Grey

Grey


Miércoles, 1 de junio de 2011

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Miércoles, 1 de junio de 2011

Ha sido una mañana interesante. Hemos salido de Boeing Field a las 11.30; Stephan está volando con su primera oficial, Jill Beighley, y tenemos previsto llegar a Georgia a las 19.30, hora local.

Bill ha conseguido acordar una reunión mañana con la Autoridad para la Remodelación de las Zonas Industriales de Savannah, y es probable que quede con ellos esta noche para tomar una copa. Así que, si Anastasia está ocupada, o no quiere verme, el viaje no habrá sido una completa pérdida de tiempo.

Sí, sí. Repítete eso, Grey.

Taylor me ha acompañado en un almuerzo ligero y ahora revisa unos documentos, y yo tengo mucho por leer.

La única parte de la ecuación que aún debo resolver es cómo voy a encontrarme con Ana. Pero ya lo decidiré cuando llegue a Savannah; confío en que algo se me ocurrirá durante el vuelo.

Me paso la mano por el pelo y, por primera vez en mucho tiempo, me reclino contra el respaldo y dormito mientras el G550 viaja a nueve mil metros de altitud con rumbo al Savannah/Hilton Head International. El zumbido de los motores tiene un efecto sosegador, y estoy cansado. Muy cansado.

Serán las pesadillas, Grey.

No sé por qué, pero ahora son aún más perturbadoras. Cierro los ojos.

—Así es como serás conmigo, ¿lo entiendes?

—Sí, señora.

Me pasa una uña escarlata por el pecho, de lado a lado.

Me estremezco, tiro de los grilletes y la oscuridad aflora, quemándome la piel en la estela de su tacto. Pero no emito el menor sonido.

No me atrevo.

—Si te portas bien, dejaré que te corras. En mi boca.

Joder.

—Pero aún no. Tenemos un largo trecho por delante hasta entonces.

Su uña abrasa mi piel, desde el esternón hasta el ombligo.

Quiero gritar.

Me agarra la cara, la aprieta hasta obligarme a abrir la boca y me besa.

Su lengua es ávida y húmeda.

Blande el látigo de tiras de cuero.

Y sé que esto va a ser duro de soportar.

Pero no pierdo de vista la recompensa: su boca lasciva.

Cuando el primer latigazo restalla en mi piel y la castiga, recibo de buen grado el dolor y el aflujo de endorfinas.

—Señor Grey, aterrizaremos dentro de veinte minutos —me informa Taylor, y me despierto sobresaltado—. ¿Se encuentra bien, señor?

—Sí, muy bien. Gracias.

—¿Quiere un poco de agua?

—Sí, por favor.

Respiro profundamente para ralentizar mi ritmo cardíaco, y Taylor me pasa un vaso de Evian fría. Bebo un placentero trago y me alegro de que a bordo solo esté Taylor. No suelo soñar con los embriagadores tiempos que compartí con la señora Lincoln.

Veo el cielo azul a través de la ventanilla; las escasas nubes tiñen de rosa el sol del atardecer. Aquí arriba la luz es radiante. Dorada. Serena. El sol poniente se refleja en los cúmulos. Por un momento desearía estar en mi planeador. Estoy seguro de que las térmicas son fantásticas aquí arriba.

¡Sí!

Eso es lo que debería hacer: llevar a Anastasia a planear. Eso sería «más», ¿no?

—Taylor.

—¿Sí, señor?

—Me gustaría llevar a Anastasia a planear sobre Georgia, mañana, al amanecer, si encontramos un sitio donde hacerlo. Aunque también podría ser más tarde.

—Me encargaré, señor.

—No repares en gastos.

—De acuerdo, señor.

—Gracias.

Ahora solo tengo que decírselo a Ana.

Dos coches nos esperan cuando el G550 se detiene en la pista cerca de la terminal de Signature Flight Support del aeropuerto. Taylor y yo salimos y nos derretimos bajo el sofocante calor.

Dios, es pegajoso, incluso a estas horas.

El representante entrega a Taylor las llaves de los dos coches. Lo miro, sorprendido.

—¿Un Ford Mustang?

—Es lo único que he conseguido encontrar en Savannah con tan poca antelación. —Taylor parece abochornado.

—Al menos es rojo y descapotable. Aunque con este calor espero que tenga aire acondicionado.

—Debería tener de todo, señor.

—Bien. Gracias.

Me da las llaves, cojo la bolsa de piel y dejo que Taylor se encargue de llevar el resto del equipaje del avión a su Suburban.

Les estrecho la mano a Stephan y a Beighley y les doy las gracias por el agradable vuelo. Luego subo al Mustang, salgo del aeropuerto y enfilo hacia el centro de Savannah escuchando a Bruce con mi iPod a través del sistema de sonido del coche.

Andrea me ha reservado una suite en el Bohemian, con vistas al río Savannah. Está anocheciendo y la panorámica desde la terraza es impresionante: el río parece tener luz propia y refleja la variedad de colores del cielo y las farolas del puente colgante y los muelles. El cielo está incandescente, y en él se funde una gama de tonalidades que va del violeta intenso al rosado.

Es casi tan impactante como la puesta de sol en el Sound.

Pero no tengo tiempo de quedarme a admirar la escena. Saco el portátil, subo el aire acondicionado al máximo y llamo a Ros para que me ponga al día.

