Grey

Grey


Sábado, 4 de junio de 2011

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Sábado, 4 de junio de 2011

La brisa veraniega me alborota el pelo, su caricia es como los ágiles dedos de una amante.

Mi amante.

Ana.

Me despierto de golpe, confuso. La habitación está sumida en la oscuridad, y Ana duerme a mi lado con la respiración sosegada y regular. Me incorporo apoyándome en un codo y me paso la mano por el pelo con la extraña sensación de que alguien acaba de hacer eso mismo. Miro a mi alrededor, escudriñando con la mirada los rincones en sombra de la habitación, pero Ana y yo estamos solos.

Qué raro. Habría jurado que había alguien más, que alguien me ha tocado.

Solo ha sido un sueño.

Me sacudo de encima esa inquietante sensación y miró qué hora es. Son más de las cuatro y media de la madrugada. Cuando vuelvo a hundir la cabeza en la almohada, Ana farfulla algo incoherente y se vuelve de cara a mí, aún profundamente dormida. Está serena y hermosa.

Miro al techo; la luz parpadeante del detector de humos vuelve a burlarse de mí. No tenemos firmado ningún contrato y, sin embargo, Ana está aquí. ¿Qué significa eso? ¿Cómo se supone que tengo que reaccionar con ella? ¿Acatará mis reglas? Necesito saber que está segura aquí. Me froto la cara. Todo esto es territorio desconocido para mí, escapa a mi control y me produce una enorme desazón.

En ese momento me acuerdo de Leila.

Mierda.

Mi cerebro es un torbellino de pensamientos: Leila, el trabajo, Ana… y sé que no voy a volver a conciliar el sueño. Me levanto, me pongo unos pantalones de pijama, cierro la puerta del dormitorio y me voy al salón, a sentarme frente al piano.

Me refugio en Chopin; las notas sombrías son un acompañamiento perfecto para mi estado de ánimo, y las toco una y otra vez. Con el rabillo del ojo percibo un leve movimiento que capta mi atención y, al levantar la vista, veo a Ana dirigiéndose hacia mí con paso vacilante.

—Deberías estar durmiendo —murmuro, pero continúo tocando.

—Y tú —replica.

Me mira con gesto firme, pero parece pequeña y vulnerable vestida únicamente con mi albornoz, que le queda enorme.

Disimulo mi sonrisa.

—¿Me está regañando, señorita Steele?

—Sí, señor Grey.

—No puedo dormir.

Tengo demasiadas cosas en la cabeza; preferiría que Ana volviera a la cama y se durmiese de nuevo. Debe de estar cansada después de lo de anoche, pero hace caso omiso de mis palabras, se sienta a mi lado en la banqueta del piano y apoya la cabeza en mi hombro.

Es un gesto tan íntimo y tierno que, por un momento, pierdo el compás en el preludio, pero sigo tocando, sintiendo cómo su presencia a mi lado me apacigua.

—¿Qué era lo que tocabas? —me pregunta cuando termino.

—Chopin. Opus 28. Preludio n.º 4 en mi menor, por si te interesa.

—Siempre me interesa lo que tú haces.

Dulce Ana… La beso en el pelo.

—Siento haberte despertado.

—No has sido tú —dice sin apartar la cabeza—. Toca la otra.

—¿La otra?

—La pieza de Bach que tocaste la primera noche que me quedé aquí.

—Ah, la de Marcello.

No recuerdo cuándo fue la última vez que toqué para alguien. Siento el piano como un instrumento solitario, solo para mis oídos. Hace años que mi familia no me oye tocar. Pero ya que me lo ha pedido, tocaré para mi dulce Ana. Acaricio las teclas con los dedos y la hechizante melodía reverbera por el salón.

—¿Por qué solo tocas música triste? —pregunta.

¿Es triste?

—¿Así que solo tenías seis años cuando empezaste a tocar? —sigue inquiriendo.

Levanta la cabeza y me escudriña el rostro. Su gesto es franco y está ávido de información, como de costumbre, y, después de lo de anoche, ¿quién soy yo para negarle nada?

—Aprendí a tocar para complacer a mi nueva madre.

—¿Para encajar en la familia perfecta?

Mis palabras de nuestra noche de confesiones en Savannah resuenan en el tono apagado de su voz.

—Sí, algo así. —No quiero hablar de eso, y me sorprende la cantidad de información personal que ha conseguido retener—. ¿Por qué estás despierta? ¿No necesitas recuperarte de los excesos de ayer?

—Para mí son las ocho de la mañana. Además, tengo que tomarme la píldora.

—Me alegro de que te acuerdes —murmuro—. Solo a ti se te ocurre empezar a tomar una píldora de horario específico en una zona horaria distinta. Quizá deberías esperar media hora hoy y otra media hora mañana, hasta que al final terminaras tomándotela a una hora razonable.

—Buena idea —dice—. Vale, ¿y qué hacemos durante esa media hora?

Bueno, podría follarte encima de este piano.

—Se me ocurren unas cuantas cosas —le digo en tono seductor.

—Aunque también podríamos hablar. —Y sonríe provocándome.

No estoy de humor para hablar.

—Prefiero lo que tengo en mente.

Le paso el brazo por la cintura, me la subo sobre el regazo y le entierro la nariz en el pelo.

—Tú siempre antepondrías el sexo a la conversación.

Se echa a reír.

—Cierto. Sobre todo contigo.

