ucrania y los países bálticos, quizá porque él mismo había estado implicado en estas operaciones.[7]

Aunque imperfecto, el discurso (pronto divulgado también en secreto, a las células del partido en todo el país) estremeció a la Unión Soviética. Hasta entonces, la cúpula soviética no había admitido ningún crimen, y mucho menos una gama tan amplia de ellos.

El discurso movilizó al MVD, al KGB y a los funcionarios de los campos. En unas semanas, la atmósfera en los campos se suavizó mucho más, y el proceso de liberación y rehabilitación comenzó a acelerarse. Si en los tres años anteriores al discurso secreto se rehabilitó a unas 7000, en los diez meses que siguieron se rehabilitó a 617 000. Se crearon nuevos mecanismos para agilizar el proceso. Irónicamente, muchos prisioneros que habían sido condenados por troikas fueron ahora liberados también por troikas: comisiones compuestas de tres personas (un fiscal, un miembro del comité central y un militante del partido rehabilitado, a menudo un antiguo prisionero) viajaron a los campos y lugares de destierro por todo el país. Tenían atribuciones para realizar investigaciones rápidas en casos individuales, para hacer entrevistas a los prisioneros y liberarlos en el acto.[8]

En los meses que siguieron al discurso secreto, el MVD también se preparó para hacer cambios más profundos en la estructura de los campos. En abril, el nuevo ministro del Interior, N. P. Dudorov, envió una propuesta de reorganización de los campos al comité central. La situación en los campos y las colonias, escribió, «ha sido desastrosa desde hace muchos años». Sostenía que debían ser cerrados, y que los delincuentes más peligrosos debían ser enviados a prisiones especiales y aisladas en las regiones distantes del país. Los reos de delitos menores, por otra parte, debían permanecer en sus regiones de origen, cumpliendo sus penas en «colonias» penitenciarias, haciendo trabajo industrial ligero y trabajando en las granjas colectivas. Ninguno debía ser obligado a trabajar de leñador, minero o albañil, ni realizar ningún tipo de trabajo manual no calificado.[9]

El lenguaje de Dudorov era más importante que sus sugerencias específicas. No estaba meramente proponiendo la creación de un sistema de campos más pequeño; estaba proponiendo crear uno cualitativamente diferente, retornar al sistema penitenciario «normal», o al menos a un sistema penitenciario que sería reconocible en otros países europeos. Las nuevas colonias penitenciarias dejarían de ser económicamente autosuficientes. Los prisioneros trabajarían para aprender oficios útiles, no para enriquecer al Estado. El objetivo del trabajo de los prisioneros sería la rehabilitación, no el beneficio.[10]

Estas sugerencias suscitaron objeciones sorprendentemente airadas. Aunque los representantes de los ministerios económicos dieron muestras de apoyo, I. A. Serov, el jefe del KGB, arremetió contra las propuestas del ministro, llamándolas «erróneas» e «inaceptables», por no hablar de su excesivo coste. Se opuso a la liquidación de los campos, y no podía comprender por qué los zeks no debían trabajar como leñadores o mineros. Después de todo, el trabajo pesado ayudaría «a reeducarlos en el espíritu de la honesta vida de trabajo de la sociedad soviética».[11]

El resultado de este enfrentamiento entre las dos ramas de la seguridad del Estado fue una reforma a medias. Por una parte, el Gulag mismo (la Dirección General de los Campos, Glávnoye Upravlenie Lagueréi) fue disuelto. En 1957, Dalstrói y Norilsk, dos de los complejos más grandes y poderosos, fueron desmantelados. Otros campos siguieron ese ejemplo. Los ministros pertinentes (de minería, de construcción de maquinaria, forestales, o construcción de caminos) tomaron grandes parcelas de lo que había sido el complejo industrial de campos.[12] El trabajo esclavo nunca volvería a ser una importante fuente de riqueza en la Unión Soviética.

Pero al mismo tiempo, el sistema judicial permaneció sin reformar. Los jueces siguieron siendo tan politizados e injustos como antes y conservaban los mismos prejuicios. El sistema penitenciario también permaneció virtualmente intacto.

El debate inusualmente estridente entre el jefe del MVD, Dudorov, y el jefe del KGB, Serov, también prefiguró otros debates más importantes que vendrían. Siguiendo, según creían, el ejemplo de Jruschov, los liberales deseaban hacer cambios más rápidos en casi todas las esferas de la vida soviética. Al mismo tiempo, los defensores del viejo sistema querían detener, revocar o alterar estos cambios, en especial cuando afectaban a los grupos poderosos. El resultado de este enfrentamiento era previsible: no solo no se tocaron las celdas de las prisiones, otras reformas quedaron inacabadas; los nuevos privilegios eran rápidamente revocados y los debates públicos de inmediato silenciados. La llamada época del «deshielo», fue realmente un período de cambio, pero un cambio que tenía un ritmo peculiar: las reformas daban dos pasos adelante, y después uno, o a veces tres, pasos atrás.

