Goya

Goya


Primera parte » 9

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LA REUNIÓN de don Manuel y la viuda Josefa Tudó se realizó en casa de doña Lucía Bermúdez. La residencia era amplia y estaba atestada de objetos de arte. En las paredes, apiñados, pendían cuadros antiguos y modernos, grandes y pequeños, en cantidad abrumadora, hasta reemplazar la tapicería. Y allí recibió doña Lucía a sus invitados, sentada en un estrado y bajo un alto baldaquín, según la antigua moda española. Vestía de negro, y su rostro, parecido a la cabeza de una lagartija graciosa y simuladora, debajo del peinetón, lanzaba miradas ansiosas. Allí estaba, pues, delgada y tiesa, pícaramente excitada y divertida de antemano por lo que ocurriría.

Vestido cuidadosamente, elegante y sin exageración, don Manuel llegó temprano. No llevaba peluca; no se había empolvado siquiera el cabello rubio cobrizo. De tantas condecoraciones, sólo tenía puesto el Toisón de Oro. Sin un asomo de suficiencia en la ancha cara, se esforzaba en conversar galantemente con doña Lucía, aunque un poco distraído; estaba esperando.

El abate contemplaba el retrato de Goya. Al principio, Miguel quiso asignar a la tela un lugar separado; luego pensó que se destacaría mejor su originalidad, rodeado por otras obras maestras. Y lo colocó entre los cuadros del salón. Don Diego no pudo permanecer más tiempo callado. Abundante en palabras, su discurso —adornado con citas latinas y francesas— glorificó la novedad y excelencia de la obra y sus loas fueron una declaración de amor para doña Lucía. Compartiendo el goce, don Miguel oyó complacido el elogio de las dos Lucías, la pintada y la viviente. Debió admitir que el abate celebraba la tela y su nueva tonalidad quizá con más conocimiento que él mismo.

Llegó Pepa. Traía un vestido verde con aplicaciones de encajes claros y una cruz enjoyada, regalo del almirante, como único aderezo. Así la vió Goya, mientras don Manuel le hacía su desvergonzada propuesta. Así hubiera querido retratarla ahora. La joven se disculpó, como de paso, por su tardanza: su dueña tardó en encontrar una silla de manos. Goya admiró la audacia de su calma. Entre ellos apenas si hubo alusiones a esa velada. Francisco esperaba una lluvia de reproches y maldiciones. Nada de esto; apenas unas frases ligeras irónicas y capciosas. Lógicamente, el proceder de Pepa era estudiado, lleno de intenciones. Adrede habíase retrasado, adrede exhibía lo precario de su situación. Quería avergonzarlo ante el duque, porque la mantenía tan miserablemente. Hubiera bastado que abriera la boca y Goya le hubiese dado más servidumbre, aun rezongando. Era humillante. Don Manuel oyó apenas lo que decía; tenía clavados sus ojos en ella en forma indecorosa, pero con una admiración de que nadie lo hubiese creído capaz. Cuando por fin doña Lucía lo presentó, hizo una reverencia más profunda que ante la reina o las infantas. Le habló francamente del entusiasmo instantáneo con que vió el retrato de Goya, y de cómo en este caso el cuadro —a pesar de su insigne autor— era inferior a la realidad. Sus ojos rezumaban rendida admiración.

Pepa estaba acostumbrada a los homenajes exagerados; en eso todos los españoles se parecían: majos madrileños, hidalgos provincianos, Grandes de palacio. Pero tenía el sentido del matiz y supo en seguida que el gran señor estaba más prendado de ella que el almirante, cuyo regreso era inminente, y quizá más también que su esposo, el teniente de marina Tudó, que ahora descansaba en Dios y en el mar. Si Francisco la engañaba y la vendía, debía saber que perdía algo muy valioso, y ella decidió venderse cara. Su ancha boca de dientes blancos y luminosos sonrió suave y cortésmente; su abanico ni rechazaba ni invitaba, y ella vió con agrado que Goya miraba, mientras seguía con amargo interés la corte que le hacía don Manuel.

