Green

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Capítulo sexto

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Capítulo sexto

De la irrupción de Sheila en la tortuosa vida de Green y de los sucesos terribles que acontecieron

Sheila resultó una mona maravillosa. Bien es verdad que, por haber vivido la mayor parte de mis días lejos de los de mi especie, yo carecía de los elementos de referencia que me habrían permitido emitir un juicio más objetivo sobre mi nueva amiga. Sin embargo, en tales circunstancias no es malo dejarse llevar por el instinto, y este me dijo —y sigue diciéndomelo ahora, con la distancia de los años— que la suerte me acompañó cuando colocó a Sheila en medio del camino loco que yo llevaba. Prescindo de su descripción física porque sé que, con ella, sólo conseguiría en ustedes el efecto contrario del que deseo transmitir. ¿Cómo explicar que sus cortas y peludas patas dibujaban para mí un arco voluptuoso, abierto a sugerencias miles que me llenaban de excitación? Hace tiempo que me acomodé a mi particular perspectiva de las cosas y, aceptándola como íntima, he renunciado a medirla con el rasero de los humanos. A cambio les pido a ustedes que desistan de embutirme en sus moldes, inevitablemente estrafalarios por lo que me toca. Sólo así podremos entendernos y avanzar en esta historia.

Como les decía, Sheila resultó un ser maravilloso. La llevaron ante mí metida dentro de una pequeña jaula, a su vez adornada por un lazo muy coqueto de color rojo. Me miró con curiosidad. Estaba asustada pero pronto sonrió, estiró su brazo a través de los barrotes y acarició mis mejillas. Yo aplaudí con entusiasmo, claro: esa hembra había llegado a lo más hondo de mi corazón, tal vez sin habérselo propuesto. Recordé, entonces, a Hermano; recordé su firme decisión de abandonarnos a Madre y a mí, y vino a mi memoria aquella socorrida excusa de la llamada de la naturaleza, de la que yo, por aquellos días de mi infancia, era un perfecto descreído. Ahora, por fin, también yo la escuchaba, y puedo asegurar que me sonaba a eco de tambores; palpitaba en mis adentros y me llenaba de un fluido inquieto y hasta ese momento desconocido, bravo y turbulento como una tormenta tropical, mezcla salvaje de ansias tan incontenibles como de energías sobradas para hacerles frente. Recordé a mi Hermano, sí, y, gracias a Sheila, me reconcilié con él y con mi especie.

Sheila era tierna, sensual, bella y, sobre todo, dócil; quizás un poco zopenca para la comunicación, pero esto parecía una virtud más que un defecto: gracias a su connatural torpeza para el circunloquio, Sheila iba al fondo de la cuestión sin regodearse en enojosos trámites previos. Su inteligencia, pues, estaba desprovista de atributos culturales, lo cual limitaba su capacidad de artificio pero, al mismo tiempo, la hacía eficaz y resolutiva en asuntos perentorios. Si se me permite el chiste, puede decirse de Sheila que no se andaba por las ramas.

Nunca pude conocer su origen. Con toda probabilidad llevó una vida asilvestrada hasta muy poco antes de llegar a mi lado. Esto explicaría su pasmosa ingenuidad ante las personas y su infundada confianza en mí como su protector. Las primeras horas de su estancia en la casa las pasó aterrada, adherida a mi pecho, como si éste hubiera sido el único islote bien asentado en medio de un océano de convulsiones. Se sentía insegura ante Emma y Enrique, a los que imaginaba capaces de cualquier atrocidad. Para mí resultó una situación un tanto enojosa porque, de tolerar por más tiempo su actitud, mis padrastros habrían podido pensar que yo compartía con ella sus temores, algo que estaba muy lejos de la realidad. Por eso acabé apartándola de mí con un manotazo; luego la amenacé alzando los puños. Esto sirvió para hacer comprender a Sheila que en nuestra casa se hallaba segura y, de paso, para proponer, desde el primer instante, las condiciones que en lo sucesivo habrían de regir nuestra vida en común. Sheila aceptó mi punto de vista con humildad, sin solicitar más aclaraciones ni formular comentario alguno. Antes al contrario, aprobó, sumisa, aquella particular manera de expresarme e incluso la aplaudió con energía, lo cual —debo reconocerlo— me dejó perplejo y sin respuestas. Recordé a Yusuf y pensé que había iniciado de esta forma, sin habérmelo propuesto, un singular camino de aproximación a su ejemplo: hosco, dominante, bravucón, perdonavidas, incuestionable. Confieso que no me desagradó la idea, que poseía la doble virtud de su atractivo y de su factibilidad, todo ello sin que mi comportamiento con Sheila debiera afectar a mis relaciones con el resto del mundo, quien seguiría viéndome como el chimpancé menudo y gracioso que tantos buenos momentos les hacía vivir. Por aquel entonces yo consideraba, además, que, manifestándome rudo y displicente con mi compañera, respondería punto por punto a las expectativas que los humanos abrigaban conmigo. De esta manera, me resultó sencillo instalarme en el convencimiento de que mi dominio sobre Sheila venía determinado por el destino y la genética. No sería yo, pues, quien enmendara la plana a la naturaleza.

