Goldfinger

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Segunda parte: Coincidencia » Capítulo 14 - Tropiezos en la noche

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CAPÍTULO 14

Tropiezos en la noche

James Bond se registró en el Hotel des Bergues, se dio una ducha y se cambió de ropa. Sopesó la Walther PPK y se preguntó si llevársela o no. Se decidió por la última opción. No tenía intención de dejarse ver cuando volviera a las Entreprises Auric. Si, por una espantosa mala suerte, era visto, lo estropearía todo entablar una lucha. Tenía un pretexto, uno muy endeble, pero que al menos no rompería su cobertura. Debería confiar en eso. Pero Bond escogió un par de zapatos bastante más pesados de lo que parecían bajo su apariencia informal.

En recepción preguntó si estaba la señorita Soames. No se sorprendió cuando el recepcionista le dijo que no había ninguna señorita con ese nombre alojada en el hotel. La única cuestión era si había dejado el hotel cuando Bond se perdió de vista o si aparecía registrada con otro nombre.

Bond cruzó con su coche el bello Pont du Mont Blanc y siguió por el iluminado quai hasta el Bavaria, una modesta cervecería alsaciana que había sido lugar de cita de los grandes personajes en los días de la Sociedad de Naciones. Se sentó al lado de la ventana y bebió enzian rebajado con Lówenbrau clara. Primero pensó en Goldfinger. Ya no le cabía duda de qué hacía. Financiaba una red de espionaje, probablemente SMERSH, y había ganado verdaderas fortunas llevando oro de contrabando a la India, el país donde podía obtener los máximos beneficios. Tras la pérdida de su pesquero Brixham urdió esa nueva vía.

Primero hizo saber que tenía un coche blindado, lo cual sólo se consideraría una excentricidad. Muchos fabricantes de carrocerías ingleses los exportaban. Antes solían ir a parar a rajás indios; ahora iban a jeques del petróleo y a presidentes sudamericanos. Goldfinger había escogido un Silver Ghost porque, con sus modificaciones, el chasis era lo bastante resistente, el remachado ya era un rasgo de la carrocería y tenía la mayor superficie posible de plancha de metal. Quizás Goldfinger lo había sacado al extranjero una o dos veces para que la gente de Ferryfield se acostumbrara al mismo. Luego, en el viaje siguiente, retiró las planchas de blindaje en su fábrica de Reculver. Las sustituyó por oro blanco de dieciocho quilates. Su aleación de níquel y plata sería lo bastante resistente. El color del metal no lo traicionaría si tenía un accidente o si la carrocería sufría un arañazo. Y a Suiza, a la pequeña fábrica. Los trabajadores serían tan cuidadosamente escogidos como los de Reculver. Sacarían las planchas y las moldearían en forma de asientos de avión, que serían tapizados e instalados en Mecca Airlines, dirigida por algún secuaz de Goldfinger que sacaba una tajada en cada «carrera del oro». En esos viajes —¿una, dos, tres veces al año?— el avión aceptaría sólo carga ligera y unos cuantos pasajeros. En Bombay o Calcuta necesitaría un repaso general y sería reequipado. Iría al hangar de Mecca, donde se le pondrían asientos nuevos.

Los viejos, los de oro, irían a parar a los tratantes en metales preciosos. Goldfinger haría que le colocaran sus magníficos haberes en Nassau o donde eligiera. Habría realizado su beneficio del cien o del doscientos por cien y podría volver a iniciar el ciclo, desde las tiendas de «Compramos oro viejo» británicas hasta Reculver-Ginebra-Bombay.

Sí, pensó Bond, mirando el reluciente lago iluminado por las estrellas, así es como debía hacerse, un circuito de contrabando de primera con un riesgo mínimo y un beneficio máximo. ¡Cómo debía sonreír Goldfinger cuando accionaba la vieja bocina en forma de boa y pasaba a toda velocidad junto a los admirados policías de tres países! Verdaderamente, parecía haber descubierto la piedra filosofal, ¡Goldfinger, el dedo de oro! Si no se hubiese tratado de una persona tan desagradable, si no estuviese haciendo todo aquello para mantener el dedo en el gatillo de SMERSH, Bond habría sentido admiración por aquel monumental estafador cuyas operaciones eran tan importantes que preocupaban incluso al Banco de Inglaterra. Dadas las circunstancias, Bond sólo deseaba destruir a Goldfinger, meterlo entre rejas y hacerse con su oro. La codicia por el oro de Goldfinger era demasiado intensa, demasiado despiadada, demasiado peligrosa para permitirle circular por el mundo.

