Grey

Grey


Domingo, 29 de mayo de 2011

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Domingo, 29 de mayo de 2011

Con el «Shake Your Hips» de los Rolling Stones sonando a todo volumen en mis oídos, sigo corriendo con ritmo enérgico por Fourth Avenue y doblo a la derecha al llegar a la esquina con Vine Street. Son las siete menos cuarto de la mañana y el recorrido es cuesta abajo y todo recto… hacia su apartamento. Me siento atraído como un imán; solo quiero ver dónde vive.

Estoy a medio camino entre un obseso del control y un acosador.

Me río para mis adentros: solo he salido a correr, estamos en un país libre…

El bloque de apartamentos es un edificio de ladrillo normal y corriente, con los marcos de las ventanas pintados de verde oscuro, típicos de esta parte de la ciudad. El apartamento está en una buena zona, cerca de la intersección de Vine Street con Western. Me imagino a Ana hecha un ovillo en la cama, bajo el edredón y su colcha de color crema y azul.

Sigo corriendo varias manzanas más y me meto en el mercado; los comerciantes están montando los puestos. Esquivo las camionetas de frutas y verduras y las furgonetas frigoríficas que reparten el pescado del día. Es el corazón de la ciudad, vibrante y lleno de vida a pesar de lo temprano que es esta mañana fría y gris. El agua del Sound está de una tonalidad plomiza y vidriosa, a juego con el color del cielo, pero eso no consigue nublar mi buen humor.

Hoy es el día.

Después de darme una ducha, me pongo unos vaqueros y una camisa de lino y saco de mi cómoda una goma para el pelo. Me la meto en el bolsillo y me voy al estudio a escribirle un e-mail a Ana.

De: Christian Grey

Fecha: 29 de mayo de 2011 08:04

Para: Anastasia Steele

Asunto: Mi vida en cifras

 

Si vienes en coche, vas a necesitar este código de acceso para el garaje subterráneo del Escala: 146963.

Aparca en la plaza 5: es una de las mías. El código del ascensor: 1880.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Al cabo de un par de minutos llega la respuesta.

De: Anastasia Steele

Fecha: 29 de mayo de 2011 08:08

Para: Christian Grey

Asunto: Una añada excelente

 

Sí, Señor. Entendido.

Gracias por el champán y el globo del Charlie Tango, que tengo atado a mi cama.

 

Ana

Me viene a la mente la imagen de Ana atada a la cama con mi corbata. Me remuevo inquieto en la silla. Espero que se haya traído esa misma cama a Seattle.

De: Christian Grey

Fecha: 29 de mayo de 2011 08:11

Para: Anastasia Steele

Asunto: Envidia

 

De nada.

No llegues tarde.

Afortunado Charlie Tango.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

No me responde, así que inspecciono la nevera en busca de algo para desayunar. Gail me ha dejado unos cruasanes, y para el almuerzo, una ensalada César con pollo, suficiente para dos personas. Espero que a Ana le guste, aunque no me importa tener que comérmela dos días seguidos.

Taylor aparece mientras estoy desayunando.

—Buenos días, señor Grey. Aquí tiene la prensa dominical.

—Gracias. Anastasia vendrá hoy a la una, y también vendrá una tal doctora Green a la una y media.

—Muy bien, señor. ¿Hay algo más en la agenda para hoy?

—Sí. Ana y yo iremos a casa de mis padres a cenar esta noche.

Taylor ladea la cabeza, con un gesto de sorpresa, pero se repone enseguida y abandona la habitación. Yo vuelvo a centrarme en mi cruasán con mermelada de albaricoque.

Sí, voy a presentársela a mis padres; ¿algún problema?

No logro concentrarme; estoy nervioso e impaciente. Son las doce y cuarto. Hoy las horas se me están haciendo eternas. Desisto de seguir trabajando, recojo los periódicos del domingo y vuelvo a la sala de estar, donde pongo un poco de música y me siento a leer.

Para mi sorpresa, veo una foto de Ana y de mí en la sección de noticias locales, de la ceremonia de graduación en la Estatal de Washington. Está preciosa, aunque parece un poco asustada.

Oigo el ruido de la puerta doble y ahí está ella… Lleva el pelo suelto, un poco salvaje y sexy, y ha escogido el mismo vestido color morado que se puso para nuestra cena en el Heathman. Está espectacular.

Bravo, señorita Steele.

—Mmm… ese vestido. —Mi voz está impregnada de admiración mientras me acerco con aire despreocupado hacia ella—. Bienvenida de nuevo, señorita Steele —susurro y, sujetándola de la barbilla, le doy un beso tierno en los labios.

—Hola —dice, con las mejillas teñidas de un leve rubor.

—Llegas puntual. Me gusta la puntualidad. Ven. —La cojo de la mano y la llevo al sofá—. Quiero enseñarte algo.

Nos sentamos y le paso The Seattle Times. La fotografía la hace reír. No es exactamente la reacción que yo esperaba.

—Así que ahora soy tu «amiga» —bromea.

—Eso parece. Y sale en el periódico, así que será cierto.

Me siento más tranquilo ahora que ya está aquí, tal vez por el hecho de que sí ha venido; no ha salido huyendo. Le coloco un mechón de pelo suave y sedoso por detrás de la oreja y siento un hormigueo en los dedos, ansiosos por trenzarle esa melena.

—Entonces, Anastasia, ahora tienes mucho más claro cuál es mi rollo que la otra vez que estuviste aquí.

—Sí.