Esto no quiere decir, sin embargo, que hubiera decidido comportarme con mi compañera como un desaprensivo. Ruego a ustedes que no enjuicien mi actitud frente a la mona desde un prisma ético, porque sabido es que la ética ocupa un territorio vedado a los animales como yo. No, por favor. Mi modo de relacionarme con Sheila era diferente; pertenecía a un estrato moral alejado del de ustedes, creo que ni mejor ni peor sino menos sofisticado. Me atrevería a definirlo de primario, lo que parece hallarse en la lógica de mi condición de primate. Sheila, pues, sirvió para acercarme a lo más rotundo y biológico de mi existencia; a lo más íntimo o, si se quiere, animal, relajándome del esfuerzo que para mí suponía el intentar aproximarme siquiera al porqué de las acciones humanas. La sola presencia de Sheila era un alivio para mi mente; me descargaba, aunque fuera por unos instantes, de las complejísimas encrucijadas intelectuales en las que me batía cada vez que me las veía con un hombre o con una mujer. Sheila me trasladaba a un mundo mucho más amable, comprensible y palmario, en el que todas las cosas tenían una explicación simple e inmediata. Sheila me enseñó a dormir cuando tenía sueño; a comer, cuando el estómago clamaba por el almuerzo; y a tirar pedos si los gases del intestino se alborotaban en busca de una salida tan indigna como necesaria. Para que se entienda con mayor claridad: el infausto invento del reloj dejó de tener sentido con mi amada. Por otra parte, si yo quería que Sheila me dejara en paz no tenía más que levantar la mano y bajarla con rapidez y contundencia. Nada, pues, de palabras hueras ni de explicaciones vanas que, por lo general, culminan con largas, sesudas y pesadas discusiones sobre la esencia del matrimonio. Al pan, pan; y al vino, vino. (No me atreví, sin embargo, a evacuar sobre una maceta de dalias artificiales, a la cual, por su tan privilegiado como injusto acomodo cerca de la chimenea, tanto Sheila como yo odiábamos con todas nuestras energías.)

He dejado para el final de este somero repaso al catálogo de bienaventuranzas que Sheila trajo consigo el maravilloso asunto del amor. No lo hice por mantener la tensión de mis palabras, sino porque, quizá debido a la inevitable contaminación humana de la que me hallo pringado hasta la médula, la cuestión presenta para mí varios aspectos de tal sutileza que han de ser matizados con el sosiego que ofrece un inciso. Nunca, ni siquiera ahora que me considero adulto, tuve una idea clara de lo que es el amor. En un principio creí que se trataba de una enfermedad iniciática, de una especie de sarampión con sus síntomas febriles y su languidez corporal y anímica, al final del cual uno alcanzaba un cierto hito de madurez, que era tanto como ganar el jubileo. Luego oí de otras personas que el amor no era para los viejos, y esto echó por tierra mi primera hipótesis. Más tarde tuve oportunidad de coincidir con un adusto señor que declaraba a una mujer, en privado, el mismo amor que le negaba en público, lo cual me hizo comprender que la pasión amorosa no era, en efecto, una enfermedad iniciática, sino un vicio perseguido por la autoridad del Estado. Imaginaba al amor ubicado en el corazón porque el nombre de este órgano aparecía de forma recurrente en las conversaciones que se tildaban de idílicas. Sin embargo, a la hora de la verdad el corazón era el único músculo que no pintaba nada. Por cierto, aún hoy no sé a ciencia cierta si el amor nace o se hace. Hay quien dice que el destino lógico del amor que nace es el de hacerse. El proceso inverso también resulta posible; ese ha sido, al parecer, la causa de muchas ruinas económicas, guerras fratricidas y pérdidas de vocaciones sacerdotales. No me pregunten por qué, que yo me limito a reproducir estas palabras tal como llegaron a mis oídos. Ya les dije que no he sido capaz de aprender nada sobre tan escurridiza materia. Tan escurridiza que, al final, opté por reducir la cuestión a su expresión más elemental y meridiana, esa en la que los chimpancés nos desenvolvemos con soltura ligera de lastres y de reflexiones. Reconozco que se trata de una simplificación perezosa pero, a la postre, eficaz, que a mí me ha evitado más de un quebradero de cabeza. Prueben ustedes, si quieren.

