Green

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Capítulo décimo

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Una mañana de domingo, muy temprano, casi al alba, mi padrastro se levantó de su cama y se dirigió hacia el árbol en el que Lucía y yo nos desperezábamos. Parecía sonámbulo: caminaba con la espalda rígida; los pasos breves y morosos, como pisando algodón; la mirada puesta en ese punto del horizonte donde dicen que recalan quienes sueñan despiertos. Con voz impostada, pidió a mi madrastra que arrancara para él una rama pequeña del carvallo. La agitó tres veces en el aire y en seguida dijo: «Alguien me llama con insistencia desde el interior del bosque de hayas. Es un susurro, casi un aliento de Dios. El Último Día está muy próximo, pero nadie en O Ponte, excepto Manuel Bueno, deberá saberlo todavía. Esta medianoche, cuando toda la aldea se encuentre recogida en sus casas, vosotros, Manuel Bueno, Lucía y tú, Green, deberéis reuniros junto al cruceiro que se encuentra a la vera del camino mayor. Allí os daré instrucciones de cómo preparar la apertura de la tierra bajo el tronco del Adrham, puerta de la ruta hacia la isla de la Salvación Eterna». Luego volvió a agitar la rama del roble, ahora sobre nuestras cabezas, hecho lo cual giró sobre sí mismo y se retiró como vino, ceremonioso e ingrávido, como si flotara en el aire a un palmo del suelo, camino de la iglesia. Lucía y yo nos miramos atónitos o, mejor dicho, angustiados, porque un cambio tan repentino en el comportamiento de Enrique no podía ser debido más que a la acción de una fuerza sobrenatural. Así pues, ahí estaba la evidencia de nuestro inminente destino, magnífico y pesado al mismo tiempo. Nuestros dientes se pusieron a castañetear, sobrecogidos como estábamos por aquel anuncio tan sorpresivo como inevitable. Al fin nos abrazamos con fuerza y lo dejamos irse, arrobados por un sentimiento de orfandad que, de repente, se había colado en nuestro corazón.

Poco antes de las doce de la noche, Lucía, Manuel Bueno y yo llegamos al lugar de la cita con Enrique. La luz de la luna, llena y misteriosa, inundaba la pequeña explanada en cuyo centro se erigía una cruz de piedra. El silencio era casi absoluto y sólo se dejaba oír el suave murmullo de una brisa cálida acariciando las hojas de los árboles próximos. Estábamos asustados, sin atrevernos a cruzar palabra entre nosotros ni, por supuesto, hacer monerías. Lucía había decidido sentarse sobre un mojón y rezar, lo que hizo de una forma que incluso a mí parecióme desordenada y arbitraria, mezclando los avemarías con los padrenuestros sin ton ni son. Manuel Bueno, por su parte, no podía dejar de ocultar su desconcierto y daba vueltas alrededor de la cruz con la cabeza gacha y las manos unidas en la espalda. Yo mismo había sido capaz de dominar mi connatural insensatez y estrenaba para la ocasión unas rudimentarias dudas espirituales sobre mi función en el mundo. No era para menos, convencido como estaba de que aquella reunión marcaba el comienzo de una nueva era, caracterizada nada menos que por la comunión de los santos y la mismísima eternidad, ideas ambas que no comprendía pero que en boca de Lucía sonaban majestuosas e imponentes. Claro que, ¿qué más podía esperar yo de la bondad y la sabiduría infinitas de Él, que ya me había dado casi todo lo que me había prometido? ¿Acaso aparecería Machomasfuerte metido en una jaula, avergonzado y suplicante, pidiéndome perdón? Demasiado hermoso para ser cierto, pensé con la parte de mi cerebro destinada a mantenerme erguido para caminar.