El paje anunció que la mesa estaba servida. Pasaron al comedor, donde también las paredes estaban cubiertas de cuadros, con bodegones y piezas culinarias de maestros flamencos, españoles y franceses: gente atareada delante de un hogar, un cuadro de Velázquez, «Las bodas de Caná» de Van Dyck, aves, caza, pescados y frutas, tan jugosamente pintados que a cualquiera se le hubiera hecho agua la boca. La mesa ofrecía cosas selectas, aunque no voluptuosas: ensalada, pescado, pasteles y confituras, Málaga y Jerez, ponche y agua dulce helada. No había sirvientes, sino solamente el paje; los hombres servían a las mujeres.

Don Manuel estaba acuciosamente ocupado con Pepa. Le decía que ella difundía la sosegada alegría del retrato de Goya. Que sin embargo no había sospechado todo lo excitante oculto en su serenidad. Que esa serenidad era enardecedora, «emouvante», «bouleversante». ¿Hablaba francés? «Un peu», le contestó Pepa displicente. Le dijo don Manuel entonces que era más culta que las mujeres madrileñas y que a las demás, las damas de palacio, las gomosas y las majas, sólo se les podían decir galanterías huecas; con ella era posible hablar de cosas espirituales. Pepa comía, bebía y escuchaba; a través del encaje de los guantes, blanca y delicada brillaba la carne de su brazo. Más tarde, con el abanico, ella le dejó comprender que era bienquisto. Don Manuel declaró bulliciosamente que Goya tenía que volver a retratarla así como estaba en ese momento, concentrando toda su habilidad, para él, naturalmente.

Doña Lucía se había apoderado del pintor, y estaba quieta, con un aire de superioridad, mientras observaba de lejos a don Manuel en su ajetreo con Pepa. Por la manera de mirarla, por la forma de inclinarse hacia ella, todo el mundo debía comprender la pasión que lo dominaba, y doña Lucía gozó viéndolo.

Como al acaso, beborroteando su zumo helado, dijo: «Me gusta que Pepa se divierta. ¡Pobre criatura! Viuda tan joven, y también sin padres, por añadidura… Soportó los altibajos de la suerte con admirable energía, ¿no le parece?». Luego, siempre atenta a don Manuel, continuó: «Es notable, don Francisco, que haya sido su retrato el que despertó el interés del duque por la pobre Pepa… Usted fabrica destinos, mi buen amigo. Con sus cuadros, quiero decir».

Goya creía saber de las mujeres más que nadie entre sus conocidos. Y ahí estaba doña Lucía, graciosa, delgada, disimuladora, toda una dama y bastante perversa, para dirigirle una mala broma. Volvió a oír las desvergonzadas palabras con que aquella piojosa avellanera incitara a gritos un día contra él a sus compinches, y le pareció que estaba haciendo el tonto. Ignoraba lo que Pepa conocía de lo que había tras el telón en el asunto; ignoraba si Pepa y Lucía se reían juntas a sus espaldas. Le invadió el furor, pero se contuvo, respondió con monosílabos, simuló no entender y retribuyó con frialdad las miradas de los ojos velados de doña Lucía. «Está usted hoy casi imposible, don Francisco», le dijo ella suavemente; «¿no le agrada la suerte de Pepa?». Goya se sintió feliz cuando se les acercó el abate, dándole ocasión para escabullirse. Mas apenas dejó a doña Lucía, lo llamó Pepa. Le pidió un vaso de ponche. Don Manuel notó que ella quería estar a solas con Goya, lo comprendió y no quiso incomodarla. Se reunió con los demás.

«¿Cómo me encuentras?», preguntó Pepa, perezosa y blandamente. Francisco titubeó. Le había hablado siempre francamente. De ella era la culpa si se separaban sin una explicación y no tan amigos como era posible. Si alguien debía enojarse, era él.

«No quisiera quedarme mucho tiempo», prosiguió Pepa. «¿Iré a tu casa o vienes a la mía?». Goya pareció enloquecer por la sorpresa. ¿Qué quería ella? No era tan tonta como para no haber entendido de qué se trataba, cuando la invitaron a la velada. ¿O Lucía no le habría explicado nada? Quizás fuera él quien se equivocara completamente.

