G

G


2.

Página 8 de 31

2.

LAURA no logró llevar a cabo esa nueva forma de vida que había deseado iniciar con el pequeño. No había tenido en cuenta la fuerza de la costumbre en una familia acomodada del siglo XIX. Si hubiera decidido vivir sola con su hijo ilegítimo —y esto habría significado convertirse en una bohemia— lo habría logrado. Tal como eran las cosas en la casa de su madre en París, la niñera, las doncellas, el ama de llaves y el médico de su madre echaron a perder sus planes. No podía estar con el niño más de dos horas al día. No podía ocuparse de todas las tareas cotidianas ligadas a su cuidado: lavarle y plancharle las ropitas, limpiar su cuarto, prepararle la comida, etcétera; las criadas hacían esos trabajos. Lo máximo que pudo conseguir era bañarlo al caer la tarde bajo la mirada de la niñera y de la doncella que subía el agua caliente.

Tampoco podía Laura explicar lo que quería. Si hubiera dicho que quería estar siempre junto a su hijo, no perderlo de vista, y que durante los próximos años de su vida todo lo demás pasaría a segundo plano; que quería vivir con él como un igual, gateando cuando él gateara, andando cuando él anduviera, hablando su lengua, no adelantándose nunca más de unos cuantos pasos, si hubiera dicho esto, la habrían tratado de histérica. Los niños, como todo en el siglo XIX, tenían un lugar: un lugar que no se podía compartir.

Umberto le suplicó que le dejara ver a su hijo. Laura se negó a contestar a sus cartas y le dijo a su madre que el padre del niño había perdido la razón. Pasaron dos años. La madre de Laura volvió a casarse y regresó a Estados Unidos. Laura se fue a Londres y allí, a través de unos conocidos con los que enseguida intimó, se convirtió a la causa del socialismo fabiano. Se decidió que, hasta que encontrara una casa, el niño pasaría unos meses en la casa de campo de unos primos hermanos de Laura. Ella iría a visitarlo en el tren cada quince días. Los primos estaban endeudados. Laura les consiguió dinero utilizando las influencias de su madre. En Londres, se fue interesando cada vez más por la política. El secreto de la vida, pensaba, ya no estaba escondido en su cuerpo, sino en la evolución de la humanidad. Sus visitas al campo para ver a su hijo fueron haciéndose menos frecuentes. Parecía que al niño le sentaba bien el campo. Enviaron a la niñera francesa de vuelta a París y contrataron a una institutriz inglesa. Los primos (llamados Jocelyn él y Beatrice ella) consintieron en que el niño siguiera con ellos. Y en aquella casa de campo pasó su infancia.

Los animales no se admiran unos a otros. Un caballo no admira a sus compañeros. No es que no compitan, sino que la competición no tiene consecuencias, pues de vuelta al establo, el más torpe y pesado no le cede su avena al otro, como el hombre quiere que hagan los otros con él. Entre los animales, la virtud es una recompensa en sí misma.

En esa parte, sólo un mínimo de carne recubre el hueso del cráneo, pero incluso en una capa tan fina crece pelo. La cubierta del hueso es casi cóncava. A cada lado de este espacio hay un ojo, ancho y con sus profundidades al descubierto. Es el centro frontal de la cabeza. En el hombre no hay una parte similar. Los órganos de los sentidos están demasiado concentrados, los ojos demasiado juntos; la cara es demasiado angulosa. Al contrario que la del animal, la cara del hombre es como la hoja de un cuchillo con el borde afilado apuntando a quien se acerque.

Restriegas la mano en este espacio casi cóncavo de pelo sin apenas carne, y el animal mueve la cabeza al ritmo de tu mano. Pero la palma de la mano es demasiado blanda: su blandura mitiga el contacto. Cierras el puño y vuelves a pasarla: esta vez restregando con los nudillos el cráneo del animal. Sus ojos permanecen abiertos, plácidos, serenos, porque para él en esta cercanía no puede haber peligro alguno.

Así es en la infancia. Pero los hombres al crecer, llevados por el dolor o el remordimiento, embisten de frente, cráneo contra cráneo, entre los ojos de una vaca.

La expresión «animal mudo» está profundamente grabada en la mente de Beatrice. No implica ni condescendencia ni compasión. Pero para ella, la incapacidad de hablar del animal está en cierto modo relacionada con el espacio casi cóncavo situado entre los ojos.

Hasta la pubertad, los cuernos la desconciertan, o, mejor dicho, no tanto los cuernos ya desarrollados como su aparición: los raigones duros como rocas que tocan sus dedos bajo el pelo del animal. En la adolescencia le proporcionan un ejemplo de lo que le está sucediendo a ella. El crecimiento de los cuernos —empieza a entender— no representa la mera sumisión del animal al paso del tiempo: no tiene nada que ver con la paciencia; representa el tiempo adquirido. Los animales llevan sus cuernos como el hombre los años de experiencia.

Sin la presencia de los animales, la granja se le habría hecho insoportable (así lo ha sentido durante toda su vida). No mima al cordero que no puede salir del establo. No le da pena que vendan la vaca que se ha quedado sin leche. Pero sin los animales, la granja se le habría hecho hostil, como algo deshabitado, inerte: el tiempo se la llevaría como se lleva el árbol hueco. Los animales se levantan y comen y (por la noche) suspiran y pastan y esperan y crían entre ella y las estrellas impasibles.

Durante su infancia, los animales pertenecen a su padre. En ellos se manifiesta su poder. Al igual que ella, los animales cumplen sus órdenes. Y a los animales, como a ella, les habla con dulzura. Con el resto es desabrido y les habla bruscamente.

Tiene veinticuatro años. Su rostro tiende a estirarse hacia los lados, como si las orejas le tiraran de la boca para sacarle una sonrisa. A consecuencia de ello, sus labios carnosos están siempre levemente separados, lo justo para que asomen unos dientes muy blancos.

