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Las oficinas de Las noticias ilustradas ocupaban las tres plantas de un hermoso palacete renacentista situado en la zona oeste de la calle de Fernando VII. La elección de un edificio tan céntrico, tan caro, tan poco acondicionado para un moderno uso industrial y, en definitiva, tan claramente excesivo para lo que no dejaba de ser la sede de un mero diario sensacionalista tenía, según Martin Begg, un sentido que no se medía en dinero ni en comodidad, ni tampoco en eficacia. Lo que las gárgolas y los arquitrabes y las ventanas de arco de medio punto de aquella fachada varias veces centenaria ofrecían era puro capital simbólico. El director de Las noticias ilustradas lo explicaba con una colorista analogía que mi padre, dueño del bolsillo que pagaba el alquiler, no se cansaba de repetir a la mínima ocasión: instalar la redacción de un diario especializado en sucesos criminales en un palacio de la zona noble de la ciudad era como instalar un burdel en una iglesia abandonada. La decisión parecía arriesgada, pero todo el mundo hablaba de ti.

Aquella mañana, el trajín de tipógrafos y de compaginadores, de industriosas secretarias, de chicos de los recados y de periodistas a la carrera no se diferenciaba en nada del que había animado la planta baja del edificio en mis tres visitas anteriores. El rugido mecánico de las imprentas que ocupaban su gran nave central se mezclaba con las voces de los operarios que las controlaban, diez o doce hombres enfundados en guardapolvos azules y envueltos en ese aire de despreocupada eficacia propio de los trabajadores manuales bien cualificados. Varios plumillas apenas mayores de edad iban y venían a su alrededor cargados de fajos de papeles, de cuadernos de notas y de láminas ilustradas a medio terminar, y de vez en cuando un periodista algo más veterano asomaba la cabeza por el hueco de la escalera y profería a voz en grito alguna orden a la que ninguno de los presentes parecía atender.

Las secretarias, por su parte, ocupaban toda una fila de escritorios situados en el extremo izquierdo de la sala, entre la puerta de acceso al patio interior del edificio y el pie de la escalinata que conducía a la planta noble de la redacción. Una pared acristalada las separaba de la maquinaria de imprenta y de quienes pululaban a su alrededor, protegiéndolas del ruido ambiental, del fuerte olor a tinta y a papel caliente y también, seguramente, del lenguaje no siempre apropiado de sus compañeros de planta. Todas las secretarias, sin excepción, eran jóvenes y atractivas, y la mayoría iban vestidas como señoritas de la mejor familia. Como en las ocasiones anteriores, ninguna de ellas reparó en mi presencia: aisladas del mundo por una fina película de cristal esmerilado, bañadas en la luz artificial de sus grandes lámparas de pie, las cabezas de las muchachas permanecían en todo momento agachadas sobre los montones de facturas, de correspondencia y de informes internos que debían despachar, y el único movimiento que se apreciaba en torno a sus personas era el pulcro ir y venir de las estilográficas sobre el papel.

—Si has terminado ya de inspeccionar a esas señoritas puedes darme tu sombrero —dijo Fiona, mirándome con aire divertido desde el quinto peldaño de la escalinata—. Alguien habrá por aquí arriba que sepa qué hacer con él.

Algo azorado, aparté la vista de la hilera de secretarias y reanudé la marcha escaleras arriba.

—No estaba inspeccionando a nadie —murmuré—. Solo estaba…

—Puro interés profesional, lo entiendo —me interrumpió Fiona—. Al fin y al cabo, eres el hijo del jefe.

El hijo del jefe. En cualquier otra circunstancia, este hubiera sido el inicio de una larga discusión con Fiona en torno a los peajes y las servidumbres y los muy dudosos beneficios asociados a mi condición de primogénito de Sempronio Camarasa. Pero el tiempo comenzaba a apremiar.

—Y ya te he dicho que no es necesario que nadie me limpie el sombrero.

—Es tu primer día de clase. Aunque estemos en Barcelona, no puedes presentarte en tu primer día de clase con un sombrero manchado de barro.

—Peor será presentarme con el sombrero limpio y con media hora de retraso.

—Es solo un momento. Si me esperas en mi despacho, haré que alguien te traiga una taza de chocolate.

Antes de que yo pudiera seguir protestando, Fiona desapareció por el pasillo que se abría a la derecha del vestíbulo principal de la primera planta con mi sombrero en una mano y su cuaderno de dibujo en la otra. Dos jóvenes vestidos con el atuendo habitual de los periodistas de calle se cruzaron en su camino antes de que un brusco recodo del pasillo me hiciera perderla de vista; ni ellos hicieron amago de saludarla, ni ella volvió un centímetro la cabeza en su dirección. Las cosas seguían tensas en las entrañas de Las noticias ilustradas, pensé. O tal vez los jóvenes fueran solo dos recién llegados que desconocían la identidad de la dama a la que acababan de ignorar.

