Grey

Grey


Domingo, 22 de mayo de 2011

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Me despierto sobresaltado y con un profundo sentimiento de culpa, como si hubiera cometido un pecado terrible.

¿Es porque me he follado a Anastasia Steele? ¿Una virgen?

Está acurrucada y profundamente dormida a mi lado. Miro el radiodespertador: son más de las tres de la mañana. Ana duerme el sueño profundo de los inocentes. Bueno, ya no tan inocente. Mi cuerpo se remueve al contemplarla.

Podría despertarla.

Follarla otra vez.

Es evidente que tenerla en mi cama tiene ciertas ventajas.

Grey. Acaba ya con esta tontería.

Tirártela no ha sido más que el medio para conseguir un fin, además de una distracción agradable.

Sí. Muy agradable.

Más bien increíble.

Solo ha sido sexo, no me jodas.

Cierro los ojos aunque sé que no podré dormirme, porque la habitación está demasiado impregnada de Ana: su aroma, el sonido de su suave respiración y el recuerdo de mi primer polvo vainilla. Me abruman las visiones de su cabeza echada hacia atrás por la pasión, de cómo gritaba una versión apenas reconocible de mi nombre, de su desatado entusiasmo por la unión sexual.

La señorita Steele es una criatura carnal.

Será un juguete al que podré entrenar.

Mi polla se estremece; está de acuerdo.

Mierda.

No puedo dormir, aunque esta noche no son las pesadillas lo que me tiene despierto, sino la señorita Steele, tan menuda ella. Salgo de la cama, recojo del suelo los condones usados, les hago un nudo y los tiro a la papelera. Saco unos pantalones de pijama de la cómoda y me los pongo. Durante unos instantes, contemplo a la tentadora mujer que yace en mi cama, y luego voy a la cocina. Tengo sed.

Después de beberme un vaso de agua, hago lo de siempre cuando no puedo dormir: echo un vistazo a mis correos electrónicos en el estudio. Taylor ha regresado y pregunta si pueden guardar el

Charlie Tango. Stephan debe de estar durmiendo en la planta de arriba. Le contesto al correo con un sí, aunque a estas horas de la noche ya se da por sentado.

Vuelvo al salón y me siento al piano, uno de mis mayores placeres, algo que me permite evadirme durante horas. Sé tocar bien desde que tenía nueve años, pero no fue hasta que tuve mi propio piano, en mi propia casa, cuando de verdad se convirtió en una pasión. Cuando necesito desconectar del mundo, toco el piano. Y ahora mismo no quiero pensar en que le he hecho proposiciones deshonestas a una virgen, en que me la he tirado ni en que le he desvelado mi estilo de vida a alguien sin experiencia. Con las manos sobre las teclas, empiezo a tocar y me abandono a la soledad de Bach.

Un movimiento me distrae de la música y, al levantar la mirada, veo a Ana de pie junto al piano. Envuelta en un edredón, con la melena alborotada descendiendo en ondas por su espalda, los ojos luminosos… está arrebatadora.

—Perdona —dice—. No quería molestarte.

¿Por qué se disculpa?

—Está claro que soy yo el que tendría que pedirte perdón. —Toco las últimas notas y me pongo de pie—. Deberías estar en la cama —la regaño.

—Un tema muy hermoso. ¿Bach?

—La transcripción es de Bach, pero originariamente es un concierto para oboe de Alessandro Marcello.

—Precioso, aunque muy triste, una melodía muy melancólica.

¿Melancólica? No es la primera vez que alguien utiliza ese adjetivo para describirme.

—¿Puedo hablarle con libertad, señor? —Leila está arrodillada junto a mí mientras trabajo.

—Puedes.

—Señor, hoy está usted muy melancólico.

—¿De verdad?

—Sí, señor. ¿Hay algo que yo pueda hacer…?

Ahuyento el recuerdo. Ana debería estar en la cama. Insisto en ello.

—Me he despertado y no estabas.

—Me cuesta dormir. No estoy acostumbrado a dormir con nadie.