Me lanza una mirada intensa… cómplice.

—Y aun así has vuelto.

Asiente dedicándome una sonrisa tímida.

No puedo creer en mi suerte.

Ya sabía yo que tenías un lado oscuro, Ana…

—¿Has comido?

—No.

¿No ha comido nada de nada? Vale. Habrá que solucionarlo. Me paso la mano por el pelo y en el tono de voz más neutro posible, le pregunto:

—¿Tienes hambre?

—De comida, no —contesta con voz burlona.

¡Dios…! Es como si le estuviese hablando directamente a mi entrepierna.

Me inclino hacia delante, apoyo los labios en su oreja y percibo el aroma embriagador de su cuerpo.

—Tan impaciente como siempre, señorita Steele. ¿Te cuento un secreto? Yo también. Pero la doctora Greene no tardará en llegar. —Me recuesto en el sofá—. Deberías comer algo. —Es una súplica.

—Háblame de la doctora Greene —dice cambiando hábilmente de tema.

—Es la mejor especialista en ginecología y obstetricia de Seattle. ¿Qué más puedo decir?

Bueno, al menos eso es lo que le ha dicho mi médico a mi asistente personal.

—Pensaba que me iba a atender «tu» doctora. Y no me digas que en realidad eres una mujer, porque no te creo.

Logro contener una risotada.

—Creo que es preferible que te vea un especialista, ¿no?

Me mira con expresión de extrañeza, pero asiente.

Ahora, a por el siguiente tema.

—Anastasia, a mi madre le gustaría que vinieras a cenar esta noche. Tengo entendido que Elliot se lo va a pedir a Kate también. No sé si te apetece. A mí se me hace raro presentarte a mi familia.

Tarda un segundo en procesar la información y luego se echa el pelo hacia atrás por encima del hombro, como hace siempre antes de presentar pelea. Sin embargo, parece dolida, no con ganas de armar bronca.

—¿Te avergüenzas de mí? —Su voz suena indignada.

Oh, por el amor de Dios…

—Por supuesto que no.

¡Qué idea tan ridícula! Le lanzo una mirada ofendida. ¿Cómo puede pensar eso de sí misma?

—¿Y por qué se te hace raro? —pregunta.

—Porque no lo he hecho nunca —le contesto en tono irritado.

—¿Por qué tú si puedes poner los ojos en blanco y yo no?

—No me he dado cuenta de que lo hacía.

Ya me está desafiando. Otra vez.

—Tampoco yo, por lo general —me suelta.

Mierda. ¿Estamos discutiendo?

Oigo carraspear a Taylor.

—Ha llegado la doctora Greene, señor —dice.

—Acompáñala a la habitación de la señorita Steele.

Ana se vuelve para mirarme y le tiendo la mano.

—No irás a venir tú también, ¿no?

Está horrorizada y divertida a la vez. Yo me echo a reír y noto un cosquilleo en el cuerpo.

—Pagaría un dineral por mirar, Anastasia, pero no creo que a la doctora le pareciera bien. —Deja la mano en la mía y yo la acojo en mis brazos y empiezo a besarla. Su boca es suave, cálida y seductora; hundo las manos en su pelo y la beso con más fuerza. Cuando me aparto, parece sorprendida. Presiono la frente contra la de ella—. Cuánto me alegro de que hayas venido. Estoy impaciente por desnudarte. —Es increíble lo mucho que te he echado de menos—. Vamos, yo también quiero conocer a la doctora Greene.

—¿Es que no la conoces?

—No.

Cojo a Ana de la mano y nos dirigimos a la planta de arriba, al que será su dormitorio.

La doctora Greene tiene una de esas miradas miopes, una mirada penetrante que hace que me sienta algo incómodo.

—Señor Grey —dice estrechándome la mano que le ofrezco con movimiento firme y decidido.

—Gracias por haber venido tan deprisa aun habiéndola avisado con tan poco tiempo.

La deslumbro con mi sonrisa más amable.

—Gracias a usted por compensármelo sobradamente, señor Grey. Señorita Steele —saluda a Ana con educación, y adivino que está calibrando cuál es la relación que hay entre ella y yo.

Estoy seguro de que me ve como uno de esos villanos del cine mudo, que llevan un bigote enorme. Se vuelve y me lanza una mirada más que elocuente, invitándome a marcharme.

Vale.

—Estaré abajo —murmuro, aunque lo cierto es que me gustaría quedarme a mirar.

La reacción de la buena doctora sería impagable si le hiciese esa insólita petición. Me río para mis adentros solo de pensarlo y me voy a la planta de abajo, al salón.

Ahora que Ana ya no está conmigo, vuelve a invadirme la misma inquietud de antes. Para distraerme, decido poner dos manteles individuales sobre la encimera. Es la segunda vez que lo hago, y la primera también fue para Ana.

Grey, te estás ablandando.

Escojo una botella de Chablis para acompañar el almuerzo —es uno de los pocos chardonnays que me gustan— y, cuando termino, me siento en el sofá y hojeo la sección de deportes del periódico. Subo el volumen del mando a distancia de mi iPod con la esperanza de que la música me ayude a concentrarme en las estadísticas de la victoria de anoche de los Mariners contra los Yankees, en lugar de pensar en qué estará ocurriendo allá arriba entre Ana y la doctora Greene.

Al final, el eco de los pasos de ambas resuena en el pasillo y levanto la vista cuando entran en la sala.

—¿Ya habéis terminado? —pregunto, y pulso el botón del mando a distancia del iPod para atenuar el aria.