Pues bien, en esto del amor Sheila también supo despertar mi animalidad, hasta entonces adormecida. La naturaleza es sabia y dispone de mecanismos que contribuyen a su perpetuación sin necesidad de manual de instrucciones. En la primera ocasión que mi compañera tuvo a bien ofrecérseme, apenas unas horas después de deshecho el lazo rojo de su jaula, lo pude comprobar en propia carne. El resultado fue un gratificante ejercicio de compenetración por mí desconocido; una gimnasia elemental, inevitable, imprescindible e histórica; la misma que, ahora se me iluminan las entendederas, practicaban Madre y los machos de mi comunidad cuando a aquella se le hinchaba y sonrosaba el bajo vientre. ¡Y yo interponiéndome en la coyunda sin saber por qué! De modo que, mediante aquel expediente tan sencillo, un servidor ponía el cuerpo; Sheila, también; y algo inscrito en la primera partícula del universo hacía el resto. ¡Y heme aquí, sin más penitencia, congraciado con mi estirpe! Me descubrí a mí mismo sorprendido y satisfecho. También, orgulloso. Tanto que, con el pretexto extravagante de impedir que el mundo se detuviera a causa de nuestra negligencia, entré en comunión con mi glorioso destino cinco o seis veces más a lo largo de aquella mi primera e inolvidable tarde con la mona.

Sin embargo, aquel esfuerzo de urgencia en pro de la evolución y de mi especie provocó en mi familia división de opiniones. Enrique lo consideró divertido; Emma, intolerable. Para mi madrastra se habían confirmado sin demora sus agoreras predicciones sobre las consecuencias apocalípticas de incorporar a otra hembra al hogar. No obstante, yo había tomado la precaución de no violentar las advertencias de Emma y tan sólo en una ocasión recurrí a Sheila fuera de mi caseta del jardín. Bien es verdad que esta excepción se produjo sobre la mesa del comedor y en un momento en el que pudimos haber sido sorprendidos por dos importantes hombres de negocios de no mediar el oportuno tropezón de unos de ellos contra la alfombra del porche, que los entretuvo el lapso exacto de conclusión de nuestra tarea. Aun así, Emma y la visita llegaron al salón en el preciso instante en el que Sheila y yo nos desenmarañábamos el uno de la otra: apenas si tuvimos tiempo para esbozar con los labios un penoso intento de silbar un tango. Uno de los hombres, ajeno al motivo que a mi compañera y a mí nos había llevado hasta aquel lugar, hizo un comentario tierno acerca del aura angelical que adornaba nuestro rostro. Yo sonreí con donosura pero, cuando Emma apostilló algo sobre la cara de conejo que se me había puesto, a mí se me hizo un nudo en la garganta. El incidente, ya se lo habrán imaginado, dio lugar a una dura controversia entre Emma y Enrique. La bronca se alargó más de lo habitual. Intenté atajarla como pude: me presenté ante ellos acompañado de Sheila y allí mismo, sin recurrir a más argumentación que la de los hechos, la emprendí a golpes con la mona. De esta manera suscribía con ellos mi compromiso de no repetir la diablura, al menos en sitios públicos. No sé si entendieron mi mensaje, pero lo cierto fue que, tras reñirme sin demasiada convicción, Enrique anunció que se acostaba y Emma desapareció tras él.

Desconozco la causa última que me llevó a adoptar el modo de vida que, con aquel acto, se inauguraba. Con sinceridad les digo en mi descargo que, de no haber convivido tanto tiempo entre ustedes, los hombres, jamás se me habría pasado siquiera por el magín tamaño despropósito. Pero lo asumí con todas las consecuencias. Decidí, pues, que Sheila jamás entraría en la casa sin mi previo consentimiento. Yo, en cambio, me ofrecería en cuerpo y alma a mis padrastros, los respetaría con veneración, me entregaría sin condiciones a sus caprichos, amenizaría sus fiestas si era menester o permanecería mudo, ciego y sordo, tal como ellos esperaban de nosotros, los chimpancés, según pude recordar en la estatuilla que descubrí sobre la repisa de la chimenea, aquella misma que el vendedor de baratijas de Djema’a el-Fna ofrecía a precio de saldo. Sería su muñeco, un dominguillo, el hazmerreír de sus tedios, e incluso, si fuera necesario, les compraría todos los días el periódico, igual que hacía el dogo de nuestros vecinos, el muy imbécil. Todo fuera por un poco de remanso espiritual. (Sí, dije «espiritual»; anoten eso por enésima vez.)

