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LAURA no logró llevar a cabo esa nueva forma de vida que había deseado iniciar con el pequeño. No había tenido en cuenta la fuerza de la costumbre en una familia acomodada del siglo XIX. Si hubiera decidido vivir sola con su hijo ilegítimo —y esto habría significado convertirse en una bohemia— lo habría logrado. Tal como eran las cosas en la casa de su madre en París, la niñera, las doncellas, el ama de llaves y el médico de su madre echaron a perder sus planes. No podía estar con el niño más de dos horas al día. No podía ocuparse de todas las tareas cotidianas ligadas a su cuidado: lavarle y plancharle las ropitas, limpiar su cuarto, prepararle la comida, etcétera; las criadas hacían esos trabajos. Lo máximo que pudo conseguir era bañarlo al caer la tarde bajo la mirada de la niñera y de la doncella que subía el agua caliente.

Tampoco podía Laura explicar lo que quería. Si hubiera dicho que quería estar siempre junto a su hijo, no perderlo de vista, y que durante los próximos años de su vida todo lo demás pasaría a segundo plano; que quería vivir con él como un igual, gateando cuando él gateara, andando cuando él anduviera, hablando su lengua, no adelantándose nunca más de unos cuantos pasos, si hubiera dicho esto, la habrían tratado de histérica. Los niños, como todo en el siglo XIX, tenían un lugar: un lugar que no se podía compartir.

Umberto le suplicó que le dejara ver a su hijo. Laura se negó a contestar a sus cartas y le dijo a su madre que el padre del niño había perdido la razón. Pasaron dos años. La madre de Laura volvió a casarse y regresó a Estados Unidos. Laura se fue a Londres y allí, a través de unos conocidos con los que enseguida intimó, se convirtió a la causa del socialismo fabiano. Se decidió que, hasta que encontrara una casa, el niño pasaría unos meses en la casa de campo de unos primos hermanos de Laura. Ella iría a visitarlo en el tren cada quince días. Los primos estaban endeudados. Laura les consiguió dinero utilizando las influencias de su madre. En Londres, se fue interesando cada vez más por la política. El secreto de la vida, pensaba, ya no estaba escondido en su cuerpo, sino en la evolución de la humanidad. Sus visitas al campo para ver a su hijo fueron haciéndose menos frecuentes. Parecía que al niño le sentaba bien el campo. Enviaron a la niñera francesa de vuelta a París y contrataron a una institutriz inglesa. Los primos (llamados Jocelyn él y Beatrice ella) consintieron en que el niño siguiera con ellos. Y en aquella casa de campo pasó su infancia.

Los animales no se admiran unos a otros. Un caballo no admira a sus compañeros. No es que no compitan, sino que la competición no tiene consecuencias, pues de vuelta al establo, el más torpe y pesado no le cede su avena al otro, como el hombre quiere que hagan los otros con él. Entre los animales, la virtud es una recompensa en sí misma.

En esa parte, sólo un mínimo de carne recubre el hueso del cráneo, pero incluso en una capa tan fina crece pelo. La cubierta del hueso es casi cóncava. A cada lado de este espacio hay un ojo, ancho y con sus profundidades al descubierto. Es el centro frontal de la cabeza. En el hombre no hay una parte similar. Los órganos de los sentidos están demasiado concentrados, los ojos demasiado juntos; la cara es demasiado angulosa. Al contrario que la del animal, la cara del hombre es como la hoja de un cuchillo con el borde afilado apuntando a quien se acerque.

Restriegas la mano en este espacio casi cóncavo de pelo sin apenas carne, y el animal mueve la cabeza al ritmo de tu mano. Pero la palma de la mano es demasiado blanda: su blandura mitiga el contacto. Cierras el puño y vuelves a pasarla: esta vez restregando con los nudillos el cráneo del animal. Sus ojos permanecen abiertos, plácidos, serenos, porque para él en esta cercanía no puede haber peligro alguno.