—¿A qué viene ese repentino interés por Georgia, Christian?

—Es algo personal.

Ella resopla.

—¿Desde cuándo permites que tu vida personal interfiera en tu vida profesional?

Desde que conocí a Anastasia Steele.

—No me gusta Detroit —suelto.

—Vale. —Ros recula.

—Es posible que más tarde quede con nuestro contacto en la Autoridad para la Remodelación de las Zonas Industriales de Savannah para tomar una copa —añado en un intento de apaciguarla.

—Pues genial, Christian. Oye, hay más cosas de las que tenemos que hablar. La ayuda ha llegado a Rotterdam. ¿Aún quieres seguir adelante?

—Sí. Hagámoslo. Me comprometí con la Fundación para la Erradicación del Hambre en el Mundo. Tiene que estar hecho antes de volver a reunirme con el comité.

—De acuerdo. ¿Alguna idea nueva con respecto a la compra de la editorial?

—Sigo sin decidirme.

—Creo que SIP tiene cierto potencial.

—Sí, es posible. Deja que lo piense un poco más.

—Voy a reunirme con Marco para comentar la situación de Lucas Woods.

—Vale, infórmame de cómo va. Llámame más tarde.

—Lo haré. Hasta luego.

Estoy evitando lo inevitable. Lo sé. Pero decido que será mejor enfrentarme a la señorita Steele —por e-mail o por teléfono, aún no lo he decidido— con el estómago lleno, así que pido la cena. Mientras espero, recibo un mensaje de Andrea en el que me hace saber que mi cita para tomar una copa se ha desconvocado. Los veré mañana por la mañana, en caso de que no esté volando con Ana.

Antes de que llegue el servicio de habitaciones, llama Taylor.

—Señor Grey.

—Hola, Taylor. ¿Ya estamos registrados?

—Sí, señor. Enseguida subirán su equipaje.

—Estupendo.

—La Brunswick Soaring Association tiene un planeador disponible. Le he pedido a Andrea que les envíe su licencia de vuelo por fax. En cuanto la documentación esté firmada, no habrá inconveniente.

—Estupendo.

—Puede ir en cualquier momento a partir de las seis de la mañana.

—Mejor aún. Que lo tengan preparado para esa hora. Envíame la dirección.

—Sí, señor.

Llaman a la puerta: el equipaje y la cena llegan a la vez. La comida huele de maravilla: tomates verdes fritos y sémola con gambas. Bueno, estoy en el Sur.

Mientras ceno, barrunto sobre mi estrategia respecto a Ana. Podría presentarme en casa de su madre a la hora del desayuno. Llevaría panecillos. Y luego iría con ella a planear. Puede que sea el mejor plan. No me ha llamado ni me ha escrito en todo el día, así que imagino que está enfadada. Vuelvo a leer su último mensaje cuando acabo de cenar.

¿Qué demonios tiene en contra de Elena? No sabe nada de nuestra relación. Lo que hubo entre nosotros pasó hace mucho tiempo y ahora solo somos amigos. No tiene ningún motivo para enfadarse.

Además, de no haber sido por Elena, a saber cómo habría acabado yo.

Llaman a la puerta. Es Taylor.

—Buenas noches, señor. ¿Satisfecho con la habitación?

—Sí, está bien.

—Traigo la documentación de la Brunswick Soaring Association.

Echo un vistazo al contrato de alquiler. Parece correcto. Lo firmo y se lo devuelvo.

—Mañana iré con mi coche. ¿Estarás allí?

—Sí, señor. Estaré allí a partir de las seis.

—Te informaré si hay algún cambio.

—¿Le deshago el equipaje, señor?

—Sí, por favor. Gracias.

Asiente y lleva la maleta al dormitorio.

Estoy inquieto, necesito tener claro qué voy a decirle a Ana. Miro el reloj: las nueve y cuarto. Se me ha hecho muy tarde. Aunque quizá debería tomar una copa antes. Dejo a Taylor con el equipaje y decido ir al bar del hotel antes de volver a hablar con Ros y escribir a Ana.

El bar, en la azotea, está a rebosar, pero encuentro un sitio al final de la barra y pido una cerveza. Es un espacio moderno, actual, con iluminación tenue y ambiente relajado. Lo recorro con la mirada, evitando a las dos mujeres que están sentadas a mi lado… y un movimiento atrae mi atención: un gesto exasperado que hace que una lustrosa melena oscura atrape y refleje la luz.

Es Ana. Joder.

Está de espaldas a mí, sentada frente a una mujer que solo puede ser su madre. El parecido entre ambas es asombroso.

Pero ¿qué posibilidades había de encontrármela aquí?

De todos los bares de la ciudad… Dios.

Las miro, paralizado. Están tomando cócteles… Cosmopolitans, diría por su aspecto. Su madre es imponente, como Ana, pero mayor; aparenta menos de treinta, y tiene el pelo castaño y largo y los ojos del mismo azul que Ana. Desprende cierto aire bohemio… No es alguien a quien uno asociaría al instante al ambiente de un club de golf. Quizá vaya vestida así porque ha salido con su joven y preciosa hija.

Esto no tiene precio.

Carpe diem, Grey.

Saco el teléfono del bolsillo de los vaqueros. Es el momento de enviarle un correo a Ana. Esto podría ser interesante. Pondré a prueba su estado de ánimo… y observaré.

