George

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El casting

Después de comer, a la clase le tocó hacer un control de ortografía, y luego unos ejercicios de ciencias sobre máquinas simples, pero en lo único que pensaba George era en la prueba para el papel de Carlota. Quizá Kelly tuviera razón y la señorita Udell estaría tan orgullosa de que George fuera fiel a sí misma que le daría el papel. La aguja de los minutos del reloj era una palanca lentísima que empujaba imperceptiblemente la aguja de las horas.

Al final, los arrugados nudillos de la señora Fields llamaron a la ventanilla de vidrio de la puerta de la clase. La señorita Udell le dijo que entrara. Vigilaría a la clase mientras la señorita Udell hacía el casting a los alumnos en el pasillo. Fuera del comedor, la señora Fields olía a galletas industriales.

—Os felicito a todos por vuestra paciencia. —La señorita Udell miró directamente a Kelly y le guiñó un ojo—. Por fin ha llegado el momento de ver qué tal lo hacéis como actores y actrices. Todo el que haga el casting tendrá un papel.

La señorita Udell haría el casting a los alumnos tanto de la clase 205 como de la 207, de cuarto, la clase del señor Jackson. Asignaría la mitad de los papeles a cada clase. La señorita Udell arrastró su vieja silla de madera hacia la puerta.

—Hoy leeréis todos el papel de Carlota o el de Wilbur, pero también decidiré los papeles de Fern, Templeton y los demás personajes. Si no hacéis el casting hoy, os quedaréis sin papel en la obra. Si preferís no actuar, no os preocupéis: el señor Jackson necesitará personal cualificado en el equipo técnico.

—No veas lo preocupado que estaba —susurró Jeff.

—Señora Fields. —La señorita Udell desvió su atención hacia la mujer bajita, que había cogido una silla libre y se había sentado cómodamente a su mesa—. Gracias de nuevo por quedarse hasta más tarde. Se lo agradezco mucho.

—Por el teatro, lo que sea.

—Por favor, infórmeme si le parece que alguien no es lo bastante maduro para participar en nuestra obra. Estoy segura de que podré encontrarle alguna otra cosa que hacer.

—Al personal de cocina nunca le viene mal un poco de ayuda para fregar platos —aseguró la señora Fields.

La señorita Udell volvió a mirar a la clase y agitó un montón de fichas de colores.

—Si estáis interesados en hacer el casting, os daré una ficha con un número. El número indicará el orden en que haréis la prueba. Primero las niñas y luego los niños. No espero que os sepáis el texto, pero sí que lo leáis con claridad y entusiasmo. Solo leeréis vuestro papel. Yo leeré las frases de los demás personajes. Mientras esperáis, podéis repasar vuestra parte en silencio. Si no queréis repasar, podéis empezar a hacer los deberes.

La señorita Udell pidió que los niños que querían hacer el casting levantaran la mano. George se unió a ellos, aunque solo alzó la mano hasta la altura de la cabeza. La señorita Udell separó seis fichas azules, las barajó y las repartió junto con seis fotocopias nuevas del texto. A George le tocó el número seis. El último. El que más tendría que esperar para hacer el casting, con la palabra WILBUR ante sí en grandes letras. George se dejó caer en su silla y giró la página.

La señorita Udell repartió después nueve fichas rosas a las niñas que habían levantado la mano, que se susurraron los números entre sí.

—¡Sí! —exclamó Kelly levantando dos dedos hacia George, como haciendo el signo de la victoria.

Janelle se levantó agitando la ficha con el número uno. Sostuvo la puerta a la señorita Udell, que sacó su silla al pasillo, donde desaparecieron las dos. George aguzó el oído, pero los murmullos y el crujido de papeles de la clase no le permitieron oír el menor sonido procedente del pasillo.

George intentó centrarse en los deberes. Los deberes del lunes por la noche se hacían eternos, porque los ejercicios de ortografía eran también de vocabulario, y la señorita Udell insistía en que todos los alumnos escribieran la definición de cada palabra antes de utilizarla en una frase. Con el permiso de la señora Fields, George se dirigió al fondo de la clase.