Así es en la infancia. Pero los hombres al crecer, llevados por el dolor o el remordimiento, embisten de frente, cráneo contra cráneo, entre los ojos de una vaca.

La expresión «animal mudo» está profundamente grabada en la mente de Beatrice. No implica ni condescendencia ni compasión. Pero para ella, la incapacidad de hablar del animal está en cierto modo relacionada con el espacio casi cóncavo situado entre los ojos.

Hasta la pubertad, los cuernos la desconciertan, o, mejor dicho, no tanto los cuernos ya desarrollados como su aparición: los raigones duros como rocas que tocan sus dedos bajo el pelo del animal. En la adolescencia le proporcionan un ejemplo de lo que le está sucediendo a ella. El crecimiento de los cuernos —empieza a entender— no representa la mera sumisión del animal al paso del tiempo: no tiene nada que ver con la paciencia; representa el tiempo adquirido. Los animales llevan sus cuernos como el hombre los años de experiencia.

Sin la presencia de los animales, la granja se le habría hecho insoportable (así lo ha sentido durante toda su vida). No mima al cordero que no puede salir del establo. No le da pena que vendan la vaca que se ha quedado sin leche. Pero sin los animales, la granja se le habría hecho hostil, como algo deshabitado, inerte: el tiempo se la llevaría como se lleva el árbol hueco. Los animales se levantan y comen y (por la noche) suspiran y pastan y esperan y crían entre ella y las estrellas impasibles.

Durante su infancia, los animales pertenecen a su padre. En ellos se manifiesta su poder. Al igual que ella, los animales cumplen sus órdenes. Y a los animales, como a ella, les habla con dulzura. Con el resto es desabrido y les habla bruscamente.

Tiene veinticuatro años. Su rostro tiende a estirarse hacia los lados, como si las orejas le tiraran de la boca para sacarle una sonrisa. A consecuencia de ello, sus labios carnosos están siempre levemente separados, lo justo para que asomen unos dientes muy blancos.

Al desconocido venido de Londres para una fiesta de verano puede parecerle la hija todavía casadera de un noble. (Aunque su padre haya muerto y sea ella la que se encargue de la hacienda y de su hermano.) Y, sin embargo, cuando se mueve, podría sorprender al desconocido e incluso llegar a turbarlo. Pese a su corta estatura, todos sus movimientos y gestos son extrañamente empáticos.

Cuando hablan de ella, los otros propietarios de la comarca la consideran poco femenina y explican así el hecho de que no se haya casado.

Sus actos, sean cuales fueren —caminar por el césped, cortar una rosa, abrir el horno cuando supervisa a la cocinera, doblar las sábanas, ponerse la falda y la enagua al vestirse—, todos ellos sugieren esa fuerza desproporcionada que es el resultado de una seguridad y una decisión fuera de lo común. Cuando ha decidido qué hacer, rechaza sin más, como si no fuera más que un detalle, cualquier idea que pueda modificar su decisión. En su vida no existen los detalles; todos son ajenos a ella.

Beatrice es una mujer sin moral o sin ambición porque es incapaz de sorprenderse a sí misma. No puede proponer nada que no conozca. Este conocimiento de sí misma no es el resultado de una larga introspección, sino más bien de saber desde siempre, como un animal, las pautas de acción y reacción indispensables para satisfacer sus propias e incuestionables necesidades.

Puede ser que por mi descripción parezca una idiota. De ser así, no le hago justicia.

La casa se encuentra al fondo de un valle; empinadas colinas la rodean por tres de sus lados. Construida cien años antes, es grande y tiene muchas chimeneas. A un lado, hay un huerto vallado con árboles frutales; y detrás de la casa, una pradera en pendiente. Los establos, la lechería y el resto de las dependencias están distribuidos por el valle. Tal vez, cuando el estado de la propiedad era otro, su situación indicaba que era un lugar protegido y que no se había elegido al azar. Ahora las colinas la eclipsan un poco.