Eran las ocho. El enzian, aquel aguardiente destilado de genciana responsable del alcoholismo crónico suizo, empezaba a calentar el estómago de Bond y a fundir sus tensiones. Pidió otro doble y con él, una choucroute y una jarra de Fondant.

¿Y qué había de la joven, aquel bonito y autoritario comodín que había aparecido de repente en el juego? ¿Qué estaba buscando? ¿Y su historia del golf? Bond se levantó y fue a la cabina del teléfono que se hallaba al fondo de la sala. Llamó al Journal de Genéve y pidió por el redactor-jefe de deportes. El hombre se mostró servicial, pero sorprendido por la pregunta de Bond. No. Los distintos campeonatos se jugaban, desde luego, en verano, cuando los otros programas nacionales habían terminado y se podía atraer a una buena participación extranjera a Suiza. Lo mismo hacían todos los demás países del continente. Querían conseguir a tantos jugadores británicos y americanos como pudieran. Eso aumentaba las recaudaciones. «Pas de quoi, monsieur».

Bond regresó a su mesa y comió la cena. Asunto resuelto. Quienquiera que fuese, era una aficionada. Ninguna profesional utilizaría una cobertura que podía destruirse con una llamada de teléfono. Había estado en el fondo de la mente de Bond —con reticencia, porque la chica le gustaba y le excitaba— que podría…, que muy bien podría tratarse de una agente de SMERSH enviada para tener un ojo encima de Goldfinger, de Bond o de ambos. Poseía algunas de las cualidades de un agente secreto: la independencia, la fortaleza de carácter, la capacidad para moverse sola. Pero aquella idea quedaba descartada. Carecía de entrenamiento.

Bond pidió una loncha de gruyere, pan de centeno integral y café. No, la chica era un misterio. Bond sólo rogaba que no estuviera envuelta en alguna maquinación privada concerniente a él o a Goldfinger que echara a perder su propia operación.

¡Y su trabajo estaba tan cerca del final! Todo lo que necesitaba era la prueba ante sus propios ojos de que la historia que había urdido alrededor de Goldfinger y el Rolls era cierta. Una mirada a la fábrica de Coppet —un grano de polvo de oro blanco— y podría irse a Berna aquella misma noche y comunicar con el oficial de servicio a través del codificador de la embajada. Luego, silenciosa y discretamente, el Banco de Inglaterra congelaría las cuentas de Goldfinger en todo el mundo y tal vez, al día siguiente por la mañana, la Sección Especial de la policía suiza llamara a la puerta de las Entreprises Auric. A continuación, pedirían la extradición, Goldfinger iría a Brixton y habría un juicio tranquilo y bastante complicado en uno de los tribunales para el contrabando, como los de Maidstone o Lewes. A Goldfinger le caerían unos cuantos años, sería revocada su nacionalización y todo el oro acumulado, exportado ilegalmente, volvería poco a poco a las cámaras acorazadas situadas debajo del Banco de Inglaterra. Y SMERSH rechinaría sus dientes teñidos de sangre y añadiría otra página a la ya cargada zapiska de Bond.

Había llegado la hora de iniciar la última etapa. Bond pagó su cuenta, salió y se metió en el coche. Cruzó el Ródano y condujo lentamente por el reluciente quai a través del tráfico vespertino. Era una noche mediana para sus propósitos. Había tres cuartas partes de luna brillante para poder ver, pero ni un soplo de aire que ocultara su aproximación por los bosques hacia la fábrica. Bueno, no había prisa. Probablemente trabajaban toda la noche. Tendría que tomárselo con calma y con mucho cuidado. La geografía del lugar y la ruta que se había trazado pasaron ante los ojos de Bond como una película, mientras el piloto automático que hay en todo buen conductor llevaba el coche por la ancha autovía que discurría junto al lago dormido.