Fue al llegar la medianoche, según el reloj de mi madrastra, cuando Enrique apareció tras unos matorrales, muy sonriente y susurrando una desconocida canción que hablaba de los jardines colgantes de Babilonia. Traía en una mano la rama del roble sacro y el legajo de San Brandán y, en la otra, un hacha de leñador de tamaño y filo inquietantes. Al vernos, exclamó lleno de buen humor: «¡Alabado sea el Señor!»; luego caminó hasta la cruz, depositó ante ella, con cuidadoso rito, la rama y el hacha, y bisbiseó unos rezos ininteligibles, que a los demás nos hincharon de ansiedad y de congoja. Por fin giró sobre sí, extendió los brazos hacia el cielo y dijo:

«Alegraos, hermanos, porque el Gran Druida ha llegado. El Señor me ha transmitido su voluntad, a la cual deberemos dar estricto y escrupuloso cumplimiento. Habréis de saber que un último sacrificio humano cerrará el ciclo instaurado con la muerte de nuestro señor Jesús. Ya lo escribió Brandano, el profeta —aquí abrió el legajo que guardaba entre las manos y buscó un párrafo, que encontró con facilidad sospechosa—: O Rey dos homes will dance on the botafumeiro».

Lucía y Manuel Bueno cruzaron fugazmente sus miradas y se encogieron de hombros.

«Este hacha que aquí veis —continuó Enrique— acaba de serme entregado por el ángel Boromino, capitán de las huestes celestiales, para que con ella se cumpla la profecía del santo irlandés, el buen Brandano. Tú, Lucía, que tanto clamabas por un lugar de privilegio en nuestra campaña de salvación eterna, habrás de reposar tu cuello sobre ese mojón. Y tú, Manuel Bueno, ejecutarás la orden que te daré. Pues escrito está que el custodio del legajo de San Brandán habrá de separar la cabeza del tronco de la sacerdotisa, para que con su sangre se limpien los pecados que la humanidad entera ha cometido desde el día de la muerte del Hijo».

Y ya se disponía Enrique a documentar su aserto con un parágrafo del libro cuando Manuel Bueno lo interrumpió, aduciendo que los textos del santo no podían ser interpretados de manera tan caprichosa. A lo que Enrique replicó:

«También está escrito que negarás tres veces, como hizo Pedro, de modo que no haces sino representar el papel que tienes asignado. Y, si ese es tu deseo, podré demostrarlo con nuevos versículos. Pero has de valorar, Manuel Bueno —aquí extendió el índice en gesto amenazante—, que cometes grave pecado de vanidad, y que apenas tendrás tiempo para arrepentirte. Un consejo te doy, por lo tanto: que no flaquees, ya que nadie sino tú posee la sublime responsabilidad de hacer girar la llave que nos abre las puertas del futuro».

Y a continuación se volvió hacia Lucía:

«En cuanto a ti, mujer, tampoco desfallezcas. Piensa que tu dolor será no más que la millonésima parte de un segundo comparado con los milenios de gloria que te aguardan».

Lucía sufrió un ligero desvanecimiento, pero se repuso de inmediato. Enrique, impertérrito, indiferente a la turbación de su compañera, alzó la vista al cielo para exclamar:

«¡Benditos seáis los dos, Lucía y Manuel, pues de vuestra fe y de vuestra valentía nacerá un mundo nuevo!»