En realidad, Pepa sabía ya adónde iría a parar aquello, pero se le hacía cuesta arriba resolverse. Días enteros estuvo preguntándose por qué Goya se callaba y si no debía pedirle una explicación. A pesar de su tranquilidad interior, le amargaba que la entregara tan a la ligera, ya fuese por su situación, ya fuese por su libertad, tratando también de no impedir la buena suerte de ella. Con estas reflexiones comprendió cuánto lo quería. A pesar de su experiencia, Pepa era bastante simple. Había hecho melindres a los hombres y tenido amoríos, pero supo mantenerse honesta para su Felipe. Más tarde, cuando estudió arte escénico y los hombres la cortejaron con más firmeza, los rechazó en lugar de atraerlos. Luego había entrado en su vida el almirante a velas desplegadas, y su sensación de vitalidad y la conciencia de sí fueron elevándose. Pero sólo Goya le hizo apreciar el placer verdadero y hondo. ¡Lástima que no la amara más de lo que la amaba!

Cuando Lucía le dijo que el omnipotente ministro quería conocerla, vió abierto ante sí un amplio y soleado camino que podía convertir en realidad el sueño de sus romances: castillos magníficos y sumisos sirvientes. Divagó, fantaseando lo que sería si el duque de Alcudia, el favorito, se hiciese amigo suyo. Y cuando la dueña le echó las cartas, se dejó engañar más que nunca. Con todo, resolvió quedarse con Francisco, si él quería, y aún estaba decidida a ello. Por eso le había preguntado claramente: «¿Me iré contigo o vendrás tú conmigo?». Y allí, estaba él completamente aturdido. Y como seguía callado, Pepa preguntó amablemente: «¿Encontraste otra mujer, Francho?». Y ante el silencio del pintor, agregó: «¿Te resulté molesta? ¿Por qué me echas en brazos del duque?».

Hablaba suavemente, en voz baja; para los demás parecían conversar de naderías. Allí estaba, hermosa, deseable, grata a sus ojos de varón y de artista, y —eso lo irritaba— tenía razón; él había encontrado a otra, es decir, otra mujer había entrado en su vida, asiéndolo con buenas garras; por eso la entregaba al duque. Ella no sospechaba ni la situación ni el sacrificio por Jovellanos y por España. Lo envolvió una furia salvaje; siempre mal interpretado… ¡Con cuánto gusto le hubiera pegado!

Agustín Esteve miraba a Pepa y a Lucía intuyendo los hilos de la trama. Francisco estaba en apuros; lo necesitaba; de otra manera no lo hubiera traído consigo: ¡con qué firmeza estaban ligados mutuamente! Pero él no sentía placer; se encontraba perdido y envidiaba a Francisco por sus dificultades. Lucía hizo traer el champaña. Contra sus hábitos, Agustín comenzó a beber alternativamente Málaga, que no le gustaba, y champaña, que tampoco le gustaba, y estaba triste.

Don Manuel pensó que, cumpliendo con el decoro, podría dedicarse de nuevo a la viudita, y a ella le pareció bien. Acababa de ofrecerse a Goya muy a las claras rebajándose. Si Francisco la desdeñaba, tanto mejor; iría por el camino que le señalaba, y se realizarían sus sueños; la despreciarían, pero admirándola y colocándola por encima de las otras. No se conformaría con que todo un duque de Alcudia la eligiese; exigiría su precio, un precio muy alto, ya que parecía dispuesto a pagarlo.

Pepa era amiga de doña Lucía; concurría a menudo a sus tertulias, pero no a las veladas sociales de los Bermúdez. Razonaba y entendía que la nobleza no podía admitir a la viuda de un oficial subalterno de marina. Ahora todo sería distinto. Ligándose a don Manuel, no sería una de tantas amigas secretas sino la amante oficial, la rival de la reina.

Don Manuel había bebido y ardía por el champaña y por la viudita; quería explayarse con ella. Le preguntó si sabía de equitación. Pregunta inverosímil y tonta; eso pertenecía a las damas de los Grandes y de los ricos. Contestó Pepa que en las plantaciones de su padre había montado a menudo a caballo, pero en España apenas si conocía borricos y mulas. Tendría que recobrar muchas cosas, le dijo don Manuel; tendría que cabalgar; resultaría divina. Él era un buen jinete. Y Pepa vió su oportunidad. «Toda España», le dijo, «sabe que usted es un jinete excelente. ¿Lo veré alguna vez a caballo?».