De: Christian Grey

Fecha: 1 de junio de 2011 21:40

Para: Anastasia Steele

Asunto: Compañeros de cena

 

Sí, he cenado con la señora Robinson. No es más que una vieja amiga, Anastasia.

Estoy deseando volver a verte. Te echo de menos.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Su madre tiene el semblante serio. Puede que esté preocupada por su hija, o tal vez solo esté intentando sonsacarle información.

Buena suerte, señora Adams.

Y por un momento me pregunto si estarán hablando de mí. Su madre se pone en pie; parece que va al servicio. Ana coge el bolso y saca la BlackBerry.

Allá vamos…

Empieza a leer con los hombros encorvados y repiqueteando con los dedos en la mesa. Entonces se pone a teclear frenéticamente. No le veo la cara, lo cual es frustrante, pero diría que no está impresionada con lo que acaba de leer. Instantes después deja el teléfono sobre la mesa con un gesto que podría interpretarse como asco.

Mala señal.

Su madre vuelve y le pide por señas a un camarero otra ronda. Me pregunto cuántas llevarán.

Consulto el teléfono y, cómo no, encuentro una respuesta.

De: Anastasia Steele

Fecha: 1 de junio de 2011 21:42

Para: Christian Grey

Asunto: VIEJOS compañeros de cena

 

Esa no es solo una vieja amiga.

¿Ha encontrado ya otro adolescente al que hincarle el diente?

¿Te has hecho demasiado mayor para ella?

¿Por eso terminó vuestra relación?

Pero ¿qué narices…? Mi genio empieza a calentarse.

Isaac tiene cerca de treinta.

Igual que yo.

¿Cómo se atreve?

¿Será efecto del alcohol?

Momento de desvelar tus cartas, Grey.

De: Christian Grey

Fecha: 1 de junio de 2011 21:45

Para: Anastasia Steele

Asunto: Cuidado…

 

No me apetece hablar de esto por e-mail.

¿Cuántos Cosmopolitans te vas a beber?

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Mira el teléfono, se yergue de golpe y observa a su alrededor.

Llegó la hora, Grey.

Dejo diez dólares sobre la barra y me encamino hacia ellas.

Nuestras miradas se encuentran. Ana palidece —conmocionada, diría yo—, y no sé cómo me saludará ni cómo contendré mi mal humor si dice algo más sobre Elena.

Se recoge el pelo detrás de las orejas con dedos inquietos. Un indicio inequívoco de que está nerviosa.

—Hola —dice con voz tensa y aguda.

—Hola. —Me inclino hacia ella y la beso en la mejilla.

Qué bien huele, aunque se tense cuando mis labios rozan su piel. Está preciosa; le ha dado un poco el sol y no lleva sujetador. Sus pechos están prietos bajo la tela sedosa del top, aunque ocultos tras la larga melena.

Solo para mis ojos, espero.

Y aunque está enfadada, me alegro de verla. La he echado de menos.

—Christian, esta es mi madre, Carla. —Ana hace un gesto hacia ella.

—Encantado de conocerla, señora Adams.

Su madre me mira de arriba abajo.

¡Mierda! Me está dando un repaso. Tú ni caso, Grey.

Tras una pausa más larga de lo necesario, me tiende una mano.

—Christian.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta Ana en tono acusatorio.

—He venido a verte, claro. Me alojo en este hotel.

—¿Te alojas aquí? —Su voz ahora es estridente.

Sí, a mí también me cuesta creerlo.

—Bueno, ayer me dijiste que ojalá estuviera aquí. —Estoy intentando analizar su reacción. Por el momento ha consistido en: movimiento nervioso de los dedos, tensión, tono acusador y voz tensa—. Nos proponemos complacer, señorita Steele —añado, inexpresivo, confiando en ponerla de buen humor.

—¿Por qué no te tomas una copa con nosotras, Christian? —propone la señora Adams amablemente, y llama al camarero por señas.

Necesito algo más fuerte que una cerveza.

—Tomaré un gin-tonic —le digo al camarero—. Hendricks si tienen, o Bombay Sapphire. Pepino con Hendricks, lima con Bombay.

—Y otros dos Cosmos, por favor —pide Ana mirándome, nerviosa.

Tiene motivos para estarlo. Creo que ya ha bebido suficiente.

—Acércate una silla, Christian.

—Gracias, señora Adams.

Lo hago y me siento al lado de Ana.

—¿Así que casualmente te alojas en el hotel donde estamos tomando unas copas? —El tono de Ana es tirante.

—O casualmente estáis tomando unas copas en el hotel donde me alojo. Acabo de cenar, he venido aquí y te he visto. Andaba distraído pensando en tu último correo —le dirijo una mirada mordaz—, levanto la vista y ahí estabas. Menuda coincidencia, ¿verdad?

Ana parece turbada.

—Mi madre y yo hemos ido de compras esta mañana y a la playa por la tarde. Luego hemos decidido salir de copas esta noche —dice, aturullada, como si sintiera la necesidad de justificarse por estar bebiendo en un bar con su madre.

—¿Ese top es nuevo? —le pregunto. Está realmente deslumbrante. La blusa de tirantes es verde esmeralda; elegí acertadamente los colores de la ropa que Caroline Acton ha seleccionado para ella: tonos de piedras preciosas—. Te sienta bien ese color. Y te ha dado un poco el sol. Estás preciosa. —Sus mejillas se encienden y sus labios se curvan al oír mi halago—. Bueno, pensaba hacerte una visita mañana, pero mira por dónde…

Le cojo una mano, porque quiero tocarla, y la aprieto con ternura. Le acaricio despacio los nudillos con el pulgar, y a ella se le acelera la respiración.