Mientras se inclinaba para coger un diccionario, oyó un sollozo. El estómago le dio un vuelco al oír otro sollozo y un bufido, seguido por las palabras: «Oh, Carlota, te echo tanto de menos…», y risitas. George se mordió el labio inferior y recorrió el largo camino de vuelta hasta su asiento para alejarse lo máximo posible de las mesas de Jeff y de Rick.

Cuando ya había llegado a su asiento, Janelle asomó la cabeza por la puerta. Kelly se levantó de un brinco y salió de la clase corriendo. Enseguida volvió sonriente y dijo con gesto grandilocuente:

—¡Número tres, te toca!

Kelly levantó el pulgar a George y se sentó en su asiento. Unos minutos después, mientras iba a buscar un diccionario al fondo de la clase, dejó una nota en la mesa de George. Estaba doblada en forma de pequeño cuadrado. Cuando George la abrió, los pliegues formaron una cuadrícula en la página. La nota decía:

Carlota:

¡¡¡estarás RADIANTE!!!

Kelly

George no pudo evitar sonreír. «Radiante» era una de las palabras que Carlota tejía en su telaraña para salvar a Wilbur, y había sido una de las palabras del vocabulario de la semana anterior. Significaba «brillante y resplandeciente», y a George no se le ocurría un piropo mejor. Hizo una pausa en los deberes para recitar sus líneas mentalmente. Las recordaba todas, incluso sabía cuándo hacer una pausa para que las palabras causaran más efecto.

Maddy estaba pálida al salir de la clase, y todavía más al volver. Emma leyó su texto del tirón. Si las niñas eran muy malas, quizá la señorita Udell se sentiría tan aliviada de que George fuera buena que no le importaría que no fuera una niña. Al menos no una niña como las demás.

Después de que la última niña volviera a la clase tuvieron que esperar un buen rato, hasta que la señorita Udell hubo escuchado a las alumnas de la clase del señor Jackson. Al final, la señorita entró y comentó que era el turno de los niños. Robert, el primero, volvió fanfarroneando: «¡A ver si me superas, número dos!». Pero a George no le preocupaban los niños. Sus competidoras estaban ya sentadas en su sitio, escribiendo definiciones de palabras como «ademán» y «narrador».

Al final, el quinto niño, Chris, salió al pasillo. Era un niño blanco y regordete, con una sonrisa de oreja a oreja. Volvió con una sonrisa más amplia que nunca y se dirigió a su sitio bailando triunfante. Entonces llegó el turno de George.

En el pasillo, la señorita Udell estaba sentada en su sólida silla de madera, que hacía juego con su sólida mesa de madera. La silla parecía fuera de lugar sin su pareja.

—No has traído la hoja, George —dijo la señorita Udell.

—No la necesito.

—Buena señal. Significa que debes de haber ensayado mucho. —La señorita Udell le lanzó una cálida sonrisa—. Pero habla más alto.

Antes de que la señorita Udell hubiera podido decir algo más, George cerró los ojos y empezó. Las primeras palabras salieron rápidamente de su boca, pero luego redujo la velocidad y adoptó el ritmo que había ensayado. Se sintió Carlota y centró su atención en cada palabra que salía de su boca. Las palabras parecían aún más suyas que en la habitación de Kelly. George llegó al final del monólogo de Carlota y se preparó para dar inicio al diálogo con Wilbur. Pero no oyó la réplica. Abrió los ojos. La señorita Udell tenía el entrecejo fruncido, con una gruesa arruga cruzándole la frente.

—George, ¿qué haces? —le preguntó.

—Yo… —empezó a decir George, pero no encontró palabras con las que terminar la frase—. Yo…

—¿Tengo que suponer que ha sido una broma? Porque no me ha hecho gracia.

—No ha sido una broma. Quiero ser Carlota.

El tono de George era mucho más débil una vez que hablaba en nombre propio.

—Sabes que no es fácil que te dé el papel de Carlota. Hay muchas niñas que lo quieren. Además, ya imaginas que la gente no entenderá nada. Pero podrías ser Wilbur, si te interesa. O Templeton…, es un tipo divertido.

—No, gracias. Solo quería…

—Vale, de acuerdo. —La señorita Udell miró a George con curiosidad—. Ahora tenemos que volver a la clase y prepararnos para salir. ¿Puedes sujetarme la puerta?