La inocente pregunta era muy audaz; una verdadera insinuación aun en los labios de la viudita más bella del país; a los ejercicios de equitación del duque solía asistir la reina y, a veces, el rey también. ¿No sabía la señora Tudó lo que todo Madrid comentaba? Por un segundo el duque se quedó cortado; más aún, desvanecida de repente su ligera ebriedad, vió abrirse una jaula en la cual le invitaban a entrar dos hermosos labios. Se fijó más en esos labios anchos y tentadores; vió también los ojos verdes calmados fijos en él, esperando, y supo que si decía que no, si se echaba atrás, perdería a esta magnífica mujer, de la cual lo aturdían el cabello rojizo, la piel blanca, el perfume penetrante y discreto a un tiempo. Sí, podría correr una aventurilla, si se negaba, pero él quería algo más, la quería para siempre, y siempre era siempre, y la quería sólo para él… Tragó saliva, bebió, volvió a tragar saliva y dijo: «Ciertamente, señora. Naturalmente… Será un honor para mí, doña Josefa, montar delante de usted. La Corte irá en estos días al Escorial; una mañana, su rendido servidor Manuel Godoy regresará a Madrid, al picadero; se alejará por unas horas de los cuidados y los negocios de Estado y cabalgará ante usted, por usted, doña Pepa». Por primera vez empleó esa forma afectiva y familiar del nombre.

Pepa Tudó saboreó en su fuero íntimo el triunfo logrado. Pensó en los romances; las palabras de don Manuel eran tan poéticas como ellos. Cambiarían muchas cosas en su vida y muchas en la de don Manuel. Y algo también en la de Francisco. Podría prestarle algún servicio o negárselo. No lo negaría naturalmente. Pero —y por sus ojos verdes pasó una luz de venganza— le dejaría sentir su protección.

El señor Bermúdez observó que el duque se deshacía por Pepa y sintió un escalofrío. A menudo don Manuel se lanzaba impetuosamente en aventuras, pero nunca como ahora. Sería necesario cuidar de que no hubiera contratiempos. A veces, el duque se olvidaba de la reina; ésta no se oponía a que de vez en cuando echara una cana al aire, pero no era mujer para tolerar una relación seria de don Manuel. Y esto de la viudita no prometía ser cosa de unos días. Cuando la reina se enfurecía, rebasaba los límites, y en ese caso podía oponerse a la política de don Manuel, a la suya en realidad.

No quiso angustiarse por anticipado; volvió la espalda a los dos y miró a Lucía. ¡Qué hermosa, qué gran dama! Ciertamente, desde que entre sus cuadros estaba el retrato de Goya, ella no le parecía tan indiscutible en su porte de dama. En largos años de estudio, había encontrado normas claras; por la lectura de Shaftsbury, conocía lo que era bello y lo que no lo era. Pero ahora se le desvanecían los límites, y de ambas Lucías, la de carne y hueso y la pintada, emanaba un halo que percibía con inquietud.

Logrado el asentimiento de don Manuel para la visita al picadero, Pepa se entregó más confiadamente; contó de su infancia, de las plantaciones de caña de azúcar, de los esclavos y también de su relación con La Tirana, la gran actriz, y de sus lecciones.

Tendría que estar maravillosa en escena, le declaró en seguida el duque; sus ademanes sobrios y elocuentes, su cara expresiva, su voz que se metía en la sangre, todo le había hecho pensar en seguida que ella había nacido para la escena. «Seguramente usted canta también», dijo don Manuel. «Un poquito», contestó ella. «¿Podré escucharla alguna vez?», pidió el duque. «Canto solamente para mí», repúsole Pepa, y al ver su desilusión agregó: «Cuando canto para otro, es como si quisiera sentirlo muy mío», y lo miró fija y abiertamente. «¿Cuándo cantará para mí, doña Pepa?», solicitó en voz baja, codicioso. Ella no contestó y cerró el abanico, negando. «¿Cantó para don Francisco?», preguntó él celoso. Entonces ella cerró también la boca, apretó el ceño. Impetuosamente arrepentido, el duque rogó: «Perdóneme, doña Pepa. No quise herirla, usted lo sabe. Pero yo amo la música. No podría querer a una mujer que no siente la música dentro de sí. Yo también canto un poco. Permítame que cante para usted».

Se contaba en Madrid, que el mayor placer de la reina era oír cantar a su favorito, que se hacía rogar mucho, y dos veces de cada tres se negaba a ello. Pepa se sintió muy orgullosa por haber sometido en esa forma al duque en el primer encuentro, pero demostró solamente una displicente amabilidad. «¿Sabes, Lucía?», exclamó. «El duque quiere cantar para nosotros». Todo el mundo se sorprendió.

