G

G


6.

Página 23 de 38

Caminó hacia el centro de la ciudad, en donde hay una piazza de forma irregular con soportales. Por si llovía durante la noche, habían metido bajo los soportales la pizarra con el boletín médico de Chávez emitido la noche anterior. Estaba medio borrado en una esquina.

La inestabilidad e irregularidad de las funciones cardíacas del paciente le producen una ansiedad constante...

Grandes postigos de madera cerraban los escaparates de las tiendas bajo las arcadas. Estaban pintados de verde, pero como habían sido pintados en momentos diferentes, cada uno tenía un tono distinto y definido. Sobre los postigos se leían los letreros. Varios apellidos se repetían más de una vez en tiendas distintas. Cuando éstas estaban abiertas, era evidente, por lo que exhibían en sus escaparates, que eran poco más que puestos no muy bien surtidos en una remota ciudad provinciana. Pero con los postigos cerrados parecían diferentes. Era posible imaginar que eran tiendas repletas de artículos extraños. Monsieur Hennequin rodeó varias veces la plaza.

Le hubiera gustado que Camille presenciara el inminente encuentro. Vería cómo quedaba desenmascarado aquel joven y salía a relucir lo que era: un cínico galanteador, un vulgar delincuente. Y también sabría lo lejos que estaba dispuesto a ir él, su marido, a fin de protegerla.

Ya no culpaba a Camille por lo que había sucedido. La noche pasada había entrevisto en ella a la puta que, según Monsieur Hennequin, hay en toda mujer, pero que sólo aparece si se la priva del control que requiere su naturaleza. Había pasado por alto la advertencia implícita en la pasión de su esposa por Mallarmé: aquella poesía había exacerbado su gusto por lo ilimitado, lo infinito. Pero terminó convenciéndose de que su mujer no era culpable: era inocente. Su debilidad era la debilidad de su sexo.

Al protegerla de esta debilidad, al poner fin a las felonías de aquel joven lascivo, obraba en nombre de todos los maridos y en favor de todas las esposas. Otras mujeres mucho más astutas que Camille, mucho más aptas para defender sus intereses, tenían la misma debilidad: la debilidad de sucumbir a la primera impresión, que en ellas siempre era falsa. Mujeres capaces de hacer bailar a varios hombres en las yemas de los dedos se volvían tan impresionables como una niña de once años ante alguien a quien todavía no conocían. Las mujeres podían ser calculadoras, podían trazar complicados planes estratégicos y tácticos, podían ser pacientes y persistentes, podían ser despiadadas y generosas, pero sus primeras impresiones eran invariablemente erróneas. No veían lo que tenían delante de las narices. Por eso los galanteadores, mientras sus tratos fueran con mujeres, no tenían que disimular ni que hacerse notar.

Monsieur Hennequin llegó a pensar que lo que se proponía hacer era un deber que le imponían la debilidad y la inferioridad de los otros. No era consciente de que tenía que defender sus propios intereses o de que tenía que intentar escapar a la soledad impuesta. Salió de los soportales y dejó atrás las tiendas cerradas.

Monsieur Hennequin se detuvo en el umbral de la habitación. No creo que se sorprenda de verme, dijo y cerró la puerta tras él. Los caballeros no somos esos estúpidos por los que usted nos toma, continuó, y sabemos exactamente cómo tratar a los tipos de su calaña.

El cuarto era modesto, de suelo de madera basta. En la cama, en lugar de mantas, había un gran edredón con una cubierta blanca. Las almohadas no estaban rellenas de plumas, sino de paja. Era el hotel en el que solían alojarse los conductores del correo del Simplon. G. estaba todavía en la cama, pero se incorporó y se apoyó en el codo.

En cuanto cerró la puerta, Monsieur Hennequin apuntó con la pistola al hombre recostado en la cama. O termina usted con esto o lo mato.

