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Detrás de la familia iban los representantes del cuerpo diplomático, los senadores, los pilotos compañeros de Chávez, el alcalde, los periodistas, los representantes de las empresas aeronáuticas y los ricos locales. A una discreta distancia, marchaba una procesión dispersa de miles de personas, la mayoría de las cuales habían visto aparecer a Chávez triunfante a este lado de la montaña, cuando se disponía a aterrizar en el campo que Duray había marcado con una cruz de tela blanca. A la vista de una victoria que parecía tan fácil, frente a la rápida transformación de lo imposible en posible, todos se habían regocijado. Habían leído, u oído leer, en los periódicos frases como: La gran utopía de ayer se ha hecho realidad. Y algunos se habían preguntado: ¿Por qué no hemos de alcanzar lo que deseamos? Quienes tenían la costumbre de contestar a este tipo de preguntas especulativas daban las respuestas habituales. Hay que derrocar a los ricos. La propiedad privada debe ser abolida. Otros sostenían que era necesaria la reunificación italiana, que Trieste debería pertenecerles, que deberían tener más colonias; sólo entonces los italianos verían cumplido su destino. A quienes preguntaban, todas las respuestas les parecían teóricas. Pero la pregunta seguía en pie.

Ahora la inesperada muerte de Chávez había venido a zanjar la cuestión. Era como siempre les habían dicho. Las grandes hazañas nunca son fáciles. Las osadías se pagan. Los verdaderos héroes están muertos. Cuando lo que se desea es inmoderado, te expones a la muerte. La elección está entre aceptar la vida como es o tener una muerte heroica.

Los discursos empezaron a la entrada del Duomo. La multitud escuchaba reconociendo y aceptando lo que se decía. Enfrentados a la consabida elección, los jóvenes escogían en su imaginación una muerte heroica. Sus mayores repasaban sus vidas, con la misma serenidad y ternura con la que podrían mirar a sus hijos, intentando encontrar en ellas una prueba de que cierto tipo de astucia y cierto tipo de humildad son los mejores medios para sacarle lo mejor a la vida. Esa vida que, cuando todo está dicho y hecho, es mejor que estar muerto, aunque el ingenuo valor del héroe fallecido les emocione profundamente, porque ellos también fueron ingenuos, y saben que las lecciones que les hicieron perder la ingenuidad no eran ideales, no eran lo que ellos habían deseado en tiempos. Los jóvenes celebraban el heroísmo de la muerte temprana; sus mayores recordaban el precio de la supervivencia.

El embajador peruano: Me enorgullezco de ser tu compatriota, Chávez, y estoy aquí para depositar sobre tu féretro el homenaje de tu pueblo. Dejemos a tus seres queridos la triste tarea de llorarte: las naciones fuertes no deben llorar ni lamentarse; sólo pueden exaltar y glorificar a los hijos que como tú mismo, Chávez, han sacrificado sus vidas por la brillante luz de un ideal...

Se produjo una conmoción en las primeras filas de la multitud que rodeaba en apretado semicírculo la carroza fúnebre y las escaleras del Duomo. Una docena de hombres se abrieron paso a empujones y subieron la escalinata. Iban vestidos de guías alpinos, y cada pareja transportaba un objeto parecido a unas parihuelas. Sobre éstas se amontonaban grandes ramos de flores silvestres: edelweiss, árnicas, nomeolvides y rododendros rojos. Los pusieron a ambos lados de la puerta de la iglesia. Al bajar, uno de ellos gritó: ¡Te veremos en el aire por encima de los cuatro mil metros! Luego se dio varios cachetes en la mejilla.

El embajador peruano: Desde tu más tierna infancia supiste dominar tus fuerzas, y tu muerte es una gloriosa lección para todos nosotros. Eras fuerte, eras grande; volaste con tu frágil máquina sobre las nieves perpetuas, entre las cumbres sublimes, una prueba de la audacia y del genio del hombre.

El alcalde anunció que dedicarían una calle en su honor.

Dentro del Duomo iba a tener lugar una breve ceremonia religiosa para la familia de Chávez y los visitantes extranjeros más notables. Permanecieron de pie, mirando al frente, en la media luz de la iglesia, en la que resaltaban, sin brillo, los objetos dorados. Sentían el frescor que desprendían las piedras. Es aquí, y no en las calles sembradas de flores, en donde el devoto intenta renunciar a la ciega voluntad de vivir.

El canónigo: Chávez, el joven intrépido y audaz que tuvo la fabulosa visión de los Alpes vencidos y huyendo de su mirada; el orgulloso y valiente joven que vimos elevarse en el aire sobre nosotros, cruzar nuestros valles más raudo que el águila; Chávez, que nos hizo temblar, entusiasmados, ante su inminente triunfo; Chávez, ya no está entre nosotros.