Por supuesto, estaba en un error: había cambiado una apariencia de paz por la larva de una tragedia, como tantas veces ocurre cuando no se coge el toro por los cuernos, es un decir. Y yo, como siempre, en el medio. En efecto, para Sheila no resultó difícil comprender que todo su mundo se encontraba en aquel jardín en el que nuestra linda caseta, los árboles, la rocalla, sus plantas y sus flores invitaban al olvido de una selva hostil y lejana. En cambio, de repente, yo me vi sometido a la obligación esquizofrénica de compartir, por rígidos turnos, aquel bucólico escenario con la vivienda cementera de mis padrastros. Emma, que supo entender el pacto que les ofrecía, lo aceptó en el tenor literal de sus términos, y comenzó a requerir mi presencia en algunos de los hitos de su vida cotidiana, maldita la falta que hiciera yo en ellos. Por ejemplo, llegado el mes de mayo, que para Emma suponía su ramadán, me sacaba de mi siesta para llevarme hasta una salita en la que la mujer rezaba el rosario. Prueba de que se trataba de un capricho injusto era que me dejaba dormir a pata suelta, dicho sea en el sentido más o menos literal de la expresión. Ocurría con frecuencia que, con el despertar, confundía el lugar y la situación en los que me encontraba y, a veces, caía sobre Emma con la actitud y el orgullo que sólo Sheila se merecía. Esto provocaba hilaridad y creo que hasta excitación en la mujer, pero a mí me maltraía por caminos tortuosos, sobre todo cuando, en aras de mi amor filial, me veía obligado a sofocar el instinto en mitad de su despliegue. A veces me ocurría con Sheila todo lo contrario, y esto abortó numerosos escarceos que, en circunstancias más felices, habrían culminado con la brillantez que la madre naturaleza tiene dispuesta para estos casos.

De manera que, sin habérmelo planteado siquiera, caí en ese trance tan estúpido como, por antonomasia, humano que consiste en fragmentar la vida propia en compartimentos estancos. Sabía que algo parecido le ocurría a Enrique y lo imaginaba en otros como él, pero nunca se me alcanzó a comprender esa violencia con la que, de forma tan absurda, se autoinmolan las personas que no quieren ofender, pero tampoco cumplir, las expectativas que los demás ponen en ellas, casi siempre sin ningún derecho. Yo también caí en ella, he de reconocerlo. Para visitar a Emma tenía que aprovechar las siestas de Sheila; y, para juguetear con la mona, debía ocultarme de mi madrastra. La caseta que habitábamos era amplia y cómoda, pero a nosotros nos gustaba mucho más retozar en el jardín, aunque sólo fuera por respetar una tradición que, sin temor a las exageraciones, se remonta al principio de los tiempos. Así pues, si queríamos gozar de nuestra divertida complementariedad, Sheila y yo teníamos que aguardar a que nadie merodeara por la casa, lo cual no ocurría con frecuencia o, al menos, no con la frecuencia que yo necesitaba para aliviarme de mi creciente estrés. Explicar a Sheila que lo que ella acusaba de frigidez no era más que una actitud voluntaria, ponderada y sensata de quien esto cuenta, no sin rubor, resultaba harto complicado, pero hacer oídos sordos a sus requerimientos libidinosos me llenaba de zozobra y angustia. Inicié, pues, una breve etapa en la que, a las propuestas amorosas de mi compañera, yo respondía sin más contemplaciones con una buena ración de bofetadas. Como digo, esta etapa fue breve. Tuve que clausurarla la tarde en que, al despertar de una de mis siestas, sorprendí a Emma con la vista descansada en mi querida méntula: la emprendí a golpes con la mujer. Curiosamente, Emma no se enfadó conmigo más de lo imprescindible, pero yo reconocí mis excesos e hice firme promesa de que jamás volvería a pegar a mi amante compañera. Fue cuando empecé a comerme las uñas.

La situación acabó siendo insostenible. Mi compromiso de respeto a las costumbres de Emma y Enrique había sido firme; pero, por encima de esa firmeza, estaba mi salud. Mi salud, deben comprenderlo, ya no era una cuestión de exclusivo tinte personal: también afectaba a la familia entera en la que yo estaba metido. En efecto, ¿de qué podría servir un mono neurasténico y en el límite permanente del crimen pasional? Pues en eso amenazaba con convertirme si no atajaba el problema con rapidez e imaginación. Yo mismo me asustaba al considerar que si la fragmentación de la vida en varios frentes conducía a los hombres al ejercicio vergonzante de la simulación —cuando no a la mentira, a la embriaguez, al adulterio y hasta al parricidio—, qué abominables perversiones no podríamos alcanzar, entonces, nosotros, los animales irracionales. La perspectiva que se me abría a los ojos resultaba, sin duda, desalentadora. Por eso quise cortar por lo sano y, sin previa comunicación de mis nuevas intenciones, decidí que también Sheila podría entrar en la casa cuando se le antojase y compartir conmigo toda mi existencia; mi existencia entera.