Sí, Ana. Siéntelo.

No te enfades conmigo.

Me mira a los ojos y me sonríe con timidez.

—Quería darte una sorpresa. Pero, como siempre, me la has dado tú a mí, Anastasia, cuando te he visto aquí. No quiero robarte tiempo con tu madre. Me tomaré una copa y me iré. Tengo trabajo pendiente.

Resisto el impulso de besarle los nudillos. No sé qué le ha contado a su madre de nosotros, si es que le ha contado algo.

—Christian, me alegro mucho de conocerte. Ana me ha hablado muy bien de ti —dice la señora Adams con una sonrisa encantadora.

—¿En serio? —Miro a Ana, que vuelve a sonrojarse.

Muy bien, ¿eh?

Buena noticia.

El camarero me trae el gin-tonic y lo deja delante de mí.

—Hendricks, señor.

—Gracias.

A continuación sirve sus Cosmopolitans.

—¿Cuánto tiempo vas a estar en Georgia, Christian? —pregunta su madre.

—Hasta el viernes, señora Adams.

—¿Cenarás con nosotros mañana? Y, por favor, llámame Carla.

—Me encantaría, Carla.

—Estupendo —dice—. Si me disculpáis un momento, tengo que ir al lavabo.

¿No acababa de ir?

Me levanto con ella y luego vuelvo a sentarme para enfrentarme a la ira de la señorita Steele. Le cojo la mano otra vez.

—Así que te has enfadado conmigo por cenar con una vieja amiga.

Le beso los nudillos, uno por uno.

—Sí —contesta con sequedad.

¿Está celosa?

—Nuestra relación sexual terminó hace tiempo, Anastasia. Yo solo te deseo a ti. ¿Aún no te has dado cuenta?

—Para mí es una pederasta, Christian.

Su respuesta me conmociona y me eriza el vello.

—Eso es muy crítico por tu parte. No fue así.

Le suelto la mano, frustrado.

—Ah, ¿cómo fue entonces? —pregunta alzando su pequeña y tozuda barbilla.

¿Es el alcohol lo que le hace hablar de este modo?

—Se aprovechó de un chico vulnerable de quince años —continúa—. Si hubieras sido una chiquilla de quince años y la señora Robinson un señor Robinson que la hubiera arrastrado al sadomasoquismo, ¿te parecería bien? ¿Si hubiera sido Mia, por ejemplo?

Oh, por favor, ahora sí que dice tonterías.

—Ana, no fue así.

Sus ojos refulgen. Está furiosa. ¿Por qué? Esto no tiene nada que ver con ella. Pero no quiero discutir aquí, en el bar. Modero la voz.

—Vale, yo no lo sentí así. Ella fue una fuerza positiva. Lo que necesitaba.

Santo Dios, es probable que ahora estuviera muerto de no haber sido por Elena. Estoy haciendo un gran esfuerzo por controlar mi ira.

Ella frunce el ceño.

—No lo entiendo.

Zanja esto, Grey.

—Anastasia, tu madre no tardará en volver. No me apetece hablar de esto ahora. Más adelante, quizá. Si no quieres que esté aquí, tengo un avión esperándome en Hilton Head. Me puedo ir.

Su expresión pasa del enfado al pánico.

—No, no te vayas. Por favor. Me encanta que hayas venido —se apresura a decir.

¿Le encanta? Pues había conseguido engañarme.

—Solo quiero que entiendas —añade— que me enfurece que, en cuanto me voy, quedes con ella para cenar. Piensa en cómo te pones tú cuando me acerco a José. José es un buen amigo. Nunca he tenido una relación sexual con él. Mientras que tú y ella…

—¿Estás celosa?

¿Cómo puedo hacerle entender que Elena y yo solo somos amigos? No tiene ningún motivo para estar celosa.

Está claro que la señorita Steele es posesiva.

Y tardo un momento en caer en la cuenta de que me gusta que lo sea.

—Sí, y furiosa por lo que te hizo —contesta.

—Anastasia, ella me ayudó. Y eso es todo lo que voy a decir al respecto. En cuanto a tus celos, ponte en mi lugar. No he tenido que justificar mis actos delante de nadie en los últimos siete años. De nadie en absoluto. Hago lo que me place, Anastasia. Me gusta mi independencia. No he ido a ver a la señora Robinson para fastidiarte. He ido porque, de vez en cuando, salimos a cenar. Es amiga y socia.

Sus ojos se abren aún más.

Vaya. ¿No se lo había dicho?

Pero ¿por qué iba a decírselo? No tiene nada que ver con ella.

—Sí, somos socios. Ya no hay sexo entre nosotros. Desde hace años.

—¿Por qué terminó vuestra relación?

—Su marido se enteró. ¿Te importa que hablemos de esto en otro momento, en un sitio más discreto?

—Dudo que consigas convencerme de que no es una especie de pedófila.

¡Joder, Ana! ¡Déjalo de una vez!

—Yo no la veo así. Nunca la he visto así. ¡Y basta ya! —gruño.

—¿La querías?

¿Qué?

—¿Cómo vais? —Carla ha vuelto.

