Goldfinger

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Tercera parte: Acción hostil » Capítulo 21 - El hombre más rico de la historia

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CAPÍTULO 21

El hombre más rico de la historia

La aurora roja rompió lentamente sobre las interminables llanuras de hierba negra que fue cambiándose en el famoso azul de Kentucky a medida que el sol definía las sombras. A las seis, el tren empezó a aflojar el paso y pronto estuvieron deslizándose apaciblemente por los suburbios a medio despertar de Louisville para acabar deteniéndose con un suspiro de los frenos hidráulicos en la resonante, casi desierta, estación.

Un pequeño y respetuoso grupo los esperaba. Goldfinger, con ojeras por falta de sueño, llamó por señas a uno de los alemanes, cogió su autoritario maletín negro y bajó al andén. Hubo un corto y serio cónclave, en el cual el jefe de estación de Louisville hablaba y Goldfinger intercalaba unas cuantas preguntas y asentía con gravedad ante las respuestas. Goldfinger volvió fatigadamente al tren. Solo había sido designado para escuchar su informe. Estaba de pie ante la puerta abierta, al final del vagón. Bond oyó a Goldfinger hablando apesadumbrado:

—Me temo, doctor, que la situación es tan mala como creíamos. Iré delante, en la máquina, con esto —dijo, levantando el maletín—, y nos internaremos lentamente en el área afectada. ¿Tiene la bondad de indicar a todo el personal que se ponga la máscara? Dispongo de máscaras para el maquinista y el fogonero. El resto del personal ferroviario abandonará el tren aquí.

Solo asintió, solemne.

—De acuerdo, profesor. —Cerró la puerta. Goldfinger anduvo por el andén, seguido de su matón alemán y del grupo que sacudía respetuoso la cabeza.

Hubo una pequeña pausa y luego, en silencio, casi con reverencia, el largo tren salió susurrando de la estación dejando al pequeño grupo de funcionarios, reforzado ahora con cuatro consternados revisores, con las manos levantadas bendiciéndoles.

¡Cincuenta y seis kilómetros para llegar! ¡Media hora! Las enfermeras distribuyeron café y donuts, y —Goldfinger estaba en todo— para aquellos cuyos nervios lo necesitaban, dos granos de dexedrina. Las enfermeras estaban pálidas, silenciosas. No había bromas ni comentarios agudos. El tren se hallaba saturado de electricidad por la tensión.

Diez minutos después se produjo una súbita disminución de velocidad y el brusco siseo de los frenos. Se derramó café. El tren casi se detuvo. Luego hubo una sacudida y volvió a ganar velocidad. Una nueva mano había cogido la palanca que manejaba el hombre que acababa de morir.

Unos minutos más tarde Strap recorrió el tren a toda prisa.

—¡Diez minutos para llegar! ¡Todos a punto, muchachos! Pelotones A, B y C, poneos el equipo. Todo marcha bien. Mantened la calma. Recordad vuestras tareas. —Se dirigió corriendo al siguiente departamento y Bond le oyó repetir el mensaje.

Bond se giró a Chapuzas.

—Escucha, mono, voy al lavabo y la señorita Masterton es probable que también lo haga. —Se volvió hacia la chica—. ¿Qué te parece, Tilly?

—Sí —dijo ella con indiferencia—, supongo que será mejor que vaya.

—Bien, pasa delante —le indicó Bond.

El coreano del lado de la joven miró interrogativamente a Chapuzas. Éste negó con la cabeza.

—Si no la dejas ir sola —dijo Bond—, empezaré una pelea. A Goldfinger no le gustará. —Se volvió hacia la chica—. Adelante, Tilly, yo me ocuparé de estos monos.

Chapuzas emitió una serie de ladridos y gruñidos que el otro coreano pareció entender. El guardián se levantó.

—De acuerdo —dijo—, pero sin cerrar por dentro. —Siguió a la chica al otro lado del vagón y se quedó esperando que saliera.

Chapuzas siguió el mismo procedimiento con Bond. Una vez dentro, éste se quitó el zapato derecho, hizo salir el cuchillo y lo deslizó dentro de la pretina del pantalón. Llevaría un zapato sin tacón, pero nadie iba a darse cuenta esa mañana. Bond se lavó. El espejo reflejó su pálido rostro y los ojos azul grisáceos, oscuros por la tensión. Salió y volvió a su asiento.