Tal como había previsto, la presencia de Sheila en el comedor enfadó sobremanera a Emma. Sin embargo, su reacción, lejos de desmotivarme, me envalentonó. Le mostré mi esplendorosa dentadura en gesto inequívoco de advertencia y alcé las manos para subrayar que no me quedaría en baladronadas si la mujer decidía pasar a mayores. Emma se quedó petrificada; durante varios segundos contuvo el susto en la garganta, pero por fin se derrumbó y se puso a llorar sin consuelo, acusándome entre susurros de desagradecido y miserable. Ustedes juzgarán. Yo, por mi parte, no me dejé seducir por aquellas lágrimas que consideraba indecentes: estaba en juego la continuidad de una vida digna o la subsistencia infame de una marioneta. Así pues, considerando que el primer paso ya había sido dado y era irreversible, me vi obligado a continuar la representación. Arrojé a Sheila sobre el sofá y, sin otros miramientos, consumamos una vez más eso que ustedes, con tosquedad manifiesta, llaman matrimonio, sin detenerse en más matices. Horrorizada, Emma sólo se atrevió a inspeccionar de reojo la fechoría mientras Sheila, que ya iba adquiriendo hábitos humanos, encontraba en su propia humillación la mejor de sus venganzas: esto, al menos, fue lo que interpreté en la chispa que alumbró su mirada durante el acoplamiento. Terminé exhausto, rendido y preparado para asumir la inevitable represalia. Sin embargo, pasaron los minutos y nada en el salón comedor alteró el reposo mortal en el que el tiempo, congelado, acabó por convertirse. Emma continuó sentada largo rato, en silencio, con el rostro oculto entre las manos, mientras Sheila y yo, abrazados, completábamos, incrédulos, aquel singular paisaje después de la batalla.

Estaba convencido de que Enrique tomaría cartas en el asunto de forma violenta. Sin embargo, no fue así. Mi padrastro percibió que algo extraño había ocurrido en la casa: que Sheila compartiera con su esposa la misma cuota de cielo raso parecía inverosímil. Preguntó a qué se debía aquella manifestación de generosidad por parte de Emma y, antes de que la mujer respondiera, yo ya me había colocado bajo el sofá, al abrigo de la reacción del hombre, que aventuraba brutal. Para mi sorpresa, Emma se limitó a criticar el tono sardónico con el que su marido le había espetado la pregunta y luego se ofreció para preparar la cena. La noche se dejó caer, así, con una vulgaridad inopinada.

Todavía con la resaca de aquel desconcertante incidente, me presté a seguir mi vida familiar con naturalidad, como negando importancia a un hecho que todos queríamos olvidar siempre que no ocurriera lo mismo con sus consecuencias. De esta manera llegué a ser muy dichoso. Sheila me adoraba y se esmeraba por hacerme la existencia más placentera y divertida. Y yo, a la recíproca. Jamás nos dijimos «no» a petición alguna que partiera de uno de nosotros: nos rascábamos la espalda, nos abanicábamos en las tardes de calor, nos mecíamos en la hamaca del jardín. A veces, yo le hablaba del espléndido futuro que nos aguardaba, pero, en asuntos de tiempo, Sheila no entendía más que del presente: sonreía a mis palabras sin saber por qué, tal vez porque comprendía en mi rostro que ese simple gesto suyo me llenaba de dicha. Quizá su amor fuera excesivo. Soportaba sin un mal gesto mis arrebatos de inevitable origen ancestral y aportaba al apareamiento un grado de dulzura que en ocasiones adquiría el tufillo de la abnegación. Pero me amaba, y eso era, para mí, lo más importante. Me amaba con un amor como el de Madre, sin preguntas ni recelos: por ser yo el que era, y nada más. Emma, por su parte, retomó la costumbre del mimo tal como lo había practicado en los primeros tiempos de mi estancia en la casa. Bien es verdad que con mi compañera no extremaba su entusiasmo, pero al menos le suministraba alimentos, que ya era bastante. Mas a mí, en cambio, me sonreía sin desmayo, añadía a mi dieta un plus vitamínico que me mantenía en plenitud de facultades —esta expresión la aprendí en un programa deportivo de la radio— y, de cuando en cuando, jugaba conmigo a la pelota, o me enseñaba a montar casitas terreras con cubos de plexiglás. Por las tardes, acudía a su cita del rosario y acababa durmiéndome en sus brazos, bendecido por un cariño que, ya sin reservas, me pareció materno e inmaculado. Por lo general era Sheila quien me despertaba de mis sueños vespertinos, lo cual enfadaba mucho a mi madrastra. Sin embargo, esta solía recuperarse del disgusto muy pronto y me dejaba acudir a la llamada del amor sin mayores resistencias, quiero creer que por una sincera aceptación de las circunstancias que concurrían en el caso. La armonía familiar, pues, no era perfecta, pero, sabiendo que un primate como yo no podía aspirar a tanta dicha y tanto sosiego al mismo tiempo, aquella serenidad del ánimo me pareció un despiste de la naturaleza a cuyos beneficios no debía renunciar.