Enrosca las manos alrededor de mi bíceps y, a pesar de ello, la oscuridad permanece agazapada y silenciosa. Le dejo un reguero de besos que va desde la base de la oreja hasta el cuello.

—Quizá encima del piano —murmuro mientras mi cuerpo responde a una imagen de ella abierta de piernas y desnuda ahí encima, con el pelo cayendo en cascada a un lado.

—Quiero que me aclares una cosa —me dice en voz baja al oído.

—Siempre tan ávida de información, señorita Steele. ¿Qué quieres que te aclare?

Tiene la piel suave y cálida al contacto con mis labios mientras le quito el albornoz por el hombro, deslizándolo con la nariz.

—Lo nuestro —dice, y esas simples palabras suenan como una oración.

—Mmm… ¿Qué pasa con lo nuestro? —Hago una pausa. ¿Adónde quiere ir a parar?

—El contrato.

Paro y la miro a esos ojos de mirada astuta. ¿Por qué saca ese tema ahora? Le deslizo los dedos por la mejilla.

—Bueno, me parece que el contrato ha quedado obsoleto, ¿no crees?

—¿Obsoleto? —repite, y los labios se le suavizan con un amago de sonrisa.

—Obsoleto.

Imito su expresión.

—Pero eras tú el interesado en que lo firmara.

La incertidumbre le nubla la mirada.

—Eso era antes. Pero las normas no. Las normas siguen en pie.

Necesito saber que estás a salvo.

—¿Antes? ¿Antes de qué?

—Antes… —Antes de todo esto. Antes de que pusieras mi mundo patas arriba, antes de que durmieses a mi lado. Antes de que apoyaras la cabeza en mi hombro frente al piano. Es todo…—. Antes de que hubiera más —murmuro, y ahuyento esa familiar sensación de inquietud que siento en el estómago.

—Ah —dice. Parece complacida.

—Además, ya hemos estado en el cuarto de juegos dos veces, y no has salido corriendo espantada.

—¿Esperas que lo haga?

—Nada de lo que haces es lo que espero, Anastasia.

Vuelve a marcársele esa V del ceño.

—A ver si lo he entendido: ¿quieres que me atenga a lo que son las normas del contrato en todo momento, pero que ignore el resto de lo estipulado?

—Salvo en el cuarto de juegos. Ahí quiero que te atengas al espíritu general del contrato, y sí, quiero que te atengas a las normas en todo momento. Así me aseguro de que estarás a salvo y podré tenerte siempre que lo desee —añado en tono frívolo.

—¿Y si incumplo alguna de las normas? —pregunta.

—Entonces te castigaré.

—Pero ¿no necesitarás mi permiso?

—Sí, claro.

—¿Y si me niego? —insiste.

¿Por qué es tan testaruda?

—Si te niegas, te niegas. Tendré que encontrar una forma de convencerte.

Ya debería saberlo. No me dejó que le diera unos azotes en la casita del embarcadero, pese a que yo deseaba hacerlo, aunque sí se los di más tarde… con su consentimiento.

Se levanta y se dirige a la entrada del salón, y por un momento creo que está a punto de largarse, pero se vuelve con expresión de perplejidad.

—Vamos, que lo del castigo se mantiene.

—Sí, pero solo si incumples las normas.

Para mí está perfectamente claro. ¿Por qué para ella no?

—Tendría que releérmelas —dice poniéndose en plan serio y formal.

¿De verdad quiere hacerlo ahora?

—Voy a por ellas.

Entro en mi estudio, enciendo el ordenador e imprimo las normas mientras me pregunto por qué estamos discutiendo este asunto a las cinco de la madrugada.

Cuando regreso con el papel impreso, Ana está junto al fregadero bebiendo un vaso de agua. Me siento en un taburete y espero sin dejar de observarla. Tiene la espalda rígida y tensa; eso no augura nada bueno. Cuando se vuelve, deslizo la hoja por la superficie de la isla de la cocina, en dirección a ella.

—Aquí tienes.

Examina las normas rápidamente.

—¿Así que lo de la obediencia sigue en pie?

—Oh, sí.

Mueve la cabeza y una sonrisa irónica asoma a la comisura de sus labios mientras eleva la vista al techo.

Oh, qué maravilla.

De pronto recupero mi buen humor.

—¿Me acabas de poner los ojos en blanco, Anastasia?

—Puede, depende de cómo te lo tomes.

Parece recelosa y divertida a la vez.

—Como siempre.

Si me deja…

Traga saliva y abre los ojos con expectación.

—Entonces…

—¿Sí?

—Quieres darme unos azotes.

—Sí. Y lo voy a hacer.

—¿Ah, sí, señor Grey?

Se cruza de brazos y alza la barbilla en actitud desafiante.

—¿Me lo vas a impedir?

—Vas a tener que pillarme primero.

Me mira con una sonrisa coqueta que siento directamente en mi miembro.

Tiene ganas de jugar.

Me levanto del taburete y la observo con atención.

—¿Ah, sí, señorita Steele?

El aire entre nosotros está cargado de electricidad.

¿Hacia qué lado va a echar a correr?

Clava unos ojos rebosantes de excitación en los míos y se mordisquea el labio inferior.

—Además, te estás mordiendo el labio.

¿Lo hace a propósito? Me desplazo despacio hacia la izquierda.

—No te atreverás —me provoca—. A fin de cuentas, tú también pones los ojos en blanco.

Sin apartar la mirada de la mía, ella también se desplaza hacia la izquierda.

—Sí, pero con este jueguecito acabas de subir el nivel de excitación.

