Gloria

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Darwin fue el primero en saltar a tierra y ayudó a Vadim a amarrar el bote. Martin se estiró, se incorporó sin prisa y también desembarcó.

—Ayer empecé a leer Chejov —le dijo John, arrugando las cejas—. Te agradezco mucho los consejos. Es un escritor muy interesante, humano.

—Oh, sí que lo es —afirmó Martin, y de inmediato pensó para sí: «¿Irá en serio lo de la pelea?».

—Por allí —dijo Darwin, acercándose—. Cruzando por esos arbustos saldremos a un prado, y nadie podrá vernos desde el río.

Solo entonces Vadim comprendió qué era lo que iba a ocurrir.

Mamka te matará —le dijo en ruso a Martin.

—Tonterías —replicó Martin—. Soy tan buen boxeador como él.

—Ni pienses en boxear —susurró Vadim de modo febril—. Dale inmediatamente una buena patada.

Y especificó exactamente dónde. Estaba de parte de Martin por puro patriotismo.

El pequeño prado, rodeado de avellanos, resultó tener la suavidad del terciopelo. Darwin se enrolló las mangas, pero, pensándolo mejor, volvió a bajárselas y se quitó la camisa, exhibiendo un torso robusto y rosado con un brillo muscular en los hombros y un sendero de vellos dorados en el centro del ancho pecho. Se ajustó el cinturón y de repente se echó a reír. «Es una broma», pensó Martin, pero, para asegurarse, también se sacó la camisa. Su piel era de un tono más cremoso, con numerosas pecas de nacimiento, comunes entre los rusos. Se quitó el crucifijo, contempló la cadena en su mano y se metió el puñado de oro reluciente en el bolsillo. El sol de la tarde bañaba su espalda con todo su calor.

—¿Cómo queréis que sea, con descansos? —preguntó John, dejándose caer confortablemente sobre la hierba.

Darwin lanzó una mirada inquisitiva a Martin, que estaba de pie, con las piernas abiertas y los brazos cruzados.

—Para mí es igual —comentó Martin, mientras por su mente cruzaba el pensamiento: «No, va en serio, ¡qué espantoso…!».

Vadim deambuló con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, respirando fuerte, sonriendo incómodamente, y luego se sentó con las piernas cruzadas junto a John.

John se sacó el reloj.

—De todos modos cinco minutos deberían ser suficientes, ¿no crees, Vadim?

Vadim asintió confundido.

—Bueno, podéis comenzar —dijo John.

Con los puños apretados y las piernas flexionadas, ambos comenzaron a bailar en redondo. Martin no podía imaginarse pegándole a Darwin en el rostro, en ese rostro grande y bien afeitado, con tenues arrugas alrededor de la boca. Sin embargo, cuando Darwin disparó su izquierda y alcanzó a Martin en la mandíbula, todo cambió: toda la ansiedad se desvaneció, él se sintió relajado, radiante por dentro, y el zumbido en la cabeza, debido al golpe recibido, se transformó en un canto a Sonia, por quien, en cierto modo, tenía lugar aquel duelo. Esquivando otra trompada, castigó el rostro blando de Darwin, agazapado bajo su vengativa derecha, e intentó colocar un uppercut, pero recibió un golpe en el ojo, tan negro, tan lleno de franjas y estrellas, que trastabilló y apenas se dio maña para eludir los más defectuosos de media docena de puñetazos. Se agachó, hizo una finta y pegó tan bien en la boca de Darwin que sus nudillos sintieron la dureza de los dientes a través de la humedad de los labios, pero de inmediato fue golpeado en el vientre por meterse con lo que parecía el extremo saliente de una viga de hierro. Se empujaron el uno contra el otro y siguieron girando en círculo. Darwin tenía un fleco rojo en una de las comisuras de la boca. Escupió dos veces y la pelea continuó. John, echando bocanadas de humo por sobre la pipa, superpuso en su mente la experiencia de Darwin y la rapidez de Martin y decidió que, si tuviera que elegir uno de aquellos pesos pesados en un ring, se inclinaría a apostar por el de mayor edad. El ojo izquierdo de Martin ya estaba cerrado e hinchado, y ambos combatientes brillosos de sudor y manchados de sangre. Entre tanto Vadim se había excitado y gritaba acaloradamente en ruso; John lo azuzaba. ¡Paf! En una oreja. Martin perdió el equilibrio, y, mientras se tambaleaba, Darwin se las compuso para golpearlo una segunda vez, con lo que Martin cayó sentado con todo su peso sobre un grupo de guijarros, lastimándose el coxis, pero se incorporó de inmediato y retornó al combate. A pesar del dolor y el zumbido que sentía en la cabeza, y del velo carmesí que flotaba ante sus ojos, Martin no tenía dudas de estar descargando sobre Darwin una paliza mayor que la que recibía de él, pero John, amante del pugilismo, ya había visto claramente que solo entonces Darwin comenzaba a poner ahínco en la tarea, y que al cabo de unos instantes el menor de los dos caería definitivamente. Pero Martin se sobrepuso milagrosamente a una serie de ganchos e incluso se ingenió para castigar al otro de nuevo en la boca. Ahora jadeaba, no pensaba con claridad, y lo que veía frente a sí ya no se llamaba Darwin, y de hecho no tenía nombre humano alguno, sino que sencillamente se había convertido en una masa rosada y resbaladiza que se movía rápidamente y a la que debía golpear hasta con el último resto de fuerza. Consiguió colocar aún otro sólido y satisfactorio golpe en algún lugar —no vio dónde—, pero en seguida se sintió aporreado por un sinnúmero de puños que llegaban desde lejos, desde todas partes, adondequiera que él se volviese. Buscó porfiadamente una brecha en aquel remolino, encontró una, pegó contra un todo de pulpa sofocada, sintió de pronto que su propia cabeza se le desprendía, resbaló, y quedó colgando de Darwin en un húmedo forcejeo.

—¡Tiempo!

La voz de John llegó desde un lugar remoto y los dos contrincantes se separaron. Martin se derrumbó sobre la hierba, y Darwin, con la boca ensangrentada formando una mueca, cayó a plomo junto a él, rodeó cariñosamente con sus brazos los hombros de Martin, y ambos quedaron inmóviles, inclinando las cabezas y respirando profundamente.

—Debéis lavaros —indicó John, mientras Vadim se arrimaba cautelosamente y empezaba a examinar los rostros magullados.

—¿Puedes levantarte? —preguntó solícitamente Darwin. Martin asintió con la cabeza y, apoyándose en él, se incorporó. Los dos caminaron con trabajo hacia el río, rodeando cada uno con un brazo los hombros del otro. John palmeó sus viscosas espaldas desnudas. Vadim se adelantó para buscar una caleta aislada. Una vez allí, Darwin ayudó a Martin a dar una buena lavada a su cara y su cuerpo, luego Martin hizo lo mismo con Darwin, y durante todo el tiempo ambos se preguntaban en un tono bajo y amable dónde les dolía y si el agua no picaba.

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