Grey

Grey


Viernes, 3 de junio de 2011

Página 34 de 43

Viernes, 3 de junio de 2011

No puedo dormir. Son más de las dos de la madrugada y llevo una hora mirando el techo. Hoy no son las pesadillas nocturnas lo que me mantiene en vela, es la que vivo despierto.

Leila Williams.

El detector de humos del techo me lanza guiños, como si los pequeños destellos de luz verde se burlaran de mí.

¡Mierda!

Cierro los ojos y dejo que mis pensamientos fluyan con total libertad.

¿Por qué querría suicidarse? ¿Qué la ha impulsado a hacerlo? Su profunda infelicidad me trae recuerdos de un yo más joven y desdichado. Intento acallarlos, pero la rabia y la desolación de mis solitarios años de adolescencia afloran de nuevo a la superficie y no tienen intención de marcharse. Me recuerdan mi sufrimiento y cómo arremetía contra todos durante esa época. Contemplé la idea del suicidio muchas veces, pero siempre me echaba atrás. Resistí por Grace, porque sabía que eso la destrozaría. Sabía que si me quitaba la vida se culparía a sí misma, y había hecho tanto por mí… ¿Cómo iba a provocarle tal dolor? Además, cuando conocí a Elena… todo cambió.

Me levanto de la cama y trato de apartar de mi mente estos pensamientos tan perturbadores. Necesito el piano.

Necesito a Ana.

Si ella hubiera firmado el contrato y todo hubiese ido según lo previsto, ahora estaría conmigo, arriba, durmiendo. Podría despertarla y perderme en ella… o, según el nuevo acuerdo, estaría a mi lado, y podría follármela y luego contemplarla mientras duerme.

¿Qué me diría de Leila?

Me siento frente al piano pensando que Ana no conocerá a Leila jamás, y me alegro. Sé lo que opina de Elena. Dios sabe qué opinaría de una ex… De una ex incontrolable.

Eso es justo lo que no me cuadra. Leila era abierta, traviesa y alegre cuando la conocí; una sumisa excelente. Y creía que había sentado la cabeza y que estaba felizmente casada. Por sus correos nunca habría dicho que algo iba mal. ¿Qué ha fallado?

Empiezo a tocar… y mis preocupaciones se desvanecen hasta que solo quedamos la música y yo.

Leila está trabajándose mi polla con la boca.

Su habilidosa boca.

Lleva las manos atadas a la espalda.

Y el pelo recogido en una trenza.

Está de rodillas.

Con la mirada gacha. Recatada. Seductora.

No me mira.

Y de pronto es Ana.

Ana de rodillas, delante de mí. Desnuda. Hermosa.

Con mi polla en la boca.

Pero Ana me mira a los ojos.

Sus abrasadores ojos azules lo ven todo.

A mí. Mi alma.

Ve la oscuridad y el monstruo que se oculta en ella.

Abre los ojos desmesuradamente, aterrada, y desaparece al instante.

¡Mierda! Despierto sobresaltado y con una erección que remite tan pronto recuerdo la expresión dolida que tenía Ana en mi sueño.

Pero ¿qué narices…?

Casi nunca tengo sueños eróticos. ¿Por qué ahora? Miro la hora en el despertador y veo que le he sacado unos minutos de ventaja. La luz de la mañana se abre paso entre los edificios mientras me levanto. Tengo los nervios a flor de piel, seguro que por culpa de ese sueño tan inquietante, así que decido salir a correr un rato para desfogarme un poco. No hay e-mails, ni mensajes, ni se sabe nada nuevo de Leila. El apartamento está en silencio cuando salgo, y no veo a Gail por ninguna parte. Espero que se haya recuperado del mal rato que pasó ayer.

Abro las puertas de cristal del vestíbulo del edificio. Una mañana cálida y soleada me da la bienvenida y me detengo a echar un vistazo a la calle. Miro en los callejones y en los portales junto a los que paso durante mi carrera matutina, incluso detrás de los coches aparcados, por si veo a Leila.

¿Dónde estás, Leila Williams?

Subo el volumen cuando suenan los Foo Fighters mientras mis pasos resuenan sobre la acera.

Olivia me resulta hoy excepcionalmente exasperante. Ha derramado mi café, ha cortado una llamada importante y sigue mirándome con sus grandes ojos castaños de cordera degollada.

—¡Vuelve a ponerme con Ros! —vocifero—. ¡No, mejor, dile que venga!

Cierro la puerta del despacho y regreso a mi escritorio. No es justo que les haga pagar mi mal humor a los empleados.

Welch no tiene nada nuevo, salvo que los padres de Leila creen que su hija sigue en Portland, con su marido. Alguien llama a la puerta.

—Adelante.

Por su bien, espero que no se trate de Olivia. Ros asoma la cabeza.

—¿Querías verme?

—Sí, sí, pasa. ¿En qué punto estamos con Woods?

Ros abandona mi despacho poco antes de las diez. Todo va según lo previsto: Woods ha decidido aceptar el trato y la ayuda para Darfur no tardará en salir por carretera con destino a Munich, donde la cargarán en el avión. Sigo sin tener noticias sobre la oferta que deben enviarnos desde Savannah.

Compruebo la bandeja de entrada y encuentro un e-mail de bienvenida de Ana.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 12:53

Para: Christian Grey

Asunto: Rumbo a casa

 

Querido señor Grey:

Ya estoy de nuevo cómodamente instalada en primera, lo cual le agradezco. Cuento los minutos que me quedan para verle esta noche y quizá torturarle para sonsacarle la verdad sobre mis revelaciones nocturnas.

