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Desquite

Nueva York, 27 junio

He sacrificado una suma inmensa y he disminuido mis rentas fijas en algunos millones, pero una de las fantasías más antiguas de mi juventud se ha convertido en un hecho visible. La ciudad ha sido abofeteada, la Naturaleza ha sido vengada.

He vivido durante muchos años en horribles habitaciones en los barrios más populosos de la ciudad más populosa, polvorienta y rumorosa del mundo. Odiaba las habitaciones, las casas, las calles, la ciudad. Y no tenía más remedio que vivir allí. Y pensaba que, cincuenta o cien años antes, en el lugar de aquellos inmundos callejones, aquellos caserones sucios y apestosos, de aquellos laberintos de asfalto y de barro, había praderas donde las flores se abrían al sol, campos donde los frutos maduraban, los pájaros cantaban, corrían las liebres y el viento pasaba libremente: la tierra franca, saturada de agua, olorosa de hierba, sana, silenciosa, hospitalaria a los vagabundos. Y soñaba que un hombre poderosísimo —rico o dictador— podría divertirse un día en devolver a la Naturaleza un pedazo, al menos, de aquella asquerosa ciudad, derribando las casas, desempedrando las calles y haciendo volver el aire límpido donde había corrupción, los marjales floridos donde corrían las cloacas, el silencio donde había el estruendo, la soledad donde millares de hombres se amontonaban en tumbas de ladrillos superpuestas.

Este pensamiento me guió, tal vez, sin darme cuenta, cuando compré muchas casas en uno de los barrios populares de Nueva York. En vez de invertir mi dinero aquí y allá en la metrópoli, di orden a mis agentes de comprar únicamente casas en aquel barrio. Con el tiempo lo habría transformado sacando una renta tres veces mayor. Pero cuando me di cuenta de que poseía dos o tres calles, enteras, y, a excepción de algunos trozos aislados, todo el barrio, me asaltó, con extraña fuerza, el recuerdo y también la tentación de aquel sueño.

La fantasía rebasaba todos los cálculos; no pude resistir. Poco a poco conseguí comprar las pocas casas que no eran de mi propiedad y me encontré dueño absoluto de veinte acres de Nueva York, más de ochenta mil metros cuadrados. Fueron necesarios seis meses para hacer salir a todos los habitantes y diez meses para derribar todas las casas. Quedaban entre los escombros algunas vías públicas sobre las cuales no tenía derecho. Fue necesario un año de gestiones e instancias cerca del Municipio y del Estado de Nueva York para que cediesen aquellas calles para mi uso. No habiendo ya habitantes, las calles de acceso a las casas derruidas eran ahora inútiles. Tuve que hacer creer que destinaría a uso público el parque, para hacer desaparecer la última resistencia. Apenas estuvo todo en regla, obré como me pareció.

Los veinte acres fueron circundados de una alta muralla, sin ventanas, cancelas ni portalones —el ingreso para mí es subterráneo— y un cuartel general de botánicos, de zoólogos y de ingenieros, después de tres años de trabajo, ha realizado el milagro.

En el lugar del asqueroso barrio habitado por obreros, pequeños empleados, pequeños tenderos, se halla ahora una especie de selva virgen con largos bosques, prados y canales, donde los pájaros cantan, donde los árboles florecen, donde apenas se oye, lejano y confuso, el rumor de la ciudad infernal. Una parte del terreno ha sido convertida en jardín zoológico; leones y panteras rugen allí donde alborotaban los chiquillos y charlaban las comadres. En la parte destinada a bosque he hecho introducir liebres, ardillas y erizos, y nadie tiene derecho a matarlos. Las plantas, traídas aquí ya adultas, y defendidas con los métodos más seguros, están ya vigorosas y se multiplican, hasta el punto de formar umbríos senderos y dédalos pintorescos: la ilusión de estar apartado centenares de millas de la más poblada ciudad de la tierra.

Aquí no hay casas, a excepción de algunos pabellones escondidos para los jardineros y los guardianes de las fieras. Quien pasa por el exterior no ve nada, no disfruta nada; tal vez, por la noche, en las calles vecinas se oirá el rugido del tigre o el canto del ruiseñor.

Yo sólo dispongo de este pequeño paraíso terrestre reconquistado. No hago entrar a nadie ni invito a nadie. No he gastado una importante parte de mis capitales para ser admirado o para oír cumplidos, sino solamente para contentar a aquel muchacho que llevó, hace ya tantos años, mi mismo nombre y sufrió el fétido amontonamiento y la estrechez de la ciudad, y al fin se ha vengado restituyendo a la luz al menos un trozo de aquellos campos que los hombres habían escondido bajo innobles cubos celulares.

En las calles por donde todos pasaban, no paso más que yo. Donde los automóviles aullaban y apestaban, se pasean los plácidos osos. Donde el prestamista se hallaba apostado en espera de una víctima, el chacal se solaza al sol.

Me he pagado, en el corazón de una ciudad orgullosa y colosal, el verdadero lujo, el más costoso, del hombre moderno: el aislamiento y el silencio. Los que pasan por el exterior y ven los altos muros desnudos y saben lo que hay dentro, exclaman: ¡Capricho de un loco!

Yo, en cambio, tengo la impresión de haberme fabricado, en el recinto de un vasto manicomio, una pequeña pero alegre celda de sabiduría.

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