Al desconocido venido de Londres para una fiesta de verano puede parecerle la hija todavía casadera de un noble. (Aunque su padre haya muerto y sea ella la que se encargue de la hacienda y de su hermano.) Y, sin embargo, cuando se mueve, podría sorprender al desconocido e incluso llegar a turbarlo. Pese a su corta estatura, todos sus movimientos y gestos son extrañamente empáticos.

Cuando hablan de ella, los otros propietarios de la comarca la consideran poco femenina y explican así el hecho de que no se haya casado.

Sus actos, sean cuales fueren —caminar por el césped, cortar una rosa, abrir el horno cuando supervisa a la cocinera, doblar las sábanas, ponerse la falda y la enagua al vestirse—, todos ellos sugieren esa fuerza desproporcionada que es el resultado de una seguridad y una decisión fuera de lo común. Cuando ha decidido qué hacer, rechaza sin más, como si no fuera más que un detalle, cualquier idea que pueda modificar su decisión. En su vida no existen los detalles; todos son ajenos a ella.

Beatrice es una mujer sin moral o sin ambición porque es incapaz de sorprenderse a sí misma. No puede proponer nada que no conozca. Este conocimiento de sí misma no es el resultado de una larga introspección, sino más bien de saber desde siempre, como un animal, las pautas de acción y reacción indispensables para satisfacer sus propias e incuestionables necesidades.

Puede ser que por mi descripción parezca una idiota. De ser así, no le hago justicia.

La casa se encuentra al fondo de un valle; empinadas colinas la rodean por tres de sus lados. Construida cien años antes, es grande y tiene muchas chimeneas. A un lado, hay un huerto vallado con árboles frutales; y detrás de la casa, una pradera en pendiente. Los establos, la lechería y el resto de las dependencias están distribuidos por el valle. Tal vez, cuando el estado de la propiedad era otro, su situación indicaba que era un lugar protegido y que no se había elegido al azar. Ahora las colinas la eclipsan un poco.

Desde la muerte de su padre, la casa y la tierra se han ido deteriorando. El hermano sólo se interesa por los caballos y poco más. Han tenido que vender tierra. En tiempos de su padre había habido cinco aparceros en la propiedad: ahora ésta ha quedado reducida a los quinientos acres que ocupa la granja.

La casa todavía mantiene cierto nivel. Todavía hay una doncella dedicada dos días enteros a limpiar la plata. Todavía se sigue encendiendo un gran fuego en el dormitorio del señor todas las tardes de invierno. Cuando éste sale a cazar, todavía lleva un mozo de cuadra como segundo jinete. Todos los meses de junio tiene lugar una concurrida fiesta en la pradera, bajo las dos maravillosas hayas cobrizas. Pero la casa se está quedando demasiado grande para sus habitantes. Ciertas faenas del campo son aplazadas o suprimidas. Así, menos habitada y menos trabajada de lo que podría estar, ha dado comienzo en ella el lento proceso de despersonalización que en veinticinco años acabará convirtiéndola en un sanatorio para convalecientes del ejército.

El hermano de Beatrice, Jocelyn, es cinco años mayor que ella.

Es corpulento y guapo, de ojos azules. A primera vista nos puede parecer un hombre de esos capaces de dominar cualquier situación. Pero esta impresión queda de inmediato borrada por otra. Nada parece importarle demasiado. Ha adquirido un modo de actuar, mas tras sus modales externos hay una pasividad infinita. Nos preguntamos por qué nos equivocamos tanto al verlo por primera vez. Y entonces, de repente, se le ocurre algo, le brillan los ojos, y con la convicción de su cuerpo inmenso dice: ¡Cáspita! ¡Eso es algo que se podía haber hecho! La autoridad de esta opinión (incluso para un muchacho que no sabe nada de historia) parece estar basada en todo aquello que ha merecido la pena conservar del pasado. Y luego —como si retornara a ese mismo pasado— vuelve a mostrar su profunda y secreta pasividad. ¿Por qué es tan evasivo?

Para entenderlo adecuadamente hemos de considerarlo desde cierta distancia. A fines del siglo pasado, las clases altas inglesas se enfrentaron a una crisis descomunal. Su poder no estaba amenazado, pero sí lo estaba su imagen, una imagen que ellos mismos habían escogido. Hacía tiempo que se habían adaptado a la industria y al comercio capitalistas, pero habían elegido preservar el modo de vida de una elite terrateniente y hereditaria. Este modo de vida, con todas las pretensiones que lo acompañan, se hacía cada vez más incompatible con el mundo moderno. Por un lado, la escala de las finanzas, de la industria y de la inversión imperialista modernas requería una nueva imagen para sus dirigentes; por otro lado, las masas exigían democracia. La solución que encontraron las clases altas era fiel reflejo de su carácter: enérgica y frívola a un mismo tiempo. Si su modo de vida tenía que desaparecer, primero lo idealizarían transformándolo abierta y descaradamente en un espectáculo: si había dejado de ser viable, lo convertirían en un teatro. Ya no trataban de justificarlo (salvo de una forma puramente verbal) según un orden natural; en su lugar, representaban una obra de teatro, con sus propias reglas y convenciones, en un escenario. Éste fue, a partir de los años ochenta del siglo pasado, el significado oculto de la Vida Social: las cacerías, las monterías, las carreras de caballos, los bailes, las regatas, las grandes fiestas.

El público en general recibió con agrado esa idealización. Como la mayor parte de los públicos, creían que hasta cierto punto poseían a los actores. Quienes en otro tiempo habían sido sus dirigentes se habían convertido en sus cómicos. Mientras tanto, durante el divertimento, las clases altas fueron acostumbrándose a este nuevo ejercicio del poder, por fuerza mucho más enmascarado. Como el ave fénix, iban a renacer de sus cenizas, pues las cenizas eran sólo las de sus atributos, que terminaron siendo utilizados como attrezo.