El hombre miró la pistola desde la cama. (¿Puede la simple visión del metal de una pistola recordarle tan intensamente el olor de la armería de su infancia?) Continuó oyendo la voz de Monsieur Hennequin como si estuviera en el cuarto de al lado.

Si lo vuelvo a ver en compañía de mi mujer, aquí o donde sea, lo dejo en el sitio.

Monsieur Hennequin era del todo consciente de hacia dónde apuntaba el arma que tenía en la mano —no era su vida la que corría peligro—. Además, desde el momento en que la descubrió, sabía que la nota era una prueba que le garantizaba que no recibiría más que una sentencia puramente nominal aun en el caso de matar al hombre acostado en la cama. No había nada amenazando en su vida y estaba poniendo fin a algo que más adelante se podría convertir en un serio peligro. Pero la invocación, el uso de la amenaza de muerte puede tener a veces un efecto más amplio del pretendido. Una vez que se ha invocado la muerte, la elección de quién debe morir puede parecer extrañamente arbitraria. En cualquier caso, Monsieur Hennequin empezó a temblar.

No estaba asustado, pero sentía que ese momento estaba justificando toda su vida. Era como si ahora estuviera dispuesto a escoger su propia muerte antes que negociar o negar el sentido de su vida. Lo importante era la elección de la muerte; quien fuera a morir —sin dejar de apuntar al hombre que tenía frente a él, acostado en la cama— carecía de importancia. Ya no importaba que Camille presenciara o no la escena. Amenazar la vida de un enemigo reconocido o quitársela equivalía a realzar la suya. El descubrimiento de un nuevo poder lo excitaba.

Si llego a tener el menor motivo para sospechar que la ha visto, le dispararé como a un perro, mientras duerme.

G. se echó a reír. El espectáculo había terminado, y la verdad que se revelaba le era absurdamente conocida. La verdad era Monsieur Hennequin con una pistola en la mano, temblando visiblemente y escupiendo sus palabras acompañadas de extraños gritos de placer.

Si lo veo acercarse a la mujer de cualquier colega o conocido mío, le dispararé no bien se aparte del grupo.

A menudo le habían preguntado: ¿por qué te ríes, cariño?

Tras días de intriga y esperanza y maquinaciones, tras dudas y escrúpulos, tras osadía y timidez y más osadía, ¿qué verdad se descubre? Sus pantalones estaban colgados en una silla, la bata de la mujer tirada a un lado o el cubrecamas retirado: aparecen dos triángulos definidos de vello oscuro y en ellos esas partes cuya forma exacta aprenden a reconocer los estudiantes de primero de medicina como características de toda la especie humana. No hay posibilidad de confundirlos, y en esta carencia total de ambigüedad hay una banalidad verdaderamente cómica. Cuanto más tiempo se lleve la máscara, cuanto más tiempo se oculte lo conocido, más cómica será la revelación, pues más atónitos se supone que se quedarán ambos ante lo que siempre han sabido.

Intentó aprovecharse de la inocencia de mi mujer, de la misma manera que estoy seguro que se aprovechó de Dios sabe cuántas desafortunadas. Pero esta vez, a Dios gracias, no es demasiado tarde.

Cuando Beatrice se tendió en la cama riéndose, ya no se reía del absurdo hombrecillo de negro montado en el cabriolé, sino de lo que sabía que se haría entonces palpable en su cama, bajo el retrato de su padre, conforme a una libertad que le había dado al parecer una picadura de avispa.

Cállese. Deje de reír. O le atravesaré el pecho con una bala ahora mismo.

Continuó riéndose porque por fin se encontraba cara a cara con la normalidad. Era en parte una risa de alivio, como si, contra toda razón, hubiera temido que el otro pudiera ser excepcional en esto. Y en parte también se reía de que la primera gran broma del lugar común fuera inexorable, como la erección del pene.