El despacho de Fiona, comprobé al instante de entrar en él, se parecía cada vez más a la cámara de los horrores de madame Tussaud. Decenas de ilustraciones cubrían casi todas las superficies horizontales de la habitación, incluidos el suelo, la otomana y los tres sillones de buen cuero andaluz que rodeaban el escritorio principal, y todas juntas componían un carrusel abrumador de miserias humanas que la pluma de Fiona sabía esbozar con todo lujo de detalles en apenas unos cuantos trazos de tinta negra y espesa como sangre coagulada. Hombres y mujeres colgados de una horca, de la rama de un árbol o del borde de una cornisa a punto de ceder. Hombres apuntados al corazón por armas de fuego. Mujeres desmayadas ante la espita abierta de una lámpara de gas. Hombres y mujeres acuchillados públicamente, estrangulados en la intimidad del hogar, golpeados hasta la muerte con toda clase de objetos de variada contundencia. Hombres, mujeres y niños atrapados en incendios, en naufragios o en accidentes de circulación, pidiendo auxilio a gritos ante la impotencia de los espectadores, muriéndose para siempre en el interior de unas viñetas tan absurdas e irreparables como la misma vida real.

La hija única de Martin Begg, saltaba a la vista, no había perdido ni un ápice del talento que ya en Londres le había servido para hacerse un nombre como la ilustradora más desinhibida de toda la prensa local.

—No he encontrado a nadie dispuesto a traerte el chocolate —anunció en ese instante Fiona, entrando sin llamar en el despacho y sorprendiéndome con la escena particularmente sangrienta de un crimen pasional entre las manos—. Pero ya tengo a todo un redactor jefe cepillándote el sombrero. ¿Te gusta?

Sus ojos grises observaban la ilustración que mi curiosidad acababa de escoger de entre la pila que cubría el cabezal de la otomana. La miré de nuevo yo también: una mujer de rodillas en pleno centro de un impecable salón burgués, las manos unidas ante el rostro y el vestido a medio componer, y ante ella, feroz como un vengador medieval, un hombre de enhiestos bigotes que empuñaba un chorreante cuchillo en posición descendente.

—¿Que malgastes tu talento en esta porquería? Ya sabes que sí.

Fiona sonrió.

—Algunos, querido, tenemos que trabajar para comer —dijo, cerrando a su espalda la puerta del despacho con un ágil golpe de cadera. En la mano derecha sostenía aún el cuaderno de dibujo que la había acompañado desde nuestro encuentro en la Rambla, y en la izquierda llevaba ahora una taza de chocolate humeante—. Lo he preparado yo misma.

Tomé la taza que Fiona me tendía y le di las gracias. Bebí un sorbo, lo saboreé y asentí con seriedad.

—Excelente.

—Y muy bueno para recuperar la templanza. ¿Nos sentamos?

Fiona cogió varios de los montones de dibujos que cubrían la parte central de la otomana y los trasladó hasta sus extremos, formando sendas pilas de papel de varios centímetros de altura. Luego tomó asiento junto a la pila de la derecha y me invitó a hacer lo propio a su lado.

—Un espacio de trabajo un tanto sobrecargado, ¿no?

—Da un poco de miedo pensar que el diario lleva solo un mes y medio en marcha, sí —dijo, mirando pensativamente a su alrededor—. Dentro de un año, este despacho será intransitable.

Dentro de un año, pensé, probablemente ni ella ni el diario seguirían allí.

—Será cuestión de ir colonizando nuevos despachos —dije en cambio.

Fiona abrió entonces su cuaderno de dibujo y me lo puso sobre las rodillas.

—¿Esto te parece porquería?

Inspeccioné durante un par de minutos las varias ilustraciones que ocupaban las últimas páginas del cuaderno, dedicadas todas ellas a recoger hasta el último detalle del incendio que acabábamos de presenciar: el humo, las llamas y las nubes de ceniza; los coches de bomberos; los policías uniformados e inútiles; el corro de monjas en oración; el tranvía detenido en el carril de bajada hacia el mar, con sus caballos en posición de reposo y los raíles invadidos por decenas de curiosos convertidos en pequeñas manchas negras de asombrosa vivacidad.

—Tal vez he sido un poco brusco en mi apreciación anterior —concedí por fin, admirando como siempre la habilidad de Fiona para condensar la profusa realidad, tan cargada de detalles superfluos y de molestas incongruencias, en una limpia geometría de trazos de tinta eficazmente significativos.

—Un poco brusco. Viniendo de ti, lo tomaré como un cumplido.

Seguí admirando durante unos instantes más los esbozos de Fiona, hasta que por fin reparé en las letras del cartel que colgaba sobre la fachada de la planta baja del edificio en llamas.

—La gaceta de la tarde —leí.

Fiona debió de ver el asombro reflejado en mi cara. El asombro, y la inquietud, y también la incredulidad.

—¿No lo sabías?

Negué con la cabeza. No lo sabía.

—¿Por eso te ha enviado tu padre a cubrir el incendio? —pregunté.

Fiona se encogió de hombros.

—Un incendio en la Rambla siempre es una noticia interesante —dijo, sin el menor convencimiento—. Aunque este lo es aún más.

La gaceta de la tarde.

El principal competidor de Las noticias ilustradas en el segmento vespertino de la prensa local.