Jocelyn es un miembro empobrecido y periférico de esta clase. Las cacerías y carreras a las que asiste no son las más distinguidas. Pero esto aumenta su necesidad de creer que ese teatro es la vida y que el resto de la vida es un intervalo vacío, en suspenso. Por eso es evasivo y por eso se vuelve insólitamente pasivo cuando está fuera del escenario sin texto que decir o acciones que representar. Pero hemos de aclarar algo: no se trata de que busque el brillo de las candilejas o el aplauso del público (muy al contrario, le parecerían vulgares), sino de que cree de verdad que el teatro es la realidad.

El vestuario de su papel: botas altas con las vueltas color caoba, espuelas, pantalones de montar de pana, un descolorido frac rosa, una pechera blanca, un sombrero de copa, una larga fusta con la empuñadura de cuero.

De noviembre a abril sale a cazar cuatro días a la semana.

Debo señalar que he utilizado la expresión «teatro» como una metáfora, a fin de resaltar la índole esencialmente artificial, simbólica, ejemplar y espectacular de la ocasión. Pero el escenario y los decorados son reales. Son reales el tiempo invernal, los perros de caza, los matorrales que hay que sortear, las vallas que hay que saltar, el campo por el que cabalgan, las huellas del zorro, el cansancio del hombre que ha cabalgado todo el día: y la experiencia física de todo ello es tanto más intensa debido a su simbolismo, un simbolismo que presiente todo cazador incansable.

Sólo por montar a caballo se es ya un señor, un caballero. Representar al noble (tanto en el sentido ético como social). Vencer. Figurar, aunque sea modestamente, en los anales de la batalla. El honor comienza con un hombre y un caballo.

Alejarse con los perros es ser intrépido. Ser hábil. Es ser el que no respeta nada salvo el paso.

Cazar es lo opuesto a poseer. Es pasar por encima. Lanzarse a campo abierto a toda velocidad. Es ser tan libre, en tanto que hombre, como el zorro de recto pescuezo es libre en tanto que zorro.

Reunirse es cabalgar con otros que, sea cual sea su carácter individual, saben algo de estos valores y ayudan a preservarlos. Todo lo que se opone a esos valores parece estar representado por la invención del alambre espinoso. (El mismo alambre contra el que más tarde morirán millones de soldados cumpliendo las órdenes de unos generales a caballo.)

Jocelyn cabalga de vuelta a casa una tarde de diciembre, todavía temprano. El caballo está cubierto de barro seco. Jocelyn se baja de la silla y, aunque al principio está tan entumecido que no consigue enderezarse y va tan encorvado como un hombre con un bastón, se pone a caminar junto al animal, a la altura de la cabeza de éste. El caballo levanta las orejas. Sólo dos millas más, viejo, le dice. Los dos avanzan uno al lado del otro. El hombre repasa en su cabeza los principales incidentes de la jornada. Lo que le ha sucedido a él y lo que sus amigos han contado que les había sucedido a ellos. En la médula de su cansancio hay una sensación de bienestar, incluso de modesta virtud. Está convencido de que, al igual que las consecuencias de un delito —una traición, por ejemplo, o un robo— suelen involucrar a otras personas y provocar nuevos hechos, así también, por una relación de causa efecto que no puede nombrar ni siquiera visualizar, de las consecuencias de un acto honroso de caballería debe de emanar un efecto mínimo pero ilimitado. Alza la vista al cielo. Un puñado de estrellas. Y en ese vasto espacio siente la ausencia de los inmensos caballos que antaño lo atravesaban vertiginosos.

El muchacho escucha desde las escaleras la conversación que mantienen en el dormitorio. Más adelante sabrá que la cadencia de las dos voces es como la de una pareja charlando en la cama: no amorosamente, sino tranquilos, con pausas, pensando en lo que dicen, seguros. (Algunas noches, su tío se va a acostar temprano, y esas noches su tía le sube una bebida caliente a sus aposentos. Dice entre risas que es su «biberón».) Desde las escaleras, el muchacho no distingue las palabras. Pero la forma en la que la voz masculina y la voz femenina se superponen, la forma en la que provocan y reciben la una de la otra las sustancias que las complementan y que siendo tan diferentes como el metal y la piedra o como la madera y el cuero, se combinan, sin embargo, frotándose o astillándose o rozándose, para componer el sonido de su diálogo, eso es más elocuente de lo que lo puede ser cualquier palabra precisa oída por azar; es elocuente de la fuerza de las decisiones que se están tomando. Contra estas decisiones no hay tercera persona, no hay oyente que pueda apelar.

En el verano de 1893 hubo una sequía que duró tres meses. Cuando por fin cae la tormenta y llueve, el chico corre fuera y la tierra huele a carne.

Las manos le huelen a caballo y a arreos. Es un olor que contiene el del cuero, el jabón de guarnicionero, el sudor, los cascos y el resuello de los caballos, la hierba, la avena, el barro, las mantas de montar, la saliva, el estiércol y el de varios metales cuando la humedad se condensa en ellos.

Se lleva una mano a la cara para saborear el olor. Ha observado que a veces por la noche todavía quedan restos de él, aunque no haya montado desde la mañana temprano.

El olor de los caballos y de los arreos es la antítesis del olor del establo de las vacas. Y cada uno de ellos sólo se puede definir con referencia al otro. El olor del establo significa leche, paños, siluetas de mujeres agachadas, encorvadas y pequeñas junto a los lomos de las vacas, excrementos líquidos, paja, calor, manos rosas y ubres casi del mismo color, la ausencia total de misterio y los nombres de los animales: la Bonita, la Fantasiosa, la Altanera, la Nube, la Dulce, la Ojitos.

Asocia el olor de los caballos y de sus arreos con la naturaleza esencial de su propio cuerpo (como si de repente cayera en la cuenta de su propio calor), con el orgullo —pues es un buen jinete y su tío lo elogia—, con las crines de su póney y con la anticipación de un mundo varonil.

Conoce algunos de los vocablos relativos a ese mundo, pero cree que todos ellos hacen referencia a algo que nadie menciona nunca. Supone que los hombres de su entorno tienen, por sus propias razones, una necesidad de misterio parecida a la suya. Cuando entre en su mundo —y siga a los sabuesos del capitán Elwes— descubrirá el misterio.