Bond siguió su ruta de la tarde. Cuando hubo dejado la carretera principal continuó conduciendo sólo con las luces de posición.

Sacó el coche de la vereda en un claro del bosque y paró el motor. Se quedó quieto, escuchando. En el pesado silencio sólo se oía el apagado tintineo del metal caliente bajo el capó y la carrera apresurada del reloj del tablero. Bond salió, cerró con cuidado la puerta y bajó suavemente por el sendero entre los árboles.

Hasta él llegaba el sordo y profundo latido del generador… bum… bum… bum… Parecía un ruido vigilante y bastante amenazador. Bond se acercó al hueco en los barrotes de hierro, se deslizó por él y se detuvo, aguzando sus sentidos hacia delante, a través de los árboles, moteados de luna.

BUM… BUM… BUM. Los grandes resoplidos de hierro estaban por encima de él, dentro de su cabeza. Bond sintió aquel cosquilleo en la piel de la ingle que se remonta a la primera vez que se juega al escondite en la oscuridad. Sonrió para sí ante aquella señal animal de peligro. ¿Qué primitiva cuerda había sido pulsada por aquel inocente ruido de motor que salía de la alta chimenea de cinc? ¿El aliento de un dinosaurio en su cueva? Bond tensó los músculos y siguió adelante muy despacio, paso a paso, apartando con sumo cuidado de su camino las ramas pequeñas, dando cada paso con tanta precaución como si estuviera cruzando un campo de minas.

Los árboles se aclaraban. Pronto llegaría al gran tronco que había empleado antes como refugio. Lo buscó y se quedó helado, con el pulso desbocado. Bajo el tronco de su árbol, despatarrado en el suelo, había un cuerpo.

Bond abrió mucho la boca y respiró hondo poco a poco para aliviar la tensión. Con cuidado se secó las sudorosas palmas de las manos en los pantalones. Se dejó caer poco a poco como un gato y miró fijamente hacia delante, con los ojos dilatados como objetivos fotográficos.

El cuerpo bajo el árbol se movió, colocándose cautelosamente en una nueva posición. Un soplo de viento susurró en las copas de los árboles. Los rayos de luna bailaron con rapidez por el cuerpo y se quedaron quietos. Hubo una visión fugaz de un espeso cabello oscuro, un jersey negro y unos estrechos pantalones también negros. Y algo más, el rotundo destello de metal a lo largo del suelo. Empezaba bajo la mata de cabello y pasaba junto al tronco del árbol hasta la hierba.

Bond inclinó la cabeza y miró el suelo entre sus manos separadas. Era la chica, Tilly. Estaba observando los edificios de más abajo. Tenía un fusil, arma que debía llevar entre los inocentes palos de golf, listo para disparar. ¡Condenada y estúpida zorra!

Bond fue tranquilizándose poco a poco. No importaba de quién se trataba ni qué pretendía. Midió la distancia, planeó cada zancada, la trayectoria del salto final, la mano izquierda hacia su cuello; la derecha hacia el arma. ¡Ya!

El pecho de Bond resbaló por el promontorio de las nalgas femeninas y cayó con ruido sordo sobre la parte más estrecha de la espalda. El impacto hizo que expulsara el aire con un gruñido suave. Los dedos de su mano izquierda volaron hacia la garganta de la chica y encontraron la arteria carótida. Su mano derecha estaba en el cuello de la culata del fusil. Tanteó con los dedos, notó que el seguro estaba puesto y apartó el arma a un lado.

Bond aligeró el peso de su pecho en la espalda de la chica y, retirando los dedos de su cuello, se los acercó con suavidad a la boca y los puso sobre la misma. Debajo sintió agitarse el cuerpo de la muchacha, con los pulmones luchando por respirar. Seguía inconsciente. Con cuidado, Bond juntó las manos de la chica tras su espalda y las sostuvo con la derecha. Las nalgas empezaron a retorcerse debajo suyo. Las piernas se sacudían. Bond se las sujetó contra el suelo con el estómago y los muslos, sintiendo los fuertes músculos apretujados bajo su peso. El aliento de la chica salía con áspero ruido a través de sus dedos. Unos dientes royeron su mano. Bond avanzó un poco a lo largo de la chica. Puso la boca junto a su oreja, a través del cabello.