La liberación, en 1926 o en 1956, dejó siempre en los prisioneros sentimientos ambiguos. Gennadi Andréiev-Jomiakov, un prisionero liberado en los años treinta, se sorprendió de su propia reacción:

Me imaginé que danzaría en vez de caminar, que cuando finalmente fuera libre me intoxicaría con la libertad. Pero cuando me soltaron no sentí nada de eso. Crucé el portón, pasé junto al último guardia, sin experimentar felicidad ni un sentimiento de alivio … Allí, por la plataforma corrían dos muchachas con trajes ligeros, reían alegremente. Las miré atónito. ¿Cómo podían reír? Cómo podía toda esta gente pasear conversando y riendo como si nada inusitado hubiera pasado en el mundo, como si no hubiera nada angustioso e inolvidable entre ellos…[13]

Después de la muerte de Stalin y el discurso de Jruschov, las liberaciones se hicieron con más rapidez, y las reacciones se hicieron aún más confusas. Los prisioneros que habían creído que pasarían otra década tras las alambradas fueron liberados de un día para otro. Un grupo de exiliados fue convocado durante las horas de trabajo a las oficinas de la mina, y simplemente se les dijo que se fueran a casa. Como recordaba uno, el teniente Isaev, Spetskommandant «abrió un cofre, sacó nuestros documentos y nos los entregó…».[14]

Los prisioneros que no habían pensado en otra cosa que en la libertad se sentían extrañamente reluctantes a experimentarla: «Aunque apenas podía creerlo, lloraba mientras salía en libertad … sentí como si me hubieran arrancado del corazón algo querido y precioso para él, de mis camaradas de infortunio. El portón se cerró, y todo había terminado».[15]

Muchos simplemente no estaban preparados. Yuri Zorin, subido en un atestado tren de prisioneros desde Kotlas en 1954, solo pasó dos estaciones. «¿Por qué estoy yendo a Moscú?», se preguntó, y entonces dio la vuelta y regresó a su viejo campo, donde su antiguo jefe lo ayudó a conseguir empleo como trabajador libre. Allí permaneció dieciséis años.[16] Otro escribió en su diario: «Realmente no quiero la libertad. ¿Qué me está llevando a la libertad? Me parece que ahí fuera … hay mentiras, hipocresía, irreflexión. Allá fuera todo es fantásticamente irreal, y aquí, todo es real».[17]

Pero los prisioneros que deseaban volver a casa no siempre podían hacerlo. No tenían dinero y no tenían suficientes alimentos. Los campos liberaban a los prisioneros con unos 500 gramos de pan por cada día de viaje, una ración de hambre,[18] que era insuficiente, ya que el viaje solía durar más de lo esperado, y resultaba casi imposible conseguir billetes en los escasos aviones y trenes que se dirigían al sur. Al llegar a la estación de Krasnoyarsk, Ariadna Efron encontró «tal multitud, que salir era imposible, simplemente imposible. Personas de todos los campos estaban aquí, de todo Norilsk». Finalmente recibió un billete cuando menos lo esperaba, una mujer, «un ángel», que tenía dos por casualidad, le dio uno. De otro modo habría tenido que esperar meses.[19]

Si lograban regresar a Moscú, a Leningrado o a sus aldeas de origen, a los antiguos reclusos la vida no les resultaba más fácil. La mera liberación no bastaba para recobrar una vida «normal». Sin documentos que dieran testimonio de su rehabilitación (documentos que anularan la sentencia original de prisión), los presos políticos aún eran sospechosos.

En verdad, unos años antes, les habrían dado los atroces «pasaportes de lobo», que prohibían a los antiguos presos políticos vivir en ninguna de las principales ciudades de la Unión Soviética ni cerca de ellas. Otros habían sido directamente enviados al destierro. Ahora los «pasaportes de lobo» habían sido abolidos, pero todavía era difícil encontrar un lugar para vivir, trabajar y (en Moscú) conseguir permiso para permanecer en la capital. Al regresar, los prisioneros descubrían que sus casas habían sido requisadas hacía mucho tiempo, que sus pertenencias habían desaparecido. Muchos de sus parientes, también «enemigos» por asociación, habían muerto o se habían empobrecido: mucho después de que hubieran sido liberados, los familiares de los «enemigos» seguían estigmatizados, sometidos a formas oficiales de discriminación y no se les permitía trabajar en ciertos trabajos. Los prisioneros ancianos descubrían que era imposible obtener una pensión digna.[20]