La señorita Helen

Entre los dos y los cinco años el niño tiene tres institutrices. La última se llama señorita Helen.

En el cuarto de estudio, situado en el ala de la casa más alejada de la cocina y el patio, no hay hombres; sólo el niño. Está sentado con los pies colgando del alto pupitre y lee en voz alta. Ella está en un sillón que ha colocado mirando a la ventana.

Cuando le parece que ella se queda absorta en lo que está viendo por la ventana, el niño se equivoca adrede a fin de atraer su atención. A veces también se equivoca sin querer... tordo el verano cantaron los pájaros.

¿Tordo?

Sí, el pájaro con manchitas.

¿Tordo el verano?

Ella se levanta, se alisa el vestido plisado en torno a su fina cintura y se coloca detrás de él para mirar el libro.

¡Todo el verano! ¡Pero claro que son los tordos! Pone ODO no ORDO.

Se echa a reír. El niño ríe también y al reírse vuelca atrás la cabeza y la apoya en el vestido de ella.

Era una falta muy bonita; un tordo es una clase de pájaro.

Pero no un adjetivo.

Enamorarse a los cinco o seis años, aunque poco frecuente, es lo mismo que enamorarse a los cincuenta. Puede que los sentimientos se interpreten de forma diferente, el resultado puede ser distinto, pero la forma de sentir y de estar es la misma.

Para que un niño de cinco años se enamore tiene que darse una condición. El niño ha de haber perdido a sus padres o, al menos, todo contacto con ellos, y no debe tener padres adoptivos que hayan ocupado el lugar de aquéllos. Tampoco debe tener amigos íntimos ni hermanos ni hermanas. En este caso es cualificable.

Estar enamorado es un elaborado estado de anticipación de otro que entraña un intercambio continuo de cierto tipo de ofrendas. Éstas son muy variadas y van desde una simple mirada hasta la entrega total de uno. Pero las ofrendas deben ser ofrendas: no se pueden exigir. Como enamorado no se tiene ningún derecho, salvo el de anticipar lo que el otro desea ofrecernos. La mayoría de los niños viven rodeados de sus derechos (el derecho a ser mimado, consolado, etcétera), y por eso no se enamoran ni pueden enamorarse. Pero si un niño, por las circunstancias que fueren, llega a darse cuenta de que los derechos de los que disfruta no son fundamentales, si reconoce, aunque sea de una forma inarticulada, que la felicidad no es algo que se pueda garantizar y prometer, sino algo que cada uno debe intentar encontrar por sí mismo, si es consciente de que está esencialmente solo, entonces puede encontrarse a sí mismo anticipándose a unas ofrendas puras, gratuitas y continuas, y el estado de esa anticipación es el enamoramiento. Uno se puede preguntar: Pero ¿qué ofrece él a cambio? El niño, como cualquier hombre, se ofrece él mismo, lo que no es imposible. Lo que es imposible o, al menos, muy poco probable es que su amada reconozca su ofrenda o la anticipación de la misma como lo que son.

¿Qué es un adjetivo?, pregunta el niño.

Un adjetivo es una parte de la oración. Se pone junto al sustantivo para calificarlo o determinarlo.

Pero..., protestará el lector (como protestaría ella, pero en términos menos precisos), un niño de cinco años no está sexualmente desarrollado y la base del enamoramiento es sexual.

Todas las mañanas la oye lavarse en su dormitorio. Todas las mañanas piensa en entrar en el cuarto y sorprenderla. Podría entrar con la excusa de que tiene miedo o inventarse cualquier necesidad, pero hacerlo sería apelar, exigir como un niño, y, puesto que está enamorado de ella, su orgullo de enamorado se lo impide.

Por la noche solo en la cama explora su cuerpo, parte a parte, para descubrir la fuente del misterio que lo enardece. (Su presencia, como ahora que está de pie detrás de él y él reposa la cabeza en su vestido, hace que su corazón lata más rápido, que le flaqueen las piernas, como después de un baño demasiado caliente.) Se examina la nariz, las orejas, los sobacos, los pezones, el ombligo, el ano, los dedos de los pies. Por fin llega al pene erecto, el cual le ofrecerá una media respuesta: eso es algo que ya sabe. Lo acaricia para provocar esas olas de placer conocido, dulce. Aumenta la frecuencia de las olas hasta que súbitamente se convierten en dolor. Clasifica este placer como dolor bueno, porque las únicas sensaciones que conoce cuya intensidad se pueda aproximar a la de ésta son de dolor verdadero.

¿Por qué no cantamos?, le pide.

A diferencia de las anteriores institutrices, la señorita Helen, que es bastante perezosa, no parece seguir un programa estricto en las lecciones. Hacen lo que se les va ocurriendo. En lugar de tener tres clases diferentes, formales, pasan la mañana juntos. Para el niño, esto establece una especie de igualdad entre ambos. A ella le permite dejar volar la imaginación.

Ella se aproxima al piano y se sienta en la banqueta redonda que gira como un tiovivo.

Déjame que te empuje, dice el niño, déjame empujarte.

Se coloca detrás de ella y la empuja por las caderas. Ella levanta los pies del suelo de modo que sus zapatos desaparecen bajo la falda. Gira lentamente.

Tiene una carita tan mona, tan amorosa, con esos profundos ojos negros. Es un hombrecito la mar de divertido, de verdad. Te mira y te mira y al final tienes que volver la vista. No tengo ni idea de lo que le pasa por la cabeza. Dentro de dos días ella se va a pasar una semana en Londres.

El niño se ha dado cuenta (y lo considera como una peculiaridad de ella) de que sus ropas siempre están cálidas, son acogedoras.

Ella baja los pies.

¿Qué diría tu tío si nos viera?

Nunca viene a esta parte de la casa. Y si lo hiciera, sería a caballo y miraría por la ventana.