—Soy bastante rápida, que lo sepas —dice, burlona.

—Y yo.

¿Cómo consigue que todo sea tan emocionante?

—¿Vas a venir sin rechistar?

—¿Lo hago alguna vez?

—¿Qué quiere decir, señorita Steele? —La sigo alrededor de la isla de la cocina—. Si tengo que ir a por ti, va a ser peor.

—Eso será si me coges, Christian. Y ahora mismo no tengo intención de dejarme coger.

¿Habla en serio?

—Anastasia, puedes caerte y hacerte daño. Y eso sería una infracción directa de la norma siete, ahora la seis.

—Desde que te conocí, señor Grey, estoy en peligro permanente, con normas o sin ellas.

—Así es.

Tal vez esto no sea un juego. ¿Está intentando decirme algo? Vacila un instante y de pronto me abalanzo hacia ella. Suelta un grito y corre por el perímetro de la isla, hacia la seguridad relativa del lado opuesto de la mesa de comedor. Con los labios entreabiertos, la mirada recelosa y desafiante a la vez, el albornoz se le resbala por el hombro. Está increíble. Increíblemente sexy.

Poco a poco me voy aproximando a ella, que retrocede unos pasos.

—Desde luego, sabes cómo distraer a un hombre, Anastasia.

—Nos proponemos complacer, señor Grey. ¿De qué te distraigo?

—De la vida. Del universo.

De las exsumisas que han desaparecido. Del trabajo. De nuestro acuerdo. De todo.

—Parecías muy preocupado mientras tocabas.

Sigue erre que erre. Paro y me cruzo de brazos para rediseñar mi estrategia.

—Podemos pasarnos así el día entero, nena, pero terminaré pillándote y, cuando lo haga, será peor para ti.

—No, ni hablar —dice con absoluta seguridad.

Arrugo la frente.

—Cualquiera diría que no quieres que te pille.

—No quiero. De eso se trata. Para mí lo del castigo es como para ti el que te toque.

Y de improviso la oscuridad se apodera de mi cuerpo, me recubre la piel y deja una estela helada de desesperación a su paso.

No. No soporto que nadie me toque. Nunca.

—¿Eso es lo que sientes?

Es como si me hubiese tocado y me hubiera dejado unas marcas blancas con las uñas sobre el pecho.

Ana pestañea varias veces calibrando mi reacción, y cuando habla lo hace en voz baja.

—No. No me afecta tanto; es para que te hagas una idea.

Me mira con expresión de angustia.

¡Joder! Eso arroja una luz completamente distinta sobre nuestra relación.

—Ah —murmuro, porque no se me ocurre qué otra cosa decir.

Ella inspira hondo y se dirige hacia mí, y cuando la tengo delante levanta la vista con los ojos llenos de aprensión.

—¿Tanto lo odias? —digo en un susurro.

Vale; está claro que somos incompatibles.

No. Me niego a creerlo.

—Bueno… no —dice, y siento que me invade una oleada de alivio—. No —continúa—. No lo tengo muy claro. No es que me guste, pero tampoco lo odio.

—Pero anoche, en el cuarto de juegos, parecía…

—Lo hago por ti, Christian, porque tú lo necesitas. Yo no. Anoche no me hiciste daño. El contexto era muy distinto, y eso puedo racionalizarlo a nivel íntimo, porque confío en ti. Sin embargo, cuando quieres castigarme, me preocupa que me hagas daño.

Mierda. Díselo.

Es la hora de la verdad, Grey.

—Yo quiero hacerte daño, pero no quiero provocarte un dolor que no seas capaz de soportar.

Nunca llegaría tan lejos.

—¿Por qué?

—Porque lo necesito —murmuro—. No te lo puedo decir.

—¿No puedes o no quieres?

—No quiero.

—Entonces sabes por qué.

—Sí.

—Pero no me lo quieres decir.

—Si te lo digo, saldrás corriendo de aquí y no querrás volver nunca más. No puedo correr ese riesgo, Anastasia.

—Quieres que me quede.

—Más de lo que puedas imaginar. No podría soportar perderte.

Ya no puedo soportar la distancia que hay entre nosotros. La sujeto para que no se escape y la estrecho entre mis brazos buscándola con los labios. Ella responde a mi urgencia y amolda la boca a la mía, corresponde a mis besos con la misma pasión, esperanza y anhelo. La oscuridad que me amenaza se atenúa y encuentro consuelo.

—No me dejes —le susurro en los labios—. Me dijiste en sueños que nunca me dejarías y me rogaste que nunca te dejara yo a ti.

—No quiero irme —dice, pero bucea con los ojos en los míos en busca de respuestas.

Y me siento desnudo, con mi alma sucia y descarnada completamente expuesta.

—Enséñamelo —dice.

No sé a qué se refiere.

—¿El qué?

—Enséñame cuánto puede doler.

—¿Qué?

Me echo hacia atrás y la miro incrédulo.

—Castígame. Quiero saber lo malo que puede llegar a ser.

Oh, no. La suelto y me aparto de ella.

Me mira con expresión abierta, sincera, seria. Se me está ofreciendo una vez más, para que la tome y haga con ella lo que quiera. Estoy atónito. ¿Satisfaría esa necesidad por mí? No puedo creerlo.

—¿Lo intentarías?

—Sí. Te dije que lo haría.

Su gesto es de absoluta determinación.

—Ana, me confundes.