—Tilly —susurró en tono apremiante—, por lo que más quieras. ¡Estáte quieta! Soy yo, Bond. Soy amigo. Esto es muy importante, no sabes de qué va. ¿Quieres estar quieta y escuchar?

Los dientes dejaron de buscar sus dedos. El cuerpo se relajó y se quedó blando debajo de él. Tras un momento, la cabeza asintió una vez.

Bond se apartó de encima suyo. Quedó tendido a su lado, aprisionándole aún las manos detrás de la espalda.

—Respira… —susurró—. Pero, dime, ¿ibas detrás de Goldfinger?

El pálido rostro lo miró de lado y luego apartó la vista. La chica susurró con fiereza hacia el suelo:

—Iba a matarle.

Una chica que quizás Goldfinger había dejado embarazada. Bond le soltó las manos. Tilly las levantó y apoyó la cabeza en ellas. Todo su cuerpo se estremecía de agotamiento y tensión liberada. Los hombros empezaron a agitarse suavemente. Bond alargó una mano y le alisó el cabello despacio, casi con ritmo. Su mirada se dirigió a la pacífica e invariable escena de abajo. ¿Invariable?

Algo había cambiado. El artilugio de radar en el sombrerete de la chimenea. Ya no giraba. Se había detenido con su boca rectangular apuntando en su dirección. Eso no tenía ningún significado especial para Bond. La chica había dejado de llorar. Bond puso la boca acariciadora cerca de su oreja. Su pelo olía a jazmín.

—No te preocupes —susurró él—, yo también voy tras él. Y pienso perjudicarle mucho más de cuanto tú hubieras podido hacer. Me han enviado de Londres para perseguirlo. Lo buscan. ¿Qué te hizo a ti?

—Mató a mi hermana —dijo ella en un susurro, casi para sí misma—. Tú la conocías: Jill Masterton.

—¿Qué sucedió? —preguntó Bond con ferocidad.

—Él tiene una mujer una vez al mes. Jill me lo contó cuando aceptó ese trabajo. Las hipnotiza. Después las… las pinta de oro.

—¡Cielo santo! ¿Por qué?

—No lo sé. Jill me dijo que estaba obsesionado con el oro. Supongo que, de alguna manera, así él cree que está poseyendo al oro. Quiero decir, casándose con él. Tiene un criado coreano que las pinta. El hombre debe dejar toda la espina dorsal sin pintar. Jill no sabía el porqué. Yo descubrí que si se hacía, morirían. Si sus cuerpos quedasen totalmente cubiertos con pintura de oro, los poros de la piel no podrían respirar y morirían. Después, el coreano las limpia con resina o algo así. Goldfinger les da mil dólares y las manda a casa.

Bond se imaginó al temible Chapuzas con su bote de pintura de oro, mientras los ojos de Goldfinger sonríen a la vista de la reluciente estatua, la furiosa posesión.

—¿Qué le sucedió a Jill?

—Me cablegrafió para que se reuniera con ella. Se hallaba en un hospital de Miami en urgencias, Goldfinger la había echado. Se estaba muriendo. Los médicos no sabían qué le ocurría. Me contó lo que le había pasado, lo que él le había hecho. Murió aquella misma noche. —La voz de la joven era monótona, impersonal—. Cuando regresé a Inglaterra fui a ver a Train, el dermatólogo. Él me explicó todo eso de los poros de la piel. Le había sucedido a una chica de cabaret que tuvo que posar como estatua de plata. Me enseñó detalles del caso y el resultado de la autopsia. Entonces supe qué le había ocurrido a Jill. Goldfinger la había pintado por completo. La había asesinado. Debió ser como venganza por… por irse contigo. —La joven se interrumpió. Luego prosiguió con voz apagada—: Me habló de ti. Tú le… le gustabas. Me dijo que si alguna vez te encontraba te diera este anillo.

