Goldfinger

Goldfinger


Segunda parte: Coincidencia » Capítulo 9 - La miel en los labios

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—Con el seis debería bastar, señor. Un bonito golpe. —Hawker le entregó el palo.

«Ahora aclárate la mente. Hazlo despacio y pensándolo bien. Es un golpe fácil. Dale con fuerza para que llegue con energía al terraplén y vaya al green. Quédate quieto y la cabeza baja». ¡Clic! La bola, golpeada con la cara ligeramente curvada, siguió con exactitud la trayectoria que Bond pretendía. Cayó en el terraplén. ¡Perfecto! No, maldita sea. En su segundo bote había dado en el terraplén, se había detenido en seco, vacilante, para luego rodar de nuevo hacia atrás y abajo. ¡Rayos y truenos! ¿Fue Hagen[22] el que dijo: «El drive es para exhibirse, y el putt para forrarse»? Dejarla muerta desde debajo de aquel terraplén era uno de los putts más difíciles del recorrido. Bond sacó sus cigarrillos y encendió uno, preparándose mentalmente para su siguiente golpe, vital para salvar el hoyo, ¡siempre y cuando aquel hijo de puta de Goldfinger no embocara el suyo desde nueve metros!

Hawker llegó a su lado a paso lento.

—¡Qué milagro encontrar aquella bola! —dijo Bond.

—No era su bola, señor. —Hawker ponía de manifiesto un hecho.

—¿Qué quieres decir? —El tono de Bond fue tenso.

—Un billete cambió de manos, señor. Tal vez uno de cinco libras. Foulks debe de haber dejado caer esa bola por la pernera de sus pantalones.

—¡Hawker!

Bond se detuvo en seco. Miró a su alrededor. Goldfinger y su caddie estaban a cincuenta metros, caminando lentamente hacia el green.

—¿Lo juras? —preguntó Bond furioso—. ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Hawker hizo una mueca de falsa vergüenza, pero una astuta beligerancia brillaba en sus ojos.

—Porque su bola estaba debajo de mi bolsa de palos, señor. —Cuando vio la expresión asombrada de Bond añadió en tono de disculpa—: Lo siento, señor. Debía intentarlo después de cuanto ha estado haciéndole a usted. No lo habría mencionado, pero tenía que enterarse que se la ha vuelto a jugar.

Bond no pudo reprimir la risa.

—Bueno, Hawker,

eres un as —exclamó con admiración—. ¡Así que ibas a ganar tú solo el partido por mí! —Luego añadió con amargura—: ¡Pero, demonios, ese tipo es el colmo! Tengo que poder con él. Es necesario. ¡Ahora, pensemos! —Echaron a andar lentamente.

Bond tenía su mano izquierda en el bolsillo del pantalón, manoseando distraído la bola que había recogido en el rough. El mensaje llegó a su cerebro de repente. «¡Ya lo tengo!». Se acercó a Hawker, echando un vistazo a los otros. Goldfinger se había detenido. Estaba de espaldas a Bond y sacaba el putter de su bolsa. Bond dio un codazo a Hawker.

—Toma esto. —Deslizó la bola en su nudosa mano. Luego le dijo en voz baja, con urgencia—: Asegúrate de ser tú quien llegue antes a la bandera. Cuando recojas las bolas del green, con independencia de cómo haya ido el hoyo, dale ésta a Goldfinger. ¿De acuerdo?

Hawker reanudó su marcha, imperturbable. Su rostro no reflejaba expresión alguna.

—Entiendo, señor —dijo en su tono normal—. ¿Utilizará el putter en ésta?

—Sí. —Bond llegó a su bola—. Dame la dirección, ¿quieres?

Hawker subió al green. Se situó a un lado de la dirección del putt, dio la vuelta hasta detrás de la bandera y se puso en cuclillas. Al cabo de un instante se enderezó.

—Un poco por fuera del borde derecho, señor. Putt firme. ¿Bandera, señor?

—No, déjala, haz el favor.

Hawker se apartó. Goldfinger estaba junto a su bola, a la derecha del green. Su caddie se había detenido debajo de la pendiente. Bond se inclinó para el putt. «¡Venga, calamidad! Ésta ha de quedar muerta o te daré unos azotes. Quieto. La cabeza del palo bien alineada en la dirección y seguir hacia el hoyo. Podría entrar. ¡Ahora!». La bola, golpeada firmemente con el centro del palo, había subido la pendiente e iba camino del hoyo. «¡Demasiado fuerte, maldita sea! ¡Dale al palo de la bandera!». Obediente, la bola describió una curva, golpeó con fuerza el palo de la bandera y rebotó hacia atrás ocho centímetros: ¡más muerta que Carracuca!

Bond dejó escapar un profundo suspiro y recogió el cigarrillo que había tirado. Echó una mirada a Goldfinger. «Ahora te toca a ti, hijo de puta, jódete. ¡Y que me parta un rayo si la embocas!». Pero Goldfinger no podía arriesgarse a intentarlo. Se detuvo sesenta centímetros antes.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Bond con generosidad—. Empatados y sólo un hoyo más.