—Yo también estoy confundida. Intento entender todo esto. Así sabremos los dos, de una vez por todas, si puedo seguir con esto o no. Si yo puedo, quizá tú…

Se calla y doy otro paso atrás. Quiere tocarme.

No.

Pero si hacemos esto, entonces lo sabré. Ella lo sabrá.

Hemos llegado a este punto mucho antes de lo que yo esperaba.

¿Puedo hacerlo?

Y en ese momento sé que no hay nada que desee más en el mundo… No hay nada más que pueda satisfacer al monstruo que llevo dentro.

Antes de que pueda cambiar de opinión, la agarro del brazo y la llevo arriba, al cuarto de juegos. Me detengo ante la puerta.

—Te voy a enseñar lo malo que puede llegar a ser y así te decides. ¿Estás preparada para esto?

Asiente con la expresión firme y decidida que tan bien he llegado a conocer.

Adelante, entonces.

Abro la puerta, cojo rápidamente un cinturón del colgador antes de que cambie de opinión y la llevo hasta el banco que hay al fondo del cuarto.

—Inclínate sobre el banco —le ordeno en voz baja.

Hace lo que le digo, sin decir una sola palabra.

—Estamos aquí porque tú has accedido, Anastasia. Además, has huido de mí. Te voy a pegar seis veces y tú vas a contarlas.

Sigue sin decir nada.

Le doblo el bajo del albornoz por la espalda para dejar al descubierto su trasero desnudo y espléndido. Le recorro con las palmas de las manos las nalgas y la parte superior de los muslos, y siento un estremecimiento que me recorre todo el cuerpo.

Esto es lo que quiero, lo que quería desde el principio.

—Hago esto para que recuerdes que no debes huir de mí, y, por excitante que sea, no quiero que vuelvas a hacerlo nunca más. Además, me has puesto los ojos en blanco. Sabes lo que pienso de eso.

Inspiro hondo saboreando este momento, tratando de apaciguar los latidos desbocados de mi corazón.

Necesito esto. Esto es lo que me gusta hacer. Y por fin estamos aquí.

Ella puede hacerlo.

Hasta ahora nunca me ha decepcionado.

La sujeto en su sitio con una mano en la parte baja de su espalda y sacudo el cinturón. Respiro hondo de nuevo concentrándome en la tarea que tengo por delante.

No va a huir. Ella me lo ha pedido.

Y entonces descargo la correa y golpeo en las dos nalgas, con fuerza.

Ana lanza un grito, conmocionada.

Pero no ha contado… ni ha dicho la palabra de seguridad.

—¡Cuenta, Anastasia! —le ordeno.

—¡Uno! —grita.

Está bien… no ha dicho la palabra de seguridad.

—¡Dos! —chilla.

Eso es, suéltalo, nena.

La golpeo una vez más.

—¡Tres!

Se estremece. Veo tres marcas en su trasero.

Las convierto en cuatro.

Ella grita el número, con voz alta y clara.

Aquí nadie va a oírte, nena. Grita todo lo que necesites.

Vuelvo a golpearla.

—Cinco —dice entre sollozos, y espero a oír la palabra de seguridad.

Pero no la dice.

Y llega el último.

—Seis —susurra con voz forzada y ronca.

Suelto el cinturón saboreando mi descarga dulce y eufórica. Estoy pletórico de alegría, sin aliento y satisfecho al fin. Oh, esta hermosa criatura, mi chica preciosa… Quiero besarle cada centímetro del cuerpo. Estamos aquí. Donde yo quiero estar. La busco y la estrecho entre mis brazos.

—Suéltame… no… —Intenta zafarse de mi abrazo y se aparta de mí forcejeando y empujándome hasta que al final se revuelve contra mí como una fiera salvaje—. ¡No me toques! —masculla entre dientes.

Tiene la cara sucia y surcada de lágrimas, la nariz congestionada, y lleva el pelo oscuro enredado en una maraña, pero nunca la había visto tan arrebatadora… ni tampoco tan furiosa.

Su ira me aplasta con la fuerza de una ola.

Está enfadada. Muy, muy enfadada.

Vale. No había contemplado la posibilidad del enfado.

Dale un momento. Espera a que sienta el efecto de las endorfinas.

Se limpia las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?

Se seca la nariz con la manga del albornoz.

Mi euforia se desvanece por completo. Estoy perplejo; me siento del todo impotente y paralizado por su ira. Me parece lógico que llore, y lo entiendo, pero esa rabia… En algún rincón de mi alma, ese sentimiento encuentra eco dentro de mí, pero no quiero pensar en ello.

No vayas por ahí, Grey.

¿Por qué no me ha pedido que parara? No ha dicho la palabra de seguridad. Merecía ser castigada. Huyó de mí. Puso los ojos en blanco.

Eso es lo que pasa cuando me desafías, nena.

Frunce el ceño. Me mira con los ojos azules enormes y brillantes, llenos de dolor, de rabia y de una súbita y escalofriante visión de lo ocurrido, como si acabara de tener una revelación.

Mierda. ¿Qué he hecho?

Es algo que me supera.

Me balanceo al borde de un peligroso precipicio, a punto de perder el equilibrio, buscando desesperadamente las palabras que resuelvan esta situación, pero tengo la mente en blanco.

—Eres un maldito hijo de puta —suelta.

Me quedo sin aliento, y siento como si fuera ella la que me hubiese golpeado con un cinturón… ¡Mierda!

Se ha dado cuenta de quién soy en realidad.

Ha visto al monstruo.