 

Su Ana x

¿Torturarme? Ay, señorita Steele, me temo que será al revés. Tengo mucho trabajo, así que decido ser breve.

De: Christian Grey

Fecha: 3 de junio de 2011 09:58

Para: Anastasia Steele

Asunto: Rumbo a casa

 

Anastasia, estoy deseando verte.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Sin embargo, Ana no se da por satisfecha.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 13:01

Para: Christian Grey

Asunto: Rumbo a casa

 

Queridísimo señor Grey:

Confío en que todo vaya bien con respecto al «problema». El tono de su correo resulta preocupante.

 

Ana x

Al menos todavía me merezco un beso. ¿No debería de estar ya en el avión?

De: Christian Grey

Fecha: 3 de junio de 2011 10:04

Para: Anastasia Steele

Asunto: Rumbo a casa

 

Anastasia:

El problema podría ir mejor. ¿Has despegado ya? Si lo has hecho, no deberías estar mandándome e-mails. Te estás poniendo en peligro y contraviniendo directamente la norma relativa a tu seguridad personal. Lo de los castigos iba en serio.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Estoy a punto de llamar a Welch para que me ponga al día cuando oigo de nuevo el tono de mensaje entrante. Ana otra vez.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 13:06

Para: Christian Grey

Asunto: Reacción desmesurada

 

Querido señor Cascarrabias:

Las puertas del avión aún están abiertas. Llevamos retraso, pero solo de diez minutos. Mi bienestar y el de los pasajeros que me rodean está asegurado. Puede guardarse esa mano suelta de momento.

 

Señorita Steele

A duras penas consigo reprimir una sonrisa. Conque señor Cascarrabias, ¿eh? Y se acabaron los besos. ¡Vaya por Dios!

De: Christian Grey

Fecha: 3 de junio de 2011 10:08

Para: Anastasia Steele

Asunto: Disculpas; mano suelta guardada

 

Echo de menos a usted y a su lengua viperina, señorita Steele.

Quiero que lleguéis a casa sanas y salvas.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 13:10

Para: Christian Grey

Asunto: Disculpas aceptadas

 

Están cerrando las puertas. Ya no vas a oír ni un solo pitido más de mí, y menos con tu sordera.

Hasta luego.

 

Ana x

Ahí está mi beso. Vaya, menudo alivio. Muy a mi pesar, me alejo de la pantalla del ordenador y descuelgo el teléfono para llamar a Welch.

A la una del mediodía declino el ofrecimiento de Andrea de traerme la comida al despacho. Necesito salir de aquí. Las paredes se cierran sobre mí y creo que se debe a que no he tenido más noticias de Leila.

Me preocupa. Mierda, vino a verme. Había decidido utilizar mi casa de escenario para su numerito. ¿Cómo no voy a tomármelo como algo personal? ¿Por qué no llamó o me envió un correo? Si estaba en apuros, podría haberla ayudado. Le habría ayudado; no habría sido la primera vez.

Necesito airearme. Paso decidido por delante de Olivia y de Andrea, que parecen atareadas, aunque me percato de la expresión desconcertada de esta última cuando me meto en el ascensor.

Fuera me espera una tarde soleada y bulliciosa. Respiro hondo y percibo el olor salobre y relajante del Sound. ¿Y si me tomo el resto del día libre? No, no puedo, tengo una reunión con el alcalde. Qué fastidio… ¡Si lo veré mañana en la gala de la Cámara de Comercio!

¡La gala!

De pronto tengo una idea y me dirijo a una pequeña tienda que conozco, con la renovada sensación de tener un objetivo.

Tras la reunión en el despacho del alcalde, regreso al Escala recorriendo a pie la decena de manzanas que me separan de casa. Taylor ha ido a recoger a Ana al aeropuerto, y Gail está en la cocina cuando entro en el salón.

—Buenas tardes, señor Grey.

—Hola, Gail. ¿Qué tal te ha ido el día?

—Bien, gracias, señor.

—¿Te encuentras mejor?

—Sí, señor. Han llegado los vestidos de la señorita Steele. Los he sacado y los he colgado en el armario de su habitación.

—Perfecto. ¿Se sabe algo de Leila?

Una pregunta tonta, ya que Gail me habría llamado.

—No, señor. También ha llegado esto.

Me tiende una bolsita roja.

—Bien.

Cojo la bolsa pasando por alto el brillo animado que se atisba en su mirada.

—¿Cuántos serán esta noche para cenar?

—Dos, gracias. Y, Gail…

—¿Señor?

—¿Podrías poner las sábanas de satén en el cuarto de juegos?

Cuento con conseguir que Ana lo visite en algún momento a lo largo del fin de semana.

—Sí, señor Grey —contesta con voz un tanto sorprendida, y regresa a lo que estuviera haciendo antes en la cocina, aunque su reacción me ha dejado un poco desconcertado.

Tal vez Gail no lo apruebe, pero es lo que quiero de Ana.

Una vez en mi estudio, saco el estuche de Cartier que contiene la bolsa, un regalo para Ana que le entregaré mañana, a tiempo para la gala. Se trata de unos pendientes; sencillos, elegantes, preciosos. Como ella. Sonrío al pensar que, incluso con sus Converse y sus vaqueros, Ana posee cierto encanto seductor.

