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Eran ya cerca de las cinco cuando llegamos a mi casa, después de haber remontado plácidamente las anchas aceras del paseo de Gracia y de habernos desviado cada dos o tres manzanas para inspeccionar, a derecha y a izquierda de la avenida, el lento avance de las obras del nuevo Ensanche barcelonés, cuya rígida geometría de celdas y chaflanes y ejes en cuadrícula era uno de los temas de discusión favoritos entre los pocos alumnos de la escuela a los que de verdad parecía interesarles la arquitectura.

En esas discusiones, Gaudí y yo solíamos alinearnos en un mismo bando, el de los intrigados tanto por la limpia visión matemática de Ildefonso Cerdà como por su torpe aplicación sobre el terreno, si bien mi manera de defender esa opinión —la idea era buena, la ejecución deficiente, el resultado incierto— se asemejaba muy poco a la de mi amigo. Con Gaudí, tal y como yo mismo había experimentado en carne propia durante nuestra primera conversación en la Lonja, toda discusión de orden estético terminaba en agresión verbal, en silencioso desdén o en pura rendición aburrida del contrincante. Las verdades del arte en las que Gaudí creía con firmeza eran justamente eso, verdades, y como tales no se discutían ni se razonaban: se reconocían y acataban sin más. Para él, opinar sobre una cuestión estética tenía el mismo sentido que hacerlo sobre una fórmula matemática o sobre una ley de la ciencia natural. La verdad artística era una, objetiva e inmutable; y él parecía ser el único que se hallaba en su completa posesión.

Todo lo cual lo convertía, por supuesto, en un condiscípulo intratable, un contertulio imposible y un alumno de pesadilla para cualquier profesor que conservara un mínimo de orgullo profesional.

—Una verja espléndida —dictaminó Gaudí, para mi infinita sorpresa, cuando llegamos a la calle Mayor de Gracia y le mostré, todavía en la distancia, la torre de veraneo que mi padre había alquilado para acoger nuestro regreso a la ciudad—. Esas formas vegetales son de un buen gusto inesperado.

El último adjetivo no tenía, decidí, intención polémica.

—Celebro que le gusten —dije—. ¿Listo para el encuentro con mi hermana?

Margarita nos estaba esperando en el pequeño jardín asilvestrado que resguardaba el edificio principal de la torre de la curiosidad de los transeúntes. Llevaba puesto su mejor vestido de estar por casa, lleno de discretas curvas y de domésticos repliegues y oloroso aún, de forma apenas metafórica, a la fragancia de la tienda de modas de Bond Street en la que había sido comprado. No llevaba guantes ni sombrero, y se había recogido el pelo en un sencillo moño floral que dejaba al descubierto su blanco cuello y las desnudas orejas. Una pequeña victoria de nuestra madre, deduje, y una derrota en toda regla de mi hermana: la noche anterior, durante el chocolate con melindros de rigor en el salón de mamá Lavinia, la conveniencia o no de que una muchacha de diecisiete años recibiera al nuevo amigo de su hermano con pendientes en las orejas había sido, con mucho, el tema de conversación más polémico de la jornada entre las dos mujeres de mi vida.

Margarita, con todo, parecía sentirse extremadamente feliz ante la perspectiva de aquel encuentro inminente.

—Querido hermano —me saludó, acaso por primera vez en nuestras vidas, al tiempo que abría la puerta de la verja con un gesto ágil y elegante, inconfundiblemente ensayado—. Qué alegría tenerte ya en casa. —Y luego, retirando su atención de mi persona y desplazándola por entero a mi acompañante, añadió con tono casual—: El señor Gaudí, supongo.

—Un placer conocerla por fin, señorita Camarasa. —Gaudí tomó la mano que mi hermana le tendía y depositó un torpe beso a la altura de los nudillos—. Su hermano me ha hablado mucho de usted.

—Gabi es un joven encantador, sí —murmuró, aferrándose, como era su costumbre, a ese apodo que yo hubiera querido dejar olvidado en Londres junto al resto de los accesorios de mi larga adolescencia—. Pero puede usted llamarme Margarita, si le parece bien.

—Señorita Margarita, entonces.