—Ana —murmuro en tono de súplica.

Quiero que pare. Quiero abrazarla y hacer que desaparezca el dolor. Quiero que llore en mis brazos.

—¡No hay «Ana» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, Grey! —suelta, y sale del cuarto de juegos cerrando la puerta despacio al salir.

Estupefacto, me quedo mirando la puerta cerrada con el eco de sus palabras resonándome en los oídos.

«Eres un maldito hijo de puta».

Nunca me habían dejado plantado así. Pero ¿qué narices…? Me paso la mano por el pelo mecánicamente tratando de entender su reacción y la mía. Acabo de dejar que se vaya. No estoy enfadado… Estoy… ¿qué? Me agacho a recoger el cinturón, me encamino hacia la pared y lo cuelgo en su sitio. Ha sido sin duda uno de los momentos más satisfactorios de mi vida. Hace un momento me sentía más ligero, una vez desaparecido el peso de la incertidumbre que había entre ambos.

Ya está. Ya hemos llegado al punto que yo deseaba.

Ahora que sabe lo que implica, podemos seguir adelante.

Ya se lo advertí: a las personas que son como yo nos gusta infligir dolor.

Pero solo a mujeres a quienes les gusta.

Siento que mi inquietud va en aumento.

Vuelvo a evocar su reacción, la imagen de ese gesto atormentado y dolorido. Resulta turbadora. Estoy acostumbrado a hacer llorar a las mujeres… eso es lo que hago.

Pero ¿a Ana?

Me desplomo en el suelo y apoyo la cabeza en la pared rodeándome las rodillas flexionadas con los brazos. Deja que llore. Llorar le sentará bien. A las mujeres les sienta bien, por lo que yo sé. Déjala un momento a solas y luego ve a ofrecerle consuelo. No ha dicho la palabra de seguridad. Fue ella quien me lo pidió. Quería saber qué se sentía, tan curiosa como de costumbre. Solo ha sido un despertar un poco brusco, eso es todo.

«Eres un maldito hijo de puta».

Cierro los ojos y sonrío sin ganas. Sí, Ana, lo soy, y ahora ya lo sabes. Ahora podemos dar un paso más allá en nuestra relación… en nuestro acuerdo. O lo que quiera que sea esto.

Mis pensamientos no me reconfortan y crece mi desasosiego. Sus ojos dolidos lanzándome una mirada fulminante, indignada, acusadora, cáustica… Ella me ve tal como soy: un monstruo.

Me vienen a la mente las palabras de Flynn: «No te regodees en los pensamientos negativos».

Cierro los ojos otra vez y veo la cara angustiada de Ana.

Soy un idiota.

Era muy pronto.

Muy, muy pronto. Demasiado.

Mierda.

La tranquilizaré.

Sí, déjala llorar y luego ve a tranquilizarla.

Estaba enfadado con ella por haber huido de mí. ¿Por qué lo hizo?

Joder. Es completamente distinta de las mujeres que había conocido hasta ahora. Era evidente que no iba a reaccionar de la misma forma tampoco.

Necesito ir a verla, abrazarla. Lo superaremos. Me pregunto dónde estará.

¡Mierda!

El pánico se apodera de mí. ¿Y si se ha ido? No, ella no haría algo así. No sin decir adiós. Me levanto y salgo a toda prisa de la habitación para bajar corriendo la escalera. No está en el salón… Debe de estar en la cama. Salgo disparado hacia mi dormitorio.

La cama está vacía.

Siento una fuerte punzada de ansiedad en la boca del estómago. ¡No, no puede haberse ido! Arriba… Tiene que estar en su habitación. Subo los escalones de tres en tres y me detengo, sin aliento, en la puerta de su dormitorio. Está ahí, llorando.

Bueno, menos mal…

Apoyo la cabeza en la puerta, sintiendo un inmenso alivio.

No te vayas. Esa idea me aterroriza.

Bueno, solo necesita llorar.

Respiro hondo para serenarme y me voy al baño que hay junto al cuarto de juegos para coger un bote de pomada de árnica, ibuprofeno y un vaso de agua, y regreso a su habitación.

Dentro aún está oscuro, a pesar de que el alba asoma en el horizonte con su pálida luz, y tardo unos segundos en localizar a mi preciosa chica. Está hecha un ovillo en medio de la cama, menuda y vulnerable, llorando en silencio. El sonido de su dolor me desgarra el alma y me destroza por dentro. Ninguna de mis sumisas me había afectado nunca de esa manera, ni siquiera cuando lloraban a mares. No lo entiendo. ¿Por qué me siento tan confuso y perdido? Dejo el árnica, el agua y las pastillas, retiro el edredón, me meto en la cama a su lado y alargo el brazo para tocarla. Se pone rígida de inmediato; todo su cuerpo me grita que no la toque. No se me escapa la ironía que supone eso.

—Tranquila —murmuro en un vano intento por apaciguar sus lágrimas y calmarla. No me responde. Permanece inmóvil, inflexible—. No me rechaces, Ana, por favor.

Se relaja de forma casi imperceptible y deja que la estreche entre mis brazos, y entierro la nariz en la maravillosa fragancia de su pelo. Huele tan dulce como siempre; su aroma es un bálsamo que calma mi nerviosismo. Le doy un beso tierno en el cuello.

—No me odies —murmuro, y presiono los labios sobre su piel saboreándola.