¿Por qué le he dicho eso? ¿Acaso me estoy justificando? Rodeo con un brazo sus hombros desnudos, disfrutando del tacto de su piel, y me la llevo de vuelta al dormitorio.

—¿Cuándo empezaste a tocar? Tocas muy bien.

—A los seis años. —Mi respuesta es brusca.

—Ah —dice ella.

Creo que ha pillado la indirecta: no quiero hablar de mi infancia.

—¿Cómo te sientes?

—Estoy bien.

Hay sangre en mis sábanas. Sangre de ella. Pruebas de su virginidad perdida. Su mirada se desplaza rápidamente de las manchas a mí, y luego mira a otro lado, incómoda.

—Bueno, la señora Jones tendrá algo en lo que pensar.

Parece muy avergonzada.

Se trata de tu cuerpo, cariño. Le cojo la barbilla e inclino su cabeza hacia atrás para poder ver su expresión. Estoy a punto de darle una pequeña charla para que no se avergüence de su cuerpo, pero de repente alarga una mano directa a mi pecho.

Joder.

Doy un paso atrás para apartarme cuando la oscuridad aflora.

No, no me toques.

—Métete en la cama —en un tono más brusco de lo que pretendía.

Espero que no haya detectado mi miedo. Sus ojos se abren mucho, confusos, tal vez heridos.

Maldita sea.

—Me acostaré contigo —añado como oferta de paz.

Saco una camiseta de un cajón de la cómoda y me la pongo deprisa, para protegerme.

Ella sigue de pie, mirándome.

—A la cama —ordeno, más agresivo esta vez.

Ana se mete en mi cama y se tumba; yo me estiro detrás de ella y la estrecho entre mis brazos. Hundo la cabeza en su pelo e inspiro el dulce aroma: otoño y manzanos. De espaldas a mí no puede tocarme, y mientras estoy ahí tumbado decido que me quedaré acurrucado con ella hasta que se duerma. Después me levantaré y trabajaré un poco.

—Duerme, dulce Anastasia.

Le beso el pelo y cierro los ojos. Su aroma invade mi nariz, me recuerda una época feliz y me deja saciado… incluso contento…

Hoy mami está alegre. Está cantando.

Canta sobre lo que tiene que ver el amor con esto.

Y cocina. Y canta.

Siento un burbujeo en el estómago. Está preparando beicon y gofres.

Huelen muy bien. A mi estómago le gustan el beicon y los gofres.

Qué bien huelen.

Cuando abro los ojos, la luz entra a raudales por las ventanas. Percibo un aroma que proviene de la cocina y se me hace la boca agua. Beicon. Por un momento me siento desconcertado. ¿Ha vuelto Gail de casa de su hermana?

Entonces lo recuerdo.

Ana.

Echo un vistazo al reloj y veo que es tarde. Salto de la cama y sigo mi olfato hasta la cocina.

Ahí está. Se ha puesto mi camisa, se ha hecho dos trenzas en el pelo y está bailando al ritmo de una música que no puedo oír: lleva puestos unos auriculares. Aún no me ha visto, así que me siento junto a la barra de la cocina a disfrutar del espectáculo. Está batiendo huevos, prepara el desayuno, sus trenzas rebotan cada vez que salta de un pie a otro y entonces me doy cuenta de que no lleva ropa interior.

Buena chica.

Debe de ser una de las mujeres más descoordinadas que he visto jamás. Resulta divertido, encantador y extrañamente excitante al mismo tiempo; pienso en todas las formas que tengo para mejorar su coordinación. Cuando se da la vuelta y me ve, se queda paralizada.

—Buenos días, señorita Steele. Está muy activa esta mañana.

Parece aún más joven con esas trenzas.

—He… He dormido bien —tartamudea.

—No imagino por qué —bromeo, y admito que yo también he dormido bien.

Son más de las nueve. ¿Cuándo fue la última vez que dormí hasta más tarde de las seis y media?

Ayer.

Cuando dormí con ella.

—¿Tienes hambre? —pregunta.

—Mucha.

No sé si de desayunar o de ella.