Monsieur Hennequin pensó que su risa era la de un loco solo en la celda. Y la idea de que aquel hombre lujurioso acostado en la cama pudiera estar loco lo perturbó y lo desanimó, porque creía que, aunque los locos tuvieran que ser enérgicamente reprimidos y en ciertos casos exterminados, la locura en sí, era, sin embargo, autoderrotista y, por consiguiente, su enemigo declarado representaría una amenaza menos sustancial que aquella a la que él estaba resuelto a poner fin sin vacilación ni medias tintas.

Es usted un loco, dijo. Pero loco o cuerdo, no le avisaré una segunda vez.

Monsieur Hennequin se aproximó de espaldas hasta la puerta, prolongando hasta el último momento la excitación (que la risa alocada había rebajado en gran medida) que le producía apuntar con un arma al hombre que había intentado seducir a su mujer.

Madame Hennequin y Mathilde Le Diraison avanzan en un destartalado carruaje, con la capota toda agujereada y un cochero con sombrero de paja, por la Via al Calvario, hacia la iglesia de San Quirico, que se encuentra al sur de la ciudad, a diez minutos del centro de Domodossola.

Se encontraron con G. en la Piazza Mercato. Él las saludó rápidamente y, mirando a Camille, dijo: Su marido, armado con una pistola, acaba de amenazarme con pegarme un tiro si volvía a hablar con usted. Debo volver a hablar con usted. La esperaré en la iglesia de San Quirico. No podemos hablar aquí. Venga en cuanto pueda. Luego, sin darles tiempo a contestar, dio un paso atrás y desapareció en los soportales.

Tu amigo es algo más que dramático, observó Mathilde.

¿Crees que es verdad?

Que Maurice lo ha amenazado, sí.

No tiene una pistola.

Todos los hombres tienen un amigo que tiene una pistola.

¿Crees que Maurice es capaz de matarlo?

¡Por ti, querida, los hombres harían cualquier cosa! Mathilde se ríe.

No bromees, por favor.

¿Estás de verdad hablando en serio?

Cuando Camille oyó que su marido lo había amenazado con una pistola, recordó el día de su boda. Su cólera ante la injusticia de semejante acto, su vergüenza por él, su resentimiento por el hecho de que hubiera ignorado sus protestas y sus súplicas, la hacían plenamente consciente de que era su esposa, o, para ser más exactos, de que se había convertido en su esposa por su propia voluntad. Hasta ese momento, ser Madame Hennequin le había parecido una parte natural de su vida; su matrimonio era una parte de la misma continuidad que la había llevado desde la infancia al momento actual, pasando por la juventud. Había habido malos entendidos y disputas entre ella y su marido, pero nunca había sentido que su vida se escapara a su control, que lo que estaba sucediendo no fuera connatural a ella. Recordó que en su boda, Maurice y ella se habían arrodillado —aislados, solos, delante de toda la congregación, pero juntos, de forma que ella sentía su calor—, para recibir la comunión. Él se había arrodillado con timidez y con lo que ella entonces consideró verdadera humildad. Pero ahora lo imaginó poniéndose en pie con una pistola en la mano y una expresión de insensibilidad total en el rostro.

De pronto, su furia se cambió en sorpresa con un pensamiento que le devolvió un poco de su identidad natural, que sugería que no estaba del todo desamparada y que confirmaba la sensación de que su esposo la estaba tratando injustamente. Este pensamiento era: Ese hombre sigue queriendo hablar conmigo, aun bajo la amenaza de que le peguen un tiro, porque me ve como soy.

No, no hablo en serio, dice Camille.

Deberías convencerlos para que se retaran en duelo.

Eso es lo que le dije a Maurice. Dijo que no era moderno.

No entiendo qué tiene que ver en esto la modernidad. Los hombres no cambian a ese respecto.

¿Tú crees que nosotras sí?

Tú estás cambiando. Te has transformado. Eres una persona diferente de la que eras hace dos días. Si pudieras verte ahora...

¿Qué vería?

Una mujer con dos hombres enamorados de ella.

Mathilde, por favor, prométeme una cosa: no me dejes sola con él bajo ningún concepto.