Ana imposta una sonrisa que me encoge el estómago.

—Bien, mamá.

¿Quería a Elena?

Tomo un sorbo de la copa. Joder, la veneraba, pero… ¿la quería? Qué pregunta más ridícula. No sé nada del amor romántico. Esto es el rollo de flores y corazones que ella quiere. Las novelas del siglo XIX que ha leído le han llenado la cabeza de tonterías.

Ya me he hartado.

—Bueno, señoras, os dejo disfrutar de vuestra velada. Por favor, que carguen estas copas en mi cuenta, habitación 612. Te llamo por la mañana, Anastasia. Hasta mañana, Carla.

—Oh, me encanta que alguien te llame por tu nombre completo, hija.

—Un nombre precioso para una chica preciosa. —Le doy la mano a Carla. El cumplido ha sido sincero, pero la sonrisa que le brindo no lo es.

Ana guarda silencio y me mira con una expresión implorante a la que no hago ningún caso. La beso en la mejilla.

—Hasta luego, nena —le susurro al oído; luego me doy la vuelta y me encamino hacia la salida del bar.

Esa chica me provoca como nadie lo ha hecho nunca.

Y está cabreada conmigo; igual está con el síndrome premenstrual. Me dijo que tenía que venirle la regla esta semana.

Entro en mi habitación, cierro de un portazo y salgo directamente a la terraza. Hace calor fuera, e inspiro y paladeo el aroma acre y salado del río. Ha caído la noche y la negrura del río es insondable, como la del cielo… como la de mi ánimo. Ni siquiera he conseguido comentarle lo de ir a volar mañana. Apoyo las manos en la barandilla de la terraza. Las luces de la playa y del puente mejoran las vistas… pero no mi humor.

¿Por qué tengo que justificar una relación que empezó cuando Ana iba aún a primaria? No es de su incumbencia. Sí, no fue nada convencional, pero eso es todo.

Me paso las manos por el pelo. Este viaje no está saliendo como esperaba, en absoluto. Quizá haya sido un error venir. Y pensar que fue Elena quien me animó…

Suena el teléfono y deseo que sea Ana, pero es Ros.

—Sí —espeto.

—Huy, Christian, ¿interrumpo algo?

—No. Lo siento. ¿Qué ocurre?

Cálmate, Grey.

—He pensado que querrías que te pusiera al día de mi conversación con Marco. Pero, si es mal momento, vuelvo a llamarte por la mañana.

—No, está bien.

Llaman a la puerta.

—Espera, Ros.

Abro convencido de que será Taylor o alguien del servicio de habitaciones y me dispongo a despacharlo… pero es Ana; ahí, en el pasillo, con aire abatido y tímido.

Ha venido.

Abro más la puerta y la invito a entrar con un gesto.

—¿Están listas todas las indemnizaciones? —le pregunto a Ros sin apartar la mirada de Ana.

—Sí.

Ana entra en la suite con mirada cautelosa, los labios abiertos y húmedos y los ojos que se oscurecen por momentos. ¿Qué significa esto? ¿Un cambio de opinión? Conozco esa mirada. Es de deseo. Me desea. Y yo también la deseo a ella, sobre todo después de la discusión en el bar.

¿Por qué, si no, iba a estar aquí?

—¿Y el coste? —le pregunto a Ros.

—Casi dos millones.

Dejo escapar un silbido entre dientes.

—Uf, nos ha salido caro el error.

—Grey Enterprises consigue quedarse con el departamento de fibra óptica.

Tiene razón. Ese era uno de nuestros objetivos.

—¿Y Lucas? —pregunto.

—No se lo ha tomado muy bien.

Abro el minibar y le hago un gesto a Ana para que se sirva. La dejo allí y voy a la habitación.

—¿Qué ha hecho?

—Se ha puesto furioso.

En el baño abro el grifo para llenar la inmensa bañera encastrada de mármol y vierto en ella aceite aromático. Tiene cabida para seis personas.

—La mayor parte del dinero es para él —le recuerdo a Ros mientras compruebo la temperatura del agua—. También cuenta con lo que se ha pagado por la empresa. Siempre podrá comenzar de nuevo.

Me doy la vuelta para salir del baño, pero me detengo y decido encender las velas que están dispuestas con muy buen gusto a lo largo del asiento de piedra que rodea la bañera. Encender velas cuenta como «más», ¿no?

—Pues está amenazando con abogados, y no entiendo por qué. Estamos bien blindados en todo esto. ¿Es agua lo que oigo? —pregunta Ros.

—Sí, voy a darme un baño.

—Oh… ¿Quieres que vaya?

—No. ¿Algo más?

—Sí, Fred quiere hablar contigo.

—¿En serio?

—Ha estudiado el prototipo de Barney.

Camino del salón, agradezco la solución de diseño de Barney para la tableta y le indico a Ros que Andrea me envíe las gráficas. Ana ha cogido una botella de zumo de naranja.

—¿Es este tu nuevo estilo de dirección: no estar aquí? —pregunta Ros.

Me río a carcajadas, pero sobre todo por la bebida que ha elegido Ana. Muy astuta. Le digo a Ros que no volveré al despacho hasta el viernes.

—¿En serio te estás planteando cambiar de parecer con lo de Detroit?

—Estoy interesado en un terreno de por aquí.

—Creo que Bill debería saberlo —comenta Ros, insolente.