Bond cerró con fuerza los ojos, luchando contra una oleada de náusea mental. ¡Más muerte! Más sangre en sus manos. Esa vez como consecuencia de un gesto descuidado, una baladronada que le había proporcionado veinticuatro horas de éxtasis con una belleza que le había cogido cariño y, al final, mucho más que cariño. Y aquel insignificante golpe de refilón al ego de Goldfinger había sido devuelto por éste multiplicado por mil, por un millón. «Dejó el empleo», fueron sus palabras bajo el sol de Sandwich dos días antes. ¡Cómo debió disfrutar Goldfinger pronunciándolas! Las uñas de Bond se clavaron en las palmas de sus manos. Por Dios que haría pagar a Goldfinger aquel crimen aunque fuese lo último que hiciera en su vida. ¿Y con respecto a él mismo…? Bond conocía la respuesta. No podría excusar aquella muerte como parte de su trabajo. Tendría que llevarla siempre sobre su conciencia.

La joven daba tirones de su dedo, del anillo de Claddagh (las manos enlazadas alrededor del corazón de oro). Se metió el nudillo en la boca. El anillo salió y ella se lo ofreció a Bond. El pequeño círculo de oro, destacándose contra el tronco del árbol, brilló a la luz de la luna.

Para los oídos de Bond, el ruido fue algo entre un siseo y un silbido estridente. Hubo un golpe sordo, seco y vibrante. Las plumas de aluminio de la flecha de acero temblaban como las alas de un colibrí frente a los ojos de Bond. El astil de la flecha se enderezó. El anillo de oro bajó tintineando por el mismo hasta chocar contra la corteza del árbol.

Con lentitud, casi sin interés, Bond volvió la cabeza.

A diez metros de distancia —a medias entre la luz de la luna y las sombras—, la negra figura de cabeza en forma de melón estaba agazapada, con las piernas bien separadas en la típica posición del judoca. Mantenía el brazo izquierdo, adelantado con respecto al reluciente semicírculo del arco, recto como el de un duelista. La mano derecha, sosteniendo las plumas de una segunda flecha, permanecía rígida contra la mejilla del mismo lado. Cerca de la cabeza, el tenso codo derecho se proyectaba hacia atrás en un suspense congelado. La punta plateada de la segunda flecha apuntaba exactamente entre los dos pálidos perfiles que se elevaban.

—No te muevas ni un centímetro —le dijo Bond a la muchacha; pronunció las palabras en un suspiro. Luego, en voz alta, se dirigió al coreano—: Hola, Chapuzas. Ha sido un tiro condenadamente bueno.

Chapuzas elevó la punta de la flecha.

Bond se puso de pie, protegiendo a la joven.

—No tiene que ver el fusil —susurró por la comisura de los labios para después decir a Chapuzas, hablando con tono despreocupado y tranquilo—: Bonito lugar el que tiene aquí el señor Goldfinger. Me gustaría intercambiar unas palabras con él en algún momento. Tal vez hoy sea un poco tarde. Dile que vendré mañana. —Bond se volvió hacia la chica—: Vamos, querida, ya hemos dado nuestro paseo por el bosque. Ya es hora de que volvamos al hotel. —Avanzó un paso en dirección contraria a Chapuzas, hacia la cerca.

El coreano dio un fuerte golpe en el suelo con su pie adelantado. La punta de la segunda flecha pasó a apuntar el centro del estómago de Bond.

—Oargn. —Chapuzas agitó la cabeza de lado y hacia abajo, en dirección a la casa.

—¿Ah, opinas que le gustará recibirnos ahora? Muy bien. ¿No crees que le molestaremos? Vamos, querida. —Bond pasó delante, hacia la izquierda del árbol, lejos del fusil que descansaba entre la hierba en sombras.

Mientras bajaban por la cuesta a paso lento, Bond hablaba en voz baja a la chica, dándole instrucciones.

—Eres mi novia. Te he traído de Inglaterra. Simula estar sorprendida e interesada por nuestra pequeña aventura. Nos encontramos en un mal paso. No intentes nada. —Bond movió la cabeza hacia abajo—. Este hombre es un asesino.

—Si no te hubieses metido… —replicó ella airada.

—Lo mismo digo —repuso Bond, seco. Se arrepintió—: Lo siento, Tilly, no quería decir eso. Pero no creo que te hubieras salido con la tuya.

—Lo tenía todo bien planeado. Habría estado al otro lado de la frontera a medianoche.

