Grey

Grey


Domingo, 15 de mayo de 2011

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Domingo, 15 de mayo de 2011

Corro por Southwest Salmon Street en dirección al río Willamette mientras Moby suena a todo volumen en mis oídos. Son las seis y media de la mañana e intento aclararme las ideas. Anoche soñé con ella: ojos azules, voz jadeante… Y acababa sus frases con un «señor», arrodillada delante de mí. Desde que la conozco, mis sueños han experimentado un agradable cambio en comparación con las pesadillas ocasionales. Me pregunto qué opinaría Flynn al respecto. La idea resulta desconcertante, así que la aparto de mi mente y me concentro en llevar mi cuerpo hasta el límite a lo largo de la orilla del Willamette. El sol despunta entre las nubes y me llena de esperanza mientras mis pies golpean la avenida.

Dos horas después, paso corriendo a un ritmo relajado junto a una cafetería, de camino de vuelta al hotel. ¿Y si la invito a un café?

¿Como si fuera una cita?

Bueno, no, como si fuera una cita no. La idea es tan absurda que me echo a reír solo con pensarlo. Sería únicamente para charlar, para hacerle una especie de entrevista, a ver si consigo averiguar algo más de esa enigmática mujer, si le interesa o si estoy perdiendo el tiempo. Sigo haciendo estiramientos mientras subo, solo, en el ascensor. Los acabo en la suite del hotel. Una vez allí, me doy cuenta de que es la primera vez que me siento centrado y tranquilo desde que he llegado a Portland. Me han traído el desayuno; estoy hambriento, una sensación que no soporto. Nunca la he soportado. Decido comer antes de ducharme, así que me siento a desayunar sin quitarme los pantalones de chándal.

Oigo que alguien llama a la puerta enérgicamente. La abro y me encuentro con Taylor en el umbral.

—Buenos días, señor Grey.

—Hola. ¿Están listos?

—Sí, señor. Todo está dispuesto en la habitación 601.

—Bajo enseguida.

Cierro la puerta y me remeto la camisa por dentro de los pantalones grises. Todavía tengo el pelo húmedo de la ducha, pero me trae sin cuidado. Le doy un último repaso a ese cabrón de mala fama que se refleja en el espejo y salgo tras Taylor hasta el ascensor.

La habitación 601 está llena de personas, luces y cajas con cámaras, pero la localizo al instante. Se mantiene apartada a un lado. Se ha dejado el pelo suelto, una melena abundante y lustrosa que le llega por debajo de los pechos, y lleva vaqueros ajustados, unas Converse y una chaqueta azul marino de manga corta con una camiseta blanca debajo. ¿Es que las Converse y los vaqueros son su marca de la casa? Aunque estos resultan muy poco prácticos, lo cierto es que realzan sus magníficas y torneadas piernas. Abre los ojos, tan arrebatadores como siempre, cuando me aproximo a ella.

—Señorita Steele, volvemos a vernos.

Acepta la mano que le tiendo y por un instante siento la tentación de apretársela y llevármela a los labios.

Déjate de tonterías, Grey.

Su tez adopta ese encantador tono rosáceo y señala a su amiga, que se encuentra demasiado cerca de nosotros, esperando que le preste algo de atención.

—Señor Grey, le presento a Katherine Kavanagh —dice.

Le suelto la mano a regañadientes y me vuelvo hacia la persistente señorita Kavanagh. Es alta, tiene un aspecto imponente y se nota que le gusta ir bien arreglada, igual que su padre, aunque ha sacado los ojos de su madre. Además, de no haber sido por ella, no habría conocido a la encantadora señorita Steele, y eso es algo que debo agradecerle; hace que me sienta un poco más indulgente con ella.

—La tenaz señorita Kavanagh. ¿Qué tal está? Espero que se encuentre mejor. Anastasia me dijo que la semana pasada estuvo enferma.

—Estoy bien, gracias, señor Grey.