La señorita Udell arrastró su silla hasta la clase moviendo la cabeza. Comentó que había llegado la hora de recoger y pidió a los alumnos de la fila de George que fueran a buscar sus abrigos.

Mientras George metía el libro de mates en la mochila, se decía a sí misma entre dientes: «Idiota idiota idiota. Idiota. Cuerpo idiota. Cerebro idiota. Niños idiotas y niñas idiotas. Todo es idiota». Pegó una patada a la pata de su mesa, que golpeó contra la silla de Emma, que se sentaba delante. Emma se giró y miró mal a George.

George clavó la vista en las baldosas del suelo y deseó estar en su casa, en la cama. Cuando la señorita Udell llamó a su fila, George se cargó la mochila a la espalda y se dirigió a la fila de los niños arrastrando los pies, sin levantar la mirada del suelo.

En el patio, Kelly corrió hacia George, con su coleta balanceándose detrás de ella.

—¿Y bien? ¿Cómo ha ido? ¿Qué le ha parecido? ¿Se ha quedado impresionada o qué? Apuesto a que te dejará ser Carlota.

—No quiero hablar del tema.

George dio una patada al suelo.

—¡¿Qué ha pasado?! —gritó Kelly sujetando a George por los hombros—. ¿La has cagado?

—Déjame en paz.

George se soltó e intentó dirigirse a su autobús.

—¿No le ha gustado?

—No, Kelly. No le ha gustado. Le ha parecido fatal.

—¿Eso ha dicho?

Kelly abrió los ojos como platos.

—Ha pensado que era una broma.

—Vaya. Al menos lo has intentado. —Kelly se encogió de hombros—. Eso dice mi padre.

—¡AAAAAAHHH! —le gritó George en plena cara—. ¡No me interesa lo que dice tu padre!

Los hombros de Kelly se desplomaron. Abrió la boca, la cerró y se dirigió a la fila de su autobús.

George subió los empinados escalones de su autobús y avanzó por el estrecho pasillo arrastrando los pies, que se pegaban al suelo de goma. Eligió un asiento vacío de la parte de atrás con la esperanza de que nadie ocupara el de al lado. Abrazó con fuerza su mochila, metió la cara en el oscuro hueco que la separaba de su pecho y contuvo las lágrimas.

—¿Qué tal te ha ido el casting? —le preguntó su madre por la noche.

Había vuelto del trabajo hacía unos minutos y había empezado a preparar la cena volcando una caja de guisantes congelados en un cuenco de vidrio.

—No lo he hecho —murmuró George.

Se sentó a la mesa de la cocina y se dio golpecitos en el dedo índice con el lápiz. La luz de la última hora de la tarde que entraba por la ventana iluminaba sus deberes de quebrados.

—¿Por qué no? El sábado ensayaste muchas horas con Kelly.

—Había que aprenderse de memoria un texto muy largo.

—Gi-gi, te sabes de memoria todos los anuncios de la tele.

Sacó del congelador una bolsa de filetes de pescado y colocó seis en una placa de horno.

George se encogió de hombros.

—Es diferente.

—Me hacía tanta ilusión ver actuar a mi hombrecito…

Su madre le pasó la mano por el pelo. George se apartó con un movimiento brusco y hundió la cara en sus deberes. Ninguno de los dos volvió a decir ni una palabra hasta que Scott entró dando un portazo y gritó que había llegado.

—Ve a lavarte —le dijo su madre—. La cena está casi lista.

—¿A lavarme? ¿Qué te hace pensar que estoy sucio?

—Te conozco. Siempre estás sucio. Ve a lavarte las manos. ¡Con jabón!

Mientras cenaban, su madre preguntó a Scott cómo le había ido en el instituto.

—¡Genial! —exclamó Scott.

—¿De verdad? —Su madre no terminaba de creérselo. Era raro que Scott mostrara tanto entusiasmo por su educación—. ¿Qué ha pasado?

—Pues, mira, que estábamos en educación física y teníamos que ir a la pista de fuera a correr un kilómetro. Y yo tengo educación física a mediodía, ¿vale? —Scott hablaba girando el tenedor en el aire—. Y había un niño que la verdad es que no está en baja forma. Pero creo que había comido justo una hora antes. Y sé que había comido macarrones porque los ha vomitado por toda la pista. El señor Phillips ha tenido que tocar el pito y dejarnos parar antes de tiempo porque temía que alguien resbalara y se cayera encima del vómito.