Bond no respondió. Había vislumbrado algo por el rabillo del ojo. En la parte superior de la alta chimenea, la boca rectangular del artilugio de radar giraba de nuevo. Eso era lo que los había visto u oído. Debía tratarse de algún tipo de detector sónico. ¡Menuda colección de trucos tenía aquel hombre! Bond no había pretendido subestimar a Goldfinger. ¿Cómo se las habría arreglado para hacer algo decisivo? Tal vez si tuviese su revólver… No. Bond sabía que ni en su fracción de segundo en sacar el arma habría derrotado al coreano y tampoco podía hacerlo en ese momento. Había algo absolutamente mortífero en aquel hombre. Tanto si Bond hubiese estado armado o desarmado, sería como un hombre enfrentándose con un tanque.

Cuando llegaron al patio, se abrió la puerta trasera de la casa. Dos coreanos más, que podrían ser los dos sirvientes de Reculver, corrieron hacia ellos bañados por la cálida luz eléctrica a su espalda. Llevaban sendos garrotes pulidos de muy mal aspecto.

—¡Alto! —Ambos tenían la expresión salvaje y vacía que los hombres de la estación J, que habían estado en campamentos de prisioneros japoneses, habían descrito a Bond—. Registramos. No problemas o… —El coreano que había hablado cortó el aire con un latigazo sibilante de su garrote—. ¡Manos arriba!

Bond levantó las manos con gesto lento.

—No reacciones… —susurró a la joven—, hagan lo que hagan.

Chapuzas se adelantó y permaneció, amenazador, vigilando el registro. La búsqueda era experta. Bond observaba fríamente las manos sobre la chica, los rostros sonrientes.

—Muy bien. ¡Vengan!

Les hicieron entrar y seguir un pasadizo de losas de piedra hasta el pequeño vestíbulo de entrada en la parte delantera de la casa. Esta olía como Bond había imaginado: a moho, fragante y veraniego. Las puertas tenían los entrepaños blancos. Chapuzas llamó con los nudillos a una de ellas.

—¿Sí?

El coreano abrió la puerta. Y ellos fueron empujados al interior.

Goldfinger estaba sentado detrás de un gran escritorio, ordenadamente atestado de documentos de aspecto importante y flanqueado por archivadores de metal grises. Junto al escritorio, al alcance de la mano de Goldfinger, se encontraba una emisora de radio de onda corta sobre una mesa baja. Había una consola de operador y un aparato que producía un ruidoso tictac, como el de un barógrafo. Bond supuso que tenía algo que ver con la antena de la chimenea que los había interceptado.

Goldfinger vestía su chaqueta de esmoquin de terciopelo púrpura sobre una camisa blanca de seda con el cuello abierto, por el cual asomaba una mata de vello anaranjado. Se sentaba muy erguido en una silla de respaldo alto. Apenas miró a la joven. Los grandes ojos azul claro estaban enfocados hacia Bond. No mostraban sorpresa alguna. No tenían expresión, salvo una penetrante rudeza.

—Oiga, Goldfinger —fanfarroneó Bond—, ¿qué diablos es todo esto? Me puso a la policía detrás por aquellos diez mil dólares y yo le he seguido la pista hasta aquí con mi novia, la señorita Soames. He venido a enterarme de qué pretende. Hemos escalado la cerca (ya sé que es allanamiento de morada) porque quería verle antes de que se me vaya a otro lugar. Entonces ha llegado ese mono suyo y el muy animal casi nos mata con su arco y sus flechas. Dos más de sus condenados coreanos nos han detenido y registrado. ¿Qué demonios ocurre? Si no puede darme una respuesta civilizada y todas sus excusas, pienso denunciarle a la policía.

La mirada llana y dura de Goldfinger permaneció impasible. Parecía no haber oído el arranque de Bond de caballero agraviado. Los finamente cincelados labios se abrieron.

—Señor Bond —dijo—, en Chicago tienen un proverbio: «Una vez es casualidad; dos, coincidencia, y la tercera vez… una acción hostil». Miami, Sandwich y ahora Ginebra. Me propongo arrancarle la verdad. —La mirada de Goldfinger resbaló lentamente por encima de la cabeza de Bond—. Chapuzas, la sala de interrogatorios.

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