Espero que acepte el regalo. Si fuera mi sumisa, no le quedaría otro remedio, pero con nuestro acuerdo alternativo no sé cómo reaccionará. Ocurra lo que ocurra, será interesante. Siempre consigue sorprenderme. Voy a dejar el estuche en el cajón del escritorio cuando me distrae el tono de mensaje entrante del ordenador. Los últimos diseños de la tableta de Barney aparecen en mi bandeja de entrada y estoy impaciente por verlos.

Cinco minutos después, recibo una llamada de Welch.

—Señor Grey —lo oigo resollar.

—Sí. ¿Qué hay de nuevo?

—He hablado con Russell Reed, el marido de la señora Reed.

—¿Y?

El desasosiego me invade al instante. Salgo del estudio con paso airado y cruzo el salón en dirección al ventanal.

—Según él, su mujer ha ido a visitar a sus padres —me informa Welch.

—¿Qué?

—Eso digo yo. —Welch parece tan cabreado como yo.

Ver Seattle a mis pies y saber que la señora Reed, también conocida como Leila Williams, está ahí fuera, en alguna parte, aumenta mi irritación. Me paso la mano por el pelo.

—Tal vez es lo que le ha dicho ella.

—Tal vez —coincide conmigo—, pero hasta ahora no hemos encontrado nada.

—¿Ni rastro?

No puedo creerme que haya desaparecido sin más.

—Nada, pero si utiliza un cajero, cobra un cheque o se conecta a cualquiera de sus cuentas en internet, la encontraremos.

—Vale.

—Nos gustaría repasar las grabaciones que hayan podido registrar las cámaras de los alrededores del hospital. ¿Le parece bien?

—Sí.

De pronto se me eriza el vello… y no tiene que ver con la llamada. No sé por qué, pero tengo la sensación de que me observan, y al volverme veo a Ana en el umbral de la habitación, mirándome fijamente con el ceño y los labios fruncidos. Lleva puesta una falda muy, muy corta; toda ella es ojos y piernas… sobre todo piernas. Unas piernas que ya imagino alrededor de mi cintura.

El deseo, vivo y carnal, me enciende la sangre y me descubro incapaz de apartar la mirada.

—Nos pondremos a ello de inmediato —dice Welch.

Me despido de él con los ojos fijos en Ana y voy derecho hacia ella mientras me quito la americana y la corbata, que arrojo al sofá.

Ana.

La envuelvo en mis brazos y le tiro de la coleta para llevar sus ávidos labios a los míos. Sabe a gloria, a hogar, a otoño y a Ana. Esa fragancia me invade mientras tomo todo lo que me ofrece su boca cálida y dulce. Siento que mis músculos se tensan, espoleados por la expectación y el deseo, cuando nuestras lenguas se entrelazan. Anhelo perderme en Ana, olvidar el final de mierda que ha tenido la semana, olvidarlo todo salvo a ella.

La beso con pasión febril al tiempo que le arranco la goma de la coleta de un tirón y ella entierra los dedos en mi pelo. De pronto, me siento tan abrumado por la desesperación con que la ansío que me aparto y me quedo mirando un rostro aturdido por el deseo.

Yo también me siento así. ¿Qué me está haciendo?

—¿Qué pasa? —susurra.

La respuesta resuena en mi cabeza con absoluta claridad.

Te he echado de menos.

—Me alegro mucho de que hayas vuelto. Dúchate conmigo. Ahora.

—Sí —contesta con voz ronca.

La cojo de la mano y nos dirigimos a mi cuarto de baño, donde abro el grifo de la ducha y luego me vuelvo hacia ella. Es preciosa, y los ojos le brillan de excitación mientras me observa. Recorro su cuerpo con la mirada y me detengo en las piernas, desnudas. Nunca la había visto con una falda tan corta, enseñando tanta piel, y no sé si me parece bien. Ella es solo para mis ojos.

—Me gusta tu falda. Es muy corta. —Demasiado corta—. Tienes unas piernas preciosas.

Me quito los zapatos y los calcetines y, sin apartar la vista, ella también se libra de su calzado.

Que le den a la ducha, la quiero ahora.

Avanzo hacia Ana, le sujeto la cabeza y retrocedemos juntos hasta que la tengo contra la pared de azulejos. Abre la boca en busca de aire. Deslizo las manos hasta su cara, hundo los dedos en su pelo y la beso; en los pómulos, en el cuello, en los labios… Ella es ambrosía y yo soy insaciable. Se le corta la respiración y se aferra a mis brazos, pero la oscuridad que habita en mi interior no protesta ante el contacto. Solo existe Ana, en toda su belleza e inocencia, devolviéndome el beso con un fervor que compite con el mío.

El deseo me quema en las venas y la erección empieza a ser dolorosa.

—Quiero hacértelo ya. Aquí, rápido, duro —murmuro metiendo la mano por debajo de la falda mientras le recorro con urgencia un muslo desnudo—. ¿Aún estás con la regla?

—No.

—Bien.

Le subo la falda por encima de las caderas, encajo los pulgares en sus bragas de algodón y me dejo caer de rodillas al tiempo que se las arranco y se las deslizo por las piernas.