Mi hermana arrugó fugazmente la nariz, pero no perdió la sonrisa.

—Margarita a secas, por favor.

—Cuando mis padres bautizaron a mi hermana, no previeron las dificultades métricas de su futuro tratamiento —expliqué yo—. «Señorita Margarita» suena a primer verso de canción infantil, ¿no le parece?

—Gracias, querido —musitó ella—. Creo que el señor Gaudí ya lo ha entendido.

Mi amigo asintió con exquisita seriedad.

—Margarita, entonces —dijo—. Los nombres florales son mis preferidos.

Margarita agradeció el cumplido inclinando ligeramente la cabeza y convocando uno de esos rubores instantáneos que mi hermana, para mi perpetua maravilla, era capaz de pintar y despintar a voluntad sobre su rostro desde que tenía trece años.

—Se llama usted Antoni, ¿verdad, señor Gaudí?

—Antoni Gaudí —asintió mi amigo—. Por supuesto, usted puede llamarme simplemente Antoni.

—¿Le importa que lo llame mejor Toni? Le parecerá una tontería, pero los nombres de tres sílabas nunca me han gustado.

Gaudí parpadeó un par de veces y me miró de reojo.

—Será un honor que lo haga, Margarita —respondió finalmente, en vista de que yo no acudía en su ayuda.

La sonrisa que iluminó el rostro de mi hermana fue tan hermosa que hubiera merecido impresionar un par de placas de mi cámara fotográfica.

—Tal vez quiera acompañarnos a la terraza de tarde, Toni —dijo, pronunciando el nombre con un tono de instantánea intimidad—. Si es usted aficionado al té, el que tenemos en esta casa le parecerá de lo más interesante.

Margarita cerró con llave la puerta de la verja y espantó discretamente a un par de gatos callejeros que nos observaban desde la acera. Luego, haciendo tintinear el mazo de llaves en la mano, nos guio a través del jardín hasta el pequeño patio cubierto que albergaba cada noche nuestras cenas a solas, y una vez allí nos invitó a tomar asiento ante la mesa ya preparada, se excusó brevemente y desapareció en busca de la doncella que habría de servirnos el té.

—No conocía yo esta faceta suya tan galante, amigo Gaudí —dije, cuando nos quedamos solos—. ¿O tal vez puedo dejar caer yo también su apellido y la primera sílaba de su nombre?

Gaudí se expulsó una mota de polvo imaginaria del puño izquierdo de su camisa.

—A una dama, amigo Camarasa, se le toleran confianzas que a un caballero jamás se le podrían permitir.

—Ya veo.

—Como, por ejemplo, la de invitarle a uno a merendar para luego infligirle un té inglés con pastas.

Sonreí.

—El té no es inglés, es de Ceilán. E imagino que también tendremos unos cuantos canapés.

—¿Su familia aún no ha descubierto el café con leche?

—Estoy educándolos en este sentido. Seis años en Londres dejan su huella sobre el espíritu, ya lo sabe usted. —Me desabotoné la chaqueta e invité con un gesto a Gaudí a que hiciera lo propio con su levita—. De momento he conseguido introducirlos en el chocolate y en los melindros, pero solo después de cenar.

El rostro de mi amigo se distendió ligeramente.

—Un chocolate con melindros suena bastante aceptable.

—Solo después de cenar —repetí—. Lo siento.

Gaudí se desabrochó los dos botones superiores de la levita, y ahí detuvo su amago de acomodarse a la situación.

—¿Su madre se unirá a nosotros? —preguntó al cabo de un par de minutos, tras haber inspeccionado en silencio las formas de la balaustrada de mármol que cerraba parcialmente el patio y las del pasamano de piedra que acompañaba, unos pocos metros más allá, el descenso de la breve escalinata que salvaba el desnivel del jardín.

—Mamá no se encuentra del todo bien esta tarde —se adelantó a responder mi hermana, apareciendo por la puerta del salón en compañía de Marina, nuestra doncella favorita—. Pero espera poder recibirlo un momento en su salón antes de que se marche.

—Nuestra madre es una mujer delicada —expliqué, sonriéndole a Marina mientras la muchacha repartía por la mesa el contenido de su sobrecargada bandeja.