—¿Tortitas, beicon y huevos? —ofrece.

—Suena muy bien.

—No sé dónde están los manteles individuales —dice con aspecto de sentirse algo perdida.

Creo que está avergonzada porque la he sorprendido bailando. Me apiado de ella y me ofrezco a preparar la mesa para el desayuno.

—¿Quieres que ponga música para que puedas seguir bailando?

Se ruboriza y mira al suelo.

Maldita sea. La he molestado.

—No te cortes por mí. Resulta muy entretenido.

Me da la espalda haciendo un mohín y sigue batiendo los huevos con entusiasmo. Me pregunto si sabrá lo irrespetuoso que resulta eso para alguien como yo… pero es evidente que no se da cuenta, y por algún motivo incomprensible me hace reír. Me acerco a ella con sigilo y le tiro de una trenza.

—Me encantan, pero no van a servirte de nada.

No van a protegerte de mí. No ahora que te he poseído.

—¿Cómo quieres los huevos? —Su tono es inesperadamente descarado y tengo ganas de reírme a carcajadas, pero me contengo.

—Muy batidos —contesto intentando poner cara de póquer, aunque no lo consigo.

Ella también intenta disimular su risa y sigue con su tarea.

Tiene una sonrisa cautivadora.

Saco los manteles individuales, los coloco deprisa y me pregunto cuándo fue la última vez que hice eso por alguien.

Nunca.

Lo normal es que durante el fin de semana mi sumisa se encargue de todas las labores domésticas.

Pues hoy no, Grey, porque esta chica no es tu sumisa… todavía.

Sirvo zumo de naranja para los dos y pongo en marcha la cafetera. Ella no bebe café, solo té.

—¿Quieres un té?

—Sí, por favor. Si tienes.

En el armario encuentro las bolsitas de Twinings que le pedí a Gail que comprara.

Mira por dónde, ¿quién habría dicho que al final las usaría?

Arruga la frente al verlas.

—El final estaba cantado, ¿no?

—¿Tú crees? No tengo tan claro que hayamos llegado todavía al final, señorita Steele —respondo con expresión severa.

Y no hables de ti de esa manera.

Añado su falta de autoestima a la lista de conductas que habrá que modificar.

Ana evita mi mirada, ocupada en servir el desayuno. Coloca dos platos sobre los manteles individuales y luego saca el sirope de arce de la nevera.

Cuando levanta la vista y me mira, estoy de pie esperando a que se siente.

—Señorita Steele —digo, y le señalo su asiento.

—Señor Grey —contesta en un tono falsamente formal.

Al sentarse se encoge un poco.

—¿Estás muy dolorida?

Me sorprende un desagradable sentimiento de culpa. Quiero follármela otra vez, a ser posible después de desayunar, pero si está demasiado dolorida no podrá ser. Quizá debería usar su boca esta vez.

A Ana se le salen los colores.

—Bueno, a decir verdad, no tengo con qué compararlo —contesta de manera cortante—. ¿Querías ofrecerme tu compasión?

Su tono sarcástico me pilla desprevenido. Si fuera mía, se habría ganado al menos una buena zurra, puede que sobre la encimera de la cocina.

—No. Me preguntaba si deberíamos seguir con tu entrenamiento básico.

—Oh.

Se ha sobresaltado.

Sí, Ana, también podemos practicar sexo durante el día. Y me encantaría llenarte esa boca de lengua viperina.

Doy un bocado a mi desayuno y cierro los ojos para saborearlo. Está delicioso. Cuando trago, veo que todavía me mira fijamente.

—Come, Anastasia —le ordeno—. Por cierto, esto está buenísimo.

Sabe cocinar, y muy bien.

Come un poco y luego se limita a remover el desayuno en el plato. Le pido que deje de morderse el labio.

—Me desconcentras, y resulta que me he dado cuenta de que no llevas nada debajo de mi camisa.

Ana toquetea la bolsita de té y la tetera sin hacer ningún caso de mi enfado.

—¿En qué tipo de entrenamiento básico estás pensando? —pregunta.