—Sí, señor Grey. Cuídela; es una joven hermosa e inteligente.

¿Qué le habrá contado Ana?

—Eso me propongo —contesto antes de lanzar una mirada de reojo a Ana, como diciendo: «¿A qué coño ha venido eso?».

Ana me mira sin comprender. Bien. Entonces no se debe a nada que ella le haya dicho.

—Le enviaré la factura —dice la doctora Greene—. Buenos días, y buena suerte, Ana.

Se le forman unas arrugas en las comisuras de los ojos mientras nos estrecha la mano a ambos.

Taylor la acompaña hasta el ascensor y cierra prudentemente la puerta de doble hoja que da al vestíbulo.

—¿Cómo ha ido? —pregunto en tono risueño, divertido por las palabras de la doctora Greene.

—Bien, gracias —responde Ana—. Me ha dicho que tengo que abstenerme de practicar cualquier tipo de actividad sexual durante las cuatro próximas semanas.

Pero ¿qué narices está diciendo? La miro completamente conmocionado.

La expresión seria de Ana se diluye en una nueva expresión burlona y triunfal.

—¡Has picado!

Muy bueno el chiste, señorita Steele.

Entorno los ojos y su sonrisa se desvanece.

—¡Has picado! —le suelto yo. No puedo evitar esbozar una sonrisa de satisfacción. Le rodeo la cintura y la atraigo hacia mí; mi cuerpo está hambriento de ella—. Es usted incorregible, señorita Steele.

Entierro las manos en su pelo y la beso con fuerza, preguntándome si no debería follármela ahí mismo, sobre la encimera, para darle una lección.

Todo a su debido tiempo, Grey.

—Aunque me encantaría hacértelo aquí y ahora, tienes que comer, y yo también. No quiero que te me desmayes después —murmuro.

—¿Solo me quieres por eso… por mi cuerpo? —pregunta.

—Por eso y por tu lengua viperina.

La beso otra vez pensando en lo que vendrá luego… El beso se hace más intenso y profundo, y siento cómo se me tensan todos los músculos del cuerpo. Deseo a esta mujer. Quiero follármela en el suelo, pero la suelto; los dos estamos sin aliento.

—¿Qué música es esta? —pregunta con voz ronca.

—Es una pieza de Villa-Lobos, de sus Bachianas Brasileiras. Buena, ¿verdad?

—Sí —dice mirando hacia la barra del desayuno.

Saco la ensalada César del frigorífico, la coloco sobre la mesa entre los manteles individuales y le pregunto si le apetece.

—Sí, perfecto, gracias.

Sonríe.

Saco la botella de Chablis de la vinoteca climatizada y noto sus ojos clavados en mí. No sabía que pudiese gustarme la vida doméstica.

—¿En qué piensas? —pregunto.

—Observaba cómo te mueves.

—¿Y? —pregunto, sorprendido momentáneamente.

—Eres muy elegante —comenta en voz baja, con las mejillas coloradas.

—Vaya, gracias, señorita Steele. —Me siento a su lado, sin saber muy bien cómo responder a su cariñoso cumplido. Nadie me había dicho nunca eso—. ¿Chablis?

—Por favor.

—Sírvete ensalada. Dime, ¿por qué método has optado?

—La minipíldora —responde.

—¿Y te acordarás de tomártela todos los días a la misma hora?

Un rubor se extiende por su rostro sorprendido.

—Ya te encargarás tú de recordármelo —señala con un deje de sarcasmo que decido pasar por alto.

Deberías haber optado por la inyección.

—Me pondré una alarma en la agenda. Come.

Toma un bocado, y luego otro… y otro más. ¡Está comiendo!

—Entonces, ¿puedo ponerle la ensalada César en la lista a la señora Jones? —pregunto.

—Creía que la que iba a cocinar era yo.

—Sí. Y cocinarás tú.

Termina antes que yo. Debía de estar hambrienta.

—¿Impaciente como de costumbre, señorita Steele?

—Sí —murmura lanzándome una mirada recatada por debajo de las pestañas.

Mierda. Ya estamos.

La atracción.

Como si estuviera bajo un hechizo, me levanto y la estrecho entre mis brazos.

—¿Quieres hacerlo? —murmuro, y ruego para mis adentros que me responda que sí.

—No he firmado nada.

—Lo sé… pero últimamente me estoy saltando todas las normas.

—¿Me vas a pegar?

—Sí, pero no para hacerte daño. Ahora mismo no quiero castigarte. Si te hubiera pillado anoche… bueno, eso habría sido otra historia.

Su cara se transforma en una expresión horrorizada.

Oh, nena…

—Que nadie intente convencerte de otra cosa, Anastasia: una de las razones por las que la gente como yo hace esto es porque le gusta infligir o sentir dolor. Así de sencillo. A ti no, así que ayer dediqué un buen rato a pensar en todo esto.

Le rodeo el cuerpo con los brazos, presionándola contra mi creciente erección.

—¿Llegaste a alguna conclusión? —susurra.

—No, y ahora mismo no quiero más que atarte y follarte hasta dejarte sin sentido. ¿Estás preparada para eso?

Su expresión se vuelve más oscura, sensual, y llena de curiosidad carnal.

—Sí —dice; una palabra suave como un suspiro.

Joder, menos mal…

—Bien. Vamos.

La llevo arriba, al cuarto de juegos. Mi refugio. Donde puedo hacer lo que quiera con ella. Cierro los ojos saboreando un instante la sensación de euforia.