Una mañana, Sheila amaneció con ligeras convulsiones de estómago que la obligaron a expulsar una papilla verdosa y maloliente. Achacamos la vomitona al sabor plástico de unas gambas con mayonesa que la cocinera había apartado, por su cuenta, para la novia de su mejor amigo y decidimos que el tiempo impusiera su implacable sentido del orden. Sin embargo, Sheila no sólo no mejoró. Antes al contrario, las evacuaciones pestilentes se repitieron a intervalos cada vez más breves. En contra de la opinión de Emma, que sostenía sin argumentos la inocuidad de aquellos síntomas, Enrique llamó a nuestro veterinario de cabecera, quien, con gran gozo, anunció la buena nueva: Sheila estaba preñada. De mí, resultaba obvio. Tardé varios días en saber lo que eso significaba. No, que nadie piense que me asustó la responsabilidad que el diagnóstico me atribuía. Quiero decir exactamente lo que dije: que desconocía de manera supina en qué consistía eso del embarazo. Para los animales como yo, la vida suele ser tan descarnada, perentoria y telúrica que desechamos todas aquellas preguntas que carezcan de respuesta; para nosotros, cualquier misterio es un lujo y lo rechazamos por disolvente, sin dar la oportunidad de que nadie lo haga suyo y lo administre a nuestra costa. Portando esta rudimentaria filosofía por todo bagaje intelectual, y considerando que desde mi infancia viví alejado de los de mi especie, aceptarán ustedes que el escabroso asunto de la reproducción me pillara bastante lejos. Sea como fuere, al final pude saber que lo que Sheila llevaba dentro era otro trasgo similar al que residía en mi interior, tal vez su hermano. Eso creo. Pero, a diferencia de aquel, el de mi compañera venía con propósitos de arreglárselas por sí solo, es decir, traía consigo una vocación por los espacios abiertos que, para qué negarlo, yo ya echaba en falta en el mío, siempre tan timorato y conservador.

Esta nueva situación, si bien halagadora y hermosa, llegó en un momento inoportuno. Enrique se encontraba muy nervioso, y descargaba toda su insatisfacción sobre Emma.

Emma, por su parte, también se mostraba irascible y en ocasiones, tal vez por despiste o por odio, se olvidaba de los alimentos de Sheila. Y, aunque yo comprendiera el estado de ánimo de mi madrastra y me compadeciera de ella, no podía tolerar que un factor tan lejano de mis responsabilidades pusiera en peligro la vida de mi primogénito. La tensión, pues, quedaba servida.

Me explicaré mejor. Enrique convivía, desde hacía varias semanas, con la intratable sospecha de que su trabajo estaba siendo manipulado con fines inconfesables. El sistema informático que diseñara como herramienta de uso civil del Metro estaba concluso y sólo requería algunas correcciones menores para su puesta en funcionamiento. Sin embargo, la compañía, presidida ahora, tras un golpe de mano sorpresivo, por un individuo de currículum incierto, había paralizado las últimas tareas de ajuste sin dar ninguna explicación. Desde el primer día de su llegada a la presidencia del metro, la labor de este personaje con relación a Enrique había sido oscura, arbitraria y hasta provocativa, toda una invitación a la dimisión, que mi padrastro no presentó por el sumo amor que profesaba por su obra. La idea de que el proyecto pudiera ser saboteado, o entregado en bandeja de plata a los servicios de espionaje de alguna potencia extranjera, le obsesionaba tanto que llegó a pedir audiencia al mismísimo ministro del ramo: sólo consiguió con ello levantar sospechas acerca de su equilibrio mental. No le fue difícil comprender, pues, que, por alguna extraña y oculta causa, había caído en desgracia ante sus superiores. En estas circunstancias, cualquier otro se habría conformado con imputar el fracaso a la envidia ajena, pero Enrique tuvo que exprimir mil veces el cerebro para encontrar en sí mismo el origen del contratiempo. Al final obtuvo lo que su terquedad anunciaba: se volvió irascible de un día para otro y se dedicó a responder con bocinazos a los más inocentes requerimientos de sus allegados. Por supuesto, Emma fue el más frecuente objeto de sus fobias, de modo que también ella terminó por subirse al carro de los dislates. Pero lo hizo de una forma peculiar: permaneció callada y, por no ir drenando poco a poco todas sus insatisfacciones, llegó a acumular tanta bilis en el alma que hasta sus silencios olían a amargura.

Aunque parezca una ironía, Sheila y yo éramos los únicos que manteníamos la sensatez y la autoestima; algo que, muchas veces, resultaba incómodo a los ojos de los demás. Eso de ser portaestandarte de la cordura o, al menos, de una cierta serenidad interior provocaba en quienes nos rodeaban un odio irracional, un deseo absurdo de eliminar aquel privilegio contaminándolo con la enfermedad propia, vampirizándolo. Emma, por ejemplo, nos sometía a travesuras de diversa importancia: dejaba a medio anudar uno de los extremos de la hamaca del jardín; nos colocaba la comida en lugares desconcertantes de la casa —debajo del coche o dentro de una bolsa que colgaba a dos metros del suelo— y, además, lo hacía a horas intempestivas; nos obligaba a calzarnos en pies y manos una especie de ridículas babuchas si queríamos entrar en la casa… Incluso llegó a instalar en la caseta un inmenso despertador que, desde entonces, programó nuestras vidas con un ritmo de funcionario que acabó haciéndosenos insoportable. Buscaba, sin duda, que Sheila y yo rompiéramos las buenas relaciones que nos mantenían como una pareja ejemplar. Sin embargo, no lo consiguió nunca. Al contrario, he de decir que, cada vez que Emma organizaba alguna fechoría, nosotros respondíamos con una cópula tanto más perfecta cuanto mayor era el escarnio que la mujer perseguía. Lo que más dolía a mi madrastra, sin embargo, era que, durante esos actos de respuesta heroica, yo acariciara con ternura la panza oronda de mi compañera. Tengo para mí que reacciones como la nuestra, que ustedes podrían atribuir a esa conquista de la especie humana que llaman orgullo, deben de estar inscritas, también, en algún código de la selva, pues es lo cierto que a Sheila y a mí nos salían del alma o, al menos en mi caso, del mismísimo duende.

