Gloria

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Efectivamente, Martin estaba nervioso, y no poco. Jugaba de guardavallas para el Trinity. Su equipo, después de un gran esfuerzo, había llegado a los finales, y ese día debía enfrentar al St. John por el campeonato de la Universidad de Cambridge. Martin estaba orgulloso de formar parte, siendo extranjero, del primer equipo, y, por su brillante juego, de haberse calificado para el galardón azul del College, que le daba derecho a usar una espléndida chaqueta azul celeste. Ahora solía evocar con placentero asombro los días de su niñez en Rusia cuando, acurrucado en un suave hueco de la noche en su cuarto, y abandonado a fantasías que imperceptiblemente lo transportaban al sueño, se veía convertido en un crack de fútbol. Le bastaba cerrar los ojos para representarse un campo de fútbol o, digamos, los vagones largos y marrones de un tren expreso que él mismo conducía, y su mente tomaba ritmo, serenándose agradablemente, se depuraba, por así decirlo, y, pulida y aceitada, se deslizaba hacia el olvido. En vez de un tren, marchando a toda velocidad (deslizándose a través de bosques de abetos color amarillo intenso, luego sobre ciudades extrañas, cruzando puentes que se extendían por encima de las calles, y más allá, hacia el sur, atravesando túneles que tenían su propio y súbito amanecer, y junto a la playa de un mar deslumbrante), podría haber sido un aeroplano, un coche de carreras, un trineo de dos rastras, girando en una curva cerrada y formando un remolino de nieve, o simplemente un sendero en el bosque, por el que uno corre y corre. Al recordar, Martin notó cierta peculiaridad en su vida: la facultad de cristalizarse y transformarse en realidad que tenían sus fantasías, como antaño se habían transformado en sueños. Esto le parecía una garantía de que la nueva serie de ensueños que había desarrollado —acerca de una expedición clandestina ilegal— también cobrarían solidez, llenándose de vida, como habían cobrado cuerpo, encarnándose, los sueños en los que solía demorarse tan lujuriosamente, tan artísticamente, cuando, temiendo llegar demasiado rápido a la deliciosa esencia, se demoraba en todos los detalles de los preparativos del juego: calzarse las medias de puntas coloridas, ponerse los pantalones cortos negros, atarse los lazos de los robustos botines.

Gruñó y se enderezó. Fue reconfortante arrimarse al calor del hogar, y en cierto modo eso le ayudó a diluir el temblor de su nerviosismo. Se abotonó la chaqueta celeste sobre el jersey blanco con escote en pico. ¡Qué gastados estaban sus guantes de portero! Bien, estaba listo. Las ropas estaban desparramadas a su alrededor tal cual las había dejado caer. Recogió todo y lo llevó al dormitorio. En comparación con el calor del jersey de lana sentía las piernas, descubiertas hasta la rodilla, extraordinariamente frías bajo los espaciosos y finos pantalones cortos.

—¡Vaya! —exclamó al entrar en el cuarto de Darwin—. No podréis decir que no me he cambiado rápido.

—Andando —dijo Sonia, mientras se levantaba del sofá.

Teddy le envió una mirada suplicante.

—Os pido mil perdones —imploró—, pero, creedme, no puedo acompañaros. Me esperan en otro lugar.

Se fue. Vadim también se fue, prometiendo ir más tarde al campo de juego, en bicicleta.

—Tal vez no sea tan interesante después de todo —dijo Sonia, dirigiéndose a Darwin—. Quizás nosotros mismos podríamos no ir tampoco.

—No, no, nosotros iremos de todos modos —afirmó Darwin con una sonrisa, dando a Martin un apretón en el hombro.

Cuando los tres estuvieron en la calle, Martin se dio cuenta de que Sonia no lo había mirado ni una sola vez, aun cuando esa era la primera oportunidad en que aparecía ante ella con su indumentaria de futbolista.

—Caminemos un poco más rápido —dijo—, que si no podríamos llegar tarde.

—Nadie se morirá por ello —replicó Sonia, deteniéndose frente a la vitrina de una tienda.