¿Alguna vez he estado tan increíblemente excitado?

Cierro la puerta, le suelto la mano y la miro fijamente. Separa los labios al tomar aire; su respiración es agitada. Tiene los ojos muy abiertos. Dispuesta. Expectante.

—Mientras estés aquí dentro, eres completamente mía. Harás lo que me apetezca. ¿Entendido?

Se humedece el labio superior con la lengua y hace un movimiento afirmativo con la cabeza.

Buena chica.

—Quítate los zapatos.

Trago saliva mientras ella empieza a quitarse las sandalias de tacón. Las recojo y las dejo junto a la puerta.

—Bien. No titubees cuando te pida que hagas algo. Ahora te voy a quitar el vestido, algo que hace días que vengo queriendo hacer, si no me falla la memoria. —Hago una pausa para asegurarme de que todavía me escucha—. Quiero que estés a gusto con tu cuerpo, Anastasia. Tienes un cuerpo que me gusta mirar. Es una gozada contemplarlo. De hecho, podría estar mirándolo todo el día, y quiero que te desinhibas y no te avergüences de tu desnudez. ¿Entendido?

—Sí.

—Sí, ¿qué? —Hablo en tono más severo.

—Sí, señor.

—¿Lo dices en serio?

Quiero que te desinhibas, Ana.

—Sí, señor.

—Bien. Levanta los brazos por encima de la cabeza.

Alza los brazos despacio. Cojo el dobladillo y le subo el vestido por el cuerpo, dejándolo al descubierto centímetro a centímetro, solo para mis ojos. Cuando se lo he quitado, doy un paso atrás para poder contemplarla a mi antojo.

Piernas, muslos, vientre, culo, tetas, hombros, cara, boca… es perfecta. Doblo su vestido y lo dejo sobre la cómoda de los juguetes. Alargo la mano y le subo la barbilla.

—Te estás mordiendo el labio. Sabes cómo me pone eso —la regaño—. Date la vuelta.

Obedece y se vuelve de cara a la puerta. Le desabrocho el sujetador y le bajo los dos tirantes, rozándole la piel con las yemas de los dedos; su cuerpo tiembla bajo mi tacto. Le quito la prenda y la lanzo encima de su vestido. Me quedo a su lado, sin tocarla, escuchando su respiración acelerada y percibiendo el calor que emana de su piel. Está excitada; yo también Le recojo el pelo y dejo que le caiga en cascada por la espalda. Tiene un tacto suave como la seda. Enrosco un mechón en mi mano y tiro de él, obligándola a ladear la cabeza y dejando su cuello al descubierto, a merced de mi boca.

Le recorro con la nariz la línea que va desde su oreja al hombro y de vuelta otra vez, inhalando el delicioso aroma de su cuerpo.

Joder, qué bien huele…

—Hueles tan divinamente como siempre, Anastasia.

Deposito un beso debajo de su oreja, justo encima de una vena palpitante.

Ana gime.

—Calla. No hagas ni un solo ruido.

Saco la goma para el pelo que llevo en el bolsillo, le recojo la melena y empiezo a hacerle una trenza, despacio, disfrutando del movimiento de su pelo al tensarse y retorcerse sobre la extensión de su espalda hermosa y perfecta. Sujeto el extremo de la trenza hábilmente con la goma y doy un tirón brusco que la obliga a echarse hacia atrás y a presionar su cuerpo contra el mío.

—Aquí dentro me gusta que lleves trenza —murmuro—. Date la vuelta.

Lo hace al instante.

—Cuando te pida que entres aquí, vendrás así. Solo en braguitas. ¿Entendido?

—Sí.

—Sí, ¿qué?

—Sí, señor.

—Buena chica.

Aprende rápido. Tiene los brazos inertes en los costados y no aparta la mirada de mí. Expectante.

—Cuando te pida que entres aquí, espero que te arrodilles allí. —Señalo un rincón de la habitación, junto a la puerta—. Hazlo.

Pestañea una o dos veces, pero no necesito repetírselo: se vuelve y se arrodilla de cara a mí y a la habitación.

Le doy permiso para sentarse sobre los talones y así lo hace.

—Las manos y los brazos pegados a los muslos. Bien. Separa las rodillas. Más. —Quiero verte, nena—. Más. Perfecto. Mira al suelo.

No me mires a mí ni a la habitación. Puedes quedarte ahí sentada dando rienda suelta a tu fantasía mientras imaginas qué voy a hacerte.

Me acerco a ella y me complace ver que mantiene la cabeza agachada. Alargo el brazo y le tiro de la trenza, de manera que nuestras miradas se encuentran.

—¿Podrás recordar esta posición, Anastasia?

—Sí, señor.

—Bien. Quédate ahí, no te muevas.

Paso por su lado, abro la puerta pero antes me vuelvo y la miro. Tiene la cabeza gacha, con la mirada fija en el suelo.

Qué espectáculo más maravilloso… Buena chica.

Me dan ganas de abalanzarme sobre ella, pero reprimo mi ansia y me encamino con paso firme a mi habitación, en la planta de abajo.

Joder, Grey, ten un poco de dignidad…

Una vez en el vestidor, me quito la ropa y saco mis vaqueros favoritos de un cajón. Son mis DJ: mis dom jeans, mis vaqueros de dominante.

Me los pongo y me abrocho todos los botones salvo el superior. Del mismo cajón saco la fusta nueva y una bata acolchada de color gris. Cuando salgo del vestidor, cojo unos condones y me los guardo en el bolsillo.