Me estrecha la mano con fuerza y seguridad. Dudo mucho que haya sufrido alguna penalidad en toda su vida. Me pregunto cómo es posible que estas dos mujeres sean amigas, cuando es evidente que no tienen nada en común.

—Gracias por haber encontrado un momento para la sesión —dice Katherine.

—Es un placer —contesto, y lanzo una mirada a Anastasia, que me premia con un rubor que la delata.

¿Soy yo quien hace que se ruborice así? Esa idea me gusta.

—Este es José Rodríguez, nuestro fotógrafo —dice Anastasia, y su rostro se le ilumina al presentármelo.

Mierda. ¿Este es el novio?

Rodríguez se deshace bajo la dulce sonrisa de Ana.

¿Follan?

—Señor Grey.

Rodríguez me mira con cara de pocos amigos mientras me estrecha la mano. Es una advertencia; me está diciendo que me retire. Anastasia le gusta, y mucho.

Bueno, empieza el juego, chaval.

—Señor Rodríguez. ¿Dónde quiere que me coloque?

Utilizo un tono desafiante y Rodríguez lo capta, pero Katherine interviene y me indica que tome asiento en una silla. Vaya, le gusta estar al mando. Obedezco, divertido ante la idea. Otro joven, que parece trabajar con Rodríguez, enciende las luces, que me ciegan unos instantes.

¡Joder!

Cuando el resplandor se desvanece busco a la adorable señorita Steele. Se encuentra en la otra punta de la habitación, observando todo el proceso. ¿Siempre intenta mantenerse en un segundo plano? Tal vez por eso Kavanagh y ella son amigas, porque se contenta con esperar al fondo mientras Katherine ocupa el frente del escenario.

Mmm… Sumisa por naturaleza.

El fotógrafo parece bastante profesional y está absorto en la tarea que le han encargado. Estudio a la señorita Steele mientras ella nos observa a ambos. Nuestras miradas se encuentran; la suya es sincera e inocente, y por un instante reconsidero el plan. Pero entonces se muerde el labio, y me quedo sin respiración.

Frena, Anastasia. Le ordeno que deje de mirarme y, como si me hubiera oído, aparta enseguida los ojos.

Buena chica.

Katherine me pide que me levante y Rodríguez sigue sacándome fotos hasta que damos la sesión por finalizada. Esta es mi oportunidad.

—Gracias de nuevo, señor Grey.

Katherine se adelanta y me estrecha la mano seguida por el fotógrafo, que me mira con una antipatía mal disimulada. Su antagonismo me hace sonreír.

Tío… No tienes ni idea.

—Me encantará leer su artículo, señorita Kavanagh —digo, y me despido de ella con un breve y educado gesto de cabeza. Necesito hablar con Ana—. ¿Viene conmigo, señorita Steele? —pregunto cuando la alcanzo junto a la puerta.

—Claro —contesta, sorprendida.

A por ella, Grey.

Mascullo unas palabras de agradecimiento a los que todavía están en la habitación y la acompaño hasta la puerta con la intención de poner cierta distancia entre Rodríguez y ella. En el pasillo, juguetea con el pelo con gesto nervioso y retuerce los dedos hasta que salgo, seguido por Taylor.

—Enseguida te aviso, Taylor —digo, y en cuanto creo que ya no puede oírnos, le pregunto a Ana si le apetece ir a tomar un café mientras contengo la respiración a la espera de su respuesta.

Parpadea un par de veces.

—Tengo que llevar a todos a casa —contesta, consternada.

—¡Taylor! —lo llamo.

Ana da un respingo. Supongo que la pongo nerviosa, aunque no sé si eso es bueno o malo. Además, es incapaz de estarse quieta. Me perturba pensar en la cantidad de maneras en que podría conseguir que no se moviera.

—¿Van a la universidad?

Asiente con la cabeza y le pido a Taylor que lleve a los amigos de Ana a la facultad.

—Arreglado. ¿Puede ahora venir conmigo a tomar un café?

—Verá… señor Grey… esto… la verdad… —Se interrumpe.

