Gloria

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Sobre la brillante pared, encima de la estrecha camita de niño, con sus redes laterales de cuerda blanca y el pequeño icono en la cabecera (el rostro moreno de un santo, barnizado y enmarcado en oropel, con el reverso de felpa roja un tanto comido por las polillas, o tal vez por el mismo Martin), colgaba una acuarela que representaba un espeso bosque con un sendero sinuoso que se perdía dentro de su propia profundidad. En uno de los libros ingleses que su madre solía leerle (cuán lenta y misteriosamente pronunciaba las palabras y cómo abría los ojos cuando llegaba al final de una página, y mientras la cubría con su mano pequeña, ligeramente pecosa, preguntaba: «¿Y qué crees que sucedió entonces?») había un cuento sobre un cuadro parecido a aquel, con un sendero en el bosque, justo sobre la cama de un niño, quien, en una noche estrellada, tal como estaba, con su camisa de dormir, había salido de la cama y entrado en el cuadro, había caminado por el sendero y había desaparecido en el bosque. Su madre —pensaba Martin ansiosamente— podría descubrir la similitud entre la acuarela de la pared y la ilustración del libro; entonces se alarmaría y, de acuerdo a los cálculos de Martin, quitaría el cuadro para impedir el viaje nocturno. Por eso, cada vez que rezaba en la cama antes de dormirse (primero venía una corta plegaria en inglés: «Buen Jesús, benigno y humilde, escucha a este niñito», y luego el «Padre Nuestro» en la sibilante, y sibilina, versión eslava), dando pasitos cortos y rápidos, y tratando de poner sus rodillas sobre la almohada —inadmisible, según su madre, en el terreno ascético—, Martin rogaba a Dios que ella no reparara en el tentador sendero que estaba sobre su cabeza. Cuando de joven recordara el pasado, se preguntaría si alguna noche no habría saltado desde la cama hasta el cuadro, y si ese no habría sido el comienzo del viaje, pleno de dicha y angustia, en que se había convertido su vida entera. Le parecería recordar el contacto con el suelo helado, la verde penumbra del bosque, las curvas del sendero (cruzado de tanto en tanto por alguna raíz grande y protuberante), los troncos de los árboles pasando rápidamente a su lado mientras corría descalzo entre ellos, y el extraño aire oscuro, lleno de fabulosas posibilidades.

La abuela Edelweiss, Indrikov de soltera, había hecho esmerados trabajos con acuarelas en su juventud, pero, mientras mezclaba en su paleta de porcelana la pintura azul con la amarilla, difícilmente había podido prever que un día, por ese verdor naciente, vagaría su nieto. El estremecimiento que descubrió Martin, y que lo acompañó durante toda su vida desde ese momento, en diversas manifestaciones y matices, resultó ser el mismo sentimiento que su madre esperaba despertar en él, aunque incluso a ella misma le hubiera sido difícil darle un nombre exacto; sabía que cada noche debería alimentar a Martin con lo que ella misma había sido alimentada por su difunta institutriz, la vieja y sabia señora Brook, cuyo hijo había cultivado orquídeas en Borneo, volado en globo sobre el Sahara y muerto en un baño turco al explotar la caldera. Ella leía y Martin escuchaba, arrodillado sobre una silla, con los codos apoyados sobre la mesa redonda que iluminaba una lámpara; y era muy difícil dejar de leer y llevarlo a la cama, pues él siempre le pedía que siguiera leyendo. A veces lo llevaba sobre la espalda hasta su cuarto en el piso superior: esto se llamaba «cargar el leño». A la hora de acostarse, Martin recibía una galleta inglesa de una caja de lata forrada con papel azul. Las de la primera capa eran de una maravillosa variedad, recubiertas con azúcar; luego había galletas de jengibre y coco; y la triste noche en que llegaba a la capa inferior tenía que conformarse con una variedad de tercera clase, vulgar e insípida.

Martin no malgastaba nada: ni las crujientes galletas inglesas ni las aventuras de los caballeros del Rey Arturo. ¡Qué momento sin igual era aquel en que un mancebo —¿tal vez un sobrino de sir Tristam?— se ponía por primera vez, pieza por pieza, su convexa y brillante armadura y se dirigía hacia su primer combate! También estaban esas distantes islas circulares en las que una damisela miraba desde la playa con sus vestidos ondeando al viento y un halcón encapuchado posado en su muñeca. Y Simbad con su pañuelo rojo y su aro de oro; y la serpiente marina, con sus cilíndricos segmentos verdes combándose fuera del agua hacia el horizonte. Y el niño que hallaba el sitio donde el fin del arco iris se encontraba con el suelo. Y, como un eco de todo esto, como imagen en cierto modo relacionada con ello, estaba la magnífica maqueta de un coche cama de paredes marrones en el escaparate de la Société des Wagons-lits et des Grands Express Europeéns de la Avenida Nevsky, por donde uno había caminado en un día triste y helado, mientras caían delgados hilos de nieve, y había tenido que llevar pantalones para la nieve, de punto, negros, sobre los calcetines y los pantalones cortos.

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