Ya está.

Empieza el espectáculo, Grey.

Cuando regreso al cuarto de juegos, Ana está en la misma posición: con la cabeza agachada, la trenza colgando por la espalda y las manos en las rodillas. Cierro la puerta y cuelgo la bata en el colgador. Camino por su lado.

—Buena chica, Anastasia. Estás preciosa así. Bien hecho. Ponte de pie.

Se levanta sin alzar la cabeza.

—Me puedes mirar.

Unos ávidos ojos azules miran hacia arriba.

—Ahora voy a encadenarte, Anastasia. Dame la mano derecha.

Le tiendo la mía y ella pone la mano encima. Sin apartar los ojos de los suyos, le vuelvo la palma hacia arriba y saco la fusta que llevo detrás de la espalda. Le golpeo rápidamente la superficie de la mano con el extremo de la fusta. Ella se sobresalta y cierra la mano pestañeando y mirándome con gesto de sorpresa.

—¿Cómo te ha sentado eso? —le pregunto.

Se le acelera la respiración y vuelve a mirarme antes de desplazar la vista hacia la palma de su mano.

—Respóndeme.

—Bien —dice arrugando la frente.

—No frunzas el ceño —le advierto—. ¿Te ha dolido?

—No.

—Esto no te va a doler. ¿Entendido?

—Sí —contesta en tono vacilante.

—Va en serio —insisto, y le enseño la fusta. Marrón, de cuero trenzado, ¿lo ves? Tengo buena memoria. Me mira a los ojos, asombrada, y yo arrugo un poco los labios, divertido—. Nos proponemos complacer, señorita Steele. Ven.

La llevo al centro de la habitación y la sitúo bajo el sistema de sujeción.

—Esta rejilla está pensada para que los grilletes se muevan a través de ella.

Levanta la vista para examinar el complicado sistema y luego me mira.

—Vamos a empezar aquí, pero quiero follarte de pie, así que terminaremos en aquella pared. —Señalo la cruz de san Andrés—. Pon las manos por encima de la cabeza.

Me obedece inmediatamente. Extraigo los grilletes con muñequeras de cuero negro que cuelgan de la rejilla y le ato las muñecas, primero una y luego la otra. Soy una persona muy metódica, pero Ana consigue distraerme: así, tan cerca de ella, percibiendo su excitación, su deseo, tocándola… me cuesta concentrarme. Una vez está atada, doy un paso atrás y suelto un prolongado suspiro de alivio.

Por fin te tengo donde yo quiero, Ana Steele.

Me paseo despacio a su alrededor admirando el espectáculo.

—Está fabulosa atada así, señorita Steele. Y con esa lengua viperina quieta de momento. Me gusta.

Me detengo delante de ella, deslizo los dedos entre las bragas y, con toda la parsimonia del mundo, se las bajo por las largas piernas hasta arrodillarme delante de ella.

Adorándola como a una diosa. Es preciosa.

Sin apartar los ojos de los suyos, estrujo sus bragas entre mis manos, me las acerco a la nariz e inspiro hondo. Se queda boquiabierta y abre los ojos de golpe, entre escandalizada y divertida.

Sí. Sonrío. Es la reacción perfecta.

Me meto las bragas en el bolsillo trasero de los vaqueros y me levanto planeando mi próximo movimiento. Sin soltar la fusta, la deslizo por su vientre y voy trazando círculos alrededor del ombligo con la punta plana: la lengua de cuero. Ella contiene el aliento y se estremece con el contacto.

Esto te va a gustar, Ana. Confía en mí.

Muy despacio, empiezo de nuevo a caminar a su alrededor, deslizando la fusta por su piel, por el vientre, por la cintura, por la parte baja de la espalda… En la segunda vuelta, la sacudo de pronto azotándola por debajo del trasero de manera que la punta plana de cuero entra en brusco contacto con su sexo.

—¡Ah! —exclama, y se retuerce atrapada en los grilletes.

—Calla —le advierto y camino a su alrededor otra vez.

Vuelvo a azotarla en el mismo sitio, tan dulce, y ella suelta un gemido al notar el contacto, con los ojos cerrados, mientras asimila la sensación. Otro movimiento de muñeca y la fusta le da en uno de los pezones. Echa la cabeza hacia atrás y gime. Vuelvo a apuntar con la fusta y la lengua de cuero le lame el otro pezón. Observo cómo se le endurece al contacto, alargándose bajo la dentellada del cuero.

—¿Te gusta esto?

—Sí —contesta con voz ronca y los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás.

Le doy en el culo con la fusta. Más fuerte esta vez.

—Sí, ¿qué?

—Sí, señor —gimotea.

Despacio, con delicadeza, le derramo sobre el vientre una sucesión de caricias, azotes y lametazos, recorriéndole el cuerpo hacia abajo, hacia mi objetivo. Con una pequeña sacudida, la lengua de cuero le muerde el clítoris y ella grita con fuerza.

—¡Por favor! —exclama con un grito ahogado.

—Calla —le ordeno, y la castigo con otro azote más fuerte en el trasero.

Deslizo la lengua de cuero por su vello púbico arrastrándola por su sexo hasta la entrada de la vagina. El cuero marrón reluce con sus secreciones cuando lo extraigo de nuevo.

—Mira lo húmeda que te ha puesto esto, Anastasia. Abre los ojos y la boca.