Como ya dejé dicho, la tragedia estaba servida. Ocurrió una tarde aciaga de calor. Yo jugaba con Sheila junto al manzano del jardín cuando Emma me llamó a su lado, dos horas antes de lo habitual. Acepté contento la propuesta, pensando que en la casa estaría mucho más fresco y podría dormirme a satisfacción. Sheila, en cambio, se enfadó bastante y me preguntó con los ojos llenos de rabia hasta cuándo iba a seguir siendo el bufón de corte de aquella mujer. (Tal vez no fueran estos los términos empleados por su estremecedor y compulsivo silencio, pero es que, llegado a este punto de mi relato, el pensamiento se me rebela y se vuelve contra mí mismo; no puedo evitarlo.) Ajeno a las consecuencias de mi despecho, respondí dándole la espalda con crueldad. Sheila se quedó clavada sobre la rama, ahíta de tristeza.

Emma me recibió con un tazón de pan y leche. Durante todo el banquete no dejó de acariciarme el lomo al mismo tiempo que me susurraba canciones tiernas de cuna. Nunca antes me había atendido así, con tanta complacencia y hasta calor, pero reconozco que, si bien me sentí objeto de una extraña e impermeable perversión, aquellas carantoñas acompasadas y dulces me agradaron sobremanera. Si, como imagino, humanismo es, en simetría con bestialismo, una desordenada atracción sexual de los animales hacia los individuos del género humano, confieso que un cierto cosquilleo humanista recorrió mi cuerpo a lo largo de todos sus nervios. No obstante, supe contener la acometida efervescente de la sangre, no tanto por una timidez incipiente de carácter moral que, ya por entonces, tenía bloqueado el automatismo de mis instintos como por el hecho de que Sheila nos observaba desde su atalaya del jardín y amenazaba con dejar de ser la mona dócil que a mí tanto me atraía.

Después del opíparo banquete, Emma me colocó en una mecedora y, sin dejar de acariciarme, acompañó los vaivenes de la silla con el ronroneo monótono de una hermosa nana. Aunque la cancioncilla me instaba de manera apremiante a dormirme, bajo amenaza de un perverso secuestrador de niños insomnes, yo no me dejé llevar por la zozobra de tan inquietante perspectiva, pero sí por el arrullo de Emma, que pronto me dejó arrobado y feliz. Si ustedes andan despiertos comprenderán que no recuerde lo que aconteció de inmediato. Puedo suponer, sin embargo, que el geniecillo que habita en mi vientre decidió escaparse por un momento, aprovechando mi sueño: a mí me queda, al menos, la memoria de una placentera sensación de ingravidez precisamente ahí donde los varones residencian el origen de sus albedríos. Todo esto formaría parte del hechizo al que Emma me había sometido, porque sólo así se explica que una escena de por sí trivial, que se había repetido en innumerables ocasiones a lo largo de los últimos meses, guarde aún hoy esa impronta mágica que ustedes llaman vivencia. No me duelen prendas el reconocerlo: aquel estallido de serena placidez fue, para mí, algo significativo, delicioso, imborrable: una experiencia que ya forma parte esencial de mi arsenal de recuerdos.

Muy poco antes de que todo se precipitase, yo estaba escuchando por enésima vez, con los ojos cerrados, la canción de cuna que me susurraba Emma. Entonces, Sheila se presentó ante nosotros airada y nerviosa y, sin más salutación que la de mostrar sus magníficas defensas bucales, me agarró por una pata y me arrojó al suelo desde la mecedora. Emma se envalentonó e hizo frente a Sheila, cogiéndola en peso y lanzándola por los aires contra la mesa del comedor. Pese a lo aparatoso del golpe, mi compañera se incorporó de inmediato y, sin concederse un segundo para recuperar el resuello, volvió a la carga contra Emma. Mujer y mona se enzarzaron cuerpo a cuerpo; rodaron sobre la alfombra y el parqué y, al mismo tiempo, se prodigaron en dentelladas que, por milagro, acababan en un castañeteo idiota contra el aire. De nuevo en pie, Emma levantó a Sheila por las axilas y ya se disponía a defenestrarla cuando la mona tuvo el arresto de propinarle una bofetada brutal. Emma retrocedió y se golpeó la cabeza contra la chambrana del hogar. Quedó aturdida un instante eterno, aunque no soltó a mi compañera de sus brazos. Sheila, pues, vio el final muy cerca cuando abrió sus fauces buscando la yugular de la mujer. Emma, sin embargo, acertó a hacerse con un puñal damasquino que reposaba, hasta entonces inútil, sobre la repisa de la chimenea, junto a los monos que no querían ver, ni oír, ni hablar: le incrustó el acero por la espalda, a la altura del corazón, y, ya agonizante mi pobre compañera, sobre el suelo, continuó asestándole en su vientre, una tras otra, más de diez cuchilladas, hasta que la sangre y sus propios gritos terminaron por ahogarla. Se desmayó. Por fortuna para la mujer, la cocinera apareció en escena en el preciso instante en el que yo recuperaba el resuello. Venía provista de un terrible facón de carnicero. De lo contrario, no sé bien qué atrocidad habría podido cometer este que les habla, aprovechando la indefensión de Emma.