Un reflejo lejano apareció a la derecha y una señal de edificios bajos elevándose como un espejismo en la neblina matutina que subía del suelo. Lentamente se definieron como hangares con una achaparrada torre de control. ¡El aeropuerto Godman! El suave bramido rítmico del tren disminuyó su velocidad. Pasaron unos cuantos elegantes chalés modernos, parte de una nueva urbanización. Parecían desocupados. A la izquierda se veía la negra cinta de la carretera de la estación de Brandenburg. Bond estiró el cuello. La reluciente y moderna extensión de Fort Knox parecía casi blanda en la ligera neblina. Por encima de su mellada silueta, el aire era transparente como el cristal, sin ni rastro de humo, ¡nadie cocinaba para el desayuno! El tren desaceleró hasta media marcha.

En la carretera de la estación se había producido un grave accidente de circulación. Dos coches parecían haber chocado de frente. El cuerpo de un hombre estaba medio fuera, desmadejado en una puerta aplastada. El otro coche estaba volcado como un escarabajo muerto. El corazón de Bond tuvo un sobresalto. Pasó la garita principal de señales. Sobre las palancas había algo colgado. Era una camisa de hombre. Dentro de la misma colgaba el cuerpo, con la cabeza por debajo del nivel de la ventanilla.

Una hilera de modernos chalés. Un cuerpo en camiseta y pantalones echado de bruces en medio de un elegante césped. Las líneas de hierba segada eran decorativamente rectas hasta que, cerca del hombre, la segadora había dibujado una fea rúbrica y luego se había quedado detenida, caída de costado, en la tierra recién removida del borde. Una cuerda con ropa tendida que se había roto cuando la mujer se había agarrado a ella. La mujer yacía en un montón blanco, en un extremo de la cuerda que había cedido, de ropa interior familiar, manteles y toallas.

Ahora el tren entraba al paso en la ciudad y por todas partes, en cada calle, en cada acera, había figuras despatarradas: solas, en grupos, en mecedoras bajo los porches, en medio de cruces en que los semáforos continuaban emitiendo sin prisas sus señales de colores, en coches que habían conseguido pararse y en otros que habían chocado contra los escaparates de los comercios. ¡Muerte! Personas muertas por todas partes. Ningún movimiento, ningún sonido, salvo el taconeo de los pies de hierro del asesino mientras su tren se deslizaba a través del cementerio.

Había bullicio en los vagones. Billy Ring pasó con una enorme sonrisa y se detuvo junto a la butaca de Bond.

—¡Eh, muchacho —dijo con entusiasmo—, el viejo Goldie les ha echado una buena purga desde luego! Es una lástima que algunos estuvieran dando una vuelta cuando cayeron. Pero ya sabe lo que dicen de las tortillas: no se pueden hacer sin romper ningún huevo, ¿verdad?

Bond sonrió con tirantez.

—Es verdad.

Billy Ring lanzó su carcajada en forma de O muda y continuó su camino.

El tren rodó a través de la estación Brandenburg. Allí se veían muchos cuerpos: hombres, mujeres, niños, soldados… El andén estaba lleno de ellos, boca arriba mirando el cielo, boca abajo en el polvo, encogidos de lado… Bond los escrutó buscando algún movimiento, una mirada, una mano espasmódica. ¡Nada! ¡Un momento! ¿Qué era aquello? Débilmente, a través de la ventanilla llegó un suave gemido de queja. Había tres cochecitos de niño contra la taquilla, con sus madres desplomadas a su lado. ¡Claro! Los bebés de los cochecitos habían bebido leche, no la mortífera agua.

Chapuzas se puso en pie, lo mismo que todo el equipo de Goldfinger. Los rostros de los coreanos mostraban indiferencia, eran inmutables, sólo sus ojos parpadeaban sin cesar como animales nerviosos. Los alemanes estaban pálidos, ceñudos. Nadie miraba a nadie. En silencio, desfilaron hacia la salida y se alinearon, esperando.

Tilly Masterton tocó la manga de Bond. Su voz temblaba.

—¿Seguro que sólo están dormidos? He creído ver una especie de…, una especie de espuma en algunos labios.

Bond también lo había visto. La espuma era rosada.

—Espero que algunos estuvieran comiendo caramelos o algo cuando cayeron dormidos. Ya sabe que estos norteamericanos siempre están mascando algo. —Pronunció las siguientes palabras en voz inaudible, casi articulándolas—. Aléjate de mí. Puede que haya tiros. —La miró fijamente para ver si le había entendido.

Ella asintió en silencio, sin mirarlo.

—Estaré cerca de Pussy —susurró por la esquina de la boca—. Ella me protegerá.

Bond le sonrió.

—Muy bien —dijo en tono alentador.

El tren traqueteó lentamente en algunos puntos más y acabó deteniéndose. La locomotora hizo sonar una vez el silbato. Las puertas se abrieron de golpe y los distintos grupos se reunieron en el andén del apartadero del Depósito de Oro.