Mierda. Eso es un no. No habrá trato. Me observa fijamente con ojos brillantes.

—Mire, no es necesario que Taylor los lleve. Puedo intercambiar el coche con Kate, si me espera un momento.

Mi alivio es evidente, y sonrío de oreja a oreja.

¡Tengo una cita!

Abro la puerta de la habitación y la invito a entrar mientras Taylor intenta disimular su desconcierto.

—Taylor, ¿te importaría ir a buscar mi chaqueta?

—Por supuesto, señor.

Da media vuelta intentando contener una sonrisa al tiempo que enfila el pasillo. Lo sigo con los ojos entornados hasta que lo veo desaparecer en el ascensor y luego me apoyo en la pared a la espera de la señorita Steele.

¿Qué narices voy a decirle?

«¿Qué le parecería ser mi sumisa?».

No, Grey, tranquilo. Vayamos poco a poco.

Taylor regresa con mi chaqueta al cabo de un par de minutos.

—¿Eso es todo, señor?

—Sí, gracias.

Me la da y me deja allí, en el pasillo, esperando como un idiota.

¿Cuánto más tardará Anastasia? Miro el reloj. Debe de estar arreglando lo del intercambio de coches con Katherine, o hablando con Rodríguez, explicándole que solo va a tomar un café para complacerme y que me quede tranquilo por el bien del artículo. Mis pensamientos se vuelven cada vez más sombríos. Tal vez se están despidiendo con un beso.

Maldita sea.

Aparece un instante después, y eso me llena de alegría. No parece que haya estado besando a nadie.

—Ya está —anuncia con decisión—. Vamos a tomar un café.

Aunque el rubor de las mejillas contradice en cierta manera sus intentos por parecer segura de sí misma.

—Usted primero, señorita Steele.

Disimulo mi regocijo cuando empieza a caminar delante de mí. Pero enseguida me sitúo junto a ella: siento curiosidad por su amistad con Katherine, sobre todo por saber cómo pueden ser compatibles, y le pregunto cuánto hace que se conocen.

—Desde el primer año de facultad. Somos buenas amigas.

Por el afecto con el que habla de Kavanagh es evidente que está muy unida a ella. Ha viajado hasta Seattle para entrevistarme porque Katherine estaba enferma y no podía acudir, y de pronto me sorprendo deseando que la señorita Kavanagh la trate con la misma lealtad y respeto.

Llegamos junto a los ascensores y Ana pulsa el botón de llamada. Las puertas se abren prácticamente al instante, y una pareja se separa de golpe, azorada al verse sorprendida en un abrazo apasionado. Entramos en el ascensor sin prestarles atención, pero no se me escapa la sonrisita traviesa de Anastasia.

La tensión sexual se respira en el ambiente mientras descendemos hasta la planta baja, aunque no sé si emana de la pareja que tenemos detrás o de mí.

Sí, la deseo. ¿Aceptará lo que tengo que ofrecerle?

Respiro aliviado cuando las puertas vuelven a abrirse y la cojo de la mano, que noto fría pero no sudorosa, como había esperado. Tal vez no le causo el mismo efecto que ella tiene en mí. Solo con pensarlo se me cae el alma a los pies.

Oímos las risitas avergonzadas de la pareja a nuestra espalda.

—¿Qué tendrán los ascensores? —mascullo.

Aunque debo admitir que hay algo de sano e inocente, y que resulta encantador, en las risitas de esos dos. La señorita Steele parece igual de ingenua que ellos, y vuelvo a replantearme mis intenciones mientras salimos a la calle.

Es demasiado joven, e inexperta, pero, joder, me encanta la sensación de llevarla de la mano.

Ya en la cafetería, le pido que elija una mesa y le pregunto qué le apetece tomar. Con la voz entrecortada, me dice que un té negro con la bolsita aparte. Eso es nuevo.

—¿No quiere un café?

—No me gusta demasiado el café.

—Muy bien, un té negro. ¿Dulce?