¿Ni siquiera si los dos insistís en ello?

Ahora estoy hablando en serio. No lo veré a no ser que me lo prometas.

Afortunadamente, Harry no es celoso. Bueno, es celoso, pero no hasta el punto de disparar a alguien o amenazarlo. Luego, a solas conmigo, puede hacerme una escena, pero eso lo resuelvo rápido.

De ello depende su vida, dice Camille. Prométemelo, por favor.

Creo que Harry es el tipo de hombre que podría suicidarse en según qué circunstancias, pero nunca dispararía a nadie. ¿Qué crees que haría

él, Mathilde señala con la cabeza hacia el lugar al que se dirigen, si tuviera razones para estar celoso?

¿Celoso de mí?

Sí, dice Mathilde sonriendo.

Cuando pensó «sigue queriendo hablar conmigo, aun bajo la amenaza de que le peguen un tiro», su visión de él se modificó. La modificación fue también retrospectiva. Ahora se ilumina lo que había notado pero no recordado. Cientos de detalles se unen para formar a ese hombre completo ante ella. Todo lo que le había visto hacer la atraía hacia él. Sus propias impresiones se precipitaron hacia su persona, se pegaron a él, como magnetizadas, y recubriéndola se convirtieron en sus características. Su cabeza se dirigía hacia ella. Vio dentro de ella. Era una cabeza más grande de lo normal. Parecía embestir al hablar. Grandes rizos le caían sobre la nuca. La parte superior de sus orejas estaba tapada por otras espesuras. Las manos, con las que gesticulaba continuamente, eran más pequeñas de lo normal. Y tenían las venas muy pronunciadas. Cuando abría la boca, los dientes partidos la hacían parecer más grande de lo que era. Miraba fijamente. Sus pies, al igual que sus manos, eran pequeños. Caminaba con paso ligero y delicado, pese a que era cargado de hombros y echaba la cabeza por delante. Le pareció que cada una de estas características era un aspecto elocuente de su naturaleza, como una madre adivina las características de su hijo antes de que éste empiece a hablar o pueda sostenerse solo.

Creo que me mataría y luego se suicidaría, dice Camille riéndose.

¿Dónde vive? Sería una suerte que fuera en París.

No lo sé. Dice que es medio inglés medio italiano.

Eso explica mucho, observa Mathilde.

Por favor, prométemelo, dice Camille.

¿Te ha contado cómo se partió los dientes?

Mathilde, escúchame, esto podría ser una cuestión de vida o muerte.

Tiene una expresión que sólo he visto en otro hombre.

¿Quién?, pregunta Camille.

Era un amigo de mi marido, una armenio que se enamoró de mí.

La desesperación inunda de lágrimas los ojos de Camille. Mathilde baja la voz y le susurra: Camille, puedes fiarte de mí. Pero eres muy ingenua con estas situaciones. El peligro es Maurice, y ahí puedes contar conmigo.

Camille reclina la cabeza en la polvorienta tapicería de cuero y reposa su mano enguantada en el brazo de Mathilde.

¡Qué calor hace hoy!, dice Mathilde. Hay días en los que sencillamente no son posibles las grandes pasiones. ¡El tiempo es el mejor amigo de la mujer!

Vamos a llegar demasiado pronto. No quiero tener que esperar por él. Mathilde, dile que vaya más despacio.

Camille se toca la frente y al hacerlo repara en su mano. Le parece extremadamente pequeña y fina, al igual que las muñecas y los antebrazos. Quiere aparecer tan fresca y tan intrincada como el encaje blanco (recuerda un cuadro que vio una vez de una niña columpiándose en un jardín de Montpellier cuyas enaguas estaban rematadas con encaje blanco). Así quiere aparecer, en este remoto paisaje verde y espeso, durante los pocos minutos que le quedan antes de regresar a París, donde hay más ropas que árboles y las calles parecen habitaciones.