—Está bien, yo seguiré andando —dijo Martin y, pisando firmemente con los tacones de goma de sus botines, acortó camino por una callejuela y se dirigió hacia el campo dando grandes zancadas.

Había gran cantidad de espectadores, en parte debido al hermoso día, con su ventoso cielo azul pálido y su aire diáfano. Martin entró en el pabellón donde los demás jugadores ya estaban reunidos. Armstrong, el capitán del equipo, un individuo larguirucho de bigote recortado, sonrió tímidamente, mientras por centésima vez le decía a Martin que debía usar rodilleras. Momentos más tarde, los once jugadores salían del pabellón trotando en fila, y Martin percibía una gama de caras sensaciones: el nítido olor del césped húmedo, la elástica resistencia que oponía a sus pies, miles de personas en las tribunas, el sitio negro y vacío frente a la portería, y el rebotar del balón impulsado por el otro equipo. El arbitro entró en el campo y colocó en el círculo blanco del centro del terreno de juego un flamante balón amarillo claro. Los jugadores ocuparon sus puestos y sonó el silbato. En ese instante la tensión de Martin se desvaneció y, apoyándose tranquilamente contra el poste izquierdo, miró en derredor buscando a Darwin y Sonia. El juego se desarrollaba en el extremo opuesto del campo, y él podía gozar del aire fresco, del verde opaco del césped, de la charla de las personas situadas detrás de la red de la portería, y de la gloria de sentir que el sueño de su niñez se había hecho realidad, que aquel pelirrojo, el capitán del St. John, que ahora recibía y pasaba el balón con una precisión exquisita, había jugado recientemente contra Escocia, y que había alguien entre el público por quien valía la pena hacer un esfuerzo especial. En los años de su niñez, el sueño solía apoderarse de él en aquellos momentos de la apertura del juego, pues Martin se detenía tanto en los detalles del prólogo que nunca llegaba a la parte principal del texto. Así, difería el deleite, postponiendo para otra noche, en que tuviera menos sueño, el partido en sí, rápido y vivaz, con el batir de los pies al acercarse, y ahora alcanzaba a oír el jadeo del ataque a la vez que el pelirrojo se desprendía del resto: y allí venía, sacudiendo su mata de pelo, y luego su legendario pie impulsó el balón silbando a ras de tierra hacia un rincón de la portería, pero el portero, zambulléndosee de largo a largo, logró detener aquella centella, el balón estaba ya en sus manos y, eludiendo a los oponentes más cercanos, Martin lo envió, con toda la fuerza de su botín, en un resonante puntazo que se curvó sobre el campo y fue a dar al otro lado de las tarimas.

Durante el breve descanso, los jugadores se dispersaron por el campo, chupando limones, y, cuando los equipos cambiaron de ubicación, Martin, desde su nueva posición, trató nuevamente de divisar a Darwin y a Sonia entre la multitud. No tuvo mucho tiempo para buscar, empero, porque el juego se animó y él tuvo que estar alerta constantemente. Varias veces, todas encorvado, atajó verdaderas balas de cañón; varias veces rechazó tiros altos con los puños; y de este modo mantuvo virgen su portería hasta el final del partido, sonriendo con júbilo cuando, un segundo antes del silbato final, el guardameta adversario dejó caer el resbaladizo balón, a lo que Armstrong respondió con un violento golpe que lo impulsó dentro de la red.

Todo había terminado, los espectadores habían invadido el campo y él no había podido localizar aún a Darwin y a Sonia. Detrás de la tribuna principal, entre la multitud que se iba, distinguió a Vadim montado en su bicicleta, haciéndole señas con la mano y un sonido de trompeta con los labios.

—Se han ido hace un buen rato —dijo en respuesta a una pregunta de Martin—, inmediatamente después del descanso, y, sabes…

Aquí seguía una burla a Darwin que Martin, pese a todo, no escuchó hasta el fin, pues en ese instante Philpott, uno de los compañeros del equipo, detuvo su explosiva motocicleta roja y le ofreció llevarlo. Martin subió detrás de él y Philpott aceleró.