—Espero que se mejore, entonces.

—Todos lo esperamos, sí. Gracias, Marina.

La muchacha agachó un poco más la cabeza y desapareció en el interior del edificio.

—Quizá las emociones de estos últimos días han resultado excesivas para ella —aventuró Gaudí.

—Que la policía aparezca tres veces de visita en tu casa en menos de veinticuatro horas no es plato del gusto de nadie —asintió Margarita, con una sonrisa que evidenciaba justo lo contrario.

—Y que a tu marido lo señalen en todos los diarios como el inductor de un delito grave tampoco ayuda —coincidí, en cualquier caso.

—Es horrible, sí. ¿Leche y azúcar, Toni?

Gaudí contempló con resignación el contenido verdoso de su taza.

—Gracias, Margarita.

—Un placer. —Mi hermana añadió una nube de leche casi cuajada al té de nuestro amigo, y luego hizo lo propio con el mío. Solo después de servirnos también a ambos el azúcar se aderezó ella misma su bebida—. Entonces, Toni, ¿usted también cree que nuestro padre es un loco incendiario?

Gaudí se humedeció cortésmente los labios en el contenido ahora blanquecino de su taza antes de responder.

—No creo que nadie piense eso de su padre.

—Pues yo creo que lo piensa toda Barcelona. —Margarita se volvió hacia mí—. Esta mañana han llegado cinco más.

Estupendo, pensé.

—¿Mamá los ha visto?

—Marina me los ha dado a mí en cuanto han llegado, y yo se los he llevado directamente a papá. Acababas de marcharte cuando ha llegado el cartero.

—Y decían…

—Lo mismo que los de ayer. Pero peor.

Asentí seriamente y miré a Gaudí, que nos escuchaba con evidente interés.

—¿Anónimos? —preguntó, antes de que yo tuviera ocasión de pronunciar esa misma palabra.

—De la peor clase —asentí.

Por alguna razón, acaso por vergüenza, aquella mañana había preferido no decirle nada a mi amigo de las tres primeras cartas que habían llegado a nuestra casa durante el día anterior. Algo había en aquellos mensajes que me inquietaba de una forma mucho más seria, más profunda, incluso más personal que cualquiera de las otras agresiones que se habían ido sucediendo a nuestro alrededor a lo largo de toda la semana, incluidas las tres visitas de la policía a mi padre o las dos primeras denuncias interpuestas contra él por el dueño de La gaceta de la tarde y por la empresa propietaria del edificio incendiado.

La naturaleza de las acusaciones que esos anónimos contenían, tal vez.

El fondo incuestionable de verdad que había en alguna de ellas.

—Son terribles —dijo Margarita—. Yo casi me desmayo al leerlos. Si los viera mamá, sería un golpe mortal para ella. ¿Verdad, Gabi?

Por esta vez, dejé pasar la tendencia natural de mi hermana a la hipérbole y le di la razón. Sin entrar en detalles incómodos, los que afectaban a ciertas actividades no comerciales de Sempronio Camarasa que el remitente parecía conocer —o adivinar— mejor que sus propios hijos, le describí brevemente a mi amigo la forma y el contenido de los tres anónimos del día anterior, y mi hermana hizo lo propio con los otros cinco llegados aquella mañana. Unos y otros consistían en la misma clase de mensajes cortos y directos, irreproducibles por los labios o ante los oídos de una dama, compuestos a partir de palabras pulcramente recortadas de las páginas de Las noticias ilustradas y aderezados con una serie de dibujos mutilados de Fiona Begg que, fuera de su contexto natural, se convertían en algo muy parecido a violentas amenazas de muerte o de algo peor. El sentido de los ocho mensajes era el mismo: advertirle a nuestro padre de lo que podría llegar a sucederles a él y a su entorno si no cerraba de inmediato Las noticias ilustradas y abandonaba su trabajo en favor de lo que uno de los anónimos llamaba, con meritoria elegancia, «la causa del demonio francés».

Este último sintagma había sido, precisamente, el que me había llevado a no comentar con Gaudí aquella mañana la existencia de los mensajes. Tampoco esta vez mencioné la frase en cuestión, que para mí estaba cargada de un sentido que a Margarita, por fortuna, parecía escapársele por completo.

