Girl 6

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Capítulo 31

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Judy Brown acababa de cruzar la verja de los estudios de la Paramount en el coche que conducía su chófer particular. Los vigilantes de seguridad le sonrieron con deferencia al franquearle la entrada. Sabían cómo tenían que comportarse ante una superestrella.

Una recepcionista salió a recibir a Judy Brown en el lujoso pabellón del director. Luego la condujo hasta un confortable sillón de la elegantísima sala de espera.

La recepcionista le ofreció agua de importación e incluso un vaso de vino.

A Judy Brown no le apetecía tomar nada. Se fijó en los recargados jarrones que rebosaban flores recién cortadas, en los enormes cuadros que, con desmesuradas abstracciones, pretendían representar figuras humanas, y en un gran acuario con un pez que parecía una piraña.

No cabía duda de que sus condiciones laborales habían mejorado mucho.

Al cabo de unos minutos, un empleado que vestía con exagerado atildamiento salió de uno de los despachos y le rogó que aceptase las excusas del director.

Siente haberla hecho esperar. Tenía que perfilar algunos detalles con sus agentes —le dijo el empleado, que le tendió la mano y la ayudó a levantarse del sillón.

Se adentraron por un amplio pasillo de suelo de mosaico, entre afiligranados arriates. El empleado se desvivía por tranquilizar a Judy Brown.

Por supuesto, no se trata de una audición, ni nada parecido. Sólo quiere verla un momento. Perfilar detalles.

Claro, claro —dijo Judy Brown con indulgente amabilidad.

Judy Brown sabía que no había mayor poder que el que no necesitaba demostrarse.

En la entrada del despacho los aguardaba uno de los directores de Hollywood más taquilleros de todos los tiempos. El director no tenía que hacerle la pelota a nadie, pero se sentía algo amedrentado ante la presencia de alguien tan importante como Judy Brown.

Judy Brown disfrutaba ante aquel alarde de hipócrita admiración. Aquel pelota la acariciaba con su meliflua voz.

¡Cariño! ¡Nena! ¿Dónde has estado metida? Deja que te vea. ¡Humuuuummmm! ¡Te comería! ¡Huuuummmm!

—Hummmm. Bueno, Rob. Ahora le das el pie y que empiece…

La superestrella Judy Brown se esfumó y Judy volvió a la realidad, a su verdadera identidad de Judy, una desconocida actriz que acudía a una audición.

Judy llevaba una sencilla blusa blanca y no iba muy pintada. Estaba en un modesto estudio, a una irracional cantidad de kilómetros al norte de la Paramount.

No era una gran oportunidad. No era nada fabuloso, ni siquiera brillante, pero era algo.

El director siguió con sus instrucciones mientras la observaba a través de la pantalla del monitor.

—Tú, Rob, le das el pie. Y tú, encanto, cuando le contestes ladeas la cabeza muy despacio. Os besáis. Y te desabrochas la blusa, tal como hablamos. ¿De acuerdo? Vamos, Rob. ¡Acción!

Un hombre de treinta y tantos años, de varonil e ingenuo aspecto, le dio el pie.

—Abre.

A Judy le resultó familiar la voz, pero no acertó a recordar de quién era.

—Pasa —leyó Judy en el guión.

El director estaba concentrado en la acción.

—Besaos —les dijo.

Judy y Rob se besaron apasionadamente. El director quedó complacido. Tenían gancho. Explosivo.

—Bueno. Ahora desabróchate la blusa. Que se te vean las tetas, encanto. Vamos. Y sin dejar de besaros. Tú ayúdala, Rob. ¡Que no podemos pasarnos aquí la vida, cariño!

Judy trataba de recordar dónde había oído aquella voz. No estaba segura, pero la voz de Rob le sonaba a la de Cliente 1, aquel desgraciado que le dio el plantón en Coney Island.

A Judy le daba igual que Rob fuese Cliente 1. Al director se le caía la baba sólo con pensar que se iba a desabrochar la blusa. Pero Judy ya había cometido una vez aquel error y no pensaba equivocarse de nuevo.

¡A hacer puñetas el director! ¡Y a hacer puñetas Rob! ¡A hacer puñetas todos aquellos memos, que querían de ella algo distinto de lo que había ido a ofrecerles! Ella era una actriz, y una persona, y no un trozo de carne para darles gusto.

Judy ya se había hundido bastante en aquel sumidero en Nueva York. Había decidido cambiar radicalmente de vida y no iba a aceptar nada sucio nunca más.

Miró al director con firme determinación. No iba a perder siempre. Sería actriz y lo conseguiría limpiamente. Interpretaría el monólogo tal como debía ser.

—Quiero que sepa que la única razón por la que consiento es para dejar a salvo mi nombre, no por el qué dirán. Y ¡basta ya!

El director confiaba en que se quitase la blusa al hacer la pausa, pero se llevó una desilusión. Judy se identificó con el personaje, aunque sin dejar que la anulase. Sin perder de vista que interpretaba un papel. Y prosiguió con firmeza.

—Y, si a la postre les sirve a otros, tanto mejor. Me considero normal, sea lo que fuere lo que eso signifique. Algunos me llaman monstruo. Es una palabra que odio. No creo en las etiquetas. Pero ¿qué se le va a hacer? Ése fue el trato.

El director aún confiaba en que aquella engreída calentorra les enseñase las tetas. Pero Judy recogió sus cosas. Ya había terminado su audición. Eso era todo lo que iban a ver de ella. El director se encogió de hombros.

—No se ofenda. Tratamos de trabajar con libertad, sin limitaciones. Es lo que requería el papel.

Judy no quiso escucharlo y salió de los estudios sin lamentarlo lo más mínimo. Al transponer la puerta de cristal se vio en Hollywood Boulevard, de pie sobre la estrella dedicada a Marilyn Monroe.

Miró a su alrededor y meneó la cabeza al ver las mugrientas tiendas de la zona. Judy no había imaginado que Hollywood pudiera ser un lugar tan cochambroso. Aunque la verdad era que ya no le sorprendía nada. Miró hacia adelante y vio en la neblinosa lejanía la hilera de estrellas dedicadas a los mitos del cine.

Por allí había turistas de todo el mundo. Tenían aspecto de cansados y estaban perplejos. Un grupo de japoneses miraba descorazonado en derredor. Aquello no era el glorioso Hollywood que esperaban encontrar. Unos alemanes consultaban el mapa, convencidos de haberse equivocado de sitio. No tenían más que mirarse entre sí, si querían ver algo más atractivo que la hedionda mugre de la zona, de las ruinas humanas que deambulaban por allí, comidos vivos por sus estériles sueños.

Un matrimonio de Miami —los dos muy obesos— posaba orgullosamente frente al Teatro Chino para la foto que les sacaba un buscavidas.

A Judy no le sorprendió ver tanta ruina. No era tan ingenua. Estaba dispuesta a emprender un difícil camino. No se hacía vanas ilusiones. Era consciente de lo que no alcanzaría. Pero sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

Judy salió de la sombra del edificio y siguió por Hollywood Boulevard.

La hiriente luz sureña de California no ocultaba nada, dejaba verlo todo en su cruda realidad. Judy no deseaba que fuese de otro modo. Estaba dispuesta a afrontar Hollywood. No se dejaba embaucar por espejismos. No iba a dejarse vencer por la desesperación.

Judy era más fuerte y más dura que hacía un año. Estaba dispuesta a interpretar el papel de su vida. Acababa de dar en su mente la orden definitiva. ¡Acción!

Siguió adelante, mezclada entre la gente pero sin dejar de ser ella misma.

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