Y se quedó inmóvil, sin pestañear. Lucía se acercó a él y lo examinó con detenimiento y suspicacia, pero algo vio en sus ojos perdidos que le arrebató todas las dudas. De modo que, con el mentón bien alto, se dirigió hacia Manuel Bueno y, tragando saliva, lo emplazó a cumplir con los designios de Dios todopoderoso, nunca como hasta entonces tan inescrutables. Manuel Bueno se negó a recoger el hacha, a lo que Enrique apostilló con laconismo: «Has negado. ¡Y van dos!». Lucía protestó: «¡Por favor, Manuel Bueno! ¡No hagas tan largo y cruel este trance!». Enrique prosiguió, ajeno al comentario de la muchacha: «Sólo una negación más, y la suerte estará echada». Y, en seguida, fue hacia el pie de la cruz, tomó el hacha con las dos manos y se la ofreció a mi buen mentor: «Una más, sí, Manuel Bueno, y habremos acabado». El viejo no se atrevió a sostenerle la mirada. Permaneció en silencio largos segundos, con la suya posada sobre el acero. Por fin, con lentitud, como midiendo el espacio con sus dedos temblorosos, estiró los brazos y se hizo con aquel arbitrario instrumento del destino. Lucía, sobrecogida, comprendió que el terrible desenlace se hallaba muy cerca. Se arrodilló, entonces, ante el mojón en el que poco antes había estado sentada y colocó sobre él su largo y fino cuello. Luego, con entereza y laconismo, musitó: «Adelante». A Manuel Bueno, las manos se le rebelaban. Sudaba. Sudaba copiosamente. Empalidecía por segundos. Ahora sí miró a Enrique, que sonreía: «Una más, sólo una más». De repente, soltó un grito desgarrado, asió el hacha con determinación y, batiéndola en el aire, en círculos sobre su cabeza, la lanzó a varios metros del lugar. Luego, incapaz de contener una risa histérica, se puso a llorar con inútil contención. No tenía consuelo, dijo a Lucía cuando esta, aliviada, se le acercó para abrazarlo. Y, entre sollozos, vino a decir lo que sigue, con palabras perfumadas por su hermoso acento:

«Me has ganado la partida, Enrique. En realidad, siempre supe que, contra ti, acabaría por perderla, pero no tuve más remedio que asumir el riesgo.

»Como habéis visto, O Ponte es un pueblo de ancianos. Pacífico y bello, pero de ancianos; condenado, por esto, a la extinción. Hace ya muchos años que nuestros hijos iniciaron su éxodo. Nos han ido abandonando poco a poco, en busca de los placeres del mundo moderno. Alguno de nosotros se fue con ellos, pero regresó muy pronto. No hemos sido preparados para las bocinas de los automóviles, ni para los ascensores, ni para la soledad de los mostradores de zinc en los bares de barrio, ni mucho menos para ese sentimiento de inutilidad al que el trajín ajeno de las ciudades nos condena. Triste paradoja, esta en la que caímos: hemos estado trabajando para construir un edificio en el que ahora no tenemos cabida. Las preocupaciones son otras, claro; la gran preocupación es el edificio mismo: su fachada, su ornato. Todo vale, incluso los parches, si su apariencia de solidez no se resiente. Su apariencia, basta con eso. Lo demás no importa. Importa la familia como institución, aunque sea a costa de la felicidad de sus miembros…

»Aquí, en cambio, somos dichosos. Aquí, en O Ponte, la vida nos pertenece. Humilde y a veces dura, pero nos pertenece. No estamos de más, y por eso nos echamos de menos. Unos a otros. No hay padres, ni hijos, ni hermanos, y cada cual ocupa un lugar que todos respetamos por necesario. Y, además, tenemos el amor a nuestra tierra. La tierra, sí, es nuestra madre; nos sentimos seguros en ella, libres de todo peligro. Moriremos, por supuesto, pero no nos matará el recelo de nadie, ni la ansiedad, ni la tristeza. Moriremos porque habremos de morir, no porque sobremos. Igual que vosotros, cuya rebeldía os ha centrifugado del centro de ese mundo que a nosotros ni siquiera nos admite.

»Con todo, la amenaza de deserción latía en nuestros corazones. Somos débiles. Nos han enseñado a desconfiar de nuestro propio criterio. Estamos muy bien entrenados para la fe en lo misterioso, en lo absurdo, pero no para creer en nosotros mismos. Los viejos nos hemos alimentado de la confianza en lo que no vemos y ahora la necesitamos como el aire. Por eso concebí la idea del mito de San Brandán, una historia que había ido imaginando desde la adolescencia. El Adrham, el privilegio secreto de su ubicación, nos daba fuerzas para permanecer en la aldea; y, además, podría retener a aquellos que, por aventura o por despiste, recalaran en estos pagos. De modo que, con paciencia y amor, fui tejiendo una tupida red de mitos y de argumentos; elaboré el legajo de Brandano —al que, por cierto, tuve que manipular después de vuestra llegada, incorporando algunos parágrafos que me venían muy a propósito—; y me las arreglé para hacer pasar por incontestable la generalizada presencia del número byah en O Ponte. Aunque parezca imposible, esto resultó lo más sencillo pues, en el territorio trillado de las ilusiones, la evidencia es el mejor aliado de la mentira.