Sin darse cuenta, ella mira a la ventana.

Déjame empujarte otra vez.

No.

El no es casi petulante.

Entonces cántame la canción esa que me gusta.

¿Cuál?

La de Helen.

Tu canción.

Ella se ríe y le acaricia la cabeza.

Cualquiera pensaría que es la única que me sé.

Tiene una voz fina, no muy diferente de la del niño. Cuando ella se pone a cantar, a él le parece que tienen el mismo tamaño, que hacen una buena pareja. Ya no escucha la letra de la canción («Me gustaría estar al lado de Helen...»), en parte porque se la sabe de memoria, y en parte porque no se la cree. Así desechada la letra, le oye cantar la melodía, en el mismo sentido en el que podría oír el canto de un pájaro. Mientras ella canta, él podría estar preguntando: Helen, ¿te quieres casar conmigo? Y mientras canta, ella podría estar respondiendo: Sí. Pero él no lo creería, porque tiene la certeza absoluta de que, salvo para ellos mismos, es de todo punto imposible.

Ella baja la vista, como si estuviera leyendo una partitura en lugar de tocar de memoria. Sus párpados caídos, que medio le cubren los ojos, son suaves, redondos, sin un pliegue. Una vez la sorprendió dormida en una hamaca en lo alto de la pradera, y tenía una mosca en la cara.

Ella se imagina que mientras está cantando suave y dulcemente «su» canción al niño para cuyo cuidado ha sido contratada, el señor John Lennox, candidato del partido Liberal por Ross-on-Wye, la está espiando y que luego se acerca a ella y le dice: No podía imaginar que entre sus muchos dones y talentos se contara también el de una voz tan dulce.

El misterio que lo enardece y que por la noche en la cama endurece su pene lleva al niño a hacerse varias preguntas. Pero éstas están formuladas en una mezcla de medias palabras, imágenes, movimientos de las manos y diagramas de gestos que realiza con su propio cuerpo.

Así, lo que sigue no es sino una traducción aproximada.

¿Por qué me detengo en mi piel?

¿Cómo me puedo aproximar más al placer que siento?

¿Qué es esto que conozco tan bien sin que nadie lo sepa todavía?

¿Cómo voy a hacer para que lo sepa alguien más?

¿En dónde estoy, qué es esto en cuyo centro me encuentro y de donde no puedo salir?

Está convencido de que ella puede responder a estas preguntas utilizando el mismo lenguaje mezclado con el que él las formula. Todas las preguntas formales que le hace en el cuarto de estudio (¿por qué llueve? ¿qué come de verdad el lobo?) son una mera preparación para estas otras.

Las manos en el teclado. Manos pálidas de dedos finos y uñas muy cortas. Los domingos se pone guantes; cuando vuelven de la iglesia, él la toma de la mano. Se deja fascinar por una antigua fascinación: sus dedos tocan las teclas de dos maneras diferentes. Ora tan levemente que no bien las han rozado, se arrepienten y vuelan; ora caen pesadamente sobre ellas y las aprietan de tal modo que el niño puede ver los lados sin esmalte de las teclas contiguas. Entonces es como si estuviera introduciendo los dedos a la fuerza en el piano. Calla la última nota.

Ahora tú tocas y yo te canto.

¿Qué quieres cantar?

Te volveré a cantar tu canción.

Pasados los seis o siete años no es muy probable que un niño se enamore, al menos hasta la adolescencia. Conoce a demasiada gente. El mundo separado de él mismo empieza a multiplicarse, a separarse en muchas personas distintas, y cualquiera de ellas podría presentársele como alguien diferente de él mismo. A los cinco años puede que esto no haya sucedido todavía.

Al no tener padres, todavía busca una sola persona que represente todo lo que no es él, que se le presente como su otra mitad, su opuesto. Si la persona que encuentra es totalmente distinta de él —por su experiencia, su papel social, su origen, sus intereses personales, su edad—, si la persona es una extraña, en el sentido más amplio del término, pero está con él de una forma continua e íntima, y si por añadidura es bonita y núbil, entonces está expuesto a enamorarse.

Se podría seguir insistiendo en que falta la pasión sexual real. Se puede presentar su cuerpo de cinco años desnudo como prueba. (Dos veces a la semana, cuando se baña, él mismo ofrece la prueba a su amada.) Pero lo poco que le falta físicamente, lo compensa metafísicamente. Percibe o siente que ella —al ser todo lo que es opuesto y, por lo tanto, complementario de él— puede completarle el mundo. En los adultos, la pasión sexual reconstituye este sentimiento. En un niño de cinco años no tiene que ser reconstituido: todavía forma parte de su herencia biológica.

El niño empieza a cantar sin pensar en la letra, observando atentamente las manos de ella sobre el teclado. Aprovecha la oportunidad para acercarse a ella y poner la mejilla en su hombro.

La señorita Helen no tarda en ser sustituida por un tutor.

El niño no pide explicaciones ni tampoco se las dan. Está acostumbrado a aceptar las decisiones como hechos indiscutibles. No siente que exista una autoridad última y definitiva radicada en otra persona, y por ello no se le ocurre la idea de protestar contra las decisiones.

Escucha dentro del árbol con la oreja pegada a la corteza. Nunca se había atrevido todavía a escuchar a un árbol muerto. En su mente los árboles están clasificados en categorías muy diferentes. Los que le gustan y los que no (sin una razón). Aquellos a los que es demasiado fácil subirse. Aquellos a los que le asusta un poco subirse. Los que tienen una buena vista desde arriba y los que no la tienen. Hay también otras categorías más complicadas. Los árboles están vivos, pero no como lo están los animales. ¿Cuál es la diferencia? Primera, el árbol es más accesible. Segunda, el árbol es más misterioso. Tercera, el árbol es inmóvil. Cuarta, el árbol puede ocultarlo. Cuando pincha la corteza de un árbol, no cree que éste sienta dolor. Cuando podan una rama grande, no se oye ni se huele el dolor. No obstante, cuando se arrima a la corteza de un árbol, lo siente vivo en su propia piel hasta un grado que es más completo que su razonamiento. Cuando toca un animal, la voluntad de éste interviene. Hay un árbol al que se sube hasta lo más alto que se atreve y lo besa. Siempre en el mismo lugar.