—¿Y cuál ha sido la reacción de su padre ante esos anónimos, si puedo preguntarlo? —inquirió Gaudí, cuando ambos hubimos completado nuestro relato.

—La misma que ante todo lo demás. Impasibilidad y silencio.

—Nuestro padre es un hombre muy valiente —dijo Margarita.

—Supongo que es una forma de decirlo, sí.

—Es un hombre valiente —repitió ella, mirándome con ojos de reproche—. Él nunca se dejaría asustar por un cobarde que ni siquiera se atreve a firmar sus cartas. —Y volviendo la vista hacia Gaudí, preguntó con toda seriedad—: ¿No opina usted que el anonimato es la peor falta de educación que existe?

Acaso para ganar algo de tiempo, Gaudí pescó un canapé de pepino y mantequilla de la bandeja que Marina nos había servido y lo depositó en su propio platillo.

—Sin duda que sí —respondió finalmente.

Margarita asintió con la cabeza y sonrió de nuevo.

—No hay nada más lamentable que un hombre cobarde —afirmó—. Usted, en cambio, es un hombre extraordinariamente valiente.

—¿Usted cree?

—La forma en que le salvó la vida a mi hermano fue totalmente heroica.

—No creo que «heroica» sea la palabra más ajustada a lo que sucedió en realidad…

—Pues yo sí lo creo —insistió Margarita, poniéndose seria—. Cuando Gabi me contó lo que le hubiera podido suceder de no haber estado usted allí para salvarlo, estuve a punto de desmayarme. ¿Verdad, Gabi?

Asentí con la cabeza mientras saboreaba, en la medida de lo posible, mi segundo canapé de pasta de pescado.

—Margarita, ya lo irá viendo, tiene una asombrosa facilidad para casi desmayarse —informé a Gaudí—. Lo ha aprendido de las heroínas de todas esas novelas francesas que lee.

Margarita me fulminó con la mirada.

—Mi hermano es un joven muy divertido —dijo—. Ya ha debido de darse usted cuenta de ello.

—Su sentido del humor es muy refrescante, sí.

—En mi familia estamos muy orgullosos de él. —Margarita se puso en pie, rodeó la mesa para alcanzar el servicio de té y, antes de que Gaudí pudiera impedirlo, rellenó de nuevo la taza que este había logrado vaciar con admirable tenacidad—. Lo que me recuerda…

Sin mayores explicaciones, mi hermana dejó la jarra de leche ya templada sobre la mesa y desapareció casi a la carrera en el interior de la casa, dejando al pobre Gaudí enfrentado al nuevo reto de dar cuenta de una segunda taza de té con leche y azúcar y a mí, como siempre en estos casos, repasando las últimas líneas de nuestra conversación en busca de alguna clave que explicara aquel repentino mutis por el foro de la pequeña de los Camarasa.

Cuando reapareció a través de la puerta de la terraza al cabo de un par de minutos, Margarita llevaba una tarjeta de visita en la mano y una expresión de dueña del secreto en la mirada.

—Esta mañana has tenido una visita —dijo, tomando asiento de nuevo a mi lado y dejando la tarjeta junto a mi taza—. Un hombre joven, de unos veinticinco años, que se ha presentado como periodista. Ha llamado a la puerta poco antes de las doce, cuando mamá y yo estábamos a punto de salir a dar nuestro paseo matutino. Preguntaba por ti. Marina le ha dicho que no estabas y que se marchara, pero él ha insistido en hablar con alguien de la familia. Así que me ha llamado a mí.

Cogí la tarjeta y la inspeccioné durante unos instantes. Luego se la tendí a mi vez a Gaudí.

—«Víctor Sanmartín» —leyó él en voz alta, pareciendo tan poco sorprendido como yo mismo—. «Redactor de La gaceta de la tarde».

—Un joven muy apuesto —nos informó Margarita—. Y muy bien vestido. Aunque no tanto como usted —añadió de inmediato, sonriéndole a Gaudí.

—¿Ha dicho qué quería?

—Solo ha dicho que necesitaba hablar contigo.

—No con papá.

Margarita negó con la cabeza.