—Sí, que me llame Bill.

—Lo hará. ¿Al final has tomado una copa con los de Savannah?

Le digo que los veré mañana y adopto un tono de voz más conciliador, ya que es un tema delicado para Ros.

—Quiero ver lo que podría ofrecernos Georgia si nos instalamos aquí.

Cojo un vaso del estante, se lo doy a Ana y señalo una cubitera.

—Si los incentivos son lo bastante atractivos, creo que deberíamos considerarlo, aunque aquí hace un calor de mil demonios.

Ana se sirve zumo.

—Es tarde para cambiar de opinión en esto, Christian. Pero podría servirnos para presionar a Detroit —cavila Ros.

—Detroit tiene sus ventajas, sí, y es más fresco.

Aunque allí hay demasiados fantasmas para mí.

—Que me llame Bill. Mañana. —Ahora es tarde y tengo visita—. No demasiado temprano —le advierto.

Ros se despide, y cuelgo.

Ana me mira cohibida mientras la devoro con los ojos. La sensual melena le cae sobre los hombros menudos y enmarca su rostro, precioso y pensativo.

—No has respondido a mi pregunta —murmura.

—No.

—¿No has respondido a mi pregunta o no, no la querías?

No va a rendirse. Me apoyo en la pared y cruzo los brazos para resistir la tentación de tirar de ella y abrazarla.

—¿A qué has venido, Anastasia?

—Ya te lo he dicho.

No la hagas sufrir más, Grey.

—No, no la quería.

Se le relajan los hombros y el semblante. Es lo que deseaba oír.

—Tú eres mi diosa de ojos azules, Anastasia. ¿Quién lo habría dicho?

Pero ¿de verdad eres mi diosa?

—¿Se burla de mí, señor Grey?

—No me atrevería —contesto.

—Huy, claro que sí, y de hecho lo haces a menudo. —Sonríe y se clava los dientes perfectos en el labio.

—Por favor, deja de morderte el labio. Estás en mi habitación, hace casi tres días que no te veo y he hecho un largo viaje en avión para verte.

Necesito saber que estamos bien… de la única manera que sé: quiero follarla, duro.

Me suena el teléfono, pero lo apago sin mirar quién llama. Sea quien sea, puede esperar.

Me acerco a ella.

—Quiero hacerlo, Anastasia. Ahora. Y tú también. Por eso has venido.

—Quería saber la respuesta, de verdad —dice.

—Bueno, ahora que lo sabes, ¿te quedas o te vas? —le pregunto deteniéndome delante de ella.

—Me quedo —responde sin dejar de observarme fijamente.

—Me alegro. —La miro a los ojos y me maravillo de cómo se oscurecen cada vez más.

Me desea.

—Con lo enfadada que estabas conmigo… —susurro.

Aún es algo nuevo para mí enfrentarse a su enfado, tener en cuenta sus sentimientos.

—Sí.

—No recuerdo que nadie se haya enfadado nunca conmigo, salvo mi familia. Me gusta.

Le acaricio la cara con las yemas de los dedos y luego los desplazo hasta la barbilla. Ella cierra los ojos y ladea la cabeza para facilitarme el acceso. Me inclino y le paso la nariz por el hombro desnudo hacia la oreja, inhalando su aroma, y el deseo me inunda el cuerpo. Llevo los dedos hacia la nuca y el pelo.

—Deberíamos hablar —susurra.

—Luego.

—Quiero decirte tantas cosas…

—Yo también.

La beso detrás de la oreja y le tiro suavemente del pelo para echarle la cabeza hacia atrás y acceder al cuello. Le mordisqueo la barbilla con los dientes y los labios, y luego bajo por el cuello. Mi cuerpo empieza a hervir, anhelante.

—Te deseo —susurro mientras la beso ahí donde el pulso palpita bajo la piel.

Ella gime y se aferra a mis brazos. Me tenso un momento, pero la oscuridad permanece dormida.

—¿Estás con la regla? —le pregunto entre beso y beso.

Se queda paralizada.

—Sí —contesta.

—¿Tienes dolor menstrual?

—No. —Su voz es tenue pero vehemente a la vez debido a la vergüenza.

Dejo de besarla y la miro a los ojos. ¿De qué se avergüenza? Es su cuerpo.

—¿Te has tomado la píldora?

—Sí —contesta.

Bien.

—Vamos a darnos un baño.

En el lujoso cuarto de baño suelto la mano de Ana. El aire está caliente y húmedo. El vapor se eleva suavemente sobre la espuma. Llevo demasiada ropa para este calor; la camisa de lino y los vaqueros se me pegan a la piel.

Ana me mira, también empapada por la humedad.

—¿Llevas una goma para el pelo? —le pregunto.

Empieza a pegársele a la cara. Saca una del bolsillo de los vaqueros.

—Recógetelo —le digo, y veo cómo obedece con elegante destreza.

Buena chica. Y sin protestar.

Se le escapan varios mechones de la coleta, pero está preciosa. Cierro el grifo, la cojo de la mano y la llevo a la otra zona del baño, donde un gran espejo dorado cuelga sobre dos lavamanos dispuestos sobre una encimera de mármol. Nos miramos en el espejo; me sitúo detrás de ella y le pido que se quite las sandalias. Ella obedece de inmediato y las deja caer al suelo.

—Levanta los brazos —susurro.