En cuanto tienen un orden establecido, apenas percibimos los días como tales; las ocupaciones nos reclaman continuamente; sólo si hay una tormenta espectacular, un bombardeo o el sol se eclipsa parcialmente puede que olvidemos por un momento el curso de nuestra vida. Pero al inicio y al final del día, al amanecer o al crepúsculo, cuando nuestra relación con todo lo que vemos pasa por un proceso de rápida transformación, tendemos a ser tan conscientes del momento como de aquello con lo que lo llenamos, y a veces incluso más. Frente a la salida del sol, incluso el más egoísta se siente tentado a olvidarse de sí mismo. Por eso supongo que la experiencia del alba o la del ocaso está en cierto modo menos sujeta al cambio histórico que la experiencia de los días en sí.

Algunos días le dejan desayunar en la cocina con los jornaleros. Poco a poco, semana a semana, se las ha ingeniado para extender los límites de este permiso especial, de modo que Desayunar en la Cocina llega a significar levantarse tan pronto como se le antoja, salir, vagabundear por donde quiera y hacer su aparición en la cocina con el vaquero mayor a las siete y media.

Muchas mañanas de invierno, durante los meses que siguieron a la marcha de la señorita Helen, el niño salía de la casa cuando todavía estaba oscuro y subía la pendiente de la pradera hasta las hayas.

Lo que siente al ver abajo las ventanas de la casa y de la lechería iluminadas es el complemento glacial del misterio que abrasa su cuerpo en la cama. Las ventanas iluminadas le sugieren la habitación que hay detrás de cada una. Cada ventana es un cajón que abre para ver dentro la habitación. En ella hay calor, seguridad y su propio conocimiento de la vida que vive. Pero él no está dentro. Está en la oscuridad, bajo las hayas. En esta oscuridad y con este frío, sus sentidos están tan limitados que tiene la sensación de que está de pie dentro de una cabaña, apenas más grande que su propio cuerpo, con un lado abierto por el que mira al exterior. En algún lugar, entre la casa y su cabaña, se encuentra una pregunta que esta vez no puede formular ni siquiera con su lenguaje mezclado. Colina arriba, en un prado, hay unas ovejas apenas más claras que la oscuridad que lo rodea, como el vaho de una ventana en una noche totalmente negra. Sabe que las ovejas siempre estarán ajenas a la pregunta que no puede formular. En cuanto hay luz suficiente para poder verse los pies, la cabaña se desintegra y con ella la presencia de la pregunta que no puede hacer.

Baja al patio y se queda en el umbral del establo, donde el vaquero mayor y dos mozas están ordeñando. El niño pasa la mano por los ijares de cada vaca y las llama por su nombre.

El té del desayuno en la cocina es diferente del té en el cuarto de estudio. Las tazas también son diferentes: más bastas y grandes como palanganas.

El té, que él se bebe lo más caliente que puede soportar sin quemarse, tiene un sabor fuerte y suave al mismo tiempo. Tapiza la boca con una envoltura delicada cuya superficie es impermeable y brillante como la mica que se utiliza en las transparencias de las linternas mágicas. En la boca, así tapizada con el gusto del té, persiste también el exagerado sabor del azúcar. Éste es un sabor cuyos efectos no se limitan a la boca. El dulce es como el hilo de Eurídice: se dirige desde la lengua a la garganta y luego, misteriosamente, a través del estómago, hasta el centro sexual, la pequeña región (diferente en el hombre de los órganos sexuales mismos) donde el placer sexual se acumula antes de propagarse hacia fuera en forma de olas. El azúcar es lo que primero nos induce a amar la vida.

La miel puede ser sana o tóxica, de la misma manera que una mujer en su estado normal es un «panal de miel», pero segrega un veneno cuando está indispuesta... En el pensamiento primitivo, la búsqueda de la miel representa una especie de vuelta a la naturaleza, en la forma de una atracción erótica traspuesta desde el registro sexual al del sentido del gusto, la cual atracción socava los cimientos mismos de la cultura si ésta se entrega a ella durante demasiado tiempo.

La cocina huele a tocino frito y a las botas de los trabajadores.

De pie, junto al fogón, con una expresión de sorpresa en el rostro, la cocinera observa cómo comen los siete hombres y las tres sirvientas. Si no está de mal humor, ésta es la expresión que tiene normalmente cuando mira a la gente comer lo que ella ha cocinado. La sorpresa no puede deberse al hecho de que coman con semejante apetito, pues esto seguramente ya no la sorprende. Tal vez es algo menos personal: la sorpresa elemental que nos causa ver cómo algo es devorado y deja de existir.

Su tía entra con paso apresurado en la cocina, acaricia al pasar el pelo del niño y luego se vuelve abruptamente y se dirige a la ventana baja al lado de la alacena. Las sirvientas la miran con timidez desde la mesa. Se ha acercado a la ventana para ver si ve a su hermano. Cuando no está ocupada con la casa o alguna tarea de la granja que su hermano ha descuidado, en cuanto está desocupada, empieza a mostrarse ansiosa e impaciente por verlo. Está pendiente de él, como una recién casada. Se ha dado cuenta de que, conforme se ha ido haciendo mayor, su hermano es cada vez menos capaz, más inútil. Admira en él a aquel muchacho de hace veinte años al que el tiempo todavía no había herido. Es a ese muchacho al que sigue siéndole fiel.

El otro muchacho, que se está bebiendo el té, la observa. Su tía tiene la cara casi pegada al cristal de la ventana. Sabe que está esperando a su tío. La ha visto con frecuencia esperar de esta forma. Se escabulle de la mesa y cruzando la despensa sale al patio. Pegado al muro de la casa para que no lo vean desde la cocina, se arrastra hasta la ventana en la que está su tía. Se detiene un momento, un poco excitado y a punto de echarse a reír ante la idea de la broma que va a gastarle.