Entre las personas congregadas en la catedral, además de Monsieur Schuwey y Mathilde Le Diraison, se encontraba G. Sus pensamientos volaban hacia los Hennequin y París. Camille lo esperaba para convertirse en su amante. Dudaba que Monsieur Hennequin volviera a dispararle; no había podido evitar que su mujer lo engañara y había fracasado en su intento de vengarse: después de la primera vez, poco importaba ya el número de las veces siguientes. Si tenía en cuenta la determinación de Camille en el asunto, admitiría el derecho de su mujer a tener un amante, siempre que esto no le acarreara graves inconvenientes y siempre que ella se diera cuenta de que su tolerancia estaba condicionada a que estuviera dispuesta a reprimir sus gustos más extravagantes y a no hacerle nunca preguntas sobre sus propios asuntos. Camille, en un pronto de gratitud, descubriría que amaba a ambos, esposo y amante, de forma diferente. Se sometería a los ocasionales requerimientos conyugales de Monsieur Hennequin con la reserva mental de que sólo pertenecía realmente a su amante. Se entregaría a su esposo por el bien de su amante.

Encendieron gran cantidad de velas en honor de Chávez. Las llamas formaban sus propias corrientes de aire, de modo que cuando un grupo parpadeaba en una dirección, alteraba a otro grupo, haciendo que todas las velas del mismo se replegaran juntas, como si tuvieran pánico de coincidir, y entonces esta agitación provocaba que otras ardieran un poco más altas, lo que a su vez hacía que otras perdieran fuerza y ardieran, temblorosas, pegadas a la mecha, como boqueando en busca de aire.

Por el bien de su esposo pediría discreción a su amante, puntualidad y algún acuerdo económico de un tipo u otro. Dejaría de leer a Mallarmé, pues le recordaría demasiado vívidamente su aproximación a ese momento en que por primera y única vez en su vida se quedó sola, como él estaba solo. Tal vez pasaría a entusiasmarle otro poeta, más sobrio. El tiempo pasaría. Todo el mundo se acomodaría a la situación. Por aburrimiento o en un impulso sentimental, Camille se entregaría sin la reserva habitual a Monsieur Hennequin y luego sentiría que era a su marido a quien realmente pertenecía. Pero no bien se hubiera aposentado en ella tal sentimiento, correría a los brazos de su amante rogándole que volviera a hacerla suya e insistiendo en que sólo quería pertenecerle a él y a nadie más. Una vez convencida de que había vuelto a ser su amante, esperaría la oportunidad —una oportunidad que podría tardar meses, durante los cuales se ocuparía de la vida de sus hijos y amigos— de comprobar la fuerza de su afecto por él, ofreciéndose una vez más a su marido. Y así iría de uno a otro, cada oscilación marcada por una excitabilidad aparentemente inexplicable. Al principio, esperaría con más ansiedad que su amante volviera a poseerla que en el caso de Monsieur Hennequin. Pero poco a poco, a fin de sentir, como lo sentía en los días tranquilos, que no pertenecía a uno de los dos, sino a ambos y a sus hijos, ya crecidos, empezaría a recomendar a su amante que fuera más ingenioso y menos pasional. Con suerte, diez años después, podría hacerse con un segundo amante, y el primero pasaría a ocupar, con ciertas variaciones menores, el papel del primitivo esposo. Si era menos afortunada, concertaría encuentros entre Monsieur Hennequin, quien para entonces sería miembro de la junta directiva de Peugeot, y su amante, de modo que en los recuerdos y en la conversación les perteneciera a ambos. En la vejez, vería su imagen en el espejo, desprevenida, solitaria, sin dueño, pero entonces pensaría en la muerte: la muerte ante la cual la única elección es la propia soledad.

El canónigo: Ascendió al cielo y bajó habiendo logrado la victoria más espectacular hasta ahora alcanzada en el largo camino de la conquista de la civilización. Ha sido un pionero que ha contribuido al progreso del hombre. Imaginemos el futuro que nos abre esta gloriosa hazaña: una nación ya no estará separada de otra; las ventajas de la civilización llegarán hasta el último rincón de la tierra...

Mathilde Le Diraison lo vio de pie unos bancos más allá. Llevaba el brazo en un cabestrillo negro. Había hablado con Camille antes de su marcha a París. Habían decidido que era un Don Juan, que debía de haber habido cientos de mujeres en su vida. Pero eso da igual, había dicho Camille llorando, saberlo no cambia las cosas.