Cojo el borde de la bonita blusa que lleva y se la quito por la cabeza dejando sus pechos a la vista. Alargo la mano, le desabrocho el botón de los vaqueros y le bajo la cremallera.

—Te lo voy a hacer en el baño, Anastasia.

Su mirada se pierde en mi boca, y se lame los labios. Bajo la tenue luz del baño sus pupilas refulgen de excitación. Me agacho y voy besándole el cuello con ternura, introduzco los pulgares por la cinturilla de los vaqueros y se los bajo despacio liberando su exquisito culo y arrastrando también las bragas. Me arrodillo detrás de ella y se las bajo hasta el suelo.

—Saca los pies de los vaqueros —ordeno.

Ella se sujeta al borde del lavamanos y me complace; ahora está desnuda y mi cara queda a la altura de su trasero. Dejo los vaqueros, las bragas y la blusa sobre un escabel blanco que hay debajo del lavabo y pienso en todas las cosas que podría hacerle a ese culo. Vislumbro un cordón azul entre sus piernas; el tampón sigue en su sitio, así que empiezo a besarle y a mordisquearle las nalgas con delicadeza antes de levantarme. Nuestras miradas vuelven a encontrarse en el espejo y apoyo las manos abiertas sobre su vientre, plano y suave.

—Mírate. Eres preciosa. Siéntete.

Se le acelera la respiración cuando le cojo las dos manos y se las coloco sobre el vientre, bajo las mías.

—Siente lo suave que es tu piel —susurro.

Guío sus manos despacio por su torso dibujando círculos grandes, y luego las llevo hacia los pechos.

—Siente lo turgentes que son tus pechos.

Los abarco con sus manos. Le acaricio los pezones con los pulgares. Ella gime y arquea la espalda, apretando los pechos contra nuestras manos unidas. Pellizco los pezones entre sus pulgares y los míos y tiro de ellos suavemente una y otra vez, y me deleito notando cómo se endurecen y se agrandan.

Como cierta parte de mi anatomía.

Ella cierra los ojos y se revuelve frotando la espalda contra mi erección. Gime y apoya la cabeza sobre mi hombro.

—Muy bien, nena —le murmuro con los labios pegados a su cuello mientras disfruto de cómo su cuerpo va cobrando vida bajo sus propias caricias.

Guío sus manos hacia abajo hasta alcanzar el vello púbico. Deslizo una pierna entre las suyas y le separo los pies sin dejar de guiar sus manos por su sexo, primero una y luego la otra, apretando el clítoris con los dedos.

Gime y veo en el espejo cómo su cuerpo se retuerce.

Dios mío, es una diosa.

—Mira cómo resplandeces, Anastasia.

Le beso y mordisqueo el cuello y el hombro, y luego la suelto, dejándola a medias, y ella abre los ojos de golpe cuando me retiro.

—Sigue tú —le digo, y me pregunto qué hará.

Titubea un momento, y después se toca con una mano, pero con escaso entusiasmo.

Oh, esto no va a funcionar.

Me quito rápidamente la camisa pegajosa, los vaqueros y la ropa interior y libero mi erección.

—¿Prefieres que lo haga yo? —le pregunto mirándola en el espejo; sus ojos arden.

—Sí, por favor —contesta con una nota desesperada, ávida, en la voz.

La rodeo con los brazos, apoyo la frente en su espalda y coloco la polla en la hendidura de su precioso culo. Vuelvo a cogerle las manos y las guío sobre el clítoris, alternándolas, una y otra vez, apretando, acariciando y excitándola. Ella se retuerce cuando le mordisqueo la nuca. Empiezan a temblarle las piernas. De pronto le doy la vuelta para ponerla de frente. Le agarro las dos muñecas con una mano, se las sujeto a la espalda y le tiro de la coleta con la otra para acercar sus labios a los míos. La beso, devoro su boca, me deleito en su sabor: zumo de naranja y dulce, dulce Ana. Jadea, como yo.

—¿Cuándo te ha venido la regla, Anastasia?

Quiero follarte sin condón.

—Eh… ayer —musita entre jadeos.

—Bien.

Retrocedo un paso y le doy la vuelta.

—Agárrate al lavabo —ordeno.

La sujeto por las caderas, la levanto y tiro de ella hacia atrás. Deslizo la mano por su culo hasta el cordón azul, le saco el tampón y lo tiro al váter. Ella contiene el aliento, conmocionada, diría, pero la penetro rápidamente.

El aire escapa de mis pulmones entre los dientes con un leve silbido.

Joder. Qué placer tan inmenso… Piel con piel. Me retiro un poco y vuelvo a entrar en ella, despacio, disfrutando de hasta el último centímetro de su carne húmeda y divina. Ella gime y empuja contra mí.

Oh, sí, Ana.

Se aferra aún más al mármol mientras aumento el ritmo; le sujeto las caderas con más fuerza y la embisto más y más deprisa, arremeto contra ella con todo mi ímpetu. La quiero para mí. La poseo.

No estés celosa, Ana. Solo te deseo a ti.

A ti.

A ti.

Mis dedos buscan su clítoris y juguetean con él, lo acarician y lo estimulan hasta que las piernas empiezan a temblarle de nuevo.

—Muy bien, nena —murmuro con voz ronca mientras le impongo un ritmo castigador y posesivo.

No discutamos. No nos peleemos.