No pretendo hacer un juicio contra mi madrastra. Como dicen ustedes, supongo que en su propio pecado halló más tarde la penitencia. Prefiero, ahora, rendir un breve homenaje a Sheila, a mi hermosa y dócil amiga, que perdió su vida por mí en un trance de celos, tan estúpida y genuinamente humano. Con Sheila aprendí todo lo que un animal como yo debe conocer. Mientras permanecía a su lado, me olvidaba de lo superfluo, de tantas cosas que complicaban mi vida sin añadirle un ápice de interés. Con Sheila supe lo que era el amor. Y, gracias a eso, reconociéndome en ella, me sentí a mí mismo tal cual era, Yo, sin que esos atributos que ustedes tanto admiran en mí me transformaran en un ser especial, con un derecho condicionado a la existencia. No, yo no era un hombre raro en medio de hombres ordinarios, sino un ser distinto; distinto hasta la maravilla —permítaseme la petulancia—; con vida y dignidad propias. Con Sheila descubrí, pues, que la lógica de la naturaleza me amparaba en mi propósito de seguir viviendo, y que la libertad no es un estatuto administrativo sino un estado de ánimo, esa orgullosa desfachatez con la que uno, viéndose y amándose en el otro, debe clamar por sí mismo. También supe, gracias a Sheila, que la vida no es un tránsito fútil y sin sentido hacia el más allá de los cuentos rescatados por almas fabuladoras, sino la más preciosa y frágil de nuestras pertenencias, a la que debemos, por ello, adorar y respetar. Todo esto me enseñó Sheila de la única forma que ella sabía: sin palabras ni ritos, sin ambages ni rodeos, con la estridencia primaria que las confesiones importantes requieren: me lo enseñó muriéndose ella misma, tendida inmóvil sobre la alfombra del salón, en medio de un charco de sangre que manaba a borbotones de su vientre fecundo.

Sin embargo, tardé varios días en ordenar estas ideas y sentimientos. Hasta que ello ocurrió, permanecí triste, dolorido, preso de una congoja atenazante que me tuvo postrado en el serón de la caseta sin ánimo siquiera para comer. En cuanto a la explicación del incidente, Enrique y todo el círculo de sus amistades aceptaron sin reparos la versión de los hechos dada por Emma. Según dicha versión, mi madrastra se encontraba reposando la siesta en la mecedora del salón cuando se vio sorprendida por el brutal ataque de Sheila, la cual, histérica, se habría abalanzado sobre ella con voluntad inequívoca de arrancarle la piel a dentelladas. Arcanos de la naturaleza de los póngidos, coló de matute la explicación etológica por el móvil criminal. A la descripción de la pelea —desigual en un principio al negarse la mujer a su propia defensa por temor a dañar la buena gestación de la mona— no le faltaron notas de intenso y conmovedor dramatismo, como cuando Emma, vencida ya sobre el suelo, prefirió recibir una fortísima bofetada de Sheila antes que utilizar el atizador de la chimenea. Por fin, viendo que de la boca de mi compañera comenzaba a manar la baba inconfundible de la rabia, comprendió que la pobre Sheila estaba poseída por una enfermedad que no tenía remedio. Debía, por tanto, evitarle sufrimientos fatales e inútiles, así que, allí mismo, con harto dolor, emocionada, tuvo que darle una muerte terapéutica —eso dijo, terapéutica—, mucho menos cruel que la que le esperaba a la vuelta de la esquina.

Por lo que a mí y a mi futuro atañía, se llegaron a lanzar las propuestas más descabelladas y peregrinas: desde mi internamiento clínico, en régimen de cuarentena, hasta la simple aniquilación eutanásica, pasando por la archirrepetida y vulgar cantinela del parque zoológico, estribillo idiota que con pertinaz inquina planeaba sobre mi testuz como un ave de mal agüero. Por suerte, nada de todo esto ocurrió porque una serie de acontecimientos imprevistos cambiaron, de la noche a la mañana, el curso de esta historia.

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