No dice nada, pero poco a poco su llanto se apacigua hasta convertirse en un débil sollozo ahogado. Al final, deja de llorar. Creo que se ha dormido, pero no tengo el coraje de comprobarlo, por si la molesto. Al menos ahora ya está más tranquila.

Amanece; la luz se hace cada vez más intensa e irrumpe como una intrusa en la habitación a medida que avanza la mañana. Y seguimos ahí tumbados e inmóviles. Dejo volar mis pensamientos mientras abrazo a mi chica y observo la textura cambiante de la luz. No recuerdo ninguna ocasión en la que haya permanecido así, tumbado sin más, dejando que el tiempo discurra y divagando con el pensamiento. Es relajante; pienso en lo que podríamos hacer el resto del día. A lo mejor debería llevarla a ver el Grace.

Sí, podríamos salir a navegar esta tarde.

Eso si todavía te dirige la palabra, Grey.

Se mueve, sacude un poco el pie, y sé que está despierta.

—Te he traído ibuprofeno y una pomada de árnica.

Por fin reacciona y se vuelve despacio en mis brazos para mirarme de frente. Unos ojos llenos de dolor se clavan en los míos con la mirada intensa, inquisitiva. Se toma su tiempo para escudriñar mi rostro, como si me viera por primera vez. Me resulta inquietante porque, como siempre, no tengo ni idea de qué está pensando, de qué es lo que ve. Sin embargo, es evidente que está más calmada, y recibo con alegría la pequeña chispa de alivio que eso supone. Hoy podría ser un buen día, a fin de cuentas.

Me acaricia la mejilla y me recorre la mandíbula con los dedos haciéndome cosquillas en la barba. Cierro los ojos y disfruto de ese contacto. Es una sensación tan nueva para mí todavía… La sensación de que me toquen y de disfrutar del tacto de sus inocentes dedos acariciándome la cara mientras la oscuridad permanece acallada. No me perturban sus caricias… ni que entierre los dedos en mi pelo.

—Lo siento —dice.

Sus palabras, en voz baja, son una sorpresa. ¿Se está disculpando?

—¿El qué?

—Lo que he dicho.

Una oleada de alivio me recorre todo el cuerpo. Me ha perdonado. Además, lo que me ha dicho cuando estaba furiosa es verdad: soy un maldito hijo de puta.

—No me has dicho nada que no supiera ya. —Y por primera vez en muchos años, me sorprendo a mí mismo pidiendo disculpas—. Siento haberte hecho daño.

Encoge un poco los hombros al tiempo que esboza una débil sonrisa. Me he librado de momento. Lo nuestro está a salvo. Todo va bien. Siento alivio.

—Te lo he pedido yo —dice.

Eso es verdad, nena.

Traga saliva, nerviosa.

—No creo que pueda ser todo lo que quieres que sea —susurra con los ojos muy abiertos y una sinceridad apabullante.

De pronto, el mundo se detiene.

Mierda.

No estamos a salvo.

Grey, soluciona esto ahora mismo.

—Ya eres todo lo que quiero que seas.

Frunce el ceño. Tiene los ojos enrojecidos y está muy pálida; nunca la había visto tan pálida. Resulta extrañamente emocionante.

—No lo entiendo —dice—. No soy obediente, y puedes estar seguro de que jamás volveré a dejar que me hagas eso. Y eso es lo que necesitas; me lo has dicho tú.

Y ahí está: su golpe de gracia. He ido demasiado lejos. Ahora lo sabe, y todas las discusiones que mantuve conmigo mismo antes de embarcarme en la búsqueda de la chica que tengo a mi lado regresan a mí con toda su fuerza. No le va este estilo de vida. ¿Cómo puedo corromperla así? Es demasiado joven, demasiado inocente, demasiado… Ana.

Mis sueños son solo eso… sueños. Esto no va a funcionar.

Cierro los ojos; no puedo soportar mirarla. Es cierto; estará mucho mejor sin mí. Ahora que ha visto al monstruo, sabe que no puede enfrentarse a él. Tengo que liberarla, dejar que siga su camino. Nuestra relación no va a ninguna parte.

Céntrate, Grey.

—Tienes razón. Debería dejarte ir. No te convengo.

Abre unos ojos enormes.

—No quiero irme —susurra.

Se le saltan las lágrimas, que relucen en sus largas y oscuras pestañas.

—Yo tampoco quiero que te vayas —contesto, porque es la verdad, y esa sensación, ese sentimiento asfixiante y aterrador, regresa y me abruma. Está llorando otra vez. Le seco con delicadeza una lágrima solitaria con el pulgar y, antes de darme cuenta, las palabras me salen a borbotones—: Desde que te conozco, me siento más vivo.

Le recorro el labio inferior con el dedo. Quiero besarla, con fuerza. Hacer que olvide lo ocurrido, deslumbrarla, excitarla… Sé que puedo. Sin embargo, algo me frena: su expresión dolida y recelosa. ¿Querrá que la bese un monstruo? Tal vez me rechace, y no sé si podría soportarlo. Sus palabras me atormentan, hurgan en un recuerdo oscuro y reprimido del pasado.

«Eres un maldito hijo de puta».

—Yo también —dice—. Me he enamorado de ti, Christian.

Recuerdo cuando Carrick me enseñó a tirarme de cabeza. Yo me agarraba con los dedos de los pies al borde de la piscina mientras arqueaba el cuerpo para lanzarme al agua… y ahora estoy cayendo una vez más, en el abismo, a cámara lenta.

No puede tener esos sentimientos por mí.