—No, gracias —dice mirándose los dedos.

—¿Quiere comer algo?

—No, gracias.

Niega con la cabeza y se retira hacia atrás el pelo, que desprende reflejos cobrizos.

Me toca hacer cola mientras las dos mujeres corpulentas de detrás del mostrador intercambian las frases amables de rigor con todos los clientes. Es irritante y me mantiene alejado de mi objetivo: Anastasia.

—Hola, guapo, ¿qué te pongo? —pregunta la mayor de las dos con un brillo en la mirada.

Es solo una cara bonita, cariño.

—Un café con leche, un té negro con la bolsita aparte y un magdalena de arándanos.

Por si Anastasia cambia de opinión y le apetece comer algo.

—¿Estás en Portland de visita?

—Sí.

—¿Has venido a pasar el fin de semana?

—Sí.

—Parece que hoy ha hecho buen tiempo.

—Sí.

—Espero que salgas a disfrutar del solecito.

Por favor, déjate ya de tanto parloteo y espabila de una vez, joder.

—Sí —mascullo entre dientes, y miro furtivamente a Ana, que aparta la vista de inmediato.

Ella también me estaba mirando. ¿Dándome un repaso tal vez?

La esperanza renace en mí.

—Aquí tienes. —La mujer me guiña un ojo y coloca las bebidas en la bandeja—. Paga en caja, corazón, y que tengas un buen día.

—Gracias —consigo musitar en un tono educado.

Anastasia sigue con la mirada clavada en sus dedos, pensando en solo Dios sabe qué. ¿En mí tal vez?

—Un dólar por sus pensamientos.

Da un respingo y se pone colorada, pero continúa muda y muerta de vergüenza. ¿Por qué? ¿Es posible que no quieras estar aquí conmigo?

—¿Qué está pensando? —insisto, mientras ella juguetea con la bolsita de té.

—Que este es mi té favorito —contesta, y tomo nota de su marca preferida, Twinings.

Observo cómo introduce la bolsita en la tetera. Es un espectáculo complejo y caótico. La retira casi al instante y deja la bolsita usada sobre el plato. A duras penas consigo reprimir una sonrisa. Me explica que el té negro le gusta muy flojo, y por un momento imagino que está describiendo su tipo de hombre.

Céntrate, Grey. Está hablando de tés.

Se acabaron los preámbulos; es hora de llevar a cabo una pequeña auditoría.

—Ya veo. ¿Es su novio?

Frunce el ceño, que forma una pequeña V sobre su nariz.

—¿Quién?

Vamos bien.

—El fotógrafo. José Rodríguez.

Se ríe. De mí.

¡De mí!

Y no sé si es porque necesita liberar tensión o porque me encuentra gracioso. Me fastidia ser incapaz de formarme una opinión definitiva sobre ella. ¿Le gusto o no le gusto? Dice que Rodríguez solo es un amigo.

Ay, cariño, ese tipo quiere ser algo más que un amigo.

—¿Por qué ha pensado que era mi novio? —quiere saber.

—Por cómo se sonríen.

No tienes ni idea, ¿verdad? Ese chico está coladito por ti.

—Es como de la familia —insiste.

De acuerdo, solo existe atracción por una de las partes, y me pregunto si será consciente de lo adorable que es. Observa la magdalena de arándanos mientras retiro el papel y por un momento me la imagino de rodillas, delante de mí, mientras le doy de comer trocito a trocito. La idea me resulta divertida… y me excita.

—¿Quiere un poco? —pregunto.

Niega con la cabeza.

—No, gracias.

Lo dice con voz vacilante y vuelve a mirarse las manos. ¿Por qué está tan nerviosa? ¿Tal vez sea yo la causa?

—Y el chico al que me presentó ayer, en la tienda… ¿No es su novio?

—No. Paul es solo un amigo. Se lo dije ayer.