Sus dificultades personales, aunadas a su sentido del agravio, persuadieron a muchos de buscar una rehabilitación completa, pero tampoco era un proceso sencillo o directo. Para muchos, la opción ni siquiera era accesible. Por ejemplo, el MVD se negó categóricamente a revisar el caso de cualquier persona sentenciada antes de 1935.[21] Aquellos que habían recibido una sentencia adicional en el campo, por insubordinación, disidencia o robo, nunca obtuvieron el codiciado certificado de rehabilitación.[22] Los casos de los líderes bolcheviques (Bujarin, Kámenev, Zinóviev) siguieron siendo tabú, y quienes habían sido condenados en el mismo proceso no fueron rehabilitados hasta la década de 1980.

Para aquellos que podían intentarlo, el proceso de rehabilitación era largo. Las apelaciones por rehabilitación debían hacerlas los prisioneros o sus familiares, quienes con frecuencia tenían que escribir dos, tres o muchas más cartas antes de que se les concediera. Muchos antiguos prisioneros también temían solicitarla. Aquellos que recibían un aviso para comparecer ante una reunión de la comisión de rehabilitación, normalmente realizadas en las oficinas del MVD o en el Ministerio de Justicia, con frecuencia se presentaban portando abrigos, con paquetes de víveres en los brazos y acompañados de una llorosa parentela, convencidos de que iban a ser enviados de nuevo a prisión.[23]

En los niveles superiores, muchos temían que el proceso de rehabilitación pudiera ir demasiado rápido, demasiado lejos. «Estábamos asustados, realmente asustados», escribió Jruschov. «Temíamos que el deshielo provocara una inundación que no podríamos controlar y nos ahogaría.»[24] Anastas Mikoyan, un estalinista miembro del Politburó que sobrevivió en la época de Jruschov, en cierto momento explicó por qué era imposible rehabilitar a las personas con demasiada rapidez. Si se declaraba inocentes a todos a la vez, «sería obvio que el país no estaba siendo gobernado por un gobierno legal, sino por unos pandilleros».[25]

El Partido Comunista también temía admitir demasiados errores. Aunque revisaron más de 70 000 peticiones de antiguos miembros, pidiendo la reinserción en el partido, menos de la mitad de las peticiones fueron concedidas.[26] Por consiguiente, la rehabilitación social plena, con la reincorporación al trabajo, la vivienda y la pensión, siguió siendo algo raro.

Más habitual que la rehabilitación plena, fueron la experiencia y los sentimientos ambiguos de Olga Adamova-Sliozberg, que solicitó su rehabilitación y la de su esposo en 1954. Esperó dos años. Entonces, después del discurso secreto de Jruschov, recibió un certificado que declaraba que su caso había sido revisado y cerrado por falta de pruebas. «Había sido arrestada el 27 de abril de 1936, de modo que había pagado por este error veinte años y cuarenta y un días de mi vida». En compensación, el certificado declaraba que Adamova-Sliozberg tenía derecho al pago de dos mensualidades por ella y por su esposo fallecido, y 11 rublos 50 cópecs adicionales para compensar el dinero que había estado en poder de su esposo en el momento de su muerte. Eso fue todo.

Mientras estaba en la sala de espera de un despacho del Tribunal Supremo en Moscú, asimilando la noticia, se dio cuenta de que alguien gritaba. Era una anciana ucraniana, a la que le acababan de dar una noticia parecida:

La anciana ucraniana comenzó a gritar: «¡No necesito vuestro dinero por la sangre de mi hijo!, ¡guardáoslo!». Rompió los certificados y los tiró al suelo.

El soldado que entregaba los certificados se le acercó y le dijo: «Cálmese, ciudadana».

Pero la mujer comenzó a gritar otra vez, atorándose en un paroxismo de furia.

Todos guardamos silencio, abrumados. Aquí y allá escuché sollozos y llantos ahogados.

Volví a mi apartamento, del cual ningún policía podía expulsarme ahora. No había nadie en casa y, finalmente, pude llorar libremente.