Todo funcionaba con precisión militar. Los distintos pelotones formaron en su orden de batalla: primero un grupo de asalto con metralletas; luego los camilleros, para sacar a los guardias y demás personal de la cámara acorazada (verdaderamente, un refinamiento ya innecesario, pensó Bond); después, el equipo de demolición de Goldfinger —diez hombres con su abultado paquete cubierto de lona embreada—; luego un grupo mixto de conductores de reserva y de controladores de tráfico, y, por último, el grupo de enfermeras, todas ellas armadas con pistolas, que deberían permanecer en la retaguardia junto con un grupo de reserva fuertemente armado, que se ocuparía de toda interferencia inesperada de cualquiera que, en palabras de Goldfinger, «pudiera despertarse».

Bond y la chica habían sido incluidos en el Grupo de Mando formado por Goldfinger, Chapuzas y los cinco jefes de banda. Tenían que instalarse en los techos planos de las dos locomotoras diesel que ahora estaban, como se había planeado, más allá de los edificios del apartadero y con una visión completa del objetivo y sus accesos. Bond y la chica tenían que controlar los mapas, los horarios y el cronometraje, y aquél debía vigilar atascos y retrasos y ponerlos en conocimiento de Goldfinger para que éste los corrigiese por walki-talki con los jefes de pelotón. Cuando fueran a explosionar la bomba, se protegerían tras las locomotoras.

El silbato sonó dos veces y, mientras Bond y la chica trepaban a su posición en el techo de la primera locomotora, el pelotón de asalto, seguido por las demás secciones, cruzó a paso ligero los veinte metros de terreno abierto entre la vía férrea y el bulevar Bullion. Bond se acercó tanto como pudo a Goldfinger. Éste miraba a través de unos prismáticos, la boca cerca del micrófono que llevaba en el pecho. Pero Chapuzas se mantenía entre ambos como una sólida montaña de carne y su mirada, desinteresada por el desarrollo del asalto, nunca se apartaba de Bond y la chica.

Bond, simulando examinar el estuche de plástico de los planos, pero pendiente del cronómetro, medía distancias y ángulos. Miró al grupo vecino de cuatro hombres y la mujer. Estaban observando fijamente, con una atención inmóvil, la escena que tenían ante ellos.

—Han pasado la primera puerta —dijo Jack Strap muy excitado. Bond, con la mitad de su atención trabajando en sus planes, echó una rápida mirada al campo de batalla.

Era una escena extraordinaria. En el centro estaba el enorme mausoleo achaparrado, con el sol centelleando en el pulido granito de sus muros. En el exterior del gran campo abierto en que se encontraba, en las carreteras —la autovía Dixie, la Vine Grove y el bulevar Bullion—, se alineaban los camiones y vehículos de transporte de dos en fondo, con los banderines identificativos de las bandas ondeando en el primer y en el último vehículo de cada convoy. Sus conductores se amontonaban resguardándose en la parte exterior del muro de defensa que rodeaba la cámara acorazada mientras, por la puerta principal, entraban los ordenados y disciplinados pelotones desde el tren. Aparte de aquel mundo de movimiento, una quietud y un silencio absolutos reinaban por doquier, como si el resto de Norteamérica estuviera conteniendo la respiración ante la ejecución de aquel gigantesco crimen. Y por el suelo del exterior se encontraban los cuerpos de los soldados, despatarrados donde habían caído, los centinelas en sus fortines, agarrando aún sus pistolas automáticas y, en el interior del muro de protección, dos desordenados pelotones de soldados en uniforme de campaña. Descansaban en montones desiguales y confusos, con algunos cuerpos de través o sobre sus vecinos. Fuera, entre el bulevar Bullion y la puerta principal, dos coches blindados habían chocado entre sí y estaban incrustados uno con otro, con sus ametralladoras pesadas apuntando, una hacia el suelo y la otra al cielo. El cuerpo de un conductor sobresalía por la torreta de uno de los vehículos.

Casi con desesperación Bond buscó algún signo de vida, de movimiento, un indicio de que todo aquello era una cuidadosa emboscada. ¡Nada! No se movía ni un gato, ni un solo sonido salía de los atestados edificios que hacían de telón de fondo del escenario. Sólo los pelotones se apresuraban en sus tareas o esperaban en las posiciones planeadas.

Goldfinger habló a su micrófono con voz tranquila:

—Que salga el último camillero. Pelotón de la bomba, listo. Preparados para cubrirse.