Su madre, que había empezado a frotarse las sienes con la palabra «macarrones», a aquellas alturas se sujetaba la cabeza con las dos manos.

—Scott… —le advirtió entre dientes.

Scott no le hizo caso.

—Estaba justo detrás de él, así que he visto el vómito de cerca. Había macarrones enteros. Creo que eran macarrones con queso, porque era todo amarillo…

—¡Scott! —gritó su madre—. ¿Te importaría contar otra cosa, por favor? ¿Quizá algo que no tenga tanto que ver con el funcionamiento del sistema digestivo?

—Perdona, mamá. Hablaré de cosas aburridas. Ya sé: ¿qué tal George? Él siempre es un aburrimiento.

—Tu hermano no es un aburrimiento —le contestó su madre.

George no había levantado la mirada de su plato. Odiaba pensar en las clases de gimnasia, aunque no fueran las suyas. Las clases de gimnasia significaban niños gritándole para que corriera más rápido o les lanzara la pelota con más fuerza. Odiaba correr un kilómetro en la pista con ellos.

—¿Qué pasa con esa obra en la que vas a actuar con tu novia? —le preguntó Scott.

—No es mi novia —le contestó George con los ojos clavados en su plato.

—Tu hermano no ha hecho el casting —le explicó su madre.

—¡¿Por qué no?! —gritó Scott—. ¿Te pasas todo el fin de semana ensayando una obra sobre una araña imbécil y luego no te presentas al casting?

—¡Carlota no es imbécil!

George tiró su tenedor, que rebotó en el borde del plato y salió volando por los aires. Todos los ojos se centraron en el cubierto, que giró como a cámara lenta. Tocó el techo, rebotó en la cabeza de Scott y acabó aterrizando en el suelo.

—¡Ay! —gritó Scott—. Mamá, ¿has visto lo que ha hecho? ¡Ha intentado matarme!

—Scott, no habría conseguido algo así ni a propósito. Ha sido un accidente y estoy segura de que lo siente. ¿Verdad, Gi-gi?

George asintió, aturdida. Todavía sentía el peso del tenedor en sus manos.

—Pues díselo a tu hermano —le pidió su madre antes de dirigirse al congelador en busca de hielo.

—Perdona, Scott —murmuró George.

Scott se frotó la cabeza y sonrió.

—Tío, menudo método de defensa. Si alguna vez te metes en una pelea, seguro que podrías ser muy bueno.

Su madre volvió con varios cubitos en una bolsa de plástico. Scott sujetó la bolsa contra la cabeza con una mano y siguió comiendo con la otra.

—Bueno —dijo su madre—, al menos el golpe no te ha quitado el hambre.

Como los medallones de pescado y los guisantes blandos no exigían masticar demasiado, George no tardó en terminarse el plato. Pidió permiso para levantarse y dejó su plato en el fregadero de acero inoxidable. Subió corriendo y cerró la puerta de su habitación justo cuando empezaban a saltársele las lágrimas. Se dejó caer en la cama y lloró sobre la almohada. Lloró por Carlota. Lloró por haberse enfadado con Kelly. Lloró porque la señorita Udell hubiera pensado que estaba de broma. Pero sobre todo lloró por sí misma.

Luego sacó la bolsa de tela vaquera del fondo del armario y pasó los dedos por las revistas. Se restregó las frías páginas por las mejillas, dejando tras de sí manchas húmedas que deformaron las portadas. Se dijo a sí misma que no le importaba estropearlas.

Pensó que debería tirar las revistas. Debería deshacerse de todas ellas. Pero no podía tirarlas al cubo de la basura de la cocina. Su madre las vería y querría saber de dónde habían salido. Incluso si George las tiraba directamente al contenedor de papel, alguien podría verlas. Además, no estaba segura de si podría tirar así a sus amigas de las revistas. Y, aunque pudiera, no podría dejar de querer ser como ellas.

Así que apretó las revistas contra su pecho y volvió a guardarlas con cuidado para la próxima vez.

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