Respira con dificultad, pero separa los labios y me dirige una mirada aturdida y perdida en la carnalidad del momento. Entonces le meto la punta de cuero en la boca.

—Mira cómo sabes. Chupa. Chupa fuerte, nena.

Cierra los labios alrededor de la fusta, y es como si los tuviera alrededor de mi polla.

Mierda.

Está increíblemente buena y no puedo contenerme.

Retiro la fusta de su boca y la rodeo con los brazos. Ella abre la boca para mí cuando la beso, explorándola con la lengua, regodeándome en el sabor de su deseo.

—Oh, nena, sabes fenomenal —murmuro—. ¿Hago que te corras?

—Por favor —me suplica.

Un movimiento de la muñeca y la fusta le sacude el trasero.

—Por favor, ¿qué?

—Por favor, señor —gimotea.

Buena chica. Doy un paso atrás.

—¿Con esto? —pregunto sosteniendo en alto la fusta para que pueda verla.

—Sí, señor —dice para mi sorpresa.

—¿Estás segura?

No puedo creer la suerte que tengo.

—Sí, por favor, señor.

Oh, Ana… Joder, eres una diosa…

—Cierra los ojos.

Hace lo que se le ha ordenado. Y, con infinito cuidado y no poca gratitud, vuelvo a descargar una lluvia de bruscos y pequeños azotes sobre su vientre. No tarda en jadear de nuevo, más excitada aún que antes. Desciendo y le doy un suave golpecito en el clítoris, y luego otro, y otro, y otro.

Tira de las ataduras, sin dejar de gemir. Entonces se calla y sé que está al borde del clímax. De pronto echa la cabeza hacia atrás, abre la boca y grita su orgasmo mientras las convulsiones le estremecen todo el cuerpo. Suelto la fusta al instante y la rodeo con los brazos, sujetándola mientras su cuerpo se disuelve. Sufre un espasmo tras otro entre mis brazos.

Pero no, no hemos acabado todavía, Ana.

Con las manos debajo de sus muslos, le levanto el cuerpo tembloroso en el aire y la llevo, atada aún a la rejilla, hacia la cruz de san Andrés. Una vez allí, la suelto y ella se queda derecha, atrapada entre la cruz y mis hombros. Me desabrocho los botones de los vaqueros y libero mi miembro. Me saco un condón del bolsillo, abro el paquete con los dientes y, con una mano, lo deslizo sobre mi erección.

Vuelvo a levantarla con delicadeza y murmuro:

—Levanta las piernas, nena, enróscamelas en la cintura.

Le recuesto la espalda sobre la madera y la ayudo a envolverme las caderas con las piernas. Ella apoya los codos sobre mis hombros.

Eres mía, nena.

Con una sola embestida, estoy dentro de ella.

Joder. Es una maravilla.

Me paro un momento a saborearla. Luego empiezo a moverme, deleitándome con cada envite. La siento, una y otra vez, jadeando yo también mientras trato de insuflar aire a mis pulmones y me abandono entre los brazos de esta hermosa mujer. Abro la boca junto a su cuello, saboreándola. Su aroma me inunda, me llena por completo. Ana. Ana. Ana. No quiero parar.

De pronto, todo su cuerpo se tensa y se retuerce entre convulsiones a mi alrededor.

Sí. Otra vez. Y doy rienda suelta a mi deseo yo también. Inundándola. Sujetándola. Venerándola.

Sí. Sí. Sí.

Es tan hermosa… Y, joder, ha sido absolutamente increíble.

Salgo de ella y, cuando se desploma sobre mí, desabrocho enseguida las muñequeras de la rejilla y la sujeto mientras los dos nos dejamos caer al suelo. La acojo entre mis piernas, rodeándola con los brazos, y ella se apoya en mí, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada.

—Muy bien, nena. ¿Te ha dolido?

—No —contesta con voz casi inaudible.

—¿Esperabas que te doliera? —le pregunto, y le aparto unos mechones de pelo de la cara para poder verla mejor.

—Sí.

—¿Lo ves, Anastasia? Casi todo tu miedo está solo en tu cabeza. —Le acaricio el rostro—. ¿Lo harías otra vez?

No responde de inmediato, y por un momento creo que se ha quedado dormida.

—Sí —susurra al cabo de un instante.

Gracias, oh, Dios…

La abrazo.

—Bien. Yo también. —Y otra vez, y otra. La beso con ternura en la coronilla e inhalo con fuerza. Huele a Ana, a sudor y a sexo—. Y aún no he terminado contigo —le aseguro.

Me siento muy orgulloso de ella. Lo ha hecho. Ha hecho cuanto le he pedido.

Ella es todo lo que quiero.

Y de pronto me invade una sensación desconocida que me estremece todo el cuerpo, me arrolla e inunda cada centímetro de mi ser, dejando una estela de miedo y desazón a su paso.

Ana vuelve la cabeza y empieza a acariciarme el pecho con la nariz.

La oscuridad se hace más intensa, inesperada y familiar a la vez, y la desazón anterior deja paso a una clara sensación de terror. Siento que se me tensan todos los músculos del cuerpo. Ana me mira con ojos serenos y transparentes mientras yo trato de controlar mi miedo.

—No hagas eso —susurro. Por favor.

Se echa hacia atrás y observa mi pecho.

Recupera el control, Grey.

—Arrodíllate junto a la puerta —le ordeno al tiempo que la suelto y me aparto de ella.

Vete. No me toques.

Se levanta con movimientos temblorosos y se dirige con paso torpe hacia la puerta, donde retoma su postura anterior, arrodillada.

