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La enfermedad como medicina

Reykiavik, 13 julio

Amante de los volcanes, porque soy un poco amante de los hombres, vine aquí para ver el Hecla. Hace dos días me sentí, de pronto, enfermo. Dolores sordos en todas partes, especialmente en la nuca, pero sin fiebre. He mandado buscar a un médico que hablase bien el inglés.

La misma noche vi ante mí una imitación humana del Koboldo: vientre redondo, cara redonda, ojos redondos y, en el derecho, un caramelo redondo; nariz corta, piernas cortas, brazos cortos, manos gordinflonas y móviles.

—Soy —me dijo en excelente inglés— el doctor Harold Olafsen. Dígame por qué me ha mandado llamar.

Le describí los síntomas de mi enfermedad. El doctor Olafsen me escrutó con su pupila derecha, ornada con el monóculo, y su boca carnosa y sarcástica se contrajo.

—¿Y desea usted tal vez que haga desaparecer su enfermedad?

Le contesté que ésta era precisamente mi intención al recurrir a su ciencia. El redondo Koboldo se oscureció y pareció dudar entre una carcajada o un bufido. Pero acudió el control interno y pronto el doctor Olafsen se aplacó.

—No cometeré nunca —dijo semejante indignidad. No quiero remordimientos, ni, por otra parte, puedo violar mi sistema personal para darle gusto. Usted es extranjero y no puede saber. No sé por qué razón han elegido mi nombre. Ningún enfermo en Islandia me llama a la cabecera de su lecho y todos, en realidad, mueren antes de tiempo a causa de la funesta intervención de la medicina vulgar. Si quiere vivir no debe emprender ninguna ofensiva contra su enfermedad, indudablemente providencial y benéfica. Todo lo más puedo procurarle para ayudar a los efectos, una segunda enfermedad…

Mi primer impulso fue invitar al doctor Olafsen a que se marchase, dado que no podía o no quería librarme de mis dolores. Pero la atracción que he sentido siempre hacia los lunáticos se sobrepuso y terminé por escuchar sus discursos con la esperanza de obligarle a revelar el fondo de sus absurdos.

—Estoy dispuesto a seguir su sistema —contesté—; por tanto, tenga a bien darme algunos datos sobre los principios en que se funda.

La cara de color caramelo del doctor Olafsen se dilató en una sonrisa asimétrica, pero triunfante. Creo que nadie se había prestado nunca a escucharle.

—Mi sistema —comentó— tiene su origen en una profunda observación de la escuela hipocrática que los médicos, naturalmente, no han sabido ni revelar ni profundizar. Según Hipócrates, la salud es un metron, un equilibrio entre los opuestos, y el exceso de salud, es peligroso por cuanto denota la inminencia de la enfermedad. Usted no habrá leído, tal vez, los escritos de Hipócrates, pero seguramente habrá traducido en la escuela el Agamenón de Esquilo. En los versos 1001-3, el sublime poeta hace repetir al coro la gran verdad: «Una salud demasiado espléndida es inquietante, pues su vecina, la enfermedad, está pronta siempre a abatirla».

»Lo que constituye un atisbo de la gran intuición salvadora. El verdadero principio se enuncia así: La enfermedad es necesaria, en lo que respecta a la salud, a la perfección y a la duración del cuerpo humano. Aquel que está sano, tiene, como demuestra la experiencia, un mal escondido. Si el morbo se manifiesta es preciso respetarlo, no turbar su curso. Únicamente en los casos en que se excede y amenaza comprometer el equilibrio, es aconsejable inocular el germen de otra enfermedad que pueda contrarrestar o combatir la primera. Hahnemann, el fundador de la homeopatía, había entrevisto una parte de la verdad, es decir, que únicamente el morbo puede combatir el morbo. Pero se hallaba dominado, como los alópatas, por el viejo prejuicio de que la enfermedad debe ser extirpada, combatida, curada. Error difundido, pero peligroso y muchas veces homicida.

»Es preciso persuadirse de que las enfermedades no son otra cosa que medicina. Son una válvula de seguridad, un vehículo de desfogamiento, una reacción contra los excesos de la salud, un precioso preventivo de la naturaleza. Deben ser acariciadas, cultivadas y, si es preciso, provocadas. No se extrañe. Si un hombre persiste demasiado tiempo en una salud inquietante —pródromo constante del desastre—, es necesario someterle a una cura enérgica, es decir, transmitirle alguna enfermedad, aquella que mejor corresponda el equilibrio de su organismo. No ciertamente una enfermedad demasiado aguda; pero un acceso de fiebre es la salvación de los linfáticos y una buena crisis de anemia es necesaria a los pletóricos. Corresponde al médico adivinar qué enfermedad es indispensable a los aparentemente sanos. Que esta teoría es justa lo demuestra un hecho registrado por todos los historiadores: que los seres enfermizos viven bastante más tiempo que los robustos. ¡Desgraciado del hombre que no está nunca enfermo! De ordinario, la naturaleza provee, pero si no obra es preciso el médico para reparar la falta. Por tanto, sólo en dos casos debe intervenir la medicina racional: para dar una enfermedad a los sanos obstinados o para darla a los que están enfermos, bien para atenuar o para reforzar otra enfermedad contraída naturalmente. En una palabra, el verdadero médico debe ser un nosoforo, es decir, un portador de enfermedades. Únicamente con este método se puede tutelar la vida de los hombres. El viejo concepto del médico que se esfuerza en hacer desaparecer los síntomas de la enfermedad ha pasado a la historia, pertenece a la fase barbárica de la patología. El único motivo por el que los médicos ordinarios persisten todavía es la cobardía humana. Los hombres temen el dolor, no quieren sufrir, y entonces recurren a esos farsantes que se vanaglorian de hacer cesar los sufrimientos y que tal vez consiguen adormecerlos verdaderamente por medio de drogas benéficas y maléficas. No saben esos desgraciados que el dolor, incluso el físico, es necesario al hombre lo mismo que el placer, como la enfermedad es necesaria lo mismo que la salud. Pero puede haber un exceso de morbo —peligroso lo mismo que un exceso de salud—, nosotros podemos y debemos intervenir únicamente para oponer una enfermedad nueva a la que se halla instalada en el paciente. Algunos, hoy, comienzan ya a aplicar, aunque sólo sea accidentalmente, mi método, y hay algunos psiquiatras que combaten la parálisis progresiva inoculando las fiebres tercianas, siempre con la absurda pretensión de curar.

»Conmigo únicamente comienza la época de la medicina realista y sintética. Pero hasta ahora no he conseguido convencer más que a muy pocos, y éstos no pueden, desgraciadamente, ejercerla porque no son médicos. Pero mi gran principio —la enfermedad como medicina— pertenece al porvenir.

—Sus teorías —le contesté— me parecen excelentes y me siento tentado de seguir su régimen. ¿Qué debo hacer en mi caso?

El doctor Olafsen no se detuvo a reflexionar.

—Dejar libre curso a sus dolores, incluso excitarlos con una pequeña dosis de cafeína. Dentro de dos días, si no cesan, sería de opinión de provocar la hipertemia, es decir, conseguir una buena fiebre entre 39 y 40°.

Prometí que le obedecería, y el doctor, contentísimo, se marchó. Apenas hubo salido tomé dos pastillas de aspirina: esta mañana estoy mejor y hoy mismo me embarcaré en el vapor que va a Copenhague.

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