Gloria

Gloria


31

Página 34 de 51

31

Aquella tarde hubo una reconciliación, abrazos, pañuelos y emotivas carrasperas…, pero Martin mantuvo su posición. Su madre, que sentía su alejamiento para ver a Sonia, resultó ser una aliada y sonrió con entereza cuando Martin subió al coche.

Apenas quedó la casa fuera del alcance de la vista, Martin cambió de lugar con el conductor. Tomando el volante delicadamente, casi tiernamente, como si fuera algo viviente y precioso, mirando cómo el poderoso automóvil trepaba por el camino, experimentó aproximadamente la misma sensación que cuando, en su niñez, sentado en el suelo con los pies apoyados en los pedales del piano, sujetaba el asiento redondo y giratorio del taburete entre las piernas y lo manejaba como un volante para conducir, dando espléndidas curvas a toda velocidad, apretando el pedal una y otra vez (lo que hacía que el piano emitiera un zumbido), y entornando los ojos debido al viento imaginario. Luego, en el expreso alemán, donde, entre las ventanillas del pasillo, había colgados mapas con regiones por las que el tren no pasaba, Martin disfrutó del viaje, comiendo chocolate, fumando, extinguiendo la colilla del cigarrillo bajo la tapa metálica del cenicero lleno de restos de cigarros. Era de noche cuando llegó a Berlín. Mirando desde el tren las húmedas calles iluminadas, recordó su impresión infantil de Berlín, cuyos afortunados habitantes podían gozar, si querían, viendo trenes con destinos fabulosos desplazándose a través de un puente negro sobre una monótona calle cerrada: a este respecto Berlín difería de San Petersburgo, en donde las operaciones ferroviarias se ocultaban como un rito secreto. Una semana más tarde, sin embargo, cuando sus ojos ya se habían acostumbrado a la ciudad, Martin estuvo en condiciones de reconstruir la perspectiva desde donde las características de Berlín le parecieron familiares. Fue como cuando uno se encuentra con alguien a quien no ha visto durante años: primero se reconocen los rasgos y la voz; luego se mira con más detenimiento, y allí, frente a los ojos, la transformación imperceptiblemente forjada por el tiempo se extiende en veloz despliegue. Los rasgos se alteran, el parecido se deteriora, y uno tiene frente a sí a un extraño de aspecto relamido, después de haber devorado a su propio doble, joven y frágil. Cuando Martin visitó deliberadamente aquella intersección en Berlín, aquella plaza que había visto de niño, no encontró nada que le provocara el menor indicio de entusiasmo, pero, por otro lado, alguna accidental vaharada de humo de carbón o del tubo de escape de un automóvil, cierto matiz especialmente pálido del cielo visto a través de una cortina de encaje, o el temblor de los cristales de las ventanas ocasionado por el paso de un camión, le devolvían de inmediato la esencia de mañana gris, de hotel y de ciudad, parte de la imagen de Berlín que lo había impresionado en otro tiempo. Las jugueterías de la otrora elegante Friedrichstrasse habían disminuido en número y perdido su esplendor, y las locomotoras que había en sus escaparates parecían más pequeñas y feas. El empedrado de la calle estaba levantado y un grupo de obreros en mangas de camisa barrenaba y cavaba hondos pozos humeantes, de modo que había que caminar sobre tablones, y a veces incluso sobre la arena suelta. En el Panopticon de figuras de cera, en Unter den Linden, el hombre amortajado que saltaba enérgicamente de su tumba, y la Doncella de Acero, aquel instrumento de violentas y crueles torturas, habían perdido su espantoso encanto. Martin fue al Kurfürstendamm para buscar la enorme pista de patinaje que tan bien recordaba, con el rumor de las ruedas, los instructores de uniformes rojos, el foso para la orquesta, las tortas de moca ligeramente saladas que servían en los quioscos circundantes y el pas de patineurs que él solía bailar con cualquier clase de música, flexionando primero la derecha y luego la izquierda de sus piernas calzadas con patines (¡y qué porrazo se dio una vez!), solo para descubrir que una docena de años habían sido suficientes para abolirlo por completo. El Kurfürstendamm mismo había cambiado también, alargándose, y en alguna parte —tal vez bajo alguno de los edificios nuevos— estaba la tumba de un establecimiento de veinte canchas de tenis, al que Martin había ido un par de veces con su madre, que acostumbraba a acompañar sus saques bajos con un nítido «¡Juego!» y cuya falda crujía al correr. Ahora, sin dejar siquiera los límites de la ciudad, pudo llegar hasta el Grunewald, donde vivían los Zilanov, para enterarse por Sonia de que no valía la pena que él fuera a Wertheim’s para hacer sus compras, y de que no era en absoluto obligatorio visitar el Wintergarten, bajo cuyo fabuloso cielo raso negro y atestado de estrellas, oficiales prusianos de ceñidos corsés ocupaban las mesas iluminadas de los palcos, mientras sobre el escenario doce muchachas con las piernas desnudas cantaban con voces metálicas y se inclinaban cogidas de los brazos de derecha a izquierda y viceversa, levantando doce piernas blancas. El pequeño Martin hubiera dejado escapar una débil exclamación de sorpresa al reconocer en ellas a las recatadas y bonitas señoritas inglesas que, como él, de día iban a patinar a la pista de madera.