Por mí no. ¡No!

Y siento que me falta el aire, asfixiado por sus palabras, que me oprimen el pecho con su peso implacable. Sigo cayendo y cayendo, y la oscuridad me acoge en sus brazos. No las oigo. No puedo enfrentarme a ellas. No sabe lo que dice, no sabe con quién está tratando… con qué está tratando.

—No. —Mi voz sale teñida de dolorosa incredulidad—. No puedes quererme, Ana. No… es un error.

Tengo que sacarla de su error. No puede querer a un monstruo. No puede querer a un maldito hijo de puta. Tiene que marcharse, alejarse de mí, y de pronto lo veo todo claro. Es como una revelación: yo no puedo hacerla feliz. No puedo ser lo que ella necesita. No puedo dejar que lo nuestro siga adelante. Tiene que acabar. Nunca debería haber empezado.

—¿Un error? ¿Qué error?

—Mírate. No puedo hacerte feliz.

La angustia es palpable en mi voz mientras sigo hundiéndome más y más en el abismo, envuelto en la mortaja de la desesperación.

Nadie puede quererme.

—Pero tú me haces feliz —replica sin comprender.

Anastasia Steele, mírate. Tengo que ser sincero con ella.

—En este momento, no. No cuando haces lo que yo quiero que hagas.

Parpadea, y sus pestañas revolotean sobre sus ojos grandes y heridos, que me estudian detenidamente mientras busca la verdad.

—Nunca conseguiremos superar esto, ¿verdad?

Niego con la cabeza, porque no se me ocurre qué decir. Todo se reduce a un problema de incompatibilidad, otra vez. Cierra los ojos, nublados de dolor, y al volver a abrirlos su mirada es más clara; está llena de determinación. Ha dejado de llorar. Y la sangre empieza a bombearme con fuerza en la cabeza mientras el corazón se me acelera. Sé lo que va a decir, y tengo miedo de que lo diga.

—Bueno, entonces más vale que me vaya.

Se estremece al incorporarse.

¿Ahora? No puede irse ya.

—No, no te vayas.

Estoy en caída libre, cada vez me hundo más y más. No puede marcharse; es un tremendo error. Un error mío. Pero tampoco puede quedarse si está enamorada de mí. No puede.

—No tiene sentido que me quede —dice, y se levanta con presteza de la cama, envuelta aún en el albornoz.

Se marcha de verdad. No puedo creerlo. Me levanto yo también con movimientos torpes para detenerla, pero su expresión me deja paralizado: una expresión desolada, fría y distante que nada tiene que ver con mi Ana.

—Voy a vestirme. Quisiera un poco de intimidad —dice, y su voz suena vacía y apagada cuando se vuelve y sale de la habitación cerrando la puerta a su espalda.

Me quedo con la mirada fija en la puerta cerrada.

Es la segunda vez en el mismo día que me deja plantado y se marcha.

Me siento y hundo la cabeza en las manos tratando de calmarme, de racionalizar mis sentimientos.

¿Me quiere?

¿Cómo ha podido suceder? ¿Cómo?

Grey, maldito idiota de mierda.

¿Acaso no implicaba un riesgo desde el principio tratándose de alguien como ella? Alguien bueno, inocente y valiente. El riesgo de que no me viera tal como soy hasta que fuese demasiado tarde. De hacerla sufrir de esa manera.

¿Por qué resulta tan doloroso? Siento como si me hubieran perforado el pulmón. La sigo fuera de la habitación. Puede que ella quiera intimidad, pero, si me deja, yo necesito ropa.

Cuando entro en mi dormitorio, Ana está duchándose, así que rápidamente me pongo unos vaqueros y una camiseta de color negro, acorde con mi estado de ánimo. Cojo el teléfono y empiezo a pasearme por el apartamento. Por un momento siento la necesidad de sentarme al piano y arrancarle algún lamento desconsolado. Pero, en vez de eso, me quedo de pie en medio del salón; siento un vacío absoluto en mi interior.

Sí, vacío.

¡Céntrate, Grey! Has tomado la decisión correcta. Deja que se vaya.

Me suena el móvil. Es Welch. ¿Habrá encontrado a Leila?

—Welch.

—Señor Grey, tengo novedades. —Su voz es áspera al otro lado del hilo. Ese hombre debería dejar de fumar: parece Garganta Profunda.

—¿La has encontrado?

La esperanza mejora un poco mi estado de ánimo.

—No, señor.

—Entonces, ¿qué pasa?

¿Para qué narices llamas?

—Leila ha dejado a su marido. Él mismo me lo ha admitido al final. Dice que no quiere saber nada de ella.

Eso sí son novedades.

—Entiendo.

—Tiene una idea de dónde podría estar, pero no va a soltar prenda hasta recibir algo a cambio. Quiere saber quién tiene tanto interés en su mujer. Aunque no es así como la ha llamado él.

Reprimo mi incipiente arrebato de ira.

—¿Cuánto dinero quiere?

—Ha dicho que dos mil.

—¿Que ha dicho qué? —suelto a voz en grito perdiendo los estribos—. Pues nos podía haber dicho la puta verdad. Dame su número de teléfono; necesito llamarlo… Welch, esto es una cagada monumental.

Levanto la vista y veo a Ana de pie con expresión incómoda en la entrada del salón, vestida con unos vaqueros y una sudadera horrenda. Me mira con los ojos muy abiertos y el rostro tenso y serio. Junto a ella está su maleta.