El paje trajo la guitarra; don Manuel cruzó las piernas, templó el instrumento y cantó. Comenzó cantando el viejo y sentimental romance del mozo que, sorteado para quinto, tiene que ir a la guerra y piensa en el ejército, que va a ir lejos, y en Rosita, su Rosita, que se queda… Cantaba bien, con sentimiento y voz diestra. «¡Más, más!», pidieron las damas lisonjeadas, y don Manuel cantó una copla, una seguidilla bolera, la canción sentimentalmente irónica del torero fracasado en el ruedo, que ya no podía dejarse ver de la gente y menos de los toros. Doscientas madrileñas elegantes y bellas, majas y gomosas, y hasta dos duquesas, se habían perecido por él; ahora podía envanecerse si una moza de su pueblo lo dejaba acostarse en la paja a su lado. Lo aplaudieron vivamente y él se sintió satisfecho, mientras dejaba la guitarra.

Pero las damas pedían más. Tentado y titubeando, el ministro se declaró dispuesto a interpretar una buena tonadilla, pero a dúo con otro cantor, y miró a Goya. Éste, aficionado al canto y ligeramente excitado por la bebida, se prestó gustoso. El duque y él se consultaron en un murmullo, ensayaron, se acordaron y cantaron, tocaron y bailaron la tonadilla del mulatero. Éste insulta al viajero, que aumenta cada vez más sus exigencias, azuzando a la mula y al arriero, y no quiere desmontar en las subidas; al final se muestra mezquino y no añade un cuarto al precio pactado. Durante la disputa a gritos, se oye el relincho de la bestia imitado perfectamente ora por el duque, ora por Goya.

El primer ministro y el pintor de cámara de sus Católicas Majestades cantaron y bailaron enardecidos. Esos dos señores, elegantemente trajeados, no representaron al desbocado arriero y al viajero avaro: lo eran. Y lo eran más por ser quienes eran. Las damas contemplaban aquello encantadas; en cambio el abate y Bermúdez se entretenían en voz baja. Pero al culminar la violencia de la interpretación de don Manuel y de Goya, ellos también enmudecieron, sorprendidos en su experiencia mundana, sintiendo por aquéllos un ligero y sonriente desdén, nacido de la conciencia de su espiritualidad y su cultura. ¡Cómo se deshacían esos bárbaros para agradar a las damas; cómo se rebajaban sin advertirlo! Finalmente, Manuel y Francisco sintieron que habían cantado y saltado lo bastante y respiraron agotados y felices.

Pero entonces, de sorpresa, hubo otro espectáculo: don Agustín Esteve.

Los españoles consideraban la ebriedad como degradante, porque quita a los seres humanos la dignidad. Esteve no recordaba haber perdido la lucidez bebiendo. Ahora, en cambio, había tomado más de la cuenta y lo sabía. Estaba irritado consigo mismo, pero más con los invitados. Allí estaban don Manuel Godoy, un duque de Alcudia, que llevaba colgando sobre el vientre una presea de oro, y don Francisco de Goya, que se agitaba y revolvía su arte como agua sucia. La suerte había elevado a ambos desde la nada a la cumbre más alta y todavía echaba a sus pies lo que sólo podían soñar: riqueza, poder, fama, mujeres apetecibles. Y en lugar de dar gracias humildemente al cielo, se ponían en ridículo y bailoteaban como cerdos apaleados ante los ojos de la más maravillosa mujer del mundo. Y tenía que quedarse y mirar, y beber champaña, del que estaba hasta el gañote. Por lo menos sentiría el valor necesario para decir al abate lo que pensaba y a don Miguel, culto borrico de biblioteca, su ignorancia acerca del tesoro que poseía.

Con voz basta, comenzó Agustín a explayarse acerca de la hueca sabiduría de ciertos señores, que charlaban a lo ancho y a lo largo sobre su Aristóteles y su Winckelmann, como un griego y un alemán. Teniendo dinero y tiempo para el estudio, no hubiera sido difícil, siendo colegial con cuello de petimetre y zapatos con hebilla, haber podido presumir de manteísta como ellos, con el fin de ganar o mendigar una mala sopa para la cena. Sí, algunos señores tuvieron los veinte mil reales para francachelas y toros y el diploma doctoral. «Y quien no posee su doctorado, pero entiende de arte más que las cuatro Universidades y toda la Academia, así está y tiene que hartarse de champaña y pintar caballos bajo el trasero de generales derrotados». La copa de Agustín se volcó y él mismo cayó sobre la mesa con el aliento cortado. El abate sin embargo dijo buenamente: «También Agustín ha cantado su tonadilla».