—Contigo. Ha dicho que volvería a venir por aquí dentro de un par de días, pero que tú podías encontrarlo mañana por la noche en la dirección que ha escrito en el reverso.

—«Calle de Aviñón, número tres, primero tercera» —leyó también Gaudí—. Si no me equivoco, eso está a un par de pasos de las oficinas de Las noticias ilustradas.

—Estupendo —dije yo—. El diablo a las puertas.

—Yo le he dicho que ni tú ni nadie de nuestra familia tenía nada que hablar con él. Que en esta casa no nos gustan los periodistas mentirosos. —Margarita frunció el ceño—. Es el tipo del que me hablaste la otra noche, ¿verdad? El autor de todas esas cartas horribles de los diarios.

—Eso creemos, sí —respondí, recogiendo la tarjeta que Gaudí me devolvía y guardándomela en el bolsillo interior de la chaqueta—. En realidad, estamos bastante seguros de ello.

—O él ha escrito el noventa por ciento de esas cartas, o su estilo es tan contagioso que el noventa por ciento del público lector de diarios de Barcelona ha interiorizado por completo su sintaxis, su vocabulario y sus patrones de razonamiento.

Margarita arrugó la nariz en un mohín de desprecio.

—Otro cobarde —dijo—. Apuesto y bien vestido, pero cobarde.

—¿Por qué querrá verme precisamente a mí?

Gaudí se encogió de hombros.

—Buscará una vía indirecta de acceder a su padre —aventuró—. O tal vez piensa que puede usted tener alguna información digna de colorear todavía un poco más sus escritos. ¿Piensa devolverle la visita?

—¿Debería?

—Mejor enfrentarse a él en su terreno que dejarlo penetrar otra vez en el de usted…

—También me puedo limitar a ignorarlo.

Mi amigo negó con la cabeza.

—Un joven tan industrioso como el señor Sanmartín no se resignará a que usted lo ignore.

Eso era cierto. El encuentro con Víctor Sanmartín era algo que podría postergar tal vez un par de días, pero no evitar indefinidamente.

—Hoy ha vuelto a publicar una entrevista en La información y un artículo en el Diario de Barcelona —le expliqué a Margarita—. Y un puñado de cartas más en los tres diarios de la mañana.

Mi hermana asintió seriamente. En una de sus pocas decisiones razonables de los últimos días, mi padre le había vetado el acceso a la prensa desde el miércoles, y ahora ella y su amiga Marina dependían de mis filtraciones para conocer el estado real de la situación ahí fuera.

—¿Diciendo lo de siempre?

—Más o menos. Cosas no tan graves como las de esos anónimos, pero más graves de lo que cualquier diario pretendidamente serio debería atreverse a publicar.

Margarita repitió su mohín de desprecio.

—Cobarde —dijo—. ¿No es horrible, Toni?

Gaudí asintió desde el otro lado de su taza de té nuevamente demediada.

—Desde luego, Margarita.

—Tienes que ir mañana por la noche a su casa y hacerle frente. Tienes que decirle que ni papá ni el señor Begg harían nunca nada de todo eso que él dice. Y que Fiona a lo mejor está loca, pero no es la desvergonzada que él se piensa. —Mi hermana dejó de apuntarme con la uña parcialmente mordida de su dedo índice y se volvió de nuevo hacia Gaudí—. Y usted, Toni, tiene que acompañarlo.

Nuestro amigo sonrió incómodamente.

—Me temo, Margarita, que mañana no podré acompañar a su hermano a ningún sitio. Aunque confieso que me gustaría conocer a ese caballero.

—Oh, entiendo. —A mi hermana se le ensombreció la mirada—. ¿Alguna cita romántica, tal vez?

—Margarita…

La muchacha me miró con aire compungido.

—Lo siento. No es asunto mío. Una dama no debe interesarse por las salidas nocturnas de un joven libre de ataduras. —Margarita compuso un esforzado gesto de contrición y lo mantuvo, aproximadamente, durante el par de segundos que tardó en añadir—: Porque usted está libre de ataduras, ¿verdad, Toni?

Apuré mi último sorbo de té con leche y retiré hacia el centro de la mesa la taza vacía.