Frunce el ceño de nuevo, como si no supiera a qué atenerse, y se cruza de brazos a la defensiva. No le gusta que le pregunte por esos chicos, y recuerdo lo incómoda que parecía cuando el tipo de la tienda le pasó el brazo por encima, como si quisiera reclamar algo suyo.

—¿Por qué me lo pregunta? —añade.

—Parece nerviosa cuando está con hombres.

Abre los ojos como platos. Son realmente bonitos, del color del mar de El Cabo, el más azul de los mares azules. Tendría que llevarla algún día allí.

¿Cómo? ¿A qué ha venido eso?

—Usted me resulta intimidante.

Ya, más le vale. No todo el mundo tiene agallas suficientes para admitir que lo intimido. Es sincera, y se lo digo, pero soy incapaz de saber qué piensa porque aparta la mirada. Es frustrante. ¿Le gusto? ¿O se ha visto obligada a estar conmigo por la entrevista de Kavanagh? ¿Desconozco la respuesta?

—Es usted un misterio, señorita Steele.

—No tengo nada de misteriosa.

—Creo que es usted muy contenida. —Como toda buena sumisa—. Menos cuando se ruboriza, claro, cosa que hace a menudo. Me gustaría saber por qué se ha ruborizado.

¡Eso es! Ahora se verá obligada a contestar. Me meto un trozo de magdalena en la boca y espero su respuesta.

—¿Siempre hace comentarios tan personales?

Tampoco son tan personales, ¿no?

—No me había dado cuenta de que fuera personal. ¿La he ofendido?

—No.

—Bien.

—Pero es usted un poco arrogante.

—Suelo hacer las cosas a mi manera, Anastasia. En todo.

—No lo dudo —murmura, y a continuación me pregunta por qué no le he pedido que me tutee.

¿Qué?

Entonces la recuerdo en el ascensor, tras salir de mi despacho, y cómo sonó mi nombre pronunciado por esa lengua viperina. ¿Tan transparente soy para ella? ¿Está fastidiándome a propósito? Le digo que solo me tutea mi familia.

Y ni siquiera sé si me llaman por mi verdadero nombre.

No vayas por ahí, Grey.

Cambio de tema. Quiero saber más cosas sobre ella.

—¿Es usted hija única?

Parpadea varias veces antes de contestar con un sí.

—Hábleme de sus padres.

Pone los ojos en blanco, y tengo que reprimir el impulso de llamarle la atención.

—Mi madre vive en Georgia con su nuevo marido, Bob. Mi padrastro vive en Montesano.

Ya estoy al corriente gracias al informe de Welch, pero es importante que me lo cuente ella. El rictus de sus labios se suaviza cuando habla de su padrastro.

—¿Y su padre? —pregunto.

—Mi padre murió cuando yo era una niña.

De pronto me descubro arrastrado a mis pesadillas y me veo contemplando un cuerpo tumbado boca abajo sobre un suelo mugriento.

—Lo siento —musito.

—No me acuerdo de él —dice devolviéndome al presente.

Tiene una expresión sincera y serena, y sé que Raymond Steele ha sido un buen padre para ella. En cuanto a la relación que mantiene con su madre… Veamos.

—¿Y su madre volvió a casarse?

Suelta una risita amarga.

—Nunca mejor dicho —contesta, aunque no se explaya.

Es de las pocas mujeres que conozco que saben estar en silencio; una cualidad que valoro, aunque ahora preferiría que fuese más habladora.

—No cuenta demasiado de su vida, ¿verdad?

—Usted tampoco —replica.

Vamos, señorita Steele, siga jugando.

Con gran placer y una sonrisa de suficiencia, le respondo que ella ya me ha entrevistado.

—Y recuerdo algunas preguntas bastante personales.

Sí, me preguntaste si era gay.

Mi argumento tiene el efecto deseado y se siente avergonzada, por lo que empieza a hablar de sí misma de forma aturullada y al fin obtengo la información que deseo. Su madre es una romántica empedernida. Supongo que alguien que se ha casado cuatro veces se aferra antes a la esperanza que a la experiencia. ¿Ella es como su madre? No me atrevo a preguntárselo. Si contesta que sí, entonces no hay nada que hacer. Y no quiero que se acabe la entrevista; estoy pasándomelo muy bien.