Las tropas de cobertura y los camilleros corrieron hacia la salida, poniéndose a cubierto detrás del muro de protección. Habría un margen de cinco minutos para salir del área antes de que el pelotón de la bomba, que esperaba reunido en la puerta principal, entrara.

—Llevan un minuto de adelanto sobre el tiempo previsto —dijo Bond con eficiencia.

Goldfinger miró por encima del hombro de Chapuzas. Los pálidos ojos llameaban. Se posaron en Bond. La boca de Goldfinger se torció en un áspero gruñido.

—Ya lo ve —dijo entre dientes—, señor Bond. Usted estaba equivocado y yo no. Diez minutos más y seré el hombre más rico del mundo, ¡el hombre más rico de la historia! ¿Qué me responde a eso? —Su boca escupía las palabras.

—Ya se lo diré cuando hayan pasado esos diez minutos —replicó Bond, ecuánime.

—¿Lo hará? —dijo Goldfinger—. Puede ser.

Miró su reloj y habló rápidamente a través del micrófono. El pelotón de Goldfinger cruzó a paso ligero la puerta principal, con su pesada carga suspendida de cuatro hombros en una red de malla.

Goldfinger miró más allá de Bond al grupo del techo de la segunda locomotora.

—Dentro de cinco minutos, señores —gritó con voz triunfante—, tendremos que cubrirnos. —Giró los ojos hacia Bond y añadió suavemente—: Y entonces nos diremos adiós, señor Bond. Y gracias por la ayuda que usted y la chica me han prestado.

Por el rabillo del ojo, Bond vio que algo se movía en el cielo. Algo negro que giraba. Alcanzó el punto más alto de su trayectoria, hizo una pausa y luego llegó el estampido ensordecedor de un cohete de señales.

El corazón de Bond dio un brinco. Un rápido vistazo le mostró las filas de soldados muertos volver a la vida, las ametralladoras de los coches blindados incrustados girando para cubrir las puertas. Un altavoz rugió desde alguna parte:

—Quédense donde están. Tiren las armas.

Pero se produjo el vano chisporroteo del arma de fuego de un miembro del grupo de cobertura de retaguardia y se desencadenó el infierno.

Bond cogió a Tilly por la cintura y saltó con ella. Era un salto de tres metros hasta el andén. Bond amortiguó la caída con la mano izquierda y puso en pie a la chica con un golpe de cadera. Cuando empezó a correr, pegado al tren para protegerse, oyó a Goldfinger gritar:

—Cógelos y mátalos.

Una lluvia de plomo de la automática de Goldfinger azotó el cemento a su izquierda. Pero Goldfinger no sabía disparar con la izquierda. Era a Chapuzas a quien Bond temía. Mientras se precipitaba por el andén con la mano de la chica en la suya, oyó el roce vertiginoso de sus pies corriendo.

La mano de la chica daba tirones.

—No, no. ¡Para! —chilló irritada—. Quiero estar cerca de Pussy. Con ella estaré segura.

—¡Calla, estúpida! —gritó enfurecido Bond—. ¡Y corre como el demonio!

Pero ella tiraba de él, retrasándole. De súbito se desprendió de su mano y se lanzó hacia la puerta abierta de un vagón. ¡Mierda! Bond pensó que aquello lo echaba todo a perder. Arrebató el cuchillo de su cinturón y dio media vuelta para enfrentarse a Chapuzas.

Éste, diez metros más allá, apenas pudo frenar su carrera. Con una mano se quitó el ridículo y mortífero sombrero, una mirada para apuntar y la media luna de negro acero silbó en el aire. Su borde alcanzó a la chica justo en la nuca. Ésta se desplomó, sin un sonido, de espaldas sobre el andén, en el camino de Chapuzas. Su obstáculo fue justo el suficiente para hacer que fallara el puntapié volador que Chapuzas había empezado a lanzar a la cabeza de Bond. Convirtió la patada en un salto, con la mano izquierda cortando el aire como una espada en dirección a Bond. Éste la esquivó y golpeó hacia arriba y de lado con el cuchillo. Alcanzó su objetivo en algún lugar cerca de las costillas, pero la inercia del cuerpo en el aire le arrancó el cuchillo de la mano. Hubo un tintineo en el andén. Chapuzas se volvió hacia él, ileso al parecer, con los brazos extendidos y los pies separados, listo para otro salto o un puntapié. Estaba encolerizado. Tenía los ojos rojos y un reguero de saliva bajaba de su boca abierta y jadeante.