Desde la muerte de su padre, la casa y la tierra se han ido deteriorando. El hermano sólo se interesa por los caballos y poco más. Han tenido que vender tierra. En tiempos de su padre había habido cinco aparceros en la propiedad: ahora ésta ha quedado reducida a los quinientos acres que ocupa la granja.

La casa todavía mantiene cierto nivel. Todavía hay una doncella dedicada dos días enteros a limpiar la plata. Todavía se sigue encendiendo un gran fuego en el dormitorio del señor todas las tardes de invierno. Cuando éste sale a cazar, todavía lleva un mozo de cuadra como segundo jinete. Todos los meses de junio tiene lugar una concurrida fiesta en la pradera, bajo las dos maravillosas hayas cobrizas. Pero la casa se está quedando demasiado grande para sus habitantes. Ciertas faenas del campo son aplazadas o suprimidas. Así, menos habitada y menos trabajada de lo que podría estar, ha dado comienzo en ella el lento proceso de despersonalización que en veinticinco años acabará convirtiéndola en un sanatorio para convalecientes del ejército.

El hermano de Beatrice, Jocelyn, es cinco años mayor que ella.

Es corpulento y guapo, de ojos azules. A primera vista nos puede parecer un hombre de esos capaces de dominar cualquier situación. Pero esta impresión queda de inmediato borrada por otra. Nada parece importarle demasiado. Ha adquirido un modo de actuar, mas tras sus modales externos hay una pasividad infinita. Nos preguntamos por qué nos equivocamos tanto al verlo por primera vez. Y entonces, de repente, se le ocurre algo, le brillan los ojos, y con la convicción de su cuerpo inmenso dice: ¡Cáspita! ¡Eso es algo que se podía haber hecho! La autoridad de esta opinión (incluso para un muchacho que no sabe nada de historia) parece estar basada en todo aquello que ha merecido la pena conservar del pasado. Y luego —como si retornara a ese mismo pasado— vuelve a mostrar su profunda y secreta pasividad. ¿Por qué es tan evasivo?

Para entenderlo adecuadamente hemos de considerarlo desde cierta distancia. A fines del siglo pasado, las clases altas inglesas se enfrentaron a una crisis descomunal. Su poder no estaba amenazado, pero sí lo estaba su imagen, una imagen que ellos mismos habían escogido. Hacía tiempo que se habían adaptado a la industria y al comercio capitalistas, pero habían elegido preservar el modo de vida de una elite terrateniente y hereditaria. Este modo de vida, con todas las pretensiones que lo acompañan, se hacía cada vez más incompatible con el mundo moderno. Por un lado, la escala de las finanzas, de la industria y de la inversión imperialista modernas requería una nueva imagen para sus dirigentes; por otro lado, las masas exigían democracia. La solución que encontraron las clases altas era fiel reflejo de su carácter: enérgica y frívola a un mismo tiempo. Si su modo de vida tenía que desaparecer, primero lo idealizarían transformándolo abierta y descaradamente en un espectáculo: si había dejado de ser viable, lo convertirían en un teatro. Ya no trataban de justificarlo (salvo de una forma puramente verbal) según un orden natural; en su lugar, representaban una obra de teatro, con sus propias reglas y convenciones, en un escenario. Éste fue, a partir de los años ochenta del siglo pasado, el significado oculto de la Vida Social: las cacerías, las monterías, las carreras de caballos, los bailes, las regatas, las grandes fiestas.

El público en general recibió con agrado esa idealización. Como la mayor parte de los públicos, creían que hasta cierto punto poseían a los actores. Quienes en otro tiempo habían sido sus dirigentes se habían convertido en sus cómicos. Mientras tanto, durante el divertimento, las clases altas fueron acostumbrándose a este nuevo ejercicio del poder, por fuerza mucho más enmascarado. Como el ave fénix, iban a renacer de sus cenizas, pues las cenizas eran sólo las de sus atributos, que terminaron siendo utilizados como

attrezo.