El carruaje se para junto a la iglesia. El mismo Fiat en el que hicieron la excursión a Santa Maria Maggiore está aparcado a la sombra de un plátano. No se ve a nadie. Ordenan al cochero que espere. Él asiente con la cabeza, se baja y se tumba en la hierba al lado de la carretera. Uno de los faros de bronce del Fiat refulge al sol. Camille baja la cabeza y, apuntando con ella al suelo, abre la sombrilla; Mathilde apunta al cielo al abrir la suya. Rodean la iglesia juntas.

Está sentado en un banco de piedra del lateral norte. Besa a Camille en la mano y luego toma a Mathilde por el brazo, y diciéndole «usted es su mejor amiga, ella le hace confidencias, de modo que no tengo que explicarle lo que nos ha sucedido», la conduce hacia un camino bordeado de sepulturas. Camille hace ademán de seguirlos. Él se vuelve. No, dice, espere, por favor. Siéntese en donde yo estaba.

No se oye un ruido. Las puertas de la iglesia están cerradas con llave. No hay nadie en la carretera. Es difícil creer que se encuentran sólo en las afueras de la ciudad. A Camille, ese silencio le parece anormal. Piensa que en las mañanas corrientes tiene que haber vehículos circulando por la carretera, niños jugando en las inmediaciones, algún cura rezando en la iglesia, campesinos trabajando en los campos. En el silencio oye los latidos de su corazón y la voz de él, pero no puede distinguir sus palabras.

Él le está diciendo a Mathilde que lo más seguro es que ellos dos vuelvan a encontrarse y que siempre estará en deuda con ella si lo ayuda a realizar su plan. Ama a Camille: nunca ha estado solo con ella; ya no puede escribirle; todo lo que le pide es que tome el carruaje y los espere junto al Colegio Rosmini —el cochero lo conocerá— donde él y Camille irán a reunirse con ella en el automóvil media hora después. Ése es el tiempo que necesita para explicar sus sentimientos a la mujer de la que está desesperadamente enamorado. Habla con cierta frivolidad, como si no necesitara convencer a Mathilde o como si supiera que es inútil intentarlo.

Mientras suplica a Mathilde estas cosas, no pierde de vista a Camille y se las ingenia para hablarle a Mathilde al oído, para hacerla reír una o dos veces, para no soltarle el brazo y para dar a su connivencia la impresión de intimidad.

El tono con el que habla intriga a Mathilde. No la obliga a decidir si lo que dice es verdad o no. Si lo que dijera fuera demasiado creíble, estaría obligada, como amiga de Camille, a encontrarlo increíble. Si lo que dijera fuera obviamente falso, estaría obligada a decírselo a él. Pero tal como suena, no llega a plantearse la cuestión de si es verdad lo que dice, porque en su forma de hablar él está suponiendo que ella ya sabe la verdad. Pero no la sabe. Y el hecho de que no la sabe despierta en ella una gran curiosidad. Si ella no puede descubrir la verdad directamente, entonces la tendrá que descubrir Camille y contársela. La verdad, piensa, no debe de ser tan terrible, porque si lo fuera, él no habría supuesto tan fácil y naturalmente que ella ya la sabía. Enseguida se fía de él porque no le da ninguna razón por la que hacerlo. Es de Maurice de quien Mathilde no se fía. Y a fin de convencerse de que no está siendo imprudente en nombre de su amiga, se imagina que podrá pedirle a Harry, quien está en una posición que le permite ejercer cierta presión profesional sobre Maurice, que lo persuada para que sea más razonable. Dice que llevará el carruaje hasta el colegio si Camille está de acuerdo.

Camille los ve pasear de arriba abajo detrás de las sepulturas, que, viejas y erosionadas, tienen la forma de una galleta a medio comer. La anomalía de la situación enfada e impacienta a Camille. Se pregunta por qué, después de todos los riesgos que ha corrido, tiene que quedarse ella ahí sentada mientras Mathilde bromea con él. Decide que tiene que hablarle a solas.