Cuando le pregunto por su padre, sus palabras confirman mi presentimiento. Es obvio que lo quiere; la cara se le ilumina al hablar de él, de la profesión a la que se dedica (es carpintero), de sus aficiones (le gusta el fútbol europeo e ir a pescar). Ana decidió quedarse con él cuando su madre se casó por tercera vez.

Interesante.

Ana endereza la espalda.

—Cuénteme cosas sobre sus padres —pide tratando de desviar la conversación.

No me gusta hablar de mi familia, de modo que me limito a darle la información imprescindible.

—Mi padre es abogado, y mi madre, pediatra. Viven en Seattle.

—¿A qué se dedican sus hermanos?

¿De verdad quiere ir por ahí? No me extiendo demasiado y le digo que Elliot es constructor y que mi hermana pequeña está estudiando cocina en París.

Ella escucha embelesada.

—Me han dicho que París es preciosa —murmura con expresión distraída.

—Es bonita. ¿Ha estado?

—Nunca he salido de Estados Unidos.

La cadencia de su voz decae, teñida de tristeza. Tal vez podría llevarla.

—¿Le gustaría ir?

¿Primero a El Cabo y ahora a París? Céntrate, Grey.

—¿A París? Por supuesto, pero a donde de verdad me gustaría ir es a Inglaterra.

La emoción le ilumina el rostro. La señorita Steele quiere viajar. Le pregunto que por qué Inglaterra.

—Porque allí nacieron Shakespeare, Austen, las hermanas Brontë, Thomas Hardy… Me gustaría ver los lugares que les inspiraron para escribir libros tan maravillosos.

Es evidente cuál es su primer amor.

Los libros.

Ayer dijo lo mismo en Clayton’s, lo que significa que compito con Darcy, Rochester y Angel Clare: héroes románticos insufribles. Ya tengo la prueba que necesitaba; es una romántica empedernida, como su madre… y esto no va a funcionar. Y para colmo de males, consulta la hora: se está agobiando.

He fastidiado el trato.

—Tengo que marcharme; debo estudiar —anuncia.

Me ofrezco a acompañarla hasta el coche de su amiga, lo que significa que dispongo de todo el camino de vuelta al hotel para convencerla.

Aunque la cuestión es si debería hacerlo.

—Gracias por el té, señor Grey —susurra.

—No hay de qué, Anastasia. Ha sido un placer. —Y en cuanto se lo digo me doy cuenta de que durante los últimos veinte minutos me lo he pasado… bien. Le tiendo la mano y le dedico mi sonrisa más cautivadora, la que nunca falla—. Vamos.

La acepta, y la agradable sensación de ir de su mano me acompaña durante el camino de vuelta al Heathman.

Tal vez podría funcionar.

—¿Siempre lleva vaqueros? —pregunto.

—Casi siempre —contesta.

Ya lleva dos strikes en contra: romántica empedernida que solo viste vaqueros. Me gusta que mis mujeres lleven falda, que sean accesibles.

—¿Tiene novia? —suelta sin venir a cuento.

Tercer strike. No voy a seguir adelante con este compromiso de principiante. Ella busca romanticismo y yo no puedo ofrecérselo.

—No, Anastasia. Yo no tengo novias.

Desconcertada y con el ceño fruncido, se da la vuelta con un gesto brusco y se precipita hacia la carretera.

—¡Mierda, Ana! —grito mientras tiro de ella hacia mí para impedir que acabe atropellada por un ciclista gilipollas que va en contradirección a toda velocidad.

Y de pronto la tengo entre mis brazos, agarrada con fuerza a mis bíceps, con sus ojos vueltos hacia mí. Me mira asustada y por primera vez me fijo en que un anillo de un azul más intenso rodea sus iris. Son preciosos, y aún lo son más a tan escasa distancia. Sus pupilas se dilatan y sé que podría perderme en su mirada y no regresar jamás. Respira hondo.