Jocelyn es un miembro empobrecido y periférico de esta clase. Las cacerías y carreras a las que asiste no son las más distinguidas. Pero esto aumenta su necesidad de creer que ese teatro es la vida y que el resto de la vida es un intervalo vacío, en suspenso. Por eso es evasivo y por eso se vuelve insólitamente pasivo cuando está fuera del escenario sin texto que decir o acciones que representar. Pero hemos de aclarar algo: no se trata de que busque el brillo de las candilejas o el aplauso del público (muy al contrario, le parecerían vulgares), sino de que cree de verdad que el teatro es la realidad.

El vestuario de su papel: botas altas con las vueltas color caoba, espuelas, pantalones de montar de pana, un descolorido frac rosa, una pechera blanca, un sombrero de copa, una larga fusta con la empuñadura de cuero.

De noviembre a abril sale a cazar cuatro días a la semana.

Debo señalar que he utilizado la expresión «teatro» como una metáfora, a fin de resaltar la índole esencialmente artificial, simbólica, ejemplar y espectacular de la ocasión. Pero el escenario y los decorados son reales. Son reales el tiempo invernal, los perros de caza, los matorrales que hay que sortear, las vallas que hay que saltar, el campo por el que cabalgan, las huellas del zorro, el cansancio del hombre que ha cabalgado todo el día: y la experiencia física de todo ello es tanto más intensa debido a su simbolismo, un simbolismo que presiente todo cazador incansable.

Sólo por montar a caballo se es ya un señor, un caballero. Representar al noble (tanto en el sentido ético como social). Vencer. Figurar, aunque sea modestamente, en los anales de la batalla. El honor comienza con un hombre y un caballo.

Alejarse con los perros es ser intrépido. Ser hábil. Es ser el que no respeta nada salvo el paso.

Cazar es lo opuesto a poseer. Es pasar por encima. Lanzarse a campo abierto a toda velocidad. Es ser tan libre, en tanto que hombre, como el zorro de recto pescuezo es libre en tanto que zorro.

Reunirse es cabalgar con otros que, sea cual sea su carácter individual, saben algo de estos valores y ayudan a preservarlos. Todo lo que se opone a esos valores parece estar representado por la invención del alambre espinoso. (El mismo alambre contra el que más tarde morirán millones de soldados cumpliendo las órdenes de unos generales a caballo.)

Jocelyn cabalga de vuelta a casa una tarde de diciembre, todavía temprano. El caballo está cubierto de barro seco. Jocelyn se baja de la silla y, aunque al principio está tan entumecido que no consigue enderezarse y va tan encorvado como un hombre con un bastón, se pone a caminar junto al animal, a la altura de la cabeza de éste. El caballo levanta las orejas. Sólo dos millas más, viejo, le dice. Los dos avanzan uno al lado del otro. El hombre repasa en su cabeza los principales incidentes de la jornada. Lo que le ha sucedido a él y lo que sus amigos han contado que les había sucedido a ellos. En la médula de su cansancio hay una sensación de bienestar, incluso de modesta virtud. Está convencido de que, al igual que las consecuencias de un delito —una traición, por ejemplo, o un robo— suelen involucrar a otras personas y provocar nuevos hechos, así también, por una relación de causa efecto que no puede nombrar ni siquiera visualizar, de las consecuencias de un acto honroso de caballería debe de emanar un efecto mínimo pero ilimitado. Alza la vista al cielo. Un puñado de estrellas. Y en ese vasto espacio siente la ausencia de los inmensos caballos que antaño lo atravesaban vertiginosos.