Pero tal vez la cosa más inesperada de este nuevo y muy ensanchado Berlín de postguerra, tan pacífico, rústico y diligente, comparado con la compacta y elegante ciudad de la niñez de Martin, fue la Rusia desenvuelta y altisonante que conversaba en todas partes, en los tranvías, en las tiendas, en las esquinas de las calles, en los balcones de las casas de apartamentos. Más o menos diez años atrás, en una de sus fantasías proféticas (y cualquier persona con mucha imaginación tiene fantasías proféticas de vez en cuando: tal es la estadística de las fantasías), Martin, un escolar de la segura San Petersburgo de 1913, se imaginó exiliado en los años venideros, y sintió que le brotaban lágrimas cuando, en la oscura plataforma de la estación extranjera de su ensueño, inesperadamente se encontraba —¿con quién?— con un compatriota, sentado en un baúl, en una noche de temblores y demoras, ¡y qué maravillosa charla tenían! Para los roles de estos exiliados elegía simplemente a los rusos que había visto durante aquel lejano viaje al extranjero: una familia de Biarritz, completa, con gobernanta, tutor, un valet muy bien afeitado y un basset marrón; una fascinante señora de cabello rubio en el Kaiserhof de Berlín; o, en el pasillo del Nord-Express, un señor mayor con gorro negro, a quien el padre de Martin había identificado como «el escritor Boborykin». Luego, después de haber escogido para ellos las vestimentas y los diálogos más apropiados, los despachaba a encontrarse con él mismo en los lugares más remotos de la tierra. Hoy, en 1923, aquella fantasía casual (consecuencia de Dios sabe qué libro para niños) hallaba plena encarnación, acentuada incluso por cierta sobreactuación. Cuando en el tranvía, una gruesa dama rusa, de sólida complexión, se colgó del agarrador con vocinglero abatimiento y voleó por sobre el hombro una resonante frase en ruso a su acompañante, un viejo de bigote gris: «Sorprendente, es realmente sorprendente que ninguno de estos extranjeros mal criados ofrezca su asiento», Martin se incorporó de un salto y, con una amplia sonrisa, repitiendo lo que había ensayado en las fantasías de su niñez, exclamó: «¡Pozhaluysta!» y, palideciendo inmediatamente por la emoción vivida, se colgó a su vez del agarrador. Los apacibles alemanes a quienes la dama había llamado mal criados eran todos obreros hambrientos y cansados, y los grises bocadillos que masticaban en el tranvía, aun cuando en efecto irritaran a los rusos, eran indispensables. Pues los almuerzos verdaderos eran caros en aquel año de monstruosa inflación, y, cuando Martin cambió un billete de dólar en el tranvía, en lugar de invertirlo en bienes raíces, las manos del cobrador temblaron de asombro y diversión. Martin ganaba su valuta americana de un modo muy especial, del que estaba muy orgulloso. Efectivamente, su labor era ardua. Desde mayo, época en que había dado con ese trabajo (gracias a Kindermann, un encantador ruso-alemán que desde hacía un par de años daba clases de tenis a cuantos clientes ricos se le presentaran), y hasta mediados de octubre, cuando se fue a pasar el verano con su madre, y luego otra vez en la primavera de 1924, Martin trabajó casi a diario desde las primeras horas de la mañana hasta el atardecer, sujetando cinco pelotas en la mano izquierda (Kindermann se las arreglaba para sujetar seis) y mandándolas una tras otra al otro lado de la red con un golpe siempre idéntico y suave de su raqueta, mientras el tenso alumno de edad madura (varón o mujer) balanceaba la suya al otro lado de la red, y no pocas veces fallaba el golpe. Al principio Martin se cansaba tanto, el hombro derecho y los pies le dolían de tal modo, que apenas ganaba cinco o seis dólares se iba a dormir. El pelo se le aclaró y la piel se le oscureció por el sol, de modo que él parecía un negativo de sí mismo. La patrona de su casa, una viuda de un mayor a la que le ocultaba su profesión para parecer más misterioso, suponía que el pobre muchacho —como mucha gente culta, lamentablemente— se veía obligado a trabajar de peón, cargando rocas, por ejemplo (de allí el bronceado), y que tenía vergüenza de ello, como le ocurriría a cualquier persona refinada. Por las tardes, suspirando con delicadeza, lo invitaba con salchichas que su hija le enviaba desde su finca en Pomerania. La señora medía un metro ochenta, era de complexión robusta, los domingos se ponía colonia y tenía un loro y una tortuga en su cuarto. A Martin lo consideraba el inquilino ideal: rara vez estaba en la casa, no recibía invitados y nunca utilizaba el cuarto de baño (este último reemplazado con holgura por la ducha en el club de tenis y el lago del Grunewald). Este cuarto de baño estaba emplastado con cabellos de la dueña de casa en el interior, trapos anónimos secándose en una soga a la altura de la cabeza, y una vieja bicicleta oxidada y llena de polvo, apoyada contra la pared opuesta. Además no era tarea fácil llegar hasta él: había que seguir un largo y oscuro corredor con extraordinario número de vueltas y con todo tipo de porquerías apiladas en él. El cuarto de Martin, en cambio, no estaba nada mal, y tenía su lado divertido. Contenía objetos de lujo, tales como un piano vertical, fuertemente cerrado desde tiempos inmemoriales, y un sólido y complicado barómetro que había dejado de funcionar dos años antes de la guerra, mientras que en la pared verde, sobre el sillón, como un constante y benévolo recordatorio, el mismo individuo desnudo y armado con un tridente surgía de entre las olas de Böcklin, tal como lo hacía —si bien con un marco más sencillo— en la pared del recibidor de los Zilanov.

Ir a la siguiente página

Report Page