Jadea cuando le agarro las caderas y beso la dulce unión que oculta el vello púbico. Desplazo las manos por detrás de sus muslos, le separo las piernas y su clítoris queda expuesto a mi lengua. Cuando inicio el asalto sensual, Ana entierra los dedos en mi pelo. Mi lengua la atormenta, y ella gime y echa la cabeza hacia atrás, contra la pared.

Huele de maravilla. Y sabe mejor.

Gime y empuja las caderas hacia mi lengua invasora e implacable, hasta que noto que empiezan a temblarle las piernas.

Es suficiente. Quiero correrme en su interior.

Otra vez piel contra piel, como en Savannah. La suelto, me levanto, le cojo la cara y apreso el gesto sorprendido y frustrado de sus labios con los míos, besándola con violencia. Me bajo la cremallera y la alzo asiéndola por las nalgas.

—Enrosca las piernas en mi cintura, nena —ordeno con voz ronca y apremiante.

Y en cuanto obedece, la embisto y la penetro.

Es mía. Es una delicia.

Gime aferrada a mí mientras me muevo, despacio al principio, aunque aumento el ritmo a medida que mi cuerpo toma el control y me empuja hacia delante, me empuja a embestirla más hondo, más deprisa, más fuerte, con el rostro enterrado en su cuello. Gime y siento que ella se acelera y que me pierdo en ella, en nosotros, cuando alcanza el clímax con un grito liberador. La sensación de las contracciones de su sexo sobre mi miembro me arrastra al límite y me corro con una última, dura y honda embestida mientras pronuncio algo parecido a su nombre con un gruñido confuso.

La beso en el cuello sin intención de salir de ella, esperando a que se recupere. El grifo de la ducha sigue abierto y nos envuelve una nube de vapor; la camisa y los pantalones se me pegan al cuerpo, pero no me importa. La respiración de Ana ya no es tan agitada y siento que su cuerpo cobra peso en mis brazos a medida que se relaja. Todavía conserva una expresión extasiada y aturdida cuando salgo de ella, así que la sujeto con fuerza hasta que estoy seguro de que se tiene en pie. Sus labios se curvan en una sonrisa cautivadora.

—Parece que te alegra verme —dice.

—Sí, señorita Steele, creo que mi alegría es más que evidente. Ven, deja que te lleve a la ducha.

Me desvisto rápidamente y, ya desnudo, empiezo a desabrocharle los botones de la blusa. Su mirada se traslada de mis dedos a mi cara.

—¿Qué tal tu viaje? —pregunto.

—Bien, gracias —contesta con la voz un poco ronca—. Gracias otra vez por los billetes de primera. Es una forma mucho más agradable de viajar. —Respira hondo, como si cogiera fuerzas—. Tengo algo que contarte —dice.

—¿En serio?

¿Y ahora qué? Le quito la blusa y la dejo sobre mi ropa.

—Tengo trabajo.

Parece incómoda. ¿Por qué? ¿Creía que iba a enfadarme? ¿Cómo no va a encontrar trabajo? Me siento henchido de orgullo.

—Enhorabuena, señorita Steele. ¿Me vas a decir ahora dónde? —pregunto con una sonrisa.

—¿No lo sabes?

—¿Por qué iba a saberlo?

—Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual…

Se interrumpe y me observa con atención.

—Anastasia, jamás se me ocurriría interferir en tu carrera profesional, salvo que me lo pidieras, claro.

—Entonces, ¿no tienes ni idea de qué editorial es?

—No. Sé que hay cuatro editoriales en Seattle, así que imagino que es una de ellas.

—SIP —anuncia.

—Ah, la más pequeña, bien. Bien hecho.

Es la editorial que, según Ros, se encuentra en el momento idóneo para ser objeto de una absorción. Será fácil.

La beso en la frente.

—Chica lista. ¿Cuándo empiezas?

—El lunes.

—Qué pronto, ¿no? Más vale que disfrute de ti mientras pueda. Date la vuelta.

Obedece de inmediato. Le quito el sujetador y la falda y luego le agarro el trasero y le beso el hombro. Me pego a ella y entierro la nariz en su pelo. Su fragancia invade mis sentidos, relajante, familiar e inconfundible. Definitivamente lo tiene todo.

—Me embriaga, señorita Steele, y me calma. Una mezcla interesante.

Agradecido por su presencia, le beso el pelo y luego la cojo de la mano y la llevo a la ducha.

—Ay —se queja cerrando los ojos y encogiéndose bajo el chorro humeante.

—No es más que un poco de agua caliente.

Sonrío. Alza la barbilla mientras abre un ojo y poco a poco se rinde al calor.

—Date la vuelta —ordeno—. Quiero lavarte.

Obedece y me echo un chorro de gel en la mano, froto para hacer un poco de espuma y empiezo a masajearle los hombros.

—Tengo algo más que contarte —anuncia al tiempo que se le tensan los hombros.

—¿Ah, sí? —pregunto sin perder el tono afable.

¿Por qué está tensa? Deslizo las manos sobre sus hombros y luego bajo hasta sus magníficos pechos.

—La exposición fotográfica de mi amigo José se inaugura el jueves en Portland.

—Sí, ¿y qué pasa?

¿Otra vez el fotógrafo?

—Le dije que iría. ¿Quieres venir conmigo?

Lo dice de corrido, como si las palabras le quemaran en la boca.

¿Una invitación? Me ha dejado descolocado. Solo recibo invitaciones de mi familia, del trabajo y de Elena.

—¿A qué hora?

—La inauguración es a las siete y media.