El muchacho escucha desde las escaleras la conversación que mantienen en el dormitorio. Más adelante sabrá que la cadencia de las dos voces es como la de una pareja charlando en la cama: no amorosamente, sino tranquilos, con pausas, pensando en lo que dicen, seguros. (Algunas noches, su tío se va a acostar temprano, y esas noches su tía le sube una bebida caliente a sus aposentos. Dice entre risas que es su «biberón».) Desde las escaleras, el muchacho no distingue las palabras. Pero la forma en la que la voz masculina y la voz femenina se superponen, la forma en la que provocan y reciben la una de la otra las sustancias que las complementan y que siendo tan diferentes como el metal y la piedra o como la madera y el cuero, se combinan, sin embargo, frotándose o astillándose o rozándose, para componer el sonido de su diálogo, eso es más elocuente de lo que lo puede ser cualquier palabra precisa oída por azar; es elocuente de la fuerza de las decisiones que se están tomando. Contra estas decisiones no hay tercera persona, no hay oyente que pueda apelar.

En el verano de 1893 hubo una sequía que duró tres meses. Cuando por fin cae la tormenta y llueve, el chico corre fuera y la tierra huele a carne.

Las manos le huelen a caballo y a arreos. Es un olor que contiene el del cuero, el jabón de guarnicionero, el sudor, los cascos y el resuello de los caballos, la hierba, la avena, el barro, las mantas de montar, la saliva, el estiércol y el de varios metales cuando la humedad se condensa en ellos.

Se lleva una mano a la cara para saborear el olor. Ha observado que a veces por la noche todavía quedan restos de él, aunque no haya montado desde la mañana temprano.

El olor de los caballos y de los arreos es la antítesis del olor del establo de las vacas. Y cada uno de ellos sólo se puede definir con referencia al otro. El olor del establo significa leche, paños, siluetas de mujeres agachadas, encorvadas y pequeñas junto a los lomos de las vacas, excrementos líquidos, paja, calor, manos rosas y ubres casi del mismo color, la ausencia total de misterio y los nombres de los animales: la Bonita, la Fantasiosa, la Altanera, la Nube, la Dulce, la Ojitos.

Asocia el olor de los caballos y de sus arreos con la naturaleza esencial de su propio cuerpo (como si de repente cayera en la cuenta de su propio calor), con el orgullo —pues es un buen jinete y su tío lo elogia—, con las crines de su póney y con la anticipación de un mundo varonil.

Conoce algunos de los vocablos relativos a ese mundo, pero cree que todos ellos hacen referencia a algo que nadie menciona nunca. Supone que los hombres de su entorno tienen, por sus propias razones, una necesidad de misterio parecida a la suya. Cuando entre en su mundo —y siga a los sabuesos del capitán Elwes— descubrirá el misterio.

La señorita Helen

Entre los dos y los cinco años el niño tiene tres institutrices. La última se llama señorita Helen.

En el cuarto de estudio, situado en el ala de la casa más alejada de la cocina y el patio, no hay hombres; sólo el niño. Está sentado con los pies colgando del alto pupitre y lee en voz alta. Ella está en un sillón que ha colocado mirando a la ventana.

Cuando le parece que ella se queda absorta en lo que está viendo por la ventana, el niño se equivoca adrede a fin de atraer su atención. A veces también se equivoca sin querer... tordo el verano cantaron los pájaros.

¿Tordo?

Sí, el pájaro con manchitas.

¿Tordo el verano?

Ella se levanta, se alisa el vestido plisado en torno a su fina cintura y se coloca detrás de él para mirar el libro.

¡Todo el verano! ¡Pero claro que son los tordos! Pone ODO no ORDO.

Se echa a reír. El niño ríe también y al reírse vuelca atrás la cabeza y la apoya en el vestido de ella.

Era una falta muy bonita; un tordo es una clase de pájaro.

Pero no un adjetivo.

Enamorarse a los cinco o seis años, aunque poco frecuente, es lo mismo que enamorarse a los cincuenta. Puede que los sentimientos se interpreten de forma diferente, el resultado puede ser distinto, pero la forma de sentir y de estar es la misma.

Para que un niño de cinco años se enamore tiene que darse una condición. El niño ha de haber perdido a sus padres o, al menos, todo contacto con ellos, y no debe tener padres adoptivos que hayan ocupado el lugar de aquéllos. Tampoco debe tener amigos íntimos ni hermanos ni hermanas. En este caso es cualificable.

