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Hacia las diez de la mañana, dejamos a Fiona encerrada con sus plumas y sus papeles en su despacho de la calle de Fernando VII y regresamos al barrio de la Ribera siguiendo el itinerario más excéntrico que Gaudí fue capaz de idear. Un breve encuentro con Martin Begg en el pasillo de la primera planta del palacete nos había confirmado lo que la presencia de dos agentes de la policía judicial apostados junto a su puerta ya nos había dado a entender: que mi padre seguía sin dar señales de vida. Esa fue toda la información que sacamos de él. La única preocupación verdadera del director de Las noticias ilustradas a aquellas horas de la mañana era, como cualquier otra jornada, que los contenidos de su diario estuvieran listos antes del cierre de edición. A partir de la una de la tarde, el brutal asesinato de Eduardo Andreu y la inexplicable desaparición de mi padre se convertirían para él en urgentes cuestiones personales susceptibles de poner en jaque su trabajo, su futuro y tal vez incluso su libertad, pero hasta entonces no eran más que los ingredientes principales de una gran noticia de portada cuya cobertura había que asegurar con el mayor despliegue de medios posible, antes de que la competencia tuviera ocasión de lanzarse sobre ella.

—No va a ser agradable para usted leer hoy los diarios vespertinos —comentó Gaudí mientras abandonábamos la calle de Aviñón a través de un estrecho pasaje rezumante de orines de gato—. Su padre se va a convertir en un hombre muy famoso.

—Estoy preparado para lo peor.

—Lo peor vendrá de su propia casa.

—Para eso también estoy preparado.

Mi amigo emitió un gruñido que quería sugerir, sin duda, la falsedad evidente de