Sus piernas se envaran mientras la monto y su cuerpo empieza a estremecerse. De pronto grita al llegar al orgasmo y me arrastra consigo.

—¡Oh, Ana! —jadeo mientras me dejo ir.

Pierdo de vista el mundo y me corro dentro de ella.

Joder.

—Oh, nena, ¿alguna vez me saciaré de ti? —susurro mientras me derrumbo sobre ella.

Me dejo caer despacio al suelo, abrazado a ella, que se sienta y apoya la cabeza contra mi hombro, aún jadeante.

Oh, Dios santo.

¿Alguna vez había sido así?

Le beso el pelo y ella se calma; con los ojos cerrados, va recuperando el aliento entre mis brazos. Los dos estamos sudorosos y sofocados en un baño húmedo, pero no quiero estar en ningún otro sitio.

Se mueve.

—Estoy manchando —dice.

—A mí no me molesta. —No quiero soltarla.

—Ya lo he notado. —Su tono es seco.

—¿Te molesta a ti? —No debería. Es algo natural. Solo he conocido a una mujer reticente al sexo teniendo el período, pero no conseguí quitarle de la cabeza esas chorradas.

—No, en absoluto. —Ana alza la cabeza y me mira con sus ojos azules y cristalinos.

—Bien. Vamos a darnos un baño.

La libero y su ceño se frunce un instante mientras me mira el pecho. Su tez rosada pierde algo de color, y clava sus ojos empañados en los míos.

—¿Qué pasa? —pregunto, alarmado.

—Tus cicatrices. No son de varicela.

—No, no lo son. —Mi tono es glacial.

No quiero hablar de eso.

Me pongo en pie y le tiendo una mano para ayudarla a levantarse. Sus ojos están muy abiertos, horrorizados.

Lo siguiente será la compasión.

—No me mires así —le advierto, y le suelto la mano.

No quiero tu maldita compasión, Ana. No vayas por ese camino.

Se mira la mano; creo que se lo he dejado claro.

—¿Te lo hizo ella? —Su voz es casi inaudible.

Me limito a mirarla con el ceño fruncido mientras intento contener la ira que me ha invadido. Mi silencio la obliga a mirarme.

—¿Ella? —gruño—. ¿La señora Robinson?

Ana palidece al oír mi tono.

—No es una salvaje, Anastasia. Claro que no fue ella. No entiendo por qué te empeñas en demonizarla.

Agacha la cabeza para evitar mi mirada, pasa rápidamente por mi lado, se mete en la bañera y se hunde en la espuma para que no pueda verle el cuerpo. Me mira, con expresión arrepentida y franca.

—Solo me pregunto cómo serías si no la hubieras conocido, si ella no te hubiera introducido en ese… estilo de vida.

Maldita sea. Ya hemos vuelto a Elena.

Me acerco a la bañera, me meto en el agua y me siento en el escalón, fuera de su alcance. Ella me mira mientras espera una respuesta. El silencio se agranda entre nosotros hasta que lo único que oigo es el bombeo de la sangre en mis orejas.

Joder.

No me quita la vista de encima.

¡Baja la guardia, Ana!

No. Eso no va a pasar.

Meneo la cabeza. Qué difícil es esta mujer.

—De no haber sido por la señora Robinson, probablemente habría seguido los pasos de mi madre biológica.

Se coloca un mechón mojado detrás de la oreja sin pronunciar palabra.

¿Qué puedo decir de Elena? Pienso en nuestra relación: Elena y yo. Aquella época embriagadora. El secretismo. Los encuentros furtivos. El dolor. El placer. La liberación… El orden y la calma que trajo a mi vida.

—Ella me quería de una forma que yo encontraba… aceptable —musito casi para mí.

—¿Aceptable? —pregunta, incrédula.

—Sí. Me apartó del camino de autodestrucción que yo había empezado a seguir sin darme cuenta —prosigo con voz casi inaudible—. Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto.

Toma aire con decisión.

Dios, no soporto hablar de esto.

—¿Aún te quiere?

¡No!

—No lo creo, no de ese modo. Ya te digo que fue hace mucho. Es algo del pasado. No podría cambiarlo aunque quisiera, que no quiero. Ella me salvó de mí mismo. Nunca he hablado de esto con nadie.

»Salvo con el doctor Flynn, claro. Y la única razón por la que te lo cuento a ti ahora es que quiero que confíes en mí.

—Yo ya confío en ti —dice—, pero quiero conocerte mejor, y siempre que intento hablar contigo, me distraes. Hay muchísimas cosas que quiero saber.

—Oh, por el amor de Dios, Anastasia. ¿Qué quieres saber? ¿Qué tengo que hacer?

Se mira las manos, que mantiene dentro del agua.

—Solo pretendo entenderlo; eres todo un enigma. No te pareces a nadie que haya conocido. Me alegro de que me cuentes lo que quiero saber.

Con repentina resolución, se mueve por el agua para sentarse a mi lado y se pega a mí de manera que mi piel queda en contacto con la suya.

—No te enfades conmigo, anda —dice.

—No estoy enfadado contigo, Anastasia. Es que no estoy acostumbrado a este tipo de conversación, a este interrogatorio. Esto solo lo hago con el doctor Flynn y con…

Maldita sea.

—Con ella. Con la señora Robinson. ¿Hablas con ella? —pregunta con un hilo de voz.

—Sí, hablo con ella.

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