»Pero con nuestros visitantes no me acompañó la misma suerte. Por eso, con vosotros tuve que poner toda la carne en el asador: decidí implicaros como protagonistas de la historia. Fue una apuesta muy fuerte, y ya veis cómo me salió. A pesar de que Green cumpliera providencialmente con su papel, tú, Enrique, has sabido desmontar mi bienintencionada fábula.

»Os pido perdón. No debí abusar de vuestra credulidad. Vosotros no sois de este mundo, y yo no tengo derecho a reteneros en él. ¡Pero los pontinos sí! Cualquier desengaño los desperdigará lejos de la aldea, y se extinguirán muy pronto de soledad y de morriña. Y, lo que es peor, se morirán sin esperanza, convencidos de que sus vidas fueron no más que un viaje repetido, monótono e idiota en torno a un gran error. Curiosa noria, por cierto, esta que nos lleva a arrepentirnos de nuestro esfuerzo y sólo calma la sed de los demás.

»Por eso también os pido que me ayudéis a salir del entuerto en el que me he metido. Os ruego que no quitéis a mis compadres las vendas de sus ojos, pues ya son demasiado viejos para conocer la verdad. En cuanto a mí, pedidme lo que queráis. Habréis visto que jamás me he beneficiado de mis embustes, y que sólo busqué la alegría y el bienestar de la aldea. Sólo eso, amigos; sólo eso…

«Ayudadme».

Manuel Bueno no pudo continuar pues Lucía, que había caído arrodillada ante su cadalso cuando el anciano inició aquella penosa confesión, se desmayó al escuchar las últimas palabras del discurso. Se recuperó poco después, sobre su cama. Nosotros ya estábamos en casa y Manuel Bueno, abatido y sin habla, en la suya. Enrique sonrió al ver a la mujer abrir sus ojos. Le ofreció un vaso de agua y, de paso, se felicitó por el final feliz de aquella pesadilla. Pero Lucía se incorporó sobre el colchón y le lanzó una larga y escalofriante retahíla de insultos, hasta que se le acabó el resuello y las lágrimas acabaron por ahogarla. Por fin me tomó en sus brazos y me llevó hasta el viejo carvallo de la iglesia. (¡Iba a decir el Adrham!) Pasamos varias horas de vigilia: Lucía, llorando; yo, contemplando con desconcierto el colgajo del empeine, que así, con tal desprecio, lo llamé al descubrir en Él una debilidad insospechada; ese, su lado humano, demasiado humano, con el que de repente se derrumbó todo el castillo de mi existencia. (Prefiero, desde luego, su imagen de hombre secuestrado por unos mercenarios, allá en la jungla; incierta, romántica, mítica.) Después se impuso el cansancio y nos dormimos. Recuerdo que, entre brumas, me vi a mí mismo en cuclillas, postrado ante mis propios sueños: se parecían mucho a mí, pero reposaban en silencio. También recuerdo que en sus narices, oscuras y fétidas, había anidado una nube de moscas.

Supongo que Enrique, igualmente, pasó buena parte de la noche en vela, meditando sobre su lucida y pírrica victoria. Lo cierto fue que, al alba, se presentó ante nosotros acompañado de Manuel Bueno. El viejo no había dejado de llorar y traía los ojos hinchados. Ambos nos explicaron que habían convenido la continuación pública de la farsa por el tiempo imprescindible para hallar una salida airosa a nuestra marcha, ya inevitable. Por encima de todo, dijeron, no deberíamos comprometer la felicidad espiritual de los pontinos. Lucía y yo nos miramos sin respuesta, aunque pareciera que asentíamos.