«Hubiera dado igual que no me esforzara en sacar el último balón por sobre el larguero», pensó Martin, arrugando la cara frente al viento. Se sentía deprimido, amargado, y, cuando después de desmontar en la esquina de su calle caminó hacia su casa, reflexionó con desagrado sobre el día anterior y las artimañas de Rose, y se sintió aún más herido.

—Estarán tomando el té en alguna parte —murmuró, pero por las dudas miró en el cuarto de Darwin.

Sonia estaba recostada en el canapé, y, cuando entró Martin, su mano se movía hacia arriba en un gesto ligero, tratando de atrapar una polilla al vuelo.

—¿Y Darwin? —preguntó Martin.

—Aún vive. Ha ido a comprar pasteles —contestó Sonia, siguiendo malignamente con sus ojos la mancha blancuzca que escapara a su zarpazo.

—Es una vergüenza que no os hayáis quedado hasta el final —dijo Martin, hundiéndose en el abismo de un sillón—. Hemos ganado. Uno a cero.

—Deberías lavarte —observó ella—. Fíjate cómo tienes las rodillas. ¡Son un espectáculo! Y has dejado marcas negras en el piso.

—Está bien. Espera a que recobre el aliento.

Martin respiró profundamente varias veces y se incorporó con un gruñido de cansancio.

—Aguarda un minuto —dijo Sonia—. Tienes que oír esto, te hará morir de risa. Acaba de declarárseme. Por supuesto, yo sabía que ocurriría… Era algo que estaba madurando y finalmente brotó…

Estiró el cuerpo y miró sombríamente a Martin, cuyas cejas se habían arqueado.

—Qué expresión inteligente tienes —agregó Sonia, y, desviando la mirada, continuó—: Simplemente no comprendo qué esperaría. Un muchacho muy agradable, y todo lo demás, pero es un tronco, un verdadero tronco de roble inglés. Me moriría de tedio en una semana. Ahí está esa polilla revoloteando de nuevo.

Martin carraspeó y dijo:

—No te creo. Sé que le has contestado que sí.

—¡Estás loco! —gritó Sonia sentándose y golpeando el canapé con ambas manos—. ¿Cómo puedes pensar semejante cosa?

—Darwin es inteligente, sensible, puedo asegurarte que es cualquier cosa menos un tronco —aseguró Martin con voz apagada.

Ella volvió a golpear el canapé.

—Pero no es una persona formada, ¿no te das cuenta, idiota? Eso es un verdadero insulto. No es una persona, es un personaje vacío. No tiene nada adentro, como no sea su humor. Eso está muy bien para ir a bailar, pero, a la larga, el humor puede volverse exasperante.

—Es escritor, los entendidos se deshacen en elogios a sus cuentos —musitó Martin haciendo un esfuerzo, y decidió que ya había cumplido con su deber, que había tratado de convencerla lo suficiente y que las actitudes nobles tenían un límite.

—Exactamente, exactamente, ¡los entendidos! Encantadores, muy bien escritos, pero todos son tan superficiales, tan cómodos, tan…

Aquí Martin sintió que la fuerza de un fúlgido torrente vencía sus compuertas, recordó el injustificado resentimiento que había estado alimentando, recordó que el affaire con Rose se había solucionado, que esa noche había un banquete en el club, que él era fuerte y saludable, que el día siguiente, y el otro, y a lo largo de muchos muchos otros días la vida seguiría su marcha, pletórica de toda clase de alegrías. Todo esto se apoderó de él durante un vertiginoso instante y Martin tomó en sus brazos a Sonia junto con el almohadón al que ella se había aferrado, y empezó a besar los dientes húmedos de la muchacha, sus ojos, su nariz fría, y ella se resistió, y pataleó, y su cabello negro con perfume a violetas se metió una y otra vez en los labios de Martin. Por último, riendo ruidosamente, la dejó caer en el sofá. Entonces se abrió la puerta. Primero apareció un pie, luego, cargado de golosinas, entró Darwin. Trató de cerrar la puerta con el pie, pero se le cayó un saco de papel del que rodaron merengues.

—Martin ha estado arrojando almohadones —dijo Sonia con voz quejumbrosa, sin aliento—. Uno a cero no es tanto después de todo, ¿por qué se comporta como un loco?

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