El respetable diario conservador cuya cuota de mercado había comenzado a reducirse de forma drástica como consecuencia directa de la nueva aventura empresarial de mi padre. Y también, desde hacía menos de una semana, el instigador de una feroz campaña pública de desprestigio en contra del propietario, del director y de la ilustradora principal de «ese periodicucho analfabeto y anglicanizante» que acababa de aterrizar en Barcelona «con la soberbia habitual de todos los hijos de Albión», y cuya manera de proceder contraria a las más básicas normas de urbanidad y de decencia solo buscaba, en palabras también literales de uno de sus últimos editoriales, «el enriquecimiento inmediato de sus dudosos responsables a cambio del embrutecimiento del gusto y de la corrupción del alma de un público poco letrado, mal prevenido e indefenso ante los fáciles encantos del sensacionalismo y la perversión».

Si lo que había ardido aquella mañana era la sede de La gaceta de la tarde, a mi padre acababa de surgirle un grave problema.

—Sabes lo que esto significa, ¿verdad?

Fiona asintió con una sonrisa en los labios.

—Un diario menos con el que competir.

—Hablo en serio.

—Y yo también. ¿Esperas que sienta lástima por la mala fortuna de una gente que nos ha llamado lo que nos ha llamado a tu padre, al mío y a mí?

—Espero que sientas inquietud por todas las cosas que van a empezar a decirse de vosotros a partir de esta misma tarde en todos los demás diarios.

Fiona agitó la cabeza con aire de incredulidad.

—¿Piensas que el incendio ha sido cosa nuestra?

—Claro que no. Pero sé lo que pensarán otras personas. O lo que fingirán pensar.

—Lo que fingirán pensar —repitió Fiona.

—La gaceta de la tarde ataca públicamente a Las noticias ilustradas. Las noticias ilustradas responde también públicamente al ataque de La gaceta de la tarde. Y unos días después, las oficinas de La gaceta de la tarde acaban reducidas a cenizas. ¿No te parece una historia demasiado buena como para no aprovecharla?

«Tu padre lo haría sin dudarlo», estuve a punto de añadir. Y Fiona, evidentemente, pensó lo mismo que yo.

—Publicidad gratuita, en cualquier caso —afirmó—. Mi padre sabrá aprovecharla. Y al tuyo no le importará que lo haga.

Esto último, desde luego, también era cierto. Cuando había dinero de por medio, el sentido del honor de mi padre y sus grandes ideales humanistas se disolvían como un terrón de azúcar en absenta.

—Ya veo —dije—. ¿Portada esta misma tarde?

—En cuanto componga algo decente con estos esbozos y lo entregue en la redacción.

Me imaginé la apariencia del diario que saldría en menos de seis horas a la calle: la tipografía esquinada del titular, la ilustración a tres cuartos de página, el pie de imagen rebosante de adjetivos y de signos de exclamación y, en páginas interiores, la prosa cuidadosamente escogida para, sin decir nada, darlo todo a entender.

Problemas.

—Esto no me gusta ni un pelo —comenté.

—Por eso tú no trabajas aquí.

En ese instante sonaron dos golpes secos en la puerta del despacho. Antes de que Fiona pudiera incorporarse en la otomana y preguntar quién llamaba, la puerta se abrió de par en par y por ella apareció un hombre de unos sesenta años con grandes bigotes, largas patillas y una expresión malhumorada en el rostro.

—Su sombrero, señorita —dijo, arrojándole mi chambergo a Fiona desde el umbral de la puerta y desapareciendo al instante.

El sonido que hizo la puerta al cerrarse se pareció mucho al que hace una cornisa al desplomarse sobre un suelo empedrado.

—¿El redactor jefe? —pregunté.

—Un viejo con carácter —asintió Fiona, recogiendo mi sombrero de la pila de dibujos sobre la que había caído y examinándolo con aprobación—. Pero un viejo que sabe manejar un cepillo.

Tomé el sombrero de entre las manos de Fiona y me lo calé con cuidado, notando al instante en la cabeza una agradable calidez que me sugirió, absurdamente, la imagen del viejo redactor jefe poniendo a hervir una tetera en su despacho y sosteniendo mi chambergo ante su chorro de vapor. Acto seguido le devolví a Fiona su cuaderno de dibujo, apuré el último trago de chocolate y me puse en pie.

—Ahora sí que me tengo que ir —dije.

Fiona se levantó también.

—¿De verdad estás preocupado?

—¿Por mi primera clase?

—Por el incendio.

Me encogí de hombros.

—Preferiría que no hubiera sucedido.

—Preferirías que tu padre nunca hubiera fundado este diario.

Sonreí tristemente.

Preferiría que mi padre nunca hubiera decidido regresar a Barcelona.

—Yo no diría tanto —murmuré, tomando la mano que Fiona acababa de tenderme a manera de despedida y besándola con suavidad.

Y por un instante, mientras la puerta de su despacho terminaba de cerrarse entre nosotros, me pareció que los ojos grises de la inglesa volvían a mirarme con el fulgor y la intensidad con los que alguna vez, en otra vida, me habían observado fijamente entre las sombras de ciertos barrios polvorientos del East End.

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