Así pasamos varios días: bajo la apariencia de una normalidad beatífica. Yo cumplía de muy buen grado las obligaciones del cargo de deidad, procurando acopiar las donaciones con las que los aldeanos de O Ponte me agasajaban, ahora que el futuro volvía a presentarse tan incierto. Lucía y Enrique, por su parte, hacían vidas paralelas, serenas, sin convulsiones ni palabras; muda, la mujer, por el resentimiento; mudo, el hombre, por su incapacidad para pedir disculpas. Al fin y al cabo, me dijo en una ocasión no sin orgullo, había hecho lo que tenía que hacer.

Hasta que, una tarde, Nacho de la Torre se presentó en O Ponte. Por medio de Lucas, el cartero, había recibido el aviso de Lucía y venía dispuesto a corregir todos sus errores. Además, ofrecía la protección de un hombre sensato, la paz de un hogar, el futuro cierto de una familia normal, llena de proyectos y de esperanzas realizables. Y, por supuesto, un buen coche, una casa en las afueras de Madrid y algún que otro viaje por países exóticos, donde los martinis son ofrecidos a los turistas con una sombrillita de papel. Así que Lucía hizo un atijo con sus cosas y, sin dejar demasiado tiempo a los sinsabores de la despedida, acabó por darnos un beso en la frente a Enrique y a mí. Nos dijo que, a pesar de todo, habíamos sido unos buenos chicos, y que no nos olvidaría. Luego montó rauda en el todoterreno de Nacho y nos lanzó desde su ventanilla un adiós mudo y mustio. ¿Se fue triste? Nunca lo sabré.

No voy a detenerme demasiado en lo sucedido después, ya que sus detalles carecen de interés para el hilo de mi historia. Enrique habló a los pontinos, aún con las fuerzas mermadas por la decepción que le había causado la partida de Lucía, y les dijo que, siguiendo las instrucciones que le habían sido entregadas por el Señor durante la última noche, él habría de seguir los pasos de su sacerdotisa y abandonar O Ponte de inmediato, en busca de las almas de mayores méritos. Sólo regresaría para la Gran Jornada Final, dispuesto a ejecutar la magna misión de la que estaba encargado. Pero, hasta tanto, Green, el Mono de la Testuz Verde, permanecería vigilante y atento, y velaría por la paz material y espiritual de todos los pontinos.

No contaba yo con la separación tan prematura de mi padrastro, ni mucho menos con que todo el peso del mito brandano cayera en exclusiva sobre mis breves espaldas. Sin embargo, confieso que tales contratiempos, con resultar importantes, quedaron desvanecidos ante la perspectiva de una vida a cuerpo de rey, mantenido y amado por personas tan entrañables como mis fieles aldeanos de O Ponte. De manera que acepté con entereza la caricia de Enrique al despedirse de mí y lo dejé ir camino arriba, hasta que se perdió tras la fuente principal de la aldea, supongo que rumbo a la restauración de su pasado.

También supongo que, llegados a tal punto, debería detenerme en describir la congoja que me embargó. Me consta que, en casos de separación súbita e inesperada como este que les cuento, los humanos suelen realizar un repaso apresurado de los recuerdos que les ligan con las personas amadas a las que pierden. Ignoro el sentido de ese ejercicio retrospectivo, salvo que sirva para refrenar el miedo egoísta ante la incertidumbre del porvenir con la flema anestesiante de la memoria. Pero yo estaba desprovisto de ese sofisticado mecanismo de supervivencia, acogido, además, por la cálida compañía de Manuel Bueno, así que sabrán comprender que me haya negado a sazonarme en el detrito de la lástima hacia mí mismo. Al contrario: me limité a subir al Adrham y, desde mi atalaya sagrada, convoqué a los feligreses golpeándome en el pecho repetidamente.

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