Era vital que Hawker recogiese las bolas. Si le hubiese hecho embocar a Goldfinger el putt corto, habría sido el mismo Goldfinger quien recogiera la bola del hoyo. Además, Bond no quería que Goldfinger fallara aquel putt. No formaba parte del plan.

Hawker se inclinó y recogió las bolas. Hizo rodar una hacia Bond y dio la otra a Goldfinger. Salieron del green, con Goldfinger por delante como era habitual. Bond observó que la mano de Hawker iba a su bolsillo. ¡Esperemos que Goldfinger no se dé cuenta de nada en el tee!

Pero con un empate y un solo hoyo por jugar, uno no examina su bola. Los movimientos se hacen más o menos automáticos. Se piensa en cómo colocar el drive, si se intenta alcanzar el green con el segundo golpe o bien en jugar a alcanzar el borde del mismo; también se piensa en la fuerza del viento o en el crucial número cuatro, que hay que conseguir como sea para ganar o, como mínimo, para empatar.

Teniendo en cuenta la impaciencia de Bond porque Goldfinger jugara a continuación (aunque fuera una sola vez) aquella traicionera Dunlop número Siete que se parecía tanto a una número Uno, su drive para iniciar los cuatrocientos diez metros del dieciocho fue digno de elogio. Si quería, llegaría al green. ¡Si quería!

Goldfinger se encontraba ya en el tee. Se había inclinado. La bola estaba en el soporte, con su falsa cara hacia él, pero Goldfinger se había incorporado, retirándose luego para efectuar sus dos concienzudos

swings de ensayo. Fue hacia la bola con cautela, sin prisa. Se plantó encima de la misma y se balanceó, mirándola con atención. «¡Ahora lo vería! ¡Seguramente se pararía y se inclinaría en el último instante para inspeccionar la bola!». ¿No acabaría nunca con aquel balanceo? Pero la cabeza del palo ya iba hacia atrás y descendía, con la rodilla izquierda correctamente doblada hacia la bola y el brazo del mismo lado recto como el palo de una escoba. ¡Crac! La bola salió en un bonito drive, uno de los mejores que Goldfinger había realizado, derecha a la calle.

El corazón de Bond se llenó de júbilo. «¡Ya te tengo, hijo de puta! ¡Ya te tengo!». Bond bajó alegremente del tee y con lentitud por la calle, planeando los pasos siguientes, que ahora podrían ser excéntricos y tan diabólicos como quisiera. Goldfinger estaba derrotado ya, ¡con sus propias armas! Había que cocerlo a fuego lento, con exquisitez.

Bond no sentía remordimientos. Goldfinger le había hecho trampa por dos veces y se había salido con la suya. De no ser por sus trampas en «La Virgen» y en el hoyo diecisiete, por no mencionar su mejora de la posición en el tercero y las diversas veces en que había tratado de distraerle, Goldfinger ya estaría derrotado. Si Bond necesitaba una trampa para corregir la tarjeta, se trataba tan sólo de justicia poética. Además, en aquel enfrentamiento se jugaba algo más que un partido de golf. Bond tenía el deber de ganar. De acuerdo con la imagen que se había hecho de Goldfinger, necesitaba ganar. Si salía derrotado, el marcador entre ambos quedaría igualado. Si ganaba el partido, como iba a hacerlo, se encontrarían dos a cero, un estado de cosas intolerable, adivinaba Bond, para un hombre que se sentía todopoderoso. «Ese Bond —se diría Goldfinger—

tiene algo. Posee cualidades que me pueden ser útiles. Es un duro aventurero con muchos trucos en la manga. Es la clase de hombre que necesito para…» ¿para qué? Bond lo ignoraba. Quizás no tuviera nada para él. Tal vez su imagen de Goldfinger era errónea, pero desde luego no había ninguna otra forma de acercarse a aquel tipo.

Goldfinger cogió prudente su madera-3 para el largo segundo golpe por encima de los búnkers transversales hasta la estrecha entrada del green. Hizo un

swing de práctica más que los habituales y efectuó el golpe exacto y controlado hasta el borde del green. Se aseguraba un cinco, quizás un cuatro. ¡Para lo que le iba a servir!

Bond, tras mucho teatro simulando esmerarse, hizo bajar sus manos muy por delante del palo y amagó el golpe de su hierro-3, de manera que la bola apenas hubiera superado los búnkers transversales. A continuación, ejecutó un golpe con el wedge que dejó la bola en el green, seis metros más allá de la bandera. Estaba donde quería, lo bastante en peligro como para que Goldfinger saboreara el dulce aroma de la victoria y lo bastante bien como para hacerle sudar de verdad para conseguir su cuatro.