Respiro hondo para centrarme.

¿Se puede saber qué me estás haciendo, Ana?

Me levanto y estiro los músculos, ahora ya más calmado.

Arrodillada junto a la puerta, es la viva imagen de la sumisa ideal. Tiene los ojos vidriosos; está cansada. Estoy seguro de que le está bajando el subidón de adrenalina. Se le cierran los párpados.

No, eso no puede ser. La quieres como sumisa, Grey. Enséñale qué significa eso.

Saco de la cómoda de juguetes una de las bridas para cables que compré en Clayton’s y unas tijeras.

—La aburro, ¿verdad, señorita Steele? —le pregunto esta vez en un tono más duro. La despierto de golpe y me mira con aire culpable—. Levántate —ordeno.

Se pone de pie despacio.

—Estás destrozada, ¿verdad?

Asiente con una sonrisa tímida.

Oh, nena, lo estás haciendo muy bien.

—Aguante, señorita Steele. Yo aún no he tenido bastante de ti. Pon las manos al frente, como si estuvieras rezando.

Frunce el ceño un momento, pero junta las palmas de las manos y las levanta. Le ato la brida para cables alrededor de las muñecas. Me mira de pronto, comprendiendo.

—¿Te resulta familiar? —Le sonrío y recorro el plástico con el dedo para comprobar que he dejado suficiente espacio y no le aprieta demasiado—. Tengo unas tijeras aquí. —Se las enseño—. Te las puedo cortar en un segundo. —Mis palabras parecen tranquilizarla—. Ven. —Sujetándola de las manos atadas, la conduzco al extremo de la habitación, donde está la cama de cuatro postes—. Quiero más… muchísimo más —le susurro al oído mientras ella observa la cama—. Pero seré rápido. Estás cansada. Agárrate al poste.

Se detiene y aferra la columna de madera.

—Más abajo —le ordeno. Desplaza las manos hacia la base hasta que se dobla sobre su estómago—. Bien. No te sueltes. Si lo haces, te azotaré. ¿Entendido?

—Sí, señor —dice.

—Bien. —La agarro por las caderas y la levanto hacia mí para colocarla en posición hasta que tengo su precioso trasero en el aire y a mi entera disposición—. No te sueltes, Anastasia —le advierto—. Te voy a follar duro por detrás. Sujétate bien al poste para no perder el equilibrio. ¿Entendido?

—Sí.

Le doy con fuerza en el culo con la mano.

—Sí, señor —dice enseguida.

—Separa las piernas. —Pongo el pie derecho contra el suyo y le separo más las piernas—. Eso está mejor. Después de esto, te dejaré dormir.

Su espalda es una curva perfecta; el contorno de cada vértebra dibujado desde la nuca hasta ese culo ideal y precioso. Recorro el perfil con los dedos.

—Tienes una piel preciosa, Anastasia —murmuro para mí.

Me agacho detrás de ella y sigo el trazado de mis dedos con la boca, depositando suaves besos en la columna. Al mismo tiempo, le acarició los pechos, atrapo los pezones entre los dedos y los pellizco. Ella se retuerce en mis manos y le doy un beso tierno en la cintura, para luego succionar y mordisquearle la piel sin dejar de masajearle los pezones.

Suelta un gemido. Me detengo y me echo hacia atrás un momento para contemplar la maravillosa escena, y siento cómo se me reaviva la erección solo con mirarla. Saco otro condón del bolsillo, me quito los vaqueros de una patada y abro el envoltorio. Me lo coloco en la polla con las dos manos.

Me gustaría mucho probar ese culo. Ahora mismo. Pero es demasiado pronto para eso.

—Tienes un culo muy sexy y cautivador, Anastasia Steele. La de cosas que me gustaría hacerle.

Le acaricio cada una de las nalgas, masajeándolas, y luego deslizo dos dedos en su interior, abriéndola.

Gime de nuevo.

Ya está lista.

—Qué húmeda… Nunca me decepciona, señorita Steele. Agárrate fuerte… esto va a ser rápido, nena.

La sujeto de las caderas y me sitúo a la entrada de la vagina, luego me incorporo, la agarro de la trenza, que me envuelvo alrededor de la muñeca, y la oprimo con fuerza. Con una mano en la polla y la otra en su pelo, la penetro.

Es… tan… increíblemente… maravillosa…

Me retiro despacio, le sujeto la cadera con la otra mano y le tiro de la trenza con más fuerza.

Sumisa.

La embisto de golpe empujándola hacia delante y arrancándole un grito.

—¡Aguanta, Anastasia! —le recuerdo. Si no se agarra bien, podría hacerse daño.

Sin aliento, presiona hacia atrás, contra mí, tensando las piernas.

Buena chica.

Luego empiezo a embestirla con movimientos implacables, arrancándole pequeños gritos ahogados mientras sigue aferrada al poste. Pero no se arredra, sino que sigue empujando hacia atrás.

Bravo, Ana.

Y en ese momento, lo siento. Despacio. Siento sus entrañas atenazándose alrededor de mi erección. Pierdo el control, la embisto con una nueva arremetida y me quedo inmóvil.

—Vamos, Ana, dámelo —le ordeno con un gruñido mientras me corro, con una intensidad arrolladora, y su liberación prolonga la mía mientras la sostengo en alto.

La cojo en brazos y la tumbo conmigo en el suelo, Ana encima de mí, los dos mirando al techo. Está del todo relajada, sin duda exhausta, y el peso de su cuerpo me resulta agradable y reconfortante. Miro arriba, a los mosquetones, preguntándome si algún día me dejará colgarla de ahí.