Llorar por mi esposo que había perecido en los sótanos de la Lubianka cuando tenía treinta y siete años, en la flor de su capacidad y su talento; por mis hijos, que crecieron huérfanos, estigmatizados como hijos de enemigos del pueblo; por mis padres que murieron de pena; por Nikolai que fue torturado en los campos, y por todos mis amigos que no vivieron para ser rehabilitados, sino que yacen bajo la tierra helada de Kolimá.[27]

Aunque omitido con frecuencia en la historia oficial de la Unión Soviética, el regreso de millones de personas de los campos y el destierro debió de sorprender a millones de ciudadanos soviéticos que encontraron al volver. El discurso secreto de Jruschov debió de provocar una conmoción, pero era un acontecimiento remoto dirigido a la jerarquía del partido. En cambio, la reaparición de personas que habían sido consideradas muertas hacía mucho traía el mensaje más cerca y de forma mucho más directa, para una gama más amplia de personas. La época de Stalin había sido una época de tortura secreta y violencia oculta. De pronto, los veteranos de los campos estaban allí mismo para proporcionar una prueba viviente de lo que había ocurrido.

Los prisioneros que volvían causaban terror a los jefes, los colegas y las personas que los habían enviado a prisión. En su novela El pabellón del cáncer, Solzhenitsin recrea la reacción de un jefe del partido, enfermo de cáncer, cuando su esposa le dice que un antiguo amigo a quien había denunciado para tomar posesión de su apartamento, está a punto de ser rehabilitado:

Una debilidad le atenazó el cuerpo; las caderas, los hombros, los brazos se le habían debilitado también, y el tumor parecía tirar de la cabeza hacia un lado. «¿Por qué me lo has dicho? —se lamentó en una voz débil y triste—. ¿No he tenido suficiente desgracia?» Y por dos veces unos sollozos sin lágrimas estremecieron su pecho y su cabeza … «¿Qué derecho tienen a dejar salir ahora a esta gente? ¿No tienen piedad? ¿Cómo se atreven a causar tal trauma?»[28]

Los sentimientos de culpa podían ser insoportables. Después del discurso secreto de Jruschov, Aleksandr Fadéiev, un estalinista comprometido y temido burócrata literario, cogió una tremenda borrachera. Ya ebrio, confesó a un amigo que como jefe de la Unión de Escritores había sancionado el arresto de muchos escritores que sabía que eran inocentes. Fadeev se suicidó al día siguiente. Se dice que dejó una carta de despedida de una línea, dirigida al comité central: «La bala era para las políticas de Stalin, la estética de Zhdanov, la genética de Lysenko».[29]

Otros enloquecieron. Olga Mishakova, una empleada del Komsomol, había denunciado al dirigente de la organización juvenil, Kosarev. Después de 1956, Kosarev fue rehabilitado, y el comité central del Komsomol expulsó a Mishakova. Sin embargo, a lo largo del año siguiente, ella continuó yendo al local del Komsomol, donde permanecía todo el día en su oficina vacía, e incluso hacía un descanso para comer. Cuando el Komsomol le confiscó el pase, ella continuó yendo, y se quedaba de pie en la entrada durante su antigua jornada de trabajo. Cuando su esposo fue transferido a un puesto en Riazán, ella subía al tren de Moscú todas las mañanas a las cuatro, pasaba el día apostada frente a su antigua oficina y regresaba al anochecer. Finalmente fue enviada a una institución para enfermos mentales.[30]

Aunque el resultado no fuera la demencia, los encuentros incómodos que plagaban la vida social moscovita podían ser insoportables. «Dos Rusias están frente a frente —escribió Anna Ajmátova—, los que estaban en prisión, y los que los pusieron allí». Peores eran los encuentros entre los antiguos prisioneros y los hombres que habían sido sus carceleros o jueces instructores. Unas memorias publicadas con seudónimo en la revista política de Roy Medvedev en 1964 cuentan el encuentro de un hombre con su antiguo juez instructor que le ruega le dé dinero para un trago: «Le di todo lo que me había quedado del viaje, y era bastante. Se lo di para poder marcharme rápidamente. Tenía miedo de no poder contenerme. Sentía un deseo imperioso de dejar libre el odio reprimido durante tanto tiempo, contra él y los de su clase».[31]

También podía ser muy incómodo encontrar a los antiguos amigos, ahora ciudadanos soviéticos prósperos y triunfadores. Lev Razgon encontró a un amigo íntimo en 1968, diez años después de su regreso: «Me trató … como si nos hubiéramos separado la noche anterior. Expresó sus condolencias, por supuesto, por la muerte de Oksana, y me preguntó por Yelena. Pero lo hizo de un modo rápido, formal … y eso fue todo».[32] Lev Kopelev ha escrito que, al regresar, no podía soportar la compañía de los triunfadores y prefería la compañía de los fracasados.[33]

Cómo y cuánto hablar de los campos con los amigos y la familia era una causa de pena para los antiguos prisioneros.