Estar enamorado es un elaborado estado de anticipación de otro que entraña un intercambio continuo de cierto tipo de ofrendas. Éstas son muy variadas y van desde una simple mirada hasta la entrega total de uno. Pero las ofrendas deben ser ofrendas: no se pueden exigir. Como enamorado no se tiene ningún derecho, salvo el de anticipar lo que el otro desea ofrecernos. La mayoría de los niños viven rodeados de sus derechos (el derecho a ser mimado, consolado, etcétera), y por eso no se enamoran ni pueden enamorarse. Pero si un niño, por las circunstancias que fueren, llega a darse cuenta de que los derechos de los que disfruta no son fundamentales, si reconoce, aunque sea de una forma inarticulada, que la felicidad no es algo que se pueda garantizar y prometer, sino algo que cada uno debe intentar encontrar por sí mismo, si es consciente de que está esencialmente solo, entonces puede encontrarse a sí mismo anticipándose a unas ofrendas puras, gratuitas y continuas, y el estado de esa anticipación es el enamoramiento. Uno se puede preguntar: Pero ¿qué ofrece él a cambio? El niño, como cualquier hombre, se ofrece él mismo, lo que no es imposible. Lo que es imposible o, al menos, muy poco probable es que su amada reconozca su ofrenda o la anticipación de la misma como lo que son.

¿Qué es un adjetivo?, pregunta el niño.

Un adjetivo es una parte de la oración. Se pone junto al sustantivo para calificarlo o determinarlo.

Pero..., protestará el lector (como protestaría ella, pero en términos menos precisos), un niño de cinco años no está sexualmente desarrollado y la base del enamoramiento es sexual.

Todas las mañanas la oye lavarse en su dormitorio. Todas las mañanas piensa en entrar en el cuarto y sorprenderla. Podría entrar con la excusa de que tiene miedo o inventarse cualquier necesidad, pero hacerlo sería apelar, exigir como un niño, y, puesto que está enamorado de ella, su orgullo de enamorado se lo impide.

Por la noche solo en la cama explora su cuerpo, parte a parte, para descubrir la fuente del misterio que lo enardece. (Su presencia, como ahora que está de pie detrás de él y él reposa la cabeza en su vestido, hace que su corazón lata más rápido, que le flaqueen las piernas, como después de un baño demasiado caliente.) Se examina la nariz, las orejas, los sobacos, los pezones, el ombligo, el ano, los dedos de los pies. Por fin llega al pene erecto, el cual le ofrecerá una media respuesta: eso es algo que ya sabe. Lo acaricia para provocar esas olas de placer conocido, dulce. Aumenta la frecuencia de las olas hasta que súbitamente se convierten en dolor. Clasifica este placer como dolor bueno, porque las únicas sensaciones que conoce cuya intensidad se pueda aproximar a la de ésta son de dolor verdadero.

¿Por qué no cantamos?, le pide.

A diferencia de las anteriores institutrices, la señorita Helen, que es bastante perezosa, no parece seguir un programa estricto en las lecciones. Hacen lo que se les va ocurriendo. En lugar de tener tres clases diferentes, formales, pasan la mañana juntos. Para el niño, esto establece una especie de igualdad entre ambos. A ella le permite dejar volar la imaginación.

Ella se aproxima al piano y se sienta en la banqueta redonda que gira como un tiovivo.

Déjame que te empuje, dice el niño, déjame empujarte.

Se coloca detrás de ella y la empuja por las caderas. Ella levanta los pies del suelo de modo que sus zapatos desaparecen bajo la falda. Gira lentamente.

Tiene una carita tan mona, tan amorosa, con esos profundos ojos negros. Es un hombrecito la mar de divertido, de verdad. Te mira y te mira y al final tienes que volver la vista. No tengo ni idea de lo que le pasa por la cabeza. Dentro de dos días ella se va a pasar una semana en Londres.