Por encima del estruendo y tableteo de las armas fuera de la estación, el silbato de la locomotora sonó tres veces. Chapuzas gruñó airadamente y saltó. Bond se echó a un lado. Algo le dio un golpe tremendo en el hombro y lo mandó por los aires. «Ahora —pensó al tocar el suelo—, ¡ahora el golpe mortal!». Se revolvió torpemente para ponerse en pie, con el cuello hundido entre los hombros para amortiguar el impacto. Pero no llegó ningún golpe y los aturdidos ojos de Bond captaron la figura de Chapuzas huyendo por el andén.

La locomotora delantera ya estaba en movimiento. El coreano la alcanzó y saltó hacia el estribo. Se quedó colgando por un instante, con los pies buscando un punto de apoyo. Luego desapareció en la cabina y la enorme máquina aerodinámica ganó velocidad.

Detrás de Bond se abrió bruscamente la puerta de la oficina del inspector. Se oyó el martilleo de pies corriendo y un grito:

—¡Santiago! —El grito de guerra de Hernán Cortés que Leiter le había asignado a Bond un día, bromeando.

Bond se volvió. El tejano de cabello pajizo, vestido con su uniforme de campaña de la Infantería de Marina, corría estrepitosamente por el andén seguido por una docena de hombres de caqui. Llevaba un bazuca individual colgando del garfio de acero que tenía en lugar de mano derecha. Bond corrió a reunirse con él.

—No me mates mi zorro, cabrón —dijo—. Dame eso. —Le arrebató el bazuca y se echó en el andén, con las piernas separadas. La locomotora estaba a unos doscientos metros de distancia y a punto de cruzar el puente sobre la autovía Dixie—. ¡Apartaos! —gritó para que los hombres salieran de la línea del fogonazo de retroceso, quitó el seguro y apuntó con cuidado. El bazuca tembló ligeramente y el cohete antiblindaje de cuatro kilos y medio salió despedido. Hubo un fogonazo y una bocanada de humo azul. Algunos fragmentos de metal salieron despedidos de la parte trasera de la locomotora que huía. Pero luego cruzó el puente y, tomando la curva, desapareció.

—No está mal para un novato —comentó Leiter—. Puede que le hayas destrozado el motor trasero, pero esos trastos son simétricos y puede arreglárselas con el delantero.

Bond se puso de pie. Sonrió cálidamente a los ojos de halcón color gris pizarra.

—Especie de zoquete —dijo con sarcasmo—, ¿por qué demonios no has bloqueado esa vía?

—Escucha, polizonte. Si tienes alguna queja sobre la dirección de la obra puedes presentársela al presidente. Tomó personalmente el mando de esta operación y es un encanto. Hay un avión de observación ahí arriba. Localizará la locomotora y tendremos al viejo Rizos de Oro en la trena a mediodía. ¿Cómo íbamos a adivinar que se quedaría en el tren? —Se interrumpió y golpeó a Bond entre los omóplatos—. Demonios, estoy contento de verte. Estos hombres y yo hemos sido destacados para protegerte. Hemos estado yendo de un lado a otro en tu busca y recibiendo disparos de ambos bandos como recompensa. —Se volvió hacia los soldados—. ¿No es verdad, muchachos?

Ellos se echaron a reír.

—Claro que sí, capitán.

Bond miró con afecto al tejano con quien había compartido tantas aventuras.

—Te lo agradezco, Félix —dijo con seriedad—. Siempre has sido un experto en salvarme la vida. Esta condenada vez casi ha sido demasiado tarde. Me temo que lo ha sido para Tilly Masterton. —Subió al tren con Félix a sus talones. La pequeña figura seguía echada en el mismo sitio donde había caído. Bond se arrodilló a su lado. El ángulo de la cabeza, como el de una muñeca rota, era suficiente. Buscó el pulso. Se levantó.

—Pobre zorrita —dijo Bond suavemente—. No tenía en gran consideración a los hombres. —Miró defensivamente a Leiter—. Félix, habría podido sacarla de aquí si me hubiese seguido.

Leiter, que no le entendió, le puso la mano en el brazo.

—Claro, chico. Tómatelo con calma. —Se volvió a sus hombres—. Dos de vosotros, llevad el cadáver de la joven a la oficina del inspector, allí detrás. O’Brien, ve a buscar la ambulancia. Cuando la tengas, párate en el puesto de mando e informa de los hechos. Diles que tenemos al comandante Bond y que lo llevaremos en seguida.

Bond se quedó mirando aquella maraña vacía de miembros y ropas. Vio a la luminosa y orgullosa Tilly con el pañuelo a lunares alrededor del cuello en su veloz TR3. Ahora se había ido.

Muy arriba, por encima de su cabeza, algo que giraba se elevó en el cielo. Alcanzó el punto más alto de su vuelo e hizo una pausa. Llegó el brusco estampido del cohete. Era el alto el fuego.

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