Muchos trataban de proteger a sus hijos de la verdad. La hija del creador de los cohetes espaciales, Korolev, no supo que su padre había estado en prisión hasta casi el final de su adolescencia, cuando tuvo que rellenar un formulario en el que se le preguntaba si alguno de sus familiares había sido arrestado.[34] Al salir de los campos, a muchos prisioneros se les pidió que firmaran documentos que les prohibían hablar sobre ellos.

Otros descubrieron que sus amigos y su familia, aunque no exactamente por falta de interés, no deseaban saber en gran detalle dónde habían estado ni lo que les había pasado. Tenían demasiado miedo, no solo de la omnipresente policía secreta, sino de lo que podían saber de sus seres queridos. El novelista Vasily Aksiónov, hijo de Evgeniya Guinzburg, escribió una escena dramática pero verosímil en su trilogía La generación de invierno, contando el reencuentro de un hombre y su esposa después de haber pasado ambos años en campos de concentración. Inmediatamente él advierte en ella un aspecto muy saludable: «¡Cómo has conseguido no ponerte fea… ni siquiera has perdido peso!», dijo él, que sabía demasiado bien de qué modo era posible que las mujeres sobrevivieran en el Gulag. Esa noche, ellos yacen en la cama separados, incapaces de hablar: «La melancolía y la tristeza los quemaba hasta el fondo».[35]

El escritor y poeta Bulat Okudzhava ha escrito un cuento que narra el encuentro de un hombre con su madre, que ha pasado diez años en los campos. El hombre imagina su regreso con placer, pensando que después de recogerla en la estación de tren, la llevará a cenar tras un encuentro con lágrimas pero feliz, le hablará de su vida, e incluso podrían ir al cine. En cambio, encuentra a una mujer con los ojos secos y una expresión ausente. «Me miró y no me vio, su rostro estaba endurecido, frío». Esperaba que estuviera físicamente débil, pero estaba totalmente desprevenido para el daño emocional, una experiencia que muchos debieron de compartir.[36]

Las historias verdaderas son igualmente lúgubres. Nadezhda Kapralova relató el encuentro con su madre después de trece años, habiendo sido separada de ella a la edad de ocho. «Éramos las personas más unidas que pudiera haber, madre e hija, y sin embargo éramos extrañas, hablábamos de cosas sin importancia, la mayor parte del tiempo llorando o quedándonos calladas.»[37] Olga Adamova-Sliozberg tenía que andar con cuidado cuando se reunió con su hijo en 1948: «Sin duda yo lo podría haber convencido de que había muchas cosas malas en nuestro país; que Stalin, su ídolo, estaba lejos de ser perfecto, pero mi hijo solo tenía diecisiete años. Temía ser franca con él».[38]

Sin embargo, no todos se sintieron excluidos de la sociedad soviética. Sorprendentemente, muchos de los que regresaban estaban deseosos de reincorporarse al Partido Comunista, no solo por los privilegios y el estatus, sino para sentirse una vez más miembros plenos del proyecto comunista. «La adhesión a un sistema de creencias puede tener profundas raíces no racionales», dice la historiadora Nanci Adler tratando de explicar los sentimientos de un prisionero cuando fue reincorporado al partido:

El factor más importante que aseguró mi supervivencia en esas condiciones inhóspitas fue mi inquebrantable e inextinguible creencia en nuestro partido leninista, en sus principios humanistas. Fue el partido el que me infundió la fuerza física para soportar las penurias… La reincorporación a las filas de mi Partido Comunista fue la felicidad más grande de mi vida.[39]

Aunque de algún modo sabían que esta lucha era un engaño, aunque sabían que su país no era todo lo glorioso que sus líderes afirmaban y que ciudades soviéticas enteras habían sido construidas sobre los restos de personas injustamente condenadas a trabajos forzados, aun así, algunas víctimas de los campos se sentían mejor si eran parte de un esfuerzo colectivo, y ya no estaban excluidas de él.

En cualquier caso, la enorme tensión entre los que habían estado «allí» y los que se quedaron en casa no podía limitarse a los dormitorios y permanecer encerrada tras las puertas para siempre. Los responsables de lo que había ocurrido estaban vivos. Finalmente, en el XXII Congreso del Partido Comunista en octubre de 1961, Jruschov, luchando ahora por conseguir más influencia en el partido, comenzó a nombrarlos. Anunció que Molótov, Kaganovich, Voroshilov y Malenkov eran «culpables de represión ilegal contra muchos funcionarios comunistas, soviéticos, militares y del Komsomol, y eran responsables de su destrucción física». De modo más ominoso insinuó que «documentos en nuestro poder» probarían su culpa.[40]