Probablemente no.

Y no me importa.

Ha sido nuestra primera vez aquí dentro y ella ha estado increíble. La beso en la oreja.

—Levanta las manos —le digo con voz ronca. Las levanta muy despacio, como si tuviera los brazos de cemento, y deslizo las tijeras por debajo de la brida para cable—. Declaro inaugurada esta Ana —murmuro y corto el plástico, liberándola.

Se ríe y su cuerpo se estremece en mis brazos. Es una sensación extraña y en absoluto desagradable, y me hace sonreír.

Me encanta hacerla reír. Debería reír más.

—Eso es culpa mía —murmuro mientras le masajeo los brazos y los hombros. Se vuelve a mirarme con el gesto fatigado y curiosidad en los ojos—. Que no rías más a menudo —le aclaro.

—No soy muy risueña —contesta antes de soltar un bostezo.

—Oh, pero cuando ocurre, señorita Steele, es una maravilla y un deleite contemplarlo.

—Muy florido, señor Grey —dice burlándose de mí.

Sonrío.

—Parece que te han follado bien y te hace falta dormir.

—Eso no es nada florido —bromea regañándome.

La aparto con cuidado para poder levantarme, busco los vaqueros y me los pongo.

—No quiero asustar a Taylor, ni tampoco a la señora Jones.

Aunque no sería la primera vez.

Ana sigue sentada en el suelo, en una especie de trance. La agarro por los brazos, la ayudo a levantarse y la llevo hasta la puerta de la habitación. Descuelgo la bata gris de detrás de la puerta y se la pongo. No tiene fuerzas para nada; está completamente desfallecida.

—A la cama —anuncio, y le doy un beso rápido.

Una expresión de alarma asoma a su rostro soñoliento.

—Para dormir —puntualizo, para tranquilizarla.

Me agacho para cogerla en brazos, la estrecho contra mi pecho y la llevo a la habitación de la sumisa. Una vez allí, retiro el edredón y la tumbo en la cama, y, en un momento de debilidad, me echo a su lado. Nos tapo a ambos con el edredón y la abrazo.

La tendré así abrazada solo un momento, hasta que se duerma.

—Duerme, preciosa.

Le beso el pelo con una sensación de satisfacción absoluta… y de agradecimiento. Lo hemos hecho. Esta mujer dulce e inocente me ha dejado hacer lo que he querido con ella. Y creo que ha disfrutado. Yo sí, desde luego… como nunca.

Mami está sentada mirándome en el espejo que tiene esa grieta tan grande.

Yo le peino el pelo. Es muy suave, y huele a mami y a flores.

Coge el cepillo y se enrolla el pelo con él una y otra vez.

Al final, le cae como una serpiente barrigona por la espalda.

—Así mejor —dice.

Y se vuelve y me sonríe.

Hoy está contenta.

Me gusta cuando mami está contenta.

Me gusta cuando me sonríe.

Está guapa cuando sonríe.

—Vamos a hacer una tarta —renacuajo.

Tarta de manzana.

Me gusta cuando mami hace tartas.

Me despierto de golpe con el cerebro impregnado de un dulce olor. Es Ana. Está profundamente dormida a mi lado. Vuelvo a tumbarme y miro el techo.

¿Cuándo he dormido yo en esta habitación?

Nunca.

Es un pensamiento inquietante y, por alguna razón inexplicable, me produce un gran desasosiego.

¿Qué está pasando, Grey?

Me incorporo con cuidado, para no despertarla, y me quedo mirando su cuerpo dormido. Ya sé a qué se debe mi desazón: es porque estoy aquí con ella. Salgo de la cama, dejando que siga durmiendo, y vuelvo al cuarto de juegos. Recojo la brida y los condones usados y me los meto en el bolsillo, donde encuentro sus bragas. Con la fusta, su ropa y sus zapatos en la mano, salgo y cierro la puerta con llave al marcharme. De vuelta en su dormitorio, le cuelgo el vestido en la puerta del vestidor, le dejo los zapatos debajo de la silla y pongo el sujetador encima. Me saco sus bragas del bolsillo… y entonces se me ocurre una idea retorcida.

Me voy al cuarto de baño. Necesito darme una ducha antes de la cena con mi familia. Dejaré a Ana dormir un rato más.

El agua está ardiendo y me cae en cascada sobre el cuerpo, arrastrando consigo toda la ansiedad y el desasosiego que sentía unos momentos antes. Para ser una primera vez, no ha estado nada mal, para ninguno de los dos. Y yo que creía que una relación con Ana iba a ser imposible… Ahora, en cambio, el futuro está lleno de posibilidades. Tomo nota mentalmente de llamar a Caroline Acton por la mañana para que vista a mi chica.

Después de pasar una hora muy productiva trabajando en mi estudio, poniéndome al día con los informes que tengo que leer para el trabajo, decido que Ana ya ha dormido suficiente. Fuera está anocheciendo y tenemos que salir dentro de cuarenta y cinco minutos para ir a cenar a casa de mis padres. Me ha resultado más fácil concentrarme en el trabajo sabiendo que ella está en la planta de arriba en su dormitorio.

Me resulta algo extraño.

Seguramente se debe a que sé que está segura en esa habitación.

Saco un zumo de arándanos y una botella de agua con gas de la nevera. Los mezclo en un vaso y subo al piso de arriba.

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