Don Manuel comprendió al magro ayudante de su pintor. «Está borracho como un suizo», dijo sin maldad; pero los soldados de la guardia suiza se conocían porque durante las salidas libres vagaban por la ciudad del brazo, en largas filas, ebrios, provocativos, molestando a los transeúntes. Don Manuel advertía satisfecho la diferencia entre la borrachera pesada y perversamente excitada de Esteve y la suya, ligera, simpática, agradablemente cálida. Se sentó al lado de Goya, para abrir su corazón al pintor, amigo prudente, más viejo y tan simpático, y siguió bebiendo.

Don Miguel se entretuvo con Pepa. Era evidente que ésta tendría por algún tiempo mucha influencia sobre el duque; creyó pues conveniente, por España y por su propia carrera, asegurarse su amistad.

Don Diego se había sentado al lado de doña Lucía; conociendo a los hombres, creía conocerla también. Ella había vivido y tenía que estar satisfecha y orgullosa por haber llegado a la meta. No era fácil conquistar a una mujer de esta clase; hombre de ciencia, filósofo y teórico, tenía su sistema, su estrategia. Cuando esa mujer mostraba una leve ironía difícil de interpretar, donde cabía cierta vanidad, era porque tenía conciencia de su origen y estaba orgullosa de ese origen. Pertenecía a la clase baja, a las majas; ella no lo olvidaba y en eso residía su fuerza. Los majos y las majas de Madrid no cedían ante nadie, se sentían españoles tan puros y aún más puros que los Grandes. El abate consideraba a la dama como secretamente revolucionaria, que en París podía representar un papel, y con esta perspectiva había elaborado su plan.

No sabía si don Miguel hablaba con ella de negocios de Estado ni si ella se interesaba en ellos. Hizo como si desde su estrado, desde su salón, doña Lucía dirigiese los destinos de España. Los primeros tanteos de paz habían tenido poco resultado: París desconfiaba. ¿No sería posible que un clérigo tolerado por la Inquisición y una dama elegante, dueña del primer salón de Europa, trataran con los parisienses los asuntos de España con menos compromiso pero con más eficacia que los estadistas de palacio? Don Diego dejó entender que tenía influencias en París, con la posibilidad de llegar hasta personajes inaccesibles a los demás. Cautamente, hilvanando galanterías, le pidió consejo y la incitó a sellar una alianza con él. La inteligente mujer advirtió que las finalidades del abate estaban más allá de la política. Pero la lisonjeaba la confianza de ese señor culto y nada ingenuo; la lisonjeaba el papel sutil y espinoso que le ofrecía. Y por primera vez sus ojos oblicuos y ambiguos lo miraron con serio interés. Mas luego mostró trazas de cansancio; era tarde y ella solía dormir bien y mucho. Se retiró, llevándose a Pepa, que quería arreglar su tocado.

Don Manuel y Goya se quedaron. Nada veían de lo que pasaba en torno de ellos; bebían y se ocupaban de sus cosas, de sus personas. «Yo soy tu amigo», aseguraba el duque al pintor, «tu amigo y protector, Francho. Los Grandes fuimos siempre protectores de las artes, y yo siento el arte. Has oído cómo canto. Y somos lo mismo, tú y yo, el estadista y el pintor. Tú desciendes de campesinos de Aragón, ¿verdad? Se conoce por tu manera de hablar. Yo tengo madre noble, pero, entre nosotros, también vengo de aldeanos.