Esto contará como «más», eso seguro. Le beso la oreja y le susurro al oído:

—Vale.

Relaja los hombros y se echa hacia atrás hasta apoyarse en mí. Parece aliviada, y no sé si debo alegrarme o enfadarme. ¿De verdad soy tan inaccesible?

—¿Estabas nerviosa porque tenías que preguntármelo?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Anastasia, se te acaba de relajar el cuerpo entero.

Intento ocultar mi irritación.

—Bueno, parece que eres… un pelín celoso.

Sí, soy celoso. Imaginar a Ana con otro me resulta… perturbador. Muy perturbador.

—Lo soy, sí. Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por preguntar. Iremos en el Charlie Tango.

Me dirige una sonrisa breve pero amplia mientras mis manos recorren su cuerpo, el cuerpo que me ha entregado a mí única y exclusivamente.

—¿Te puedo lavar yo a ti? —pregunta tratando de desviar mi atención.

—Me parece que no.

La beso en el cuello mientras le aclaro la espalda.

—¿Me dejarás tocarte algún día?

Su voz está teñida de delicada súplica, pero no detiene la oscuridad que de pronto se revuelve en mi interior, surgida de ninguna parte, y que me atenaza la garganta.

No.

Deseo que desaparezca, así que agarro el culo de Ana, magnífico y glorioso, y me centro en él. Mi cuerpo responde a un nivel primario, en guerra con la oscuridad. Necesito a Ana. La necesito para ahuyentar mis miedos.

—Apoya las manos en la pared, Anastasia. Voy a penetrarte otra vez —susurro y, tras un breve gesto de sorpresa, coloca las manos contra las baldosas de la pared. La sujeto por las caderas y la atraigo hacia mí—. Agárrate fuerte, Anastasia —le aviso mientras el agua le cae por la espalda.

Agacha la cabeza y se prepara mientras mis manos se pasean por su vello púbico. Se retuerce y su trasero roza mi erección.

¡Joder! Y sin más, mis miedos residuales se desvanecen.

—¿Es esto lo que quieres? —pregunto, al tiempo que mis dedos juguetean con su sexo. En respuesta, ella restriega el culo contra mi miembro erecto arrancándome una sonrisa—. Dilo —la apremio con voz atenazada por el deseo.

—Sí.

Su consentimiento se abre paso a través de la cortina de agua y mantiene la oscuridad a raya.

Oh, nena.

Todavía está húmeda de antes, de mí, de ella; ya no lo sé. Ahora mismo nada importa, y doy las gracias mentalmente a la doctora Greene: se acabaron los condones. La penetro con suavidad y, poco a poco, sin prisa, vuelvo a hacerla mía.

La envuelvo en un albornoz y le doy un beso largo y profundo.

—Sécate el pelo —le ordeno tendiéndole un secador que no uso nunca—. ¿Tienes hambre?

—Estoy famélica —admite, y no sé si lo dice de verdad o solo por complacerme. Aunque me complace.

—Genial, yo también. Iré a ver cómo va la señora Jones con la cena. Tienes diez minutos. No te vistas.

Vuelvo a besarla y me dirijo descalzo a la cocina.

Gail está lavando algo en el fregadero, pero levanta la vista cuando echo un vistazo por encima de su hombro.

—Almejas, señor Grey —dice.

Delicioso. Pasta alle vongole, uno de mis platos preferidos.

—¿Diez minutos? —pregunto.

—Doce —contesta.

—Estupendo.

Me mira de manera peculiar cuando me dirijo al estudio. Me da igual. Ya me ha visto antes con bastante menos que un albornoz… ¿qué problema tiene?

Consulto el programa de correo y el teléfono para ver si hay alguna noticia de Leila. Nada, aunque… desde que Ana está aquí ya no siento la desesperación de antes.

Ana entra en la cocina al mismo tiempo que yo, sin duda atraída por el delicioso olor de la cena, y se cierra el cuello del albornoz al ver a la señora Jones.

—Justo a tiempo —dice Gail, y nos sirve lo que ha preparado en dos cuencos enormes que hay junto a los cubiertos dispuestos sobre la barra.

—Siéntate.

Le indico uno de los taburetes. Ana mira a la señora Jones con inquietud, y luego a mí.

Está cohibida.

Nena, tengo servicio. Acostúmbrate de una vez.

—¿Vino? —le ofrezco para distraerla.

—Gracias —contesta con voz contenida mientras se acomoda en el taburete.

Abro una botella de Sancerre y lleno dos copas pequeñas.

—Hay queso en la nevera si le apetece, señor —dice Gail.

Se lo agradezco con un gesto de cabeza y se va, para gran alivio de Ana. Tomo asiento.

—Salud.

Levanto mi bebida.

—Salud —contesta Ana, y las copas de cristal tintinean cuando brindamos.

Prueba un bocado y expresa su aprobación con un murmullo de satisfacción. Tal vez era cierto que estaba hambrienta.

—¿Vas a contármelo? —pregunta.

—¿Contarte el qué?

La señora Jones se ha superado; la pasta está deliciosa.

—Lo que dije en sueños.

Niego con la cabeza.

—Come. Sabes que me gusta verte comer.

Finge un mohín exasperado.

—Serás pervertido… —exclama en un susurro.

Oh, nena, no lo sabes tú bien. De pronto me asalta una idea: ¿y si esta noche probamos algo nuevo en el cuarto de juegos? Algo divertido.