Su curiosidad no tiene límites… Veamos hasta dónde es capaz de llegar.

—Bueno, como debes de estar dolorida, he pensado que podríamos dedicarnos a las técnicas orales.

Escupe el té en la taza.

Mierda. No quiero que se atragante. Le doy unos golpecitos suaves en la espalda y le acerco un vaso de zumo de naranja.

—Si quieres quedarte, claro.

No debería tentar a mi suerte.

—Me gustaría quedarme durante el día, si no hay problema. Mañana tengo que trabajar.

—¿A qué hora tienes que estar en el trabajo?

—A las nueve.

—Te llevaré al trabajo mañana a las nueve.

¿Qué estoy diciendo? ¿De verdad quiero que se quede otra noche?

Eso es una sorpresa incluso para mí.

Sí, quiero que se quede.

—Tengo que volver a casa esta noche. Necesito cambiarme de ropa.

—Podemos comprarte algo.

Se aparta el pelo de la cara y se muerde el labio con nerviosismo… otra vez.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Tengo que volver a casa esta noche.

Caray, qué terca que es. No quiero que se marche, pero a estas alturas, y sin acuerdo, no puedo insistir en que se quede.

—De acuerdo, esta noche. Ahora acábate el desayuno.

Observa la comida que queda en el plato.

—Come, Anastasia. Anoche no cenaste.

—No tengo hambre, de verdad —dice.

Joder, qué frustrante es esto.

—Me gustaría mucho que te terminaras el desayuno —insisto en voz baja.

—¿Qué problema tienes con la comida? —me suelta.

Ay, nena, no quieras saberlo, de verdad.

—Ya te dije que no soporto tirar la comida. Come.

La fulmino con la mirada. No me presiones con esto, Ana. Me mira con expresión testaruda, pero empieza a comer.

Al ver cómo se mete un tenedor cargado de huevo en la boca me relajo. Tiene una actitud desafiante, aunque a su manera. Y eso es algo único. Nunca me he enfrentado a ello. Sí. Exacto. Ana es una novedad. Por eso me fascina… ¿verdad?

Cuando termina de comer le retiro el plato.

—Tú has cocinado, así que yo recojo la mesa.

—Muy democrático —dice levantando una ceja.

—Sí. No es mi estilo habitual. En cuanto acabe tomaremos un baño.

Y podré poner a prueba sus técnicas orales. Inspiro deprisa para controlar la súbita excitación que me provoca esa idea.

Mierda.

Le suena el teléfono y Ana se retira a un rincón de la cocina, metida ya en la conversación. Me detengo junto al fregadero a mirarla. Está de pie contra la pared de cristal y la luz de la mañana recorta la silueta de su cuerpo bajo mi camisa blanca. Se me seca la boca. Está muy delgada, tiene las piernas largas, unos pechos perfectos y un culo ideal.

Todavía pegada al móvil, se vuelve hacia mí y yo finjo que estoy interesado en otra cosa. Por algún motivo no quiero que me pille comiéndomela con los ojos.

¿A quién tiene al teléfono?

Oigo que menciona el nombre de Kavanagh y me pongo tenso. ¿Qué le estará contando? Nuestras miradas se encuentran.

¿Qué le estás diciendo, Ana?

Ella se vuelve hacia otro lado y un momento después cuelga, luego se acerca hacia mí moviendo las caderas a un ritmo suave y seductor bajo la camisa. ¿Debería decirle que la veo?

—¿El acuerdo de confidencialidad lo abarca todo? —pregunta.

Me quedo paralizado mientras sujeto la puerta de la despensa que estaba a punto de cerrar.

—¿Por qué?

¿Adónde quiere ir a parar? ¿Qué le ha contado a Kavanagh?

Inspira hondo.

—Bueno, tengo algunas dudas, ya sabes… sobre sexo, y me gustaría comentarlas con Kate.

—Puedes comentarlas conmigo.

—Christian, con todo el respeto…

Se queda callada. ¿Le da vergüenza?

—Son solo cuestiones técnicas. No diré nada del cuarto rojo del dolor —dice de un tirón.