Unos minutos después, el cochero se levanta frotándose las rodillas. Mathilde se sube al carruaje y le dice adiós a Camille con la mano. ¡No tardes!, le grita, ¡no puedo hacer milagros! Cuando el carruaje, que tiene torcido el eje trasero, se aleja por la desierta carretera, Camille piensa: Mathilde piensa que en París me convertiré en la amante de este hombre con el que acabo de permitir que me dejen sola.

Hay una mirada que puede asomar en los ojos de una mujer (y en los de un hombre, pero muy raramente) que no encierra ni orgullo ni disculpa, que no pide nada, que no promete aventura alguna. Esta expresión de los ojos puede ser interceptada por otro, pero no se dirige, en el sentido más común de la palabra, a otro: no tiene en cuenta al receptor. No es una mirada que pueda aparecer en los ojos de un niño porque los niños no tienen conciencia de sí mismos; tampoco en los de la mayoría de los hombres porque son demasiado cautelosos; ni tampoco en los de los animales porque no son conscientes del paso del tiempo. Los poetas románticos veían en esa mirada un camino que los llevaba directamente al alma de una mujer. Pero eso significaba tratarla como si fuera transparente, cuando de hecho no hay nada menos transparente en el mundo. Es una mirada que se declara a sí misma como es; no se parece a ninguna otra. De poderse comparar con algo, es comparable con el color de una flor. Es como un girasol que resultara ser azul. En compañía de otros, esta mirada se apaga pronto porque no anima ni a la conversación ni al intercambio. Constituye una ausencia social.

Su deseo, su único objetivo, era estar a solas con una mujer. Nada más que eso. Pero tenían que estar deliberadamente solos, no solos por casualidad. No bastaba con quedarse solos en una habitación porque fueran los últimos en irse. Tenía que ser por propia elección. Tenían que haberse encontrado con el fin de estar solos. Lo que seguía entonces era una consecuencia de estar solos, no la realización de un plan trazado de antemano.

En la compañía de otras personas las mujeres siempre le parecían más o menos desenfocadas. No porque no fuera capaz de concentrarse en ellas, sino porque no paraban de cambiar con respecto a sí mismas conforme tenían que adaptarse a las expectativas o las coacciones de quienes las rodeaban.

Estaba a solas con Camille, retornando al lateral norte de la iglesia, que estaba en la sombra. La agarró por el brazo. Sintió en los dedos que éste estaba más cálido por dentro que por fuera. Lo inundó una sensación de extraordinaria inevitabilidad. Esta sensación no lo sorprendió. Sabía que llegaría, pero no podía invocarla a su voluntad. Sintió la imposibilidad absoluta de que Camille fuera en modo alguno, en el rasgo más insignificante, distinta de lo que era; sintió que todo lo que la había precedido en el tiempo y todo lo que estaba separado de ella en el espacio la enfocaban; el lugar que siempre había estado reservado para ella en el mundo era ni más ni menos su cuerpo exacto, su naturaleza exacta: los ojos en tierno contraste con la boca, los pechos pequeños, las manos finas como rastrillos, las uñas comidas, su forma de caminar con las piernas extrañamente rígidas, el extraño calor de su cabello, su voz ronca, sus versos favoritos de Mallarmé, la regularidad de su pequeñez, la palidez de... Con esta concentración de significado, que él experimentaba como una sensación de inevitabilidad, empezó a aparecer el deseo sexual.

Quería decirle, dijo ella...

Tiene también voz de cigarra, la interrumpió él, no sólo de grulla. ¿Sabe lo que cuentan de las cigarras? Dicen que son el alma de los poetas que no pueden estar callados porque no pudieron escribir en vida los poemas que querían escribir.

Quería decirle, repitió ella, que quiero mucho a mi marido. Es el centro de mi vida y soy la madre de sus hijos. Creo que estaba equivocado al amenazarlo a usted, y quiero que sepa que yo no le di ningún motivo, ninguno, para que creyera que tenía que amenazarlo. Descubrió la imprudente nota que usted me escribió...

