Gloria

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Apenas se puso en movimiento el tren, Martin revivió, recobró la jovialidad, comenzó a disfrutar la emoción de viajar: algo que él consideraba una especie de entrenamiento indispensable. Cuando hizo el transbordo a un tren francés que iba hacia el sur pasando por Lyon, le pareció estar completamente liberado de los nebulosos hechizos de Sonia. Tras pasar Lyon, la noche sureña fue extendiendo gradualmente su manto. Los pálidos rectángulos reflejados por las ventanillas del vagón corrían junto al negro terraplén. En el sucio e insufriblemente sofocante coche de segunda clase, el único compañero de Martin era un francés de mediana edad. El hombre se quitó la chaqueta y con un solo movimiento de sus dedos hacia abajo se desprendió todos los botones del chaleco; se sacó los puños de la camisa como si se desenroscara las muñecas y colocó los dos cilindros almidonados sobre la malla para equipajes. Luego se adelantó hasta el borde del asiento y meciéndose —el tren iba muy rápido—, con el mentón erguido, se aflojó el cuello de la camisa y la corbata. Y como la corbata era de esas que se desabrochan por detrás, parecía que el hombre estuviera separándose y a punto de sacarse la cabeza. La piel de la parte frontal de su cuello era flácida como la de un pavo; movió la cabeza de derecha a izquierda con alivio, después se dobló hacia adelante y, gruñendo, se cambió los botines por unas pantuflas. Con la camisa abierta sobre el pecho rizado, tenía ahora el aspecto de uno de esos tipos más bien vigorosos que han bebido demasiado: pues esos compañeros de viaje en tren nocturno, con sus caras pálidas y lustrosas y sus ojos vidriosos, siempre parecen estar borrachos por el meneo y el calor del vagón. Extrajo de una canasta una botella de vino tinto y una gran naranja; primero bebió un trago de la botella, se rechupó los labios, presionando con fuerza volvió a poner el corcho en su lugar, y luego empezó a pelar la naranja con el pulgar, después de cortar la cáscara de un mordisco en la coronilla de la fruta. En ese momento sus ojos se encontraron con los de Martin, que acababa de poner su guía Tauchnitz sobre sus rodillas preparándose para un bostezo, y el francés habló.

—Ya casi estamos en Provence —dijo vivazmente, señalando con una ceja hirsuta hacia la ventanilla, en cuyo espejo de vidrio negro el opaco doble también pelaba una naranja.

Oui, on sent le sud —contestó Martin.

—¿Es usted inglés? —inquirió el otro, cortando en dos su naranja pelada y coronada de gris.

—En efecto —respondió Martin—. ¿Cómo lo adivinó?

El francés, masticando suculentamente, encogió un hombro:

—No fue muy difícil —dijo.

Tragó y, tras una mirada examinadora, apuntó un dedo velludo hacia el Tauchnitz.

Martin sonrió complacido.

—Yo soy de Lyon —continuó el francés—. Trabajo en el comercio del vino. Debo viajar mucho, pero me gusta ir de un sitio a otro. Uno llega a conocer nuevos lugares, gentes nuevas… el mundo, quoi.

Secándose las puntas de sus dedos separados con un trozo de periódico, añadió:

—Tengo esposa y una hermana pequeña.

Entonces, observando otra vez a Martin, mirando su maleta estropeada y su pantalón arrugado, y deduciendo que un milord inglés difícilmente viajaría en segunda clase, comentó, asintiendo con la cabeza por anticipado:

—¿Es usted viajante?

Martin entendió que aquella era una mera abreviación de «viajante comercial».

—Sí, por cierto, soy viajante —respondió, imitando cuidadosamente el acento inglés—, pero en un sentido más amplio de la palabra. Viajo muy lejos.

—¿Pero como comerciante?

Martin meneó la cabeza.

—Entonces lo hace por placer.

—Si así lo prefiere…

El francés meditó en silencio; a poco, preguntó:

—De momento va hacia Marsella, ¿verdad?

—Sí, probablemente a Marsella. Aún no he acabado todos mis preparativos.

El francés asintió con la cabeza, pero estaba visiblemente confundido.

—En estos casos —prosiguió Martin—, los preparativos deben hacerse con el mayor cuidado. He pasado cerca de un año en Berlín, donde esperaba obtener cierta información esencial, y no puede usted imaginarse…

—Mi sobrino es ingeniero —interrumpió esperanzado el francés.

—Oh no, no tengo nada que ver con la tecnología, no es por eso que visité Alemania. Pero, como le estaba diciendo, no puede imaginarse lo difícil que es averiguar ese tipo de información. El hecho es que estoy planeando explorar cierta región remota, casi inaccesible. Solo unos pocos aventureros han llegado hasta ella, pero ¿cómo encontrarlos? ¿Cómo hacer que hablen? ¿De qué dispongo? Solo de un mapa.

Y Martin señaló su maleta, que en efecto contenía, además de sus camisas de seda y su bañera plegable, un mapa en escala de un vershok a una versta, adquirido en Berlín, en el antiguo Cuartel General Militar. Siguió un silencio. El tren traqueteaba y se balanceaba.

—Yo siempre afirmo —dijo el francés— que nuestras colonias tienen un gran futuro. Naturalmente, las vuestras también, y tenéis muchas. Un amigo mío pasó diez años en el trópico y dice que volvería allí con gusto. Una vez me dijo que había visto unos monos que utilizaban un tronco de árbol caído para cruzar el río, cogiéndose cada uno de la cola del que tenía delante: es endiabladamente dróle, ¡cogerse de las colas! ¡Cogerse de las colas!

—Las colonias tampoco tienen nada que ver —dijo Martin—. No estoy planeando ir a nuestras colonias. Mi senda me llevará a través de lugares peligrosos, y, quién sabe, podría no regresar.

—¿Se trata de una expedición científica o algo así? —preguntó el francés, macerando un bostezo con sus molares.

—En parte. Pero… ¿cómo le diré? La ciencia, el conocimiento… Nada de eso es lo fundamental. Lo fundamental, el propósito fundamental es… No, realmente no sé cómo explicárselo.

—Ya comprendo, ya comprendo —dijo el francés, abrumado—. Vosotros, les Anglais, sois muy aficionados a las apuestas, a los records —(su «records» sonó como un gruñido somnoliento)—. ¿A quién le interesa una roca pelada en el cielo? O… por Dios, ¡qué sueño da viajar en tren!… ¿O los icebergs, o como se llamen… o, sin duda, el Polo Norte? ¿O esos pantanos en que se muere debido a la malaria?

—Sí, podría usted haber acertado. Pero aun así, le sport no lo es todo. Además están… ¿cómo le diré? La gloria, el amor, el cariño a la tierra, mil sentimientos bastante misteriosos.

El francés bostezó y después, echándose hacia adelante, palmeó suavemente la rodilla de Martin.

—Se está burlando de mí, ¿eh? —observó afablemente.

—¡Oh, no, en absoluto!

—Vamos —dijo el hombre, apoyándose contra el rincón—, usted es muy joven para vagar por el Sahara. Con su permiso, ahora apagaré la luz y dormiré una siesta.

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