—Si mamá te oyera preguntarle estas cosas a un desconocido, ella sí que se desmayaría de verdad —dije.

—Toni no es ningún desconocido.

—Anyway. —Repartí una sonrisa entre mi hermana y nuestro amigo y me puse en pie—. Ahora, si os parece, vamos a olvidarnos de una vez por todas de los problemas de Sempronio Camarasa y vamos a dedicarle nuestra atención a algo mucho más interesante.

Margarita resopló de forma encantadora.

—Estupendo —exclamó, limpiándose las manos en su servilleta y dejándola caer sobre el mantel—. Tus juguetes otra vez.

Así pues, tras un breve interludio dedicado a recorrer las principales estancias de la casa y los rincones más amenos del jardín y a saludar brevemente a mi madre, que seguía reposando en su sillón favorito del salón de tarde y parecía estar, en efecto, convaleciente de cualquiera que fuese su más reciente dolencia, Gaudí, mi hermana y yo nos pasamos el resto de la tarde inspeccionando las últimas novedades llegadas a mi humilde taller fotográfico.

Todos aquellos cachivaches interesaron vivamente a Gaudí, desde los obturadores de luz para exteriores y la lámpara de combustión experimental hasta la nutrida colección de lentes tintadas, pulidas a la inversa o talladas en diversos grados de convexión que acababan de llegarme de Londres a principios de aquella misma semana. También llamaron su atención la pequeña colección de linternas mágicas, el cosmorama con novísimas escenas de África occidental y el proyector de imágenes estroboscópicas, cuyo uso mi padre me había prohibido después de que en cierta ocasión, hacía ya un par de años, una pequeña broma mía en el desván de nuestra casa de Mayfair hubiera acabado con Margarita y con mi madre paralizadas —literalmente paralizadas— por uno de esos ataques de terror cerval que yo, hasta ese mismo instante, había creído que solo sufrían los personajes de las novelas de Anne Radcliffe.

Sin embargo, los objetos del taller que más atrajeron la atención de mi amigo fueron, me pareció, las seis o siete placas recién reveladas con algunas de las fotografías que yo había estado tomándole a Fiona Begg durante los últimos días en el estudio que la inglesa tenía instalado en la antigua casa de labranza.

Fiona aparecía en todas ellas vestida con una larga túnica romana, el pelo suelto sobre los hombros, los brazos y los pies desnudos y posando de formas diversas —brazos en jarras, de medio perfil, mirada perdida en el cielo o fija en la lente de la cámara— ante alguno de los grandes lienzos de tema onírico en los que la hija de Martin Begg volcaba todo su arte y su imaginación cuando no estaba esbozando los planos de la escena de un crimen o dibujando un cadáver del natural.

—Fiona Begg —dije, al reparar en la atención con la que Gaudí inspeccionaba una de esas fotografías—. Una mujer hermosa, ¿verdad?

Mi amigo asintió distraídamente.

—Un rostro muy armónico —afirmó, dejando esa imagen y tomando otra de la misma serie: Fiona recostada en un diván con un cuenco de madera en las manos y la mirada perdida en algún punto situado al suroeste de los límites de la fotografía—. ¿Esos lienzos que hay detrás de ella…?

—Obra suya —confirmé—. Ya le había dicho que Fiona es una artista digna de consideración. A no ser, claro, que su juicio superior entienda que esos paisajes no son más que basura al óleo.

Gaudí inspeccionó durante algunos instantes más esa segunda fotografía.

—No sabría qué decirle —declaró por fin—. Si sus fotografías tuvieran un poco más de calidad, tal vez me atrevería a juzgarlos.

Mientras encajaba con una sonrisa aquel previsible pescozón verbal de mi amigo, se me ocurrió por primera vez que sería interesante presenciar un encuentro entre aquellos dos personajes: el arquitecto convencido de su absoluta posesión de la verdad artística y la ilustradora convencida de la absoluta verdad de sus propias visiones.

—Tengo que presentarle un día de estos a Fiona —dije—. Lástima que ella esté ahora trabajando y que usted no pueda quedarse hoy a cenar.