¿Imprudente? Nos hemos reunido, estamos solos, estamos hablando, y eso es todo lo que le pedía. ¿Por qué era imprudente?

Era imprudente emplear las palabras que usted empleaba, era imprudente escribir una nota.

¿Cuáles eran las palabras imprudentes?

Camille fijó la vista en un ciprés impenetrable. El silencio seguía siendo anormal. No las recuerdo, dijo en un susurro ronco. Y al decirlo recordó un verso de Mallarmé:

...

vous mentez, ô fleur nue

De mes lèvres.

Le decía que era mi más deseada, la llamaba grulla mía.

Eso era imprudente.

Pero usted lo es.

La mayor parte de las inscripciones de las sepulturas eran ilegibles. Las letras formadas con trazos curvos (como la U o la G) parecían haberse borrado antes que las compuestas con trazos rectos (N o T).

Entonces debe usted irse. Por favor, váyase.

El calor de la mañana hacía que todo lo que estaba fuera del alcance o de la vista pareciera muy lejano.

No se equivocaba su marido al amenazarme, dijo él, no le faltan razones para estar celoso.

¡No tiene ninguna! Soy su mujer y lo quiero. Y no soy responsable de lo que usted sienta. Se equivoca, eso es todo... se equivoca conmigo. Usted no es vil. Creo en la nobleza de sus sentimientos. Y eso es lo que quería decirle, no animé a mi marido para que me protegiera de usted, porque no necesito ninguna protección. Hace dos días que lo conozco. ¿De verdad cree usted que se puede ganar el afecto de una mujer en tan corto espacio de tiempo? En dos semanas o en dos meses, tal vez. Pero, ¡en dos días! Se equivoca. Me da la impresión de que usted cree que la vida es como ese tiovivo del que hablaba. Y no lo es. Ya estamos corriendo un riesgo absurdo simplemente por hablar aquí. No ganamos nada con ello. Por favor, lléveme a reunirme con mi amiga en el carruaje. Mi marido y yo partimos hacia París esta tarde.

Camille hablaba con dificultad. Ya no le resultaba fácil decir esas cosas. Pero las decía sinceramente. Consideraba que renunciar era la única manera digna de poner fin a la situación actual y de reparar la injusticia y la indignidad de las amenazas de su marido. Aquello a lo que renunciaba todavía no tenía mucha importancia. Pero creía en el destino. No había habido nada en su vida que la llevara a creer que era enteramente dueña de su suerte. No pensaba que el futuro careciera de misterio, que fuera del todo predecible conforme a la decisión tomada hoy. Quería poder mirar atrás, a este momento de renuncia verdadera porque consideraba que era necesaria. Sin embargo, no se sentía obligada a responder por las consecuencias, esperadas o inesperadas, que pudieran derivarse de este momento. Podrían escaparse a su control y lo reconocía con modestia, con esperanza y con recelo.

¡Entonces la encontraré en París!, dijo él

Lo matará.

No si usted no me traiciona.

¡Traición!

Cometió una tontería guardando la nota. En París tiene que ser más cauta.

En París me negaré a verlo.

Si no tuviéramos nada en contra, dijo él, nunca descubriríamos lo que somos capaces de hacer.

Usted no sabe, no puede saber, de lo que soy capaz. Nadie lo sabrá nunca. Por favor, lléveme de vuelta.

Creo que he soñado con usted toda mi vida sin saber que usted existía. Incluso puedo adivinar lo que va a decir ahora. Va a decir: se equivoca.

¡Se equivoca!, repitió ella, incapaz de contenerse y de contener la risa.

Y era usted, Camomille.

Junto al coche le explicó lo que tenía que hacer con los pedales mientras él arrancaba el motor con la manivela. Le gustó hacer lo que le había indicado, pues le ofrecía la oportunidad de mostrarle de lo que era capaz, que su renuncia no era una forma de disimular la incapacidad.

Ir a la siguiente página

Report Page