No obstante, al final Jruschov no publicó tales documentos en el curso de su lucha contra los estalinistas que se oponían a sus reformas. Quizá no era lo bastante poderoso como para hacerlo, o quizá esos documentos habrían revelado algo de su propio papel en la represión estalinista. En cambio, Jruschov empleó una nueva táctica: amplió la discusión pública del estalinismo, llevándola más allá de los debates internos del partido, difundiéndola en el mundo literario. Aunque no es probable que estuviera muy interesado en los poetas y novelistas soviéticos, a comienzos de los años sesenta, Jruschov se dio cuenta de que podían desempeñar cierto papel en su lucha por el poder. Lentamente, comenzaron a aparecer nombres proscritos en las publicaciones oficiales, sin explicación de por qué habían desaparecido ni de por qué se les permitía reaparecer. Personajes hasta entonces inadmisibles en la narrativa soviética (burócratas codiciosos, reclusos que volvían del campo) comenzaron a aparecer en las novelas publicadas.[41]

Jruschov vio que tales publicaciones podían hacerle propaganda: los escritores literarios podían desacreditar a sus adversarios atribuyéndoles los crímenes del pasado. En cualquier caso, ese parece haber sido el fundamento de su decisión de permitir la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich, la más famosa de las novelas sobre el Gulag.

Por su importancia literaria, así como por su papel en la divulgación de la existencia del Gulag en Occidente, Aleksandr Solzhenitsin merecería ciertamente una mención especial en la historia del sistema de campos soviéticos. Pero su breve carrera de autor «oficial» soviético famoso y ampliamente publicado también merece ser comentada porque marca un importante período de transición. Cuando apareció la primera edición de Un día en la vida de Iván Denísovich en 1962, el deshielo estaba en su apogeo, los presos políticos eran pocos, y el Gulag parecía un episodio del pasado. En el verano de 1965, cuando un periódico del partido decía que Un día en la vida… era un «trabajo indudablemente polémico, tanto desde una perspectiva ideológica como artística», Jruschov había sido derrocado, había comenzado la reacción y el número de presos políticos estaba aumentando con ominosa celeridad. En 1974, cuando Archipiélago Gulag (la historia en tres volúmenes del sistema de campos escrita por Solzhenitsin) se editó en inglés, Solzhenitsin había sido expulsado de su país, y sus libros solo podían publicarse en el extranjero. La institución soviética del campo de prisioneros había sido restablecida, y el movimiento disidente estaba en pleno desarrollo.[42]

La vida en prisión de Solzhenitsin había comenzado de forma similar a la de los zeks de su generación. Después de entrar en la escuela de oficiales en 1941, combatió en el frente occidental durante el otoño y el invierno de 1943, escribió una crítica mal disimulada de Stalin en una carta a un amigo en 1945, y fue arrestado poco después. Hasta entonces comunista más o menos fiel, el joven oficial quedó perplejo ante la brutalidad y la crudeza con que fue tratado. Después, se sentiría sobrecogido por el duro tratamiento que se daba a los soldados del Ejército Rojo que habían caído en poder de los nazis. Estos hombres, según creía, debían haber vuelto a la patria como héroes.

Gracias a sus conocimientos de matemáticas y física, su vida posterior en los campos no fue quizá totalmente típica, aunque solo debido a que cumplió parte de su condena en una sharashka, una experiencia que después narró en El primer círculo. Fuera de eso, es exacto decir que estuvo en una serie de lagpunkts ordinarios, incluido uno en Moscú y otro en un complejo de campos de Karaganda. También fue un prisionero tipo. Coqueteó con las autoridades, fue un delator antes de tomar conciencia, y acabó trabajando como albañil, que es el oficio que asigna a Iván Denísovich, el zek tipo, héroe de su primera novela. Después de su liberación, fue a enseñar a una escuela en Riazán y comenzó a escribir sus experiencias. Eso tampoco es raro: los cientos de memorias del Gulag que han sido publicadas desde los años ochenta constituyen un amplio testimonio de la elocuencia y el talento de los antiguos prisioneros soviéticos, muchos de los cuales escribieron en secreto durante años. Lo que hacía a Solzhenitsin verdaderamente único, al final, fue el simple hecho de que su obra apareció impresa, en la Unión Soviética, mientras Jruschov todavía estaba en el poder.

Muchas leyendas se han tejido alrededor de la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich. El manuscrito pasó por las manos de Lev Kopelev, una figura literaria moscovita y uno de los camaradas del campo, y una correctora del Novyi Mir. Entusiasmada por su hallazgo, la correctora lo pasó a Tvardovski, el jefe de redacción de Novyi Mir.