Mathilde Le Diraison se hizo dos preguntas. ¿Cuál era el secreto que había hecho sucumbir a Camille tan pronto? La segunda pregunta le concernía a ella. ¿Qué significaba que no hubiera intentado aproximarse a ella si era verdad que había amado a cientos de mujeres? Las dos preguntas estaban entrelazadas como las hebras del cordón de seda que colgaba en el extremo del banco y que ella no cesaba de columpiar con el dedo.

Por su cara podría pensarse que era estúpida. Era la cara de una persona demasiado torpe para ir más allá de lo inmediato, sin ningún deseo o talento para dejarse llevar por la fantasía o por una emoción profunda. Su cara declaraba en todo momento: LO QUE ESTÁ SUCEDIENDO ME ESTÁ SUCEDIENDO A MÍ, A MÍ, A MÍ.

G. reparó en el cordón de seda rojo en continuo vaivén. No tardó en trazar un plan. Iría a París, visitaría a los Hennequin, ignoraría deliberadamente a Camille, tranquilizaría al marido y acto seguido empezaría una aventura notoria y pública con Mathilde Le Diraison. De esta forma se vengaría de Hennequin haciendo que todo el incidente pareciera ridículo: un asunto de dudoso coqueteo por parte de su esposa, el cual, desgraciadamente para Hennequin, ésta no había sido capaz de proseguir; y desengañaría a Camille de la idea, profundamente arraigada en ella, de que la pasión se puede regular y de que un amante puede ser algo distinto a un segundo marido. Se aseguraría de que la aventura con Mathilde durara lo menos posible y luego desaparecería de su círculo. Lamentaba que entre Monsieur Schuwey y Mathilde Le Diraison no hubiera apenas más que una relación contractual. Pero suponía que incluso Schuwey debería de tener depositado parte de su orgullo en la mujer a la que pagaba por estar con él. Descubriría hasta dónde.

... Ha caído, pero ha caído como un héroe que ha llevado a cabo una gran hazaña, una hazaña que todos creían imposible y enloquecida. ¡Sea honrado y glorificado!

Conforme iban saliendo del Duomo, los asistentes entrecerraban los ojos y bajaban la cabeza, protegiéndose de la luz. Parecía que se hubieran enterado de un secreto que no podían compartir; tanto más cuanto que, para los que se habían quedado fuera, la ocasión empezaba a perder solemnidad. Los niños alcanzaron más cestas con nardos a las chicas de blanco. Algunas de ellas se reían. La banda empezó a tocar otra marcha fúnebre, y el cortejo emprendió lentamente camino hacia la estación.

Un maestro de la escuela explicaba que lo que había querido decir el guía de Formazza con aquellos cachetes en las mejillas era que el espíritu de Chávez viviría en el aire de la montaña; así que, allá arriba, los alpinistas sentirían este espíritu en sus caras, de la misma forma que se siente el viento o el calor del sol.

El tren esperaba en silencio. Era la segunda vez que un tren de esta línea paraba especialmente por Chávez. Los que portaban el féretro desde la carroza hasta el tren eran todos aviadores, Paulhan entre ellos. El jefe de estación saludó cuando pasaron. Los periodistas estaban ya telefoneando. Las chicas de los velos blancos se alinearon en el andén. La locomotora silbó de pronto: un pitido agudo y prolongado.

Volvió a pensar en Camille. No la Camille que vería en París, sino la Camille que le había desafiado a ir a París bajo amenaza de muerte, una amenaza en la que ya no creía, pero en la que en ese momento, antes de que su marido hubiera fallado el tiro disparándole a bocajarro, todavía podía creer. Le había ofrecido este desafío como una invitación, y al hacerlo le había hablado, como ninguna otra mujer lo había hecho hasta entonces, con la autoridad inconfundible, la distancia y la sorprendente familiaridad de una sibila. De haber estado ella en lo cierto, no sólo en cuanto a él, sino también en cuanto a su marido, habría aceptado al instante.

El silbato de la locomotora, dispuesto por el jefe de estación y el maquinista como una especie de saludo al héroe en su último viaje, era distinto de todos los sonidos que se habían oído aquella mañana. No resonaba, no tenía eco ni significado. Era un chillido sin alma, como el zumbido de una sierra. Seguía sonando mucho después de que todo el mundo empezara a desear que callara. Se llevaba con él todo pensamiento, salvo el más inmediato que anticipaba que aquello tenía que acabar ya. ¡Ahora! ¡Ahora!

La abuela de Chávez golpeaba el andén con el bastón, pero no era posible saber si lo hacía enfadada por la inapropiada iniciativa del maquinista o agitada por el intenso dolor.

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