—Háblame de ese amigo tuyo —pido.

—¿Mi amigo?

—El fotógrafo —especifico sin perder el tono distendido.

Aun así, me mira y frunce el ceño brevemente.

—Bueno, nos conocimos el primer día de universidad. Ha estudiado ingeniería, pero su pasión es la fotografía.

—¿Y?

—Eso es todo.

Sus evasivas me irritan.

—¿Nada más?

Se retira el pelo hacia atrás.

—Nos hemos hecho buenos amigos. Resulta que el padre de José y el mío sirvieron juntos en el ejército antes de que yo naciera. Han retomado la amistad y ahora son inseparables.

Ah.

—¿Su padre y el tuyo?

—Sí.

Vuelve a enrollar la pasta en el tenedor.

—Ya veo.

—Esto está delicioso.

Me sonríe satisfecha. El albornoz se le abre un poco y atisbo sus pechos turgentes. La imagen agita mi entrepierna.

—¿Cómo estás? —pregunto.

—Bien —contesta.

—¿Quieres más?

—¿Más?

—¿Más vino?

¿Más sexo? ¿En el cuarto de juegos?

—Un poquito, por favor.

Le sirvo más Sancerre, con mesura. Si vamos a jugar, es mejor que ninguno de los dos beba demasiado.

—¿Cómo va el «problema» que te trajo a Seattle?

Leila. Mierda. No quiero hablar de ella.

—Descontrolado. Pero tú no te preocupes por eso, Anastasia. Tengo planes para ti esta noche.

Quiero saber si cabe la posibilidad de que ambos salgamos beneficiados con esta especie de acuerdo al que hemos llegado.

—¿Ah, sí?

—Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos. —Me levanto y la observo con atención para ver cómo reacciona. Le da un rápido sorbo a su copa y se le dilatan las pupilas—. Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de ropa para ti. No admito discusión al respecto.

Sus labios forman un gesto de asombro y la miro con severidad retándola a contradecirme. Pero para mi sorpresa no protesta, así que me dirijo al estudio con intención de enviarle un e-mail rápido a Ros para decirle que quiero iniciar el proceso de compra de SIP lo antes posible.

Echo un vistazo por encima a un par de correos de trabajo, pero no veo nada en la bandeja de entrada relacionado con la señora Reed. Aparto a Leila de mi pensamiento; llevo las últimas veinticuatro horas pendiente de ella. Esta noche quiero centrarme en Ana… y pasarlo bien.

Cuando vuelvo a la cocina, Ana ha desaparecido. Supongo que ha subido a prepararse.

Me quito el albornoz junto al armario del dormitorio y me pongo mis vaqueros preferidos. Mientras me cambio, acuden a mi mente imágenes de Ana en el cuarto de baño: su culo perfecto y las manos apoyadas en la pared de azulejos mientras me la tiraba.

Qué aguante tiene…

Veamos cuánto.

Con cierta sensación de euforia, cojo el iPod del salón y subo corriendo al cuarto de juegos.

Al encontrarme a Ana arrodillada junto a la entrada como se supone que debe estar, vuelta hacia la habitación (con la mirada en el suelo, las piernas separadas y vestida únicamente con las braguitas), lo primero que me invade es un gran alivio.

Sigue aquí, y está dispuesta a probar.

Lo segundo, un gran orgullo: ha seguido mis instrucciones al pie de la letra. Me cuesta ocultar una sonrisa.

A la señorita Steele no le asustan los retos.

Cierro la puerta detrás de mí y veo que ha dejado el albornoz en el colgador. Paso descalzo junto a ella y dejo el iPod en la cómoda. He decidido que voy a privarla de todos los sentidos menos el del tacto, a ver qué le parece. Las sábanas de satén están puestas en la cama.

Y los grilletes con muñequeras de cuero también esperan en su sitio.

Saco una goma de pelo de la cómoda, una venda para los ojos, un guante de piel, unos auriculares y el práctico transmisor que Barney diseñó para mi iPod. Lo dispongo todo en una fila perfecta y conecto el transmisor en la parte superior del iPod mientras Ana espera. Crear expectativas es fundamental en la elaboración de una escena. En cuanto me doy por satisfecho, me acerco y me coloco delante de ella. Ana mantiene la cabeza gacha, su melena despide suaves destellos bajo la luz ambiental. Tiene un aspecto recatado y está bellísima: es la personificación de una sumisa.

—Estás preciosa. —Le cojo la cara entre las manos y le levanto la cabeza hasta que unos ojos azules se encuentran con unos grises—. Eres una mujer hermosa, Anastasia. Y eres toda mía —susurro—. Levántate.

Parece un poco entumecida mientras se pone de pie.

—Mírame —ordeno, y cuando la miro a los ojos sé que podría ahogarme en su expresión seria y concentrada. Tengo toda su atención—. No hemos firmado el contrato, Anastasia, pero ya hemos hablado de los límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿vale?

Parpadea un par de veces, pero guarda silencio.

—¿Cuáles son? —pregunto en tono exigente.

Vacila.

Esto no va a funcionar.

—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia?

—Amarillo.

—¿Y?

—Rojo.

—No lo olvides.

Arquea una ceja con evidente aire burlón y está a punto de decir algo.

Ah, no. En mi cuarto de juegos, ni hablar.

—Cuidado con esa boquita, señorita Steele, si no quieres que te folle de rodillas. ¿Entendido?