Tvardovski, así dice la historia, comenzó a leer Un día en la vida… mientras estaba tumbado en su cama. Después de unas cuantas páginas pensó que tenía que levantarse, vestirse y leer la historia sentado en una silla. Pasó la noche leyéndola, y después se precipitó a su despacho apenas amaneció, gritando que viniera un mecanógrafo para hacer más copias de modo que pudiera distribuirlas a sus amigos, mientras saludaba el nacimiento de un nuevo genio literario. Ocurriera o no esto realmente, Tvardovski efectivamente dijo que había sido así. Solzhenitsin le escribió diciéndole cuán feliz se había sentido al saber que Tvardovski había considerado que Un día en la vida… «valía una noche en vela».[43]

La novela misma era bastante sencilla: narraba un solo día de la vida de un prisionero ordinario. Al leer Un día en la vida… hoy, quizá resulte difícil a los lectores actuales, incluso a los de la Rusia actual, comprender por qué causó tal furor en el mundo literario ruso. Pero para quienes la leyeron en 1962, la novela apareció como una revelación. En vez de hablar vagamente de «retornados» y «represiones» como otros libros hacían en esa época, Un día en la vida… describe la vida en los campos, un tema que hasta entonces no había sido debatido en público.

Al mismo tiempo, el estilo de Solzhenitsin (en especial el uso de la jerga del campo) y sus descripciones del aburrimiento y los desagradables avatares de la vida en prisión, contrastaban con la narrativa al uso vacía y ficticia que se estaba publicando. El credo literario oficial soviético de esa época, el «realismo socialista», no era en absoluto realismo, era más bien la versión literaria de la doctrina política estalinista. La literatura carcelaria, tal como era, no había cambiado desde la época de Gorki. Si había un ladrón en una novela soviética, tomaba conciencia y se convertía a la verdadera fe soviética. El héroe podía sufrir, pero al final el partido le mostraba la luz.

Un día en la vida…, en cambio, era genuinamente realista: no era optimista y no tenía una moraleja. Los sufrimientos de sus héroes no tenían objeto. El trabajo que hacían era extenuante y agotador, y trataban de evitarlo. El partido no triunfaba al final ni el comunismo salía victorioso. Esta honestidad tan inusitada en un escritor soviético era precisamente lo que Tvardovski admiraba: le dijo a Kopolev, amigo de Solzhenitsin, que la historia no tenía «ni una pizca de falsedad en ella». Lo cual perturbaría a muchos lectores, sobre todo los del establishment soviético. Para las personas habituadas a conclusiones simplistas, la novela resultaba amoral y con un final horriblemente indefinido.

Tvardovski quería publicarla, pero sabía que si simplemente hacía componer la historia y la enviaba a los censores, estos la prohibirían enseguida. En cambio, ofreció Un día en la vida de Iván Denísovich a Jruschov como un arma para ser usada contra sus enemigos. Después de muchas idas y venidas, muchos debates y algunos cambios en el manuscrito (Solzhenitsin fue persuadido de incluir un «héroe positivo» y una condena formal del nacionalismo ucraniano), la novela finalmente llegó a manos de Jruschov, quien la aprobó e incluso la elogió por haber sido escrita «en el espíritu del XXII Congreso del Partido», lo que presumiblemente significaba que pensaba que molestaría a sus enemigos. Finalmente, en el número de Novyi Mir de noviembre de 1962 apareció impresa. Se dice que Tvardovski gritó «¡El pájaro es libre!, ¡el pájaro es libre!» en cuanto tuvo las primeras pruebas en las manos.

Al principio, la aclamación crítica fue exagerada, no menos porque la narración coincidía con la línea oficial del momento. El crítico literario de Pravda esperaba que «la lucha contra el culto de la personalidad» en lo sucesivo «continuaría favoreciendo la aparición de obras de arte excepcionales por su valor intrínseco».[44]

No eran las reacciones de los lectores comunes, no obstante, las que inundaban el correo de Solzhenitsin en los meses que siguieron a la publicación en Novyi Mir. El paralelismo entre la historia y la nueva línea del partido no impresionó a los antiguos reclusos de los campos que le escribieron de todo el país. En cambio, estaban muy satisfechos de leer algo que en verdad reflejaba sus sentimientos y experiencias. Personas que temían susurrar una palabra sobre sus vivencias a los amigos más íntimos, súbitamente sentían alivio. Una mujer le contó su reacción: «Mi rostro estaba bañado en lágrimas. No las enjugué porque todo esto, resumido en un pequeño número de páginas en la revista, era mío, íntimamente mío, por cada día de los quince años que pasé en los campos».