—Encontradla —espeto, y cuelgo el teléfono. Ya me encargaré de Welch más tarde.

Ana se acerca al sofá y saca de su mochila el Mac, el móvil y las llaves del coche. Inspira hondo, se dirige a la cocina y los deja sobre la encimera.

¿Qué narices hace? ¿Me está devolviendo sus cosas?

Se vuelve para mirarme con una clara expresión de determinación en el rostro ceniciento. Es su gesto testarudo, el que conozco tan bien.

—Necesito el dinero que le dieron a Taylor por el Escarabajo.

Habla con voz serena pero apagada.

—Ana, yo no quiero esas cosas, son tuyas. —No puede hacerme esto—. Llévatelas.

—No, Christian. Las acepté a regañadientes, y ya no las quiero.

—Ana, ¡sé razonable!

—No quiero nada que me recuerde a ti. Solo necesito el dinero que le dieron a Taylor por mi coche.

Su voz está desprovista de emoción.

Quiere olvidarme.

—¿Intentas hacerme daño de verdad?

—No. No. Solo intento protegerme.

Pues claro, intenta protegerse del monstruo.

—Ana, quédate esas cosas, por favor.

Tiene los labios muy pálidos.

—Christian, no quiero discutir. Solo necesito el dinero.

El dinero. Al final todo se reduce al puto dinero.

—¿Te vale un cheque? —le suelto con brusquedad.

—Sí. Creo que podré fiarme.

Si quiere dinero, le daré dinero. Entro en mi estudio como un vendaval; a duras penas consigo dominar mi ira. Me siento al escritorio y llamo a Taylor.

—Buenos días, señor Grey.

No respondo al saludo.

—¿Cuánto te dieron por el Escarabajo de Ana?

—Doce mil dólares, señor.

—¿Tanto?

A pesar de mi mal humor, me sorprendo.

—Es un clásico —señala a modo de explicación.

—Gracias. ¿Puedes llevar a la señorita Steele a casa ahora?

—Por supuesto. Bajaré enseguida.

Cuelgo y saco la chequera del cajón del escritorio. Al hacerlo, me viene a la memoria la conversación con Welch sobre el cabronazo del marido de Leila.

¡Siempre es el puto dinero!

Presa de la furia, duplico la cantidad que consiguió Taylor por esa trampa mortal y meto el cheque en un sobre.

Cuando vuelvo, Ana sigue de pie junto a la isla de la cocina con actitud perdida; parece una niña. Le entrego el sobre y mi ira se desvanece en cuanto la miro.

—Taylor consiguió un buen precio. Es un clásico. Se lo puedes preguntar a él. Te llevará a casa.

Señalo con la cabeza hacia donde Taylor la espera, a la entrada del salón.

—No hace falta. Puedo ir sola a casa, gracias.

¡No! Acepta que te lleve él, Ana. ¿Por qué me haces esto?

—¿Me vas a desafiar en todo?

—¿Por qué voy a cambiar mi manera de ser?

Me mira con gesto inexpresivo.

Esa es básicamente la razón de por qué nuestro acuerdo estaba condenado al fracaso desde el principio. No está hecha para esto y, en el fondo de mi alma, siempre lo he sabido. Cierro los ojos.

Soy un auténtico idiota.

Pruebo otro enfoque más suave, en tono de súplica.

—Por favor, Ana, deja que Taylor te lleve a casa.

—Iré a buscar el coche, señorita Steele —anuncia Taylor con callada autoridad, y se marcha.

Puede que a él le haga caso. Ana mira alrededor, pero él ya se ha ido al sótano a sacar el coche.

Ana se vuelve para mirarme, con los ojos aún más abiertos. Y contengo la respiración. No puedo creer que vaya a marcharse. Es la última vez que la veré, y parece muy, muy triste. Me duele en el alma ser el responsable de esa tristeza. Doy un paso vacilante al frente, quiero abrazarla una vez más y suplicarle que se quede.

Ella retrocede; es evidente que ya no quiere saber nada de mí. La he apartado de mi vida.

Estoy paralizado.

—No quiero que te vayas.

—No puedo quedarme. Sé lo que quiero, y tú no puedes dármelo, y yo tampoco puedo darte lo que tú quieres.

Oh, por favor, Ana… Déjame abrazarte una vez más. Oler tu aroma dulce, tan dulce… Sentirte en mis brazos. Doy otro paso hacia delante, pero ella levanta las manos para detenerme.

—No, por favor. —Se aparta con el pánico reflejado en el rostro—. No puedo seguir con esto.

Recoge la maleta y la mochila y se dirige al vestíbulo. Yo la sigo, manso e impotente detrás de ella, con la mirada fija en su cuerpo menudo.

Una vez en el vestíbulo, llamo al ascensor. No puedo apartar los ojos de ella… de su delicada cara de duendecilla, de esos labios, de la forma en que sus largas pestañas aletean y proyectan una sombra sobre sus palidísimas mejillas. No acierto a encontrar palabras mientras intento memorizar cada detalle. No se me ocurre ninguna frase ingeniosa, ninguna broma ocurrente, ninguna orden arrogante. No tengo nada… tan solo un inmenso vacío en el interior del pecho.

Se abren las puertas del ascensor y Ana entra en él. Me mira… y por un momento se le cae la máscara y ahí está: mi dolor reflejado en su hermoso rostro.

No… Ana. No te vayas.

—Adiós, Christian.

—Adiós, Ana.

Las puertas se cierran y ella ha desaparecido.

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