Por excitante que me resulte la idea, lo que deseo en estos momentos es su obediencia.

Se traga el orgullo.

—¿Y bien?

—Sí, señor —se apresura a contestar.

—Buena chica. No es que vayas a necesitar las palabras de seguridad porque te vaya a doler, sino que lo que voy a hacerte va a ser intenso, muy intenso, y necesito que me guíes. ¿Entendido?

Su expresión impasible no delata ninguna emoción.

—Vas a necesitar el tacto, Anastasia. No vas a poder verme ni oírme, pero podrás sentirme.

Sin prestar atención a su gesto confuso, enciendo el reproductor de audio que hay encima de la cómoda y lo cambio a modo auxiliar.

Solo tengo que escoger una canción, y de pronto recuerdo la conversación que mantuvimos en el coche después de que durmiera en la suite del Heathman donde yo me alojaba. Veamos si le gusta la música coral de la época de los Tudor.

—Te voy a atar a esa cama, Anastasia, pero primero te voy a vendar los ojos y… —le enseño el iPod— no vas a poder oírme. Lo único que vas a oír es la música que te voy a poner.

Creo detectar cierta sorpresa en su expresión, pero no estoy seguro.

—Ven. —La conduzco hasta la cama—. Ponte aquí de pie. —Me inclino hacia ella, inspiro su dulce fragancia y le susurro al oído—: Espera aquí. No apartes la vista de la cama. Imagínate ahí tumbada, atada y completamente a mi merced.

Respira hondo, como si le faltara el aire.

Sí, nena, imagínatelo. Resisto la tentación de besarla con suavidad en el hombro. Primero tengo que trenzarle el pelo y luego ir a buscar un látigo. Recupero la goma de pelo que hay sobre la cómoda, cojo del colgador mi látigo de tiras preferido y lo meto en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Cuando vuelvo junto a ella, le recojo el pelo con delicadeza y le hago una trenza.

—Aunque me gustan tus trencitas, Anastasia, estoy impaciente por tenerte, así que tendrá que valer con una.

Sujeto el extremo con la goma y tiro de la trenza para obligarla a retroceder hasta que topa conmigo. Me la enrollo en la muñeca y vuelvo a tirar, esta vez hacia un lado, obligando a Ana a torcer la cabeza y a dejar su cuello expuesto, que recorro lamiendo y mordisqueando con delicadeza mientras la acaricio con la nariz desde el lóbulo de la oreja hasta el hombro.

Mmm… Qué bien huele.

Ana se estremece y gime.

—Calla —le advierto.

Saco el látigo de tiras del bolsillo trasero, le rozo los brazos al extender los míos por delante de ella y se lo muestro.

Se queda sin respiración y veo que contrae los dedos.

—Tócalo —susurro, consciente de que está deseándolo.

Alza la mano, se detiene y finalmente recorre las suaves tiras de ante con los dedos. Me excita.

—Lo voy a usar. No te va a doler, pero hará que te corra la sangre por la superficie de la piel y te la sensibilice. ¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia?

—Eh… «amarillo» y «rojo», señor —murmura, hipnotizada por el látigo.

—Buena chica. Casi todo tu miedo está solo en tu mente. —Dejo el látigo sobre la cama, deslizo los dedos por sus costados hasta las turgentes caderas y los introduzco en sus braguitas—. No las vas a necesitar.

Se las bajo por las piernas y me arrodillo detrás de ella. Ana se agarra al poste de la cama para acabar de sacárselas con torpeza.

—Estate quieta —ordeno, y le beso el trasero dándole mordisquitos en las nalgas—. Túmbate. Boca arriba. —Le propino un pequeño azote al que responde con un respingo, sobresaltada, y se apresura a subir a la cama. Se tumba de espaldas, vuelta hacia mí, mirándome con unos ojos que brillan de excitación… y con una ligera inquietud, creo—. Las manos por encima de la cabeza.

Hace lo que le pido. Recojo los auriculares, la venda, el iPod y el mando a distancia que había dejado encima de la cómoda. Me siento en la cama, a su lado, y le muestro el iPod y el transmisor. Sus ojos van rápidamente de mi cara a los aparatos y luego regresan a mí.

—Esto transmite al equipo del cuarto lo que se reproduce en el iPod. Yo voy a oír lo mismo que tú, y tengo un mando a distancia para controlarlo.

En cuanto lo ha visto todo, le pongo los auriculares en los oídos y dejo el iPod sobre la almohada.

—Levanta la cabeza.

Obedece y le ajusto la venda elástica en los ojos. Me levanto y le cojo una mano para colocarle el grillete con la muñequera de cuero que hay situado en una de las esquinas de la cama. Recorro su brazo estirado con los dedos, sin prisa, y ella se retuerce en respuesta. Su cabeza sigue el ruido de mis pasos cuando rodeo la cama, despacio. Repito el proceso con la otra mano y le pongo el grillete.

La respiración de Ana cambia; se vuelve irregular y acelerada. Un ligero y lento rubor le recorre el pecho mientras se contonea y alza las caderas, expectante.

Bien.

Me dirijo al pie de la cama y la cojo por los tobillos.

—Levanta la cabeza otra vez —ordeno.

Obedece al instante y tiro de ella hacia abajo hasta que tiene los brazos extendidos del todo.

Deja escapar un leve gemido y levanta las caderas de nuevo.