El niño se ha dado cuenta (y lo considera como una peculiaridad de ella) de que sus ropas siempre están cálidas, son acogedoras.

Ella baja los pies.

¿Qué diría tu tío si nos viera?

Nunca viene a esta parte de la casa. Y si lo hiciera, sería a caballo y miraría por la ventana.

Sin darse cuenta, ella mira a la ventana.

Déjame empujarte otra vez.

No.

El no es casi petulante.

Entonces cántame la canción esa que me gusta.

¿Cuál?

La de Helen. Tu canción.

Ella se ríe y le acaricia la cabeza.

Cualquiera pensaría que es la única que me sé.

Tiene una voz fina, no muy diferente de la del niño. Cuando ella se pone a cantar, a él le parece que tienen el mismo tamaño, que hacen una buena pareja. Ya no escucha la letra de la canción («Me gustaría estar al lado de Helen...»), en parte porque se la sabe de memoria, y en parte porque no se la cree. Así desechada la letra, le oye cantar la melodía, en el mismo sentido en el que podría oír el canto de un pájaro. Mientras ella canta, él podría estar preguntando: Helen, ¿te quieres casar conmigo? Y mientras canta, ella podría estar respondiendo: Sí. Pero él no lo creería, porque tiene la certeza absoluta de que, salvo para ellos mismos, es de todo punto imposible.

Ella baja la vista, como si estuviera leyendo una partitura en lugar de tocar de memoria. Sus párpados caídos, que medio le cubren los ojos, son suaves, redondos, sin un pliegue. Una vez la sorprendió dormida en una hamaca en lo alto de la pradera, y tenía una mosca en la cara.

Ella se imagina que mientras está cantando suave y dulcemente «su» canción al niño para cuyo cuidado ha sido contratada, el señor John Lennox, candidato del partido Liberal por Ross-on-Wye, la está espiando y que luego se acerca a ella y le dice: No podía imaginar que entre sus muchos dones y talentos se contara también el de una voz tan dulce.

El misterio que lo enardece y que por la noche en la cama endurece su pene lleva al niño a hacerse varias preguntas. Pero éstas están formuladas en una mezcla de medias palabras, imágenes, movimientos de las manos y diagramas de gestos que realiza con su propio cuerpo.

Así, lo que sigue no es sino una traducción aproximada.

¿Por qué me detengo en mi piel?

¿Cómo me puedo aproximar más al placer que siento?

¿Qué es esto que conozco tan bien sin que nadie lo sepa todavía?

¿Cómo voy a hacer para que lo sepa alguien más?

¿En dónde estoy, qué es esto en cuyo centro me encuentro y de donde no puedo salir?

Está convencido de que ella puede responder a estas preguntas utilizando el mismo lenguaje mezclado con el que él las formula. Todas las preguntas formales que le hace en el cuarto de estudio (¿por qué llueve? ¿qué come de verdad el lobo?) son una mera preparación para estas otras.

Las manos en el teclado. Manos pálidas de dedos finos y uñas muy cortas. Los domingos se pone guantes; cuando vuelven de la iglesia, él la toma de la mano. Se deja fascinar por una antigua fascinación: sus dedos tocan las teclas de dos maneras diferentes. Ora tan levemente que no bien las han rozado, se arrepienten y vuelan; ora caen pesadamente sobre ellas y las aprietan de tal modo que el niño puede ver los lados sin esmalte de las teclas contiguas. Entonces es como si estuviera introduciendo los dedos a la fuerza en el piano. Calla la última nota.

Ahora tú tocas y yo te canto.

¿Qué quieres cantar?

Te volveré a cantar tu canción.

Pasados los seis o siete años no es muy probable que un niño se enamore, al menos hasta la adolescencia. Conoce a demasiada gente. El mundo separado de él mismo empieza a multiplicarse, a separarse en muchas personas distintas, y cualquiera de ellas podría presentársele como alguien diferente de él mismo. A los cinco años puede que esto no haya sucedido todavía.

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