—¿El cuarto rojo del dolor?

Pero ¿qué cojones…?

—Se trata sobre todo de placer, Anastasia. Créeme. Y además, tu compañera de piso está revolcándose con mi hermano. Preferiría que no hablaras con ella, la verdad.

No me apetece que Elliot sepa nada de mi vida sexual. No dejaría de meterse conmigo en lo que me queda de vida.

—¿Sabe algo tu familia de tus… preferencias?

—No. No son asunto suyo.

Se muere por preguntarme algo.

—¿Qué quieres saber? —digo, de pie delante de ella, escudriñándole el rostro.

¿Qué te pasa, Ana?

—De momento, nada en concreto —murmura.

—Bueno, podemos empezar preguntándote qué tal lo has pasado esta noche.

Mi respiración se vuelve superficial mientras espero su respuesta. Todo nuestro acuerdo podría depender de lo que diga ahora.

—Bien —contesta.

Me ofrece una sonrisa dulce y sexy.

Es lo que quería oír.

—Yo también. Nunca había echado un polvo vainilla, y no ha estado nada mal. Aunque quizá es porque ha sido contigo.

La sorpresa y el placer que le provocan mis palabras son evidentes. Le acaricio el carnoso labio inferior con el pulgar. Me muero por tocarla… otra vez.

—Ven, vamos a bañarnos.

La beso y me la llevo al cuarto de baño.

—Quédate ahí —le ordeno mientras abro el grifo.

Luego vierto un aceite esencial en el agua humeante. La bañera se llena deprisa mientras ella sigue mirándome. Normalmente, esperaría de cualquier mujer que compartiese un baño conmigo que mantuviera la mirada gacha en señal de modestia.

Pero Ana no lo hace.

No mira al suelo, sino que sus ojos brillan llenos de expectación y curiosidad. Aun así, se ha echado los brazos alrededor del cuerpo; es tímida.

¡Dios! Cómo me pone…

Y pensar que nunca se ha bañado con un hombre…

Puedo apuntarme otro tanto al marcador.

Cuando la bañera está llena, me quito la camiseta y le tiendo una mano.

—Señorita Steele.

Ella acepta mi invitación y se mete dentro.

—Gírate y mírame —ordeno—. Sé que ese labio está delicioso, doy fe de ello, pero ¿puedes dejar de mordértelo? Cuando te lo muerdes, tengo ganas de follarte, y estás dolorida, ¿no?

Toma aire con brusquedad y deja de morderse el labio.

—Eso es. ¿Lo has entendido?

Todavía de pie, asiente con vehemencia.

—Bien.

Aún lleva puesta mi camisa, le quito el iPod del bolsillo y lo dejo en el lavabo.

—Agua e iPods… no es una combinación muy inteligente.

Cojo la camisa por abajo y se la quito tirando de ella hacia arriba. Doy un paso atrás para admirarla, y automáticamente agacha la cabeza.

—Oye —digo con una voz suave, intentando que se yerga para mirarme—. Anastasia, eres muy guapa, toda tú. No bajes la cabeza como si estuvieras avergonzada. No tienes por qué avergonzarte, y te aseguro que es todo un placer poder contemplarte.

Le sostengo la barbilla y le echo la cabeza hacia atrás.

No te escondas de mí, nena.

—Ya puedes sentarte.

Lo hace con una prisa indecente y se estremece cuando su cuerpo dolorido toca el agua.

Muy bien…

Cierra los ojos con fuerza mientras se reclina, pero al abrirlos ya parece más relajada.

—¿Por qué no te bañas conmigo? —me pregunta con una sonrisa cohibida.

—Sí, muévete hacia delante.

Acabo de desvestirme y me meto detrás de ella, presiono su espalda contra mi pecho y coloco las piernas sobre las suyas con los pies por encima de sus tobillos. Después se las separo.

Se remueve, pegada a mí, pero no reacciono a sus movimientos y hundo la nariz en su pelo.

—Qué bien hueles, Anastasia —susurro.