Le aseguro los grilletes de los tobillos a sendas esquinas de la cama hasta que queda abierta de piernas y brazos ante mí, y retrocedo un paso para admirar el espectáculo.

Joder.

¿Cuándo ha estado tan fabulosa?

Se encuentra completa y voluntariamente a mi merced. La idea me resulta embriagadora y me demoro unos instantes, maravillado por su valor y su generosidad.

Me aparto a regañadientes de esa visión cautivadora y cojo el guante de piel que he dejado sobre la cómoda. Antes de ponérmelo, aprieto el botón de inicio del mando a distancia. Se oye un breve silbido y acto seguido da comienzo el motete a cuarenta voces, y la voz angelical del intérprete envuelve el cuarto de juegos y a la deliciosa señorita Steele.

Ella permanece quieta, atenta a la música.

Rodeo la cama y la contemplo embelesado.

Alargo la mano y le acaricio el cuello con el guante. Se queda sin respiración y tira de los grilletes, pero no grita ni me pide que pare. Despacio, recorro con la mano enguantada su cuello, los hombros, los pechos, disfrutando de sus movimientos contenidos. Trazo círculos alrededor de sus pechos, le tiro de los pezones con suavidad y su gemido de placer me anima a continuar la expedición. Exploro su cuerpo a un ritmo lento y pausado: el vientre, las caderas, el vértice que forman sus muslos y cada una de las piernas. El canto va in crescendo al tiempo que se unen más voces al coro en un contrapunto perfecto al movimiento de mi mano. Observo su boca para saber qué le parece: unas veces la abre en un grito mudo de placer y otras se muerde el labio. Cuando acaricio su sexo, aprieta las nalgas y levanta el cuerpo al encuentro de mi mano.

Aunque prefiero que se quede quieta, ese movimiento me gusta.

La señorita Steele se lo está pasando bien. Es insaciable.

Vuelvo a acariciarle los pechos, y los pezones se endurecen con el roce del guante.

Sí.

Ahora que tiene el cuerpo sensibilizado, me quito el guante y cojo el látigo de tiras. Paso las cuentas de los extremos sobre su piel con suma delicadeza siguiendo el mismo recorrido que el guante: los hombros, los pechos, el vientre, a través del vello púbico y a lo largo de las piernas. Más cantantes unen sus voces al motete cuando levanto el mango del látigo y descargo las tiras sobre su vientre. Ana lanza un grito; creo que debido a la sorpresa, pero no pronuncia la palabra de seguridad. Le concedo un instante para que asimile la sensación y vuelvo a azotarla, esta vez más fuerte.

Tira de los grilletes y suelta de nuevo un gruñido confuso… pero no es la palabra de seguridad. Descargo el látigo sobre sus pechos y echa la cabeza hacia atrás ahogando un grito que la mandíbula relajada es incapaz de formar mientras se retuerce sobre el satén rojo.

Sigue sin pronunciar la palabra de seguridad. Ana está aceptando su lado oscuro.

Me siento transportado por el placer mientras sigo azotándole todo el cuerpo, viendo cómo su piel enrojece levemente bajo el aguijonazo de las tiras. Me detengo al mismo tiempo que el coro.

Dios mío. Está deslumbrante.

Reanudo la lluvia de azotes al tiempo que la música va in crescendo y todas las voces se unen en un mismo canto. Descargo el látigo, una y otra vez, y ella se retuerce bajo cada impacto.

Cuando la última nota resuena en la habitación, me detengo y dejo caer el látigo de tiras al suelo. Me falta el aliento, jadeo, abrumado por el deseo y la urgencia.

Joder.

Yace sobre las sábanas, indefensa, con toda su piel rosada, y jadea como yo.

Oh, nena.

Me subo a la cama, me coloco entre sus piernas e inclino el cuerpo hacia delante hasta cernerme sobre ella. Cuando la música se reanuda y una sola voz entona una dulce nota seráfica, trazo el mismo recorrido que el guante y el látigo de tiras, aunque esta vez con la boca, y beso, succiono y venero hasta su último centímetro de piel. Me demoro en los pezones hasta que brillan de saliva, duros como piedras. Ana se retuerce tanto como le permiten las ataduras y gime debajo de mí. Desciendo por su vientre con la lengua y rodeo el ombligo. Lamiéndola. Saboreándola. Adorándola. Sigo mi camino y me abro paso entre el vello púbico hasta su dulce clítoris expuesto, que suplica el encuentro con mi lengua. Trazo círculos y más círculos, embebiéndome de su fragancia, embebiéndome de su respuesta, hasta que noto que empieza a estremecerse.

Oh, no. Todavía no, Ana. Todavía no.

Me detengo y ella resopla, contrariada.

Me arrodillo entre sus muslos y me abro la bragueta para liberar mi miembro erecto. Luego alargo el cuerpo hacia una esquina y, con delicadeza, le quito el grillete que le sujeta una de las piernas, con la que me rodea en una larga caricia mientras le libero el otro tobillo. Tan pronto está desatada, le masajeo las piernas para despertar los músculos, desde las pantorrillas a los muslos. Se contonea debajo de mí, alzando las caderas al ritmo del motete de Tallis mientras mis dedos ascienden por la cara interna de sus muslos, que están húmedos a causa de su excitación.

Ahogo un gruñido, la agarro por las caderas para levantarla de la cama y la penetro en un solo y brusco movimiento.

Joder.

Ir a la siguiente página

Report Page