—A Toni no le gustará —intervino Margarita desde la otomana en la que se había ovillado hacía diez minutos, después de haberse pasado los tres cuartos de hora anteriores exteriorizando de formas diversas el aburrimiento que le causaban mi afición por la fotografía y mi gusto por los ingenios importados de allende el canal—. La pobre Fiona está loca. Y los locos, Gabi, no le gustan a todo el mundo.

—Ser excéntrica no es estar loca, querida. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

Margarita frunció el ceño y me sacó la lengua, en uno de esos encantadores gestos de niña pequeña que de vez en cuando se le escapaban todavía.

—Fiona está loca —dijo, dirigiéndose a Gaudí—. Ve cosas.

—¿Ve cosas?

—Cuando Gabi se la presente, dígale que le enseñe sus cuadros. Y luego, si aún le quedan ganas, pídale que le explique cómo los ha pintado.

—A eso se lo llama «inspiración», creo —comenté.

—A eso se lo llama «estar más loca que una cabra» —insistió Margarita—. Que le explique también todas las cosas en las que cree, Toni. Las cosas políticas y las cosas espirituales. Ya verá qué divertido.

Gaudí asintió seriamente: en cuanto conociera a Fiona, lo primero que haría sería interrogarla sobre sus creencias y sobre sus métodos de composición.

Justo en ese instante, las vecinas campanas de la Torre del Reloj de Gracia comenzaron a tocar las siete y provocaron una inmediata reacción en mi amigo.

—Me temo que debo irme ya —dijo, tendiéndome la fotografía que sostenía todavía entre sus manos—. A las ocho me espera Francesc en la otra punta de la ciudad.

Margarita puso cara de desilusión.

—¿De verdad que no quiere quedarse a cenar? A nuestro padre le gustaría conocerlo…

—Ojalá pudiera, de verdad —se excusó Gaudí—. Pero ha sido una tarde deliciosa, y estaré encantado de repetirla en cuanto tengan ustedes a bien invitarme de nuevo.

—Le tomamos la palabra.

Gaudí sonrió vagamente, y luego se dio media vuelta y le echó un último vistazo a la hilera de linternas mágicas y al proyector de imágenes estroboscópicas que yo había dispuesto para él sobre la mesa de trabajo. Pensando tal vez en la manera de engañar con su ayuda a sus mecenas espiritistas, me dije mientras recogía las imágenes de Fiona, las guardaba en la carpeta etiquetada como «Ensayos romanos» y archivaba esta junto a todas las demás carpetas que componían lo que yo empezaba a llamar ya, siempre en la estricta privacidad de mi cerebro, «mi obra fotográfica en marcha». Una obra que por entonces todavía consistía, mayormente, en largas series de fotografías de Fiona en las que la inglesa aparecía posando con alguno de los muchos disfraces que habían hecho con ella el viaje entre Londres y Barcelona. Doncella medieval, musa ateniense, delicado caballero con traje y corbata: las mil y una identidades de una mujer siempre dispuesta a dejarse retratar por una cámara amiga.

Para cuando cerré con llave el archivo y me di la vuelta de nuevo, Margarita se había plantado frente a Gaudí y había accionado otra vez el ingenioso mecanismo de sus rubores selectivos.

—¿Sería muy osado por mi parte decirle que tiene usted unos ojos espléndidos? —la oí murmurar apenas, con un hilo de voz acaso también impostado—. Y un color de pelo muy original. Pero seguro que ya se lo han dicho mil veces…

Diez minutos más tarde, a solas ya los dos junto a la verja entreabierta, mi hermana me anunció que aquel hombre al que ahora veíamos alejarse calle abajo camino de la ciudad era el más elegante que ella había conocido en su vida, y el más apuesto, y el más parecido al hombre de los sueños de cualquier señorita dotada con un mínimo de buen gusto y de imaginación.

—¿Tú crees que el nuestro es un amor imposible? —me preguntó finalmente, una vez Gaudí hubo desaparecido por completo de nuestro campo de visión.

La mirada con la que Margarita aguardaba mi predecible respuesta era tan triste que no tuve más remedio que improvisar.

—Los amores imposibles solo existen en las novelas —dije—. En la vida real, como mucho, hay amores improbables.

Y con aquello mi hermana pareció darse por satisfecha.

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