Se relaja y yo alcanzo el gel del estante. Me pongo un poco en la mano, froto hasta conseguir algo de espuma y empiezo a darle un masaje por el cuello y los hombros. Gime y su cabeza cae hacia un lado bajo mis tiernas atenciones.

—¿Te gusta? —pregunto.

—Mmm —responde, satisfecha.

Le lavo los brazos y las axilas, luego llego a mi primer objetivo: sus pechos.

Dios, qué tacto tienen…

Sus pechos son perfectos. Los masajeo y jugueteo con ellos. Ana gime y arquea las caderas mientras se le acelera la respiración. Está excitada. Mi cuerpo reacciona de la misma manera y crece bajo ella.

Deslizo las manos por su torso y su vientre en dirección a mi segundo objetivo. Antes de llegar al vello púbico, paro y me hago con una toallita. Echo un poco de gel en ella y doy comienzo al lento proceso de lavarla entre las piernas. Suave, despacio pero seguro, voy frotando, lavando, limpiando bien, estimulando. Ana empieza a jadear y sus caderas se mueven al mismo ritmo que mi mano. Tiene la cabeza apoyada contra mi hombro, los ojos cerrados, la boca abierta en un gemido mudo mientras se rinde a mis dedos implacables, que no le dan tregua.

—Siéntelo, nena. —Le deslizo los dientes por el lóbulo de la oreja—. Siéntelo para mí.

—Oh… por favor —jadea.

Intenta estirar las piernas, pero las tengo bien aprisionadas bajo las mías.

Ya es suficiente.

Ahora que está toda cubierta de una fina capa de espuma estoy listo para seguir adelante.

—Creo que ya estás lo suficientemente limpia —anuncio, y aparto las manos de su cuerpo.

—¿Por qué te paras? —protesta.

Abre los ojos de golpe, con lo que desvela su frustración y su decepción.

—Porque tengo otros planes para ti, Anastasia.

Está jadeando y, si no me equivoco, hace pucheros.

Bien.

—Date la vuelta. Yo también tengo que lavarme.

Me obedece. Tiene las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes, las pupilas dilatadas.

Levanto las caderas y me agarro la polla.

—Quiero que, para empezar, conozcas bien la parte más valiosa de mi cuerpo, mi favorita. Le tengo mucho cariño.

Se le abre la boca al mirar mi miembro erecto y luego mi cara… y mi miembro otra vez. No puedo contener una sonrisa malvada. Su rostro es la viva imagen de una virgen escandalizada por lo que está viendo.

Sin embargo, cuanto más observa mi polla, más cambia su expresión. Primero se pone pensativa, luego intenta evaluar lo que ve y, cuando sus ojos se encuentran con los míos, en ellos percibo claramente un desafío.

Vamos, lánzate, señorita Steele.

Su sonrisa, mientras alcanza la botella de gel, es cautivadora. Se echa un poco de jabón en la mano y, sin apartar la mirada de la mía, se frota las palmas. Entreabre la boca, se muerde el labio inferior y luego pasa la lengua por las pequeñas marcas que han dejado sus dientes.

¡Ana Steele, estás hecha toda una seductora!

Mi polla reacciona con entusiasmo y se pone más dura. Ella alarga la mano y rodea mi miembro. Mi respiración sale siseante entre dientes apretados y cierro los ojos para saborear el momento.

No me importa que me toquen esa parte del cuerpo.

No, no me importa lo más mínimo… Coloco la mano encima de la suya para enseñarle qué debe hacer.

—Así. —Mi voz suena ronca mientras empiezo a guiarla.

Ella cierra la mano con más fuerza y la mueve arriba y abajo, cubierta por la mía.

Oh, sí.

—Muy bien, nena.

La suelto y dejo que siga sola, cierro los ojos y me rindo al ritmo que marca ella.

Oh, Dios.

¿Qué tiene su inexperiencia que resulta tan excitante? ¿Es porque estoy disfrutando con cada nuevo aprendizaje?

De repente se la mete en la boca y chupa con fuerza. Su lengua me tortura.

¡Joder!

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