Y en verdad Goldfinger estaba sudando. Tenía una mueca salvaje de concentración y avidez mientras se inclinaba para el largo putt subiendo el terraplén y hacia el hoyo. Ni muy fuerte, ni muy flojo. Bond podía leer todos los pensamientos angustiados que se cruzaban por su cabeza. Goldfinger volvió a enderezarse y cruzó pausadamente el green hasta detrás de la bandera para verificar la dirección de su golpe. Regresó de nuevo lentamente junto a su línea de tiro, quitando de camino con el dorso de la mano una o dos briznas de hierba y una mota de abono. Se inclinó de nuevo, hizo uno o dos

swings de ensayo y se dispuso a ejecutar el putt, con las venas latiéndole en las sienes y una profunda hendedura de concentración en el ceño.

Goldfinger ejecutó el putt y siguió a la bola en su recorrido. Fue un bello putt que se detuvo quince centímetros más allá del hoyo. ¡Goldfinger estaba ahora seguro de que, a menos que Bond enterrase su difícil putt de seis metros, el partido era suyo!

Bond se entregó a una larga comedia para estudiar su putt.

Pasó largo tiempo, dejando que la tensión se acumulara como un nubarrón sobre las largas sombras del pálido y fatídico green.

—Bandera, por favor. Éste voy a enterrarlo.

Bond cargó sus palabras con un tono de mortal certeza, mientras consideraba si fallar el hoyo por la derecha, por la izquierda, o dejarlo corto. Se inclinó para el putt y falló, lanzando muy a la derecha del hoyo.

—¡He fallado, maldita sea! —Bond puso amargura y rabia en su voz. Fue hasta el hoyo y recogió las dos bolas, manteniéndolas bien a la vista.

El rostro de Goldfinger estaba radiante por el triunfo.

—Bueno gracias por el partido. Parece que después de todo yo era demasiado bueno para usted.

—Es usted un hándicap nueve realmente bueno —dijo Bond con el punto de acritud justo. Miró las bolas en su mano para coger la de Goldfinger y entregársela. Dio un respingo de sorpresa—. ¡Caramba! —Miró fijamente a Goldfinger—. Usted juega con una Dunlop número Uno, ¿no es así?

—Sí, desde luego. —Un sexto sentido de desastre barrió el triunfo del rostro de Goldfinger—. ¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Bueno —dijo Bond en tono de disculpa—. Me temo que ha estado jugando con la bola errónea. Aquí está mi Penfold Corazones y esto ésta es una Dunlop número Siete. —Tendió las dos bolas a Goldfinger. Éste se las arrancó de la mano y las examinó febril.

La sangre fue agolpándose en el rostro de Goldfinger. Se quedó moviendo la boca, miraba las bolas, luego a Bond y de nuevo a las bolas.

—Es una pena que juguemos ciñéndonos al reglamento —comentó Bond dulcemente—. Me temo que esto significa que ha perdido el hoyo. Y, por supuesto, el partido.

Bond observaba a Goldfinger con indiferencia.

—Pero, pero…

Eso era lo que Bond había estado ansiando, quitarle la miel de los labios. Se quedó quieto esperando, sin decir nada.

La rabia desfiguró como una bomba el rostro por lo general tranquilo de Goldfinger.

—La bola que usted ha encontrado en el rough era una Dunlop Siete. Su caddie me la dio. En el diecisiete. Me dio la bola equivocada a propósito, el maldito tram…

—Eh, cálmese —dijo Bond sin alterarse—. Se encontrará usted con una denuncia por difamación si no va con cuidado. Hawker, ¿dio usted la bola equivocada al señor Goldfinger, por error o por lo que sea?

—No, señor. —La expresión de Hawker permanecía impasible. Luego dijo con indiferencia—: Si quiere saber mi opinión, señor, el error puede haberse producido en el hoyo diecisiete, cuando el caballero encontró su bola muy lejos de donde todos la habíamos visto caer. Un siete se parece mucho a un uno. Yo diría que ha sucedido eso, señor. Habría sido un milagro que la bola del caballero hubiese llegado hasta el lugar donde la encontró, tan lejos.

—¡Gilipolleces! —Goldfinger lanzó un bufido de rabia y se volvió airado hacia Bond—. Usted vio que mi caddie había encontrado una número Uno.

Bond sacudió la cabeza dubitativo.

—En realidad me temo que no la miré de cerca. Sin embargo —la voz de Bond se tornó enérgica y seria—, es asunto del jugador asegurarse de que está utilizando la bola correcta, ¿no cree? No entiendo que alguien culpe a otra persona si él mismo coloca en el tee una bola errónea y juega tres golpes con ella. De todos modos —empezó a alejarse del green—, muchas gracias por el partido. Tenemos que repetirlo un día de éstos.

Goldfinger, magníficamente iluminado por el sol poniente, pero con una larga sombra negra cosida a sus tobillos, siguió a Bond lentamente, la mirada elevada en su espalda.

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