Hice de mí algo grande y lo mismo haré de ti; déjalo por mi cuenta, querido Francho. Somos hombres tú y yo. Ya no hay muchos hombres en el país: “España produce grandes hombres, pero los desgasta pronto”, dicen, y es así. Con tantas guerras, quedan pocos. Quedamos tú y yo. Por eso las mujeres se pelean por nosotros. En la Corte hay ciento diecinueve Grandes, hombres solamente dos. Mi padre me llamaba siempre: “Manuel, mi torito”. Torito me llamaba y tenía razón. Y no hay torero para este toro; no ha nacido todavía. Te diré, don Francisco, mi Francho: la suerte hay que tenerla, no viene sola. No es una cualidad, como la nariz, el olfato, la pierna, el trasero y lo demás; se tiene o no se tiene. Me gustas, Francho. Y yo soy hombre agradecido y te debo gratitud. De nacimiento tengo buena vista, pero sólo tú me enseñaste a ver. ¿Quién sabe si la viudita se hubiera encontrado en mi camino sin tu retrato? ¿Quién sabe si hubiera visto en ella a la diosa, sin tu retrato? ¿Dónde está? Parece que no está; no importa, ya volverá. Por suerte la dicha no huye de mí. Te lo digo yo: esta señora Tudó es toda una mujer. La que me conviene. Pero tú lo sabes ya, no necesito decírtelo. Es sutil, inteligente y habla francés. Además es artista, amiga de La Tirana. No se exhibe, es reservada, una de las pocas damas que hay. Y sólo muy cerca de ella se sabe cuánta música tiene dentro. Pero llegará un día, mejor dicho una noche, y podré saberlo. Y esa noche ha llegado, ¿no te parece?».

Goya escuchaba con una sensación contradictoria, sin desprecio, pero tampoco sin afecto por el ebrio. Aquello que decía era su verdad íntima. Y aun borracho, Manuel confiaba en él, lo creía amigo y era su amigo. ¡Notable la forma en que se entrelazaban los hechos! Quiso gracia para Jovellanos, pudo vencerse y entregó por eso a Pepa, y ahora Manuel era amigo suyo; Manuel, el hombre más poderoso del país… No necesitaba ya del pedante y orgulloso Bayeu, su cuñado; más aún, ahora, gracias al duque, estaba seguro de llegar a ser primer pintor del rey, contra toda oposición. Por cierto, no se puede invocar la suerte, y la afirmación del duque acerca de la cualidad innata, era sólo presunción. Goya no presumía. Tenía conciencia de las oscuras fuerzas que lo rodean a uno. Se persignó mentalmente; la suerte tiene piernas veloces, la desgracia, alas. Muchas cosas podrían ocurrir antes de ser primer pintor del rey, pero Manuel tenía razón; eran iguales, aliados, hombres. Por eso, a pesar de las fuerzas oscuras, estaba seguro de sí, de su destino. Porque ese día contaba con una fortuna: no se trataba de un diploma con el sello real, se trataba de un rostro ovalado casi moreno, de unas manos delgadas, infantiles, carnosas; la fortuna era «chatoyante», irisada como una gata… Tuvo que aguardar mucho, desesperadamente; al final, había sido invitado a la Moncloa, al palacio de Buenavista, con una invitación de puño y letra…

Don Manuel siguió charlando, pero de repente se interrumpió. Pepa estaba de nuevo allí, con el tocado en orden. Las velas estaban casi consumidas, en la sala había olor a vino desbravado, el paje dormitaba cansadísimo en una silla. Agustín se apoltronaba delante de la mesa, con la gruesa y cerril cabeza entre los brazos, los ojos cerrados, roncando. También don Manuel parecía cansado. Pepa, en cambio, parecía perezosa, pero fresca y magnífica.

El señor Bermúdez se dispuso a encender más velas, pero don Manuel, sorprendentemente sobrio ahora, se lo impidió. «No, no, don Miguel», exclamó, «no se preocupe. Hasta la fiesta más bonita debe tener su fin».

Se dirigió hacia Pepa con pasmosa agilidad y le hizo una profunda reverencia. «Concédame el honor, doña Josefa» le dijo con voz acariciante, «de permitirme acompañarla a su casa». Calmada y amable, Pepa lo miraba con sus ojos verdes y jugaba con el abanico. «Muchas gracias, don Manuel», contestó, e inclinó la cabeza.

Y delante de don Francisco pasaron Manuel y Pepa. Afuera, dormida en un sillón, estaba la dueña. Pepa la despertó sonriendo y el sereno les abrió. Resonaron los cascos de los caballos y el suntuoso coche de don Manuel paró en la puerta. Luego el cochero de calzas rojas hizo arrancar los caballos. En un tumbo, Manuel y Pepa atravesaron la noche de Madrid, hacia casa…

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