Está esperando a mi tío y ¡pum!, aparezco yo.

Se sube a una batea, se yergue con cuidado y aprieta la nariz contra el cristal. Su cabeza está a la altura del escote de su tía. Por un momento, ella no se da cuenta de su presencia: tiene la vista todavía fija en la media distancia, por donde espera que su hermano aparezca en el patio. El niño tiene tiempo de observar detenidamente su cara desde abajo. Entonces la ve bajar la vista y percatarse de que está allí. Al cambiar de enfoque, le brillan los ojos. Y entonces ella sonríe y él se echa a reír. ¡Pum!

Números

Han puesto una pizarra en el cuarto de estudio. Ya no tiene aspecto de gabinete o de cuarto de los niños. En la estantería hay libros de texto. Un mapamundi con una inmensa zona en el color rosa de las chaquetas de caza que marca el Imperio. Han colgado un reloj en la pared. Con la señorita Helen se acabó una época, y el niño reconoce que ese final es irrevocable. Tan irrevocable como el hecho de que no tiene padre. Pero este último hecho se lo han contado, mientras que el primero lo ha pensado él.

Si te vuelvo a ver mirando el reloj, continuaremos la clase de aritmética por la tarde.

Esta tarde voy a ir a montar a caballo con mi tío.

Si es necesario hablaré con él.

Da igual. Saldremos de todas formas.

¿Qué estás diciendo?

Que voy a salir a caballo con mi tío.

Ponte de pie.

El preceptor también se levanta y empieza a caminar lentamente al lado del piano. Es un recorrido ritual realizado con una lentitud exagerada a fin de que el muchacho lo reconozca y pueda anticipar su significado. De la pared sobre el piano descuelga una vara.

¿Cuál es el castigo por ser impertinente?

Un golpe en cada mano, señor.

Extiende las manos con las palmas hacia arriba.

Ha aprendido la forma de aguantar el castigo. Después del primer golpe el preceptor lo mira fijamente a la cara, como buscando una prueba. La determinación del chico a controlar su cara debe contrarrestar el escozor de las manos. Si la contrae demasiado, se hace consciente de su expresión y posición y, a resultas de ello, puede sentir lástima de sí mismo y echarse a llorar. Si no la contrae lo suficiente, el dolor en las manos subirá hasta sus ojos y su garganta expresándose en ellos antes de que él pueda controlarlos. Por eso ha de estimar cada vez exactamente la fuerza con la que va a golpearle el preceptor. Lo calcula por la respiración de éste y por cómo se hunde su estómago bajo el chaleco. Si ha calculado correctamente, de modo que su rostro no revela nada, de modo que el preceptor busca en vano, el chico apenas sufre.

El chico recibe un golpe en la mano izquierda si persiste en cometer la misma falta que el preceptor le corrigió el día anterior (por ejemplo, una palabra que lleva «hache»); por una falta repetida más de tres veces en el mismo día recibe un golpe en la mano derecha; por faltar al respeto (como ahora), un golpe en ambas manos; por desobedecer, tres golpes. Al principio, esta lista sistemática de castigos sorprende al muchacho; ahora no le parece más arbitraria que las manecillas del gran reloj de pared. Una hora puede parecer interminable; dos horas al aire libre pueden pasar sin sentir.

¿Qué es más grande dos tercios o tres séptimos?

El muchacho mira por la ventana hacia el bosque de Basset y sospecha que la pregunta tiene truco.

El preceptor piensa que le gusta su nuevo empleo, pero que ha de censurar la terquedad del chico, no vaya a ser su perdición.

En el cuarto de estar de la cocinera hay un reloj de pared. El tic-tac de este reloj ejerce un efecto hipnótico en el niño, solo en la habitación. Lo arrulla la promesa de un tiempo que parece infinito; pero la forma en que el tic-tac llena el tiempo y registra su paso lo oprime. Primero se propone contar hasta doscientas o trescientas oscilaciones del péndulo de cobre, cuyo lento e incesante vaivén observa a través de una ventanita redonda, pero al rato abandona su propósito y piensa en romper el cristal.

El gato de la cocinera se le sube a las rodillas y aumenta el efecto hipnótico. Le acaricia las orejas, y el animal ronronea. Su estado de trance cuelga como una hamaca entre dos ramas de conciencia: la infinitud del tiempo dentro de la casa, que él no logra imaginar destruido (tiene siete años y medio y lleva en la casa más de cinco); y la vida despreocupada, separada categóricamente, del animal que tiene en el regazo. El calor del animal le traspasa los pantalones produciéndole una sensación cálida y placentera en las paredes del estómago y las ingles.

Dos hombres

Bajando hacia la casa al anochecer por el bosque que se extiende encima de las hayas. Tarde otoñal. Charcos. Cielo rojo. El humo saliendo recto de las chimeneas. El sonido seco de una paloma volando de arbusto en arbusto. El frío que sube de la tierra, hasta la cintura. El llevar un perro modifica su sentido de la distancia. Los objetos y los incidentes le impresionan menos. Hay más espacio a su alrededor. El perro, rodeándolo, embiste y ataca la frontera de lo desconocido, tras ellos: lo opuesto a lo que hace un perro cuando reúne a las ovejas. Lo desconocido es persistente. ¿Qué es lo que no puede suceder? Y el niño se responde a sí mismo: Nada. ¿Qué puede suceder? Y el adulto se responde a sí mismo: Nada. Es un niño y camina por el bosque como un niño.