—¿Estás bien?

No reconozco mi propia voz, que suena lejana, y de pronto noto que está tocándome, pero no me importa. Mis dedos recorren su rostro. Tiene una piel muy suave y delicada, y contengo la respiración cuando le paso el pulgar por el labio inferior. Pega su cuerpo al mío; sentir sus pechos y su calor a través de la camisa me pone a cien. Desprende una fragancia fresca y natural que me recuerda el huerto de manzanos de mi abuelo. Cierro los ojos e inhalo su aroma para no olvidarlo. Cuando los abro, sigue mirándome, suplicándome, implorándome con sus ojos clavados en mi boca.

Mierda. Quiere que la bese.

Y yo también deseo besarla. Solo una vez. Sus labios están separados, dispuestos, expectantes. Tenían un tacto incitante bajo mi pulgar.

No, no, no. No lo hagas, Grey.

No es la chica adecuada para ti.

Ella espera flores y corazones, y a ti no te van esas chorradas.

Cierro los ojos para borrarla de mi mente y resistir la tentación, y cuando vuelvo a abrirlos ya he tomado una decisión.

—Anastasia, deberías mantenerte alejada de mí. No soy un hombre para ti —susurro.

La pequeña V se forma una vez más entre sus cejas; parece que se haya quedado sin respiración.

—Respira, Anastasia, respira. —Tengo que alejarme de ella antes de hacer una tontería, aunque me sorprende mi reticencia a moverme. Deseo sentirla un poco más entre mis brazos—. Voy a soltarte y a dejarte marchar.

Retrocedo y ella se aparta de mí, aunque, por extraño que parezca, no me produce ningún alivio. La sujeto por los hombros para asegurarme de que se tiene en pie. La humillación le cubre el rostro. Mi rechazo le produce una vergüenza insoportable.

Mierda, no pretendía hacerle daño.

—Quiero decirte una cosa —susurra. El desengaño tiñe su voz entrecortada. Se muestra correcta y distante, aunque no se aparta de mí—. Gracias.

—¿Por qué?

—Por salvarme.

Deseo decirle que estoy salvándola de mí, que se trata de un gesto noble, pero no es lo que quiere oír.

—Ese idiota iba en contradirección. Me alegro de haber estado aquí. Me dan escalofríos solo de pensar en lo que podría haberte pasado.

Ahora soy yo el que habla por hablar, y sigo siendo incapaz de soltarla. Le ofrezco ir al hotel para que pueda sentarse un rato, consciente de que se trata de una excusa para pasar más tiempo con ella, y por fin la dejo ir.

Niega con la cabeza, la espalda envarada, rodeándose con los brazos en un gesto protector. Sin más, cruza rápidamente la carretera y tengo que apresurarme para darle alcance.

Cuando llegamos al hotel, se vuelve hacia mí una vez más con expresión serena.

—Gracias por el té y por la sesión de fotos.

Me mira de modo desapasionado y el arrepentimiento me atenaza las entrañas.

—Anastasia… Yo…

No sé qué decirle, salvo que lo lamento.

—¿Qué, Christian? —me espeta.

Uau, sí que está cabreada conmigo; ha impreso todo su desdén en cada sílaba que forma mi nombre. Esto es nuevo. Y se escapa. Y no quiero que se vaya.

—Buena suerte en los exámenes.

Sus ojos me lanzan una mirada encendida, cargada de dolor e indignación.

—Gracias —contesta sin disimular su desprecio—. Adiós, señor Grey.

Da media vuelta y enfila la calle con paso decidido en dirección al aparcamiento subterráneo. Sigo mirándola con la esperanza de que se vuelva, aunque solo sea una vez, pero no lo hace. Desaparece en el interior del edificio, y tras de sí deja una estela de remordimientos, el recuerdo de sus bellos ojos azules y la fragancia de un huerto de manzanos en otoño.

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