Las reacciones más poderosas fueron las de las personas que estaban todavía en prisión. Leonid Sitko, que entonces cumplía una segunda condena, oyó hablar de la publicación en el remoto Dubravlag. Cuando el ejemplar de Novyi Mir llegó a la biblioteca, los mandos del campo lo retuvieron durante dos meses. Finalmente, los zeks consiguieron un ejemplar e hicieron una lectura en grupo. Sitko recuerda que los prisioneros escuchaban «sin respirar»:

Después de leer la última palabra, hubo un silencio sepulcral. Entonces, al cabo de unos dos o tres minutos, el salón estalló. Cada uno había vivido esa historia a su propia y dolorosa manera … envueltos en una nube de tabaco hablaban sin parar…

Y con frecuencia, una y otra vez, preguntaban: «¿Por qué la han publicado?».[45]

En efecto, ¿por qué? Parece que los propios dirigentes del partido comenzaron a preguntárselo. Quizá la franca descripción de la vida del campo de Solzhenitsin era demasiado para ellos: representaba un cambio demasiado trascendente, su aparición era demasiado fulminante para el gusto de unos hombres que todavía temían que sus cabezas fueran las próximas en caer. O quizá ya estaban cansados de Jruschov, temían que hubiera ido demasiado lejos, y utilizaran la novela de Solzhenitsin como un pretexto. En efecto, Jruschov fue depuesto poco después, en octubre de 1964. Quien lo reemplazó, Leonid Brézhnev, era el jefe de los neoestalinistas del partido, reaccionarios contrarios al cambio y al deshielo.

En todo caso, está claro que después de la publicación de la novela los conservadores se reagruparon, y lo hicieron con sorprendente celeridad. Un día en la vida… apareció en noviembre. En diciembre, pocos días después de que Jruschov se entrevistara con Solzhenitsin y lo felicitara personalmente, Leonid Ilyichev, presidente de la nueva comisión ideológica del comité central, dio una conferencia a un grupo de 400 escritores y artistas reunidos en la Unión de Escritores. La sociedad soviética, les dijo, no debe ser «perturbada y debilitada con el pretexto de la lucha contra el culto a la personalidad».[46]

La rapidez del cambio reflejaba la actitud ambivalente de la Unión Soviética hacia su propia historia, una ambivalencia que nunca ha sido resuelta, ni siquiera hoy. Si la élite de la Unión Soviética aceptaba que el relato de Iván Denísovich era auténtico, eso significaba admitir que personas inocentes habían soportado un sufrimiento inútil. Si los campos habían sido realmente un absurdo, un derroche y una tragedia, eso significaba que la Unión Soviética también lo era. Era difícil y seguiría siendo difícil, para cualquier ciudadano soviético —fuera un miembro de la élite o fuera un simple campesino—, aceptar que su vida había sido guiada por una sarta de mentiras.

Después de un período de vacilaciones (unos cuantos argumentos a favor y otros más en contra), los ataques a Solzhenitsin comenzaron a menudear. Como la novela de Solzhenitsin estaba siendo considerada para el premio Lenin, el más importante galardón literario de la Unión Soviética, los insultos arreciaron. Al final, utilizando tácticas que serían repetidas en los años posteriores, la clase dirigente recurrió a los insultos personales. En la reunión del comité del premio Lenin, el jefe del Komsomol, Serguéi Pávlov, se levantó y acusó a Solzhenitsin de haberse rendido a los alemanes en la guerra, y de haber sido reo de delitos comunes después. Tvardovski hizo que Solzhenitsin mostrara su certificado de rehabilitación, pero era tarde. El premio Lenin fue dado a La esquila, un libro del que lo mejor que se puede decir es que está olvidado, y la carrera literaria oficial de Solzhenitsin llegó a su fin.

Siguió escribiendo, pero ninguna de sus novelas posteriores fue publicada (al menos no legalmente) hasta 1989. En 1974 fue expulsado de la Unión Soviética, y finalmente se estableció en Vermont. Hasta la época de Gorbachov, solo un reducido grupo de ciudadanos soviéticos, aquellos que tenían acceso a ejemplares clandestinos mecanografiados o pasados de contrabando, habían leído Archipiélago Gulag, su historia del sistema de campos. Pero Solzhenitsin no fue la única víctima de esta reacción conservadora. Pues justamente cuando el debate sobre Un día en la vida de Iván Denísovich se estaba tornando más airado, otro drama literario se estaba desarrollando: el 18 de febrero de 1964, el joven poeta Joseph Brodski fue procesado por «parasitismo». La época de los disidentes estaba a punto de comenzar.

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