A unos veinte metros por delante de él, el perro empieza a ladrar. ¿Furtivos cazando? Como muchas otras cosas en esta fase de su aprendizaje, la idea de los cazadores furtivos está rodeada de misterio. Su tío habla de ellos como si fueran peligrosos asesinos: unos seres con los que no se tiene piedad porque para ellos no existe: no se detienen ante nada. (Los cazadores furtivos equivalen en el código de su tío al populacho de las ciudades en el de Umberto: un peligro público.) Pero sabe, por haberlos oído hablar entre ellos y porque enseguida aprendió a interpretar sus guiños y risitas, que los jornaleros que trabajan en la granja tienen amigos entre los furtivos. Uno de los hombres dijo: Si los jueces supieran lo que es pasar hambre... El chico se pregunta: ¿pasan hambre todos los cazadores furtivos? Pero la noción de tener hambre, de tener tanta hambre que te lanzas a la caza furtiva, es la más misteriosa de todas. Los perros sacuden la cabeza al comer cuando están hambrientos. A la luz del atardecer, ve posible que los hombres también la sacudan cuando comen para satisfacer un hambre voraz. No quiere correr ni aminorar el paso. Sabe que el miedo está dentro de él. Lo lleva como si fuera una jarra llena a rebosar. Sobre todo, no debe volcarse, pues entonces se derramará, inundándolo todo.

El perro deja de ladrar y se detiene, las orejas alerta y una pata levantada. Se oye el ruido, inconfundible en el bosque, de las pisadas de alguien calzado con botas: las ramas, las hojas húmedas, las raíces tienen su propia manera de registrar este sonido. Aparecen dos hombres. Llevan la cabeza cubierta con un saco, y otro saco atado a la cintura. La tela del saco está mojada y es más oscura en unas partes que en otras. Nunca los había visto antes. Uno de los hombres lleva una botella en la mano. ¡Muchacho!, grita uno de ellos, y el otro le dice que no tiene nada que temer.

Se queda totalmente quieto para que no se le derrame la jarra. Sus caras son anchas, recias, como las dos talladas en lo alto del armario del cuarto de las criadas. Le preguntan si quiere ir con ellos. No vamos a hacerte daño, le dice el que lleva la botella. Le hablan como a un niño. Esto le da cierta seguridad. ¿Cómo te llamas?, le preguntan. Él les dice su nombre. Siguen caminando juntos. Nada de lo que le había sucedido hasta ahora le había preparado para esta caminata por el bosque con los hombres de los sacos; y, sin embargo, no está del todo seguro de que sea algo verdaderamente excepcional. ¿Será un incidente que puedan explicarle su tío o su preceptor? ¿O será ya algo que supera su capacidad? ¿Adónde vamos?, pregunta. El hombre de la botella le responde: Tenemos algo que enseñarte. Queremos que veas una cosa. Está demasiado oscuro para distinguir las caras de los hombres.

Se detienen. Esperan. Uno de ellos se aleja y vuelve con un candil parecido a los faroles de los carruajes. El hombre de la botella vierte el contenido de ésta en el candil. El chico siente el olor del queroseno. Una vez encendida y enderezada la lámpara continúan caminando. El perro se adelanta y desaparece aullando en la oscuridad del camino. Ninguno habla. Con el movimiento, la luz del candil parece proyectar sombras en el cielo.

El hombre que va delante se para y alza el farol por encima de su cabeza. ¿Qué se ve? Escudriñando en la oscuridad, el niño distingue tres ramas de un árbol recién podadas y atravesadas en el camino; pero la forma de las ramas le resulta conocida y es esto lo que lo asusta. Ya las ha reconocido. Son las patas de un caballo. El hombre mueve el brazo ligeramente y se ilumina un extremo de la herradura, como si fuera una punta clavada en la rama. Las patas están absolutamente inmóviles. ¿Qué ves? Un caballo caído. ¿Sólo uno?, pregunta el hombre de la botella, cuya voz es siempre más suave que la de su compañero. No sé.

Venga, dice el otro hombre, ¿para qué te detienes? Se sube por el terraplén y alza el candil todavía más. Hay dos caballos, los dos de costado. Grandes caballos de tiro. Están contorsionados, como si hubieran caído de rodillas, se hubieran roto las patas y luego hubieran volcado. Sólo se oye al perro olisqueando una de las bocas. ¿Están muertos?, pregunta el niño. El hombre de la botella, el de la voz suave dice: Espera. ¡Cómo se te ocurre!, exclama el que lleva la lámpara. Siempre has sido bastante tonto, dice el otro hombre y se vuelve hacia el niño. Mira, chico, voy a matarlos ahora. Ya ves que no pueden moverse. Así que voy a matarlos.

El hombre que está subido al terraplén baja el candil. Si él lo dice, más te vale mirar, le aconseja al niño. El hombre se dirige hacia la cabeza del primer caballo, se inclina y le asesta un golpe. El niño no ve con qué la golpea. Tal vez con la botella. Hace lo mismo con la segunda cabeza. Ni un milímetro de la carne de los caballos se estremece con los golpes. El hombre se incorpora; no tiene nada en la mano. Pues ya los he matado; has visto que los he matado, ¿no? El niño sabe que tiene que mentir: Sí, te he visto. Claramente complacido, el hombre se acerca a él, y le da una palmadita en la espalda. Su mano apesta a parafina y está manchada de sangre. Entonces lo has visto, dice. Sí, lo he visto, dice el chico, has matado dos caballos. Es consciente de que es él quien ahora se dirige al hombre como si fuera un niño. Los has matado muy bien, se oye decir de nuevo.

Ahora te llevaremos a casa, dice el hombre, y si alguien te pregunta, le cuentas lo que me has visto hacer. Te alumbraremos con el candil.

¿Me puedo ir ahora?

Nosotros te llevaremos, pequeño.

Me sé el camino, dice el niño, hasta de noche.

Ningún miedo al camino puede igualarse a la repulsión que le inspira el hombre que tiene delante: es una repulsión que casi le provoca náuseas. Un momento más y el olor a queroseno le hará vomitar.

¿Me puedo ir?

No te olvides nunca de lo que me has visto hacer.

Se aleja. El candil se vuelve invisible. Persiste el olor a queroseno, pero ahora en su imaginación. Camina a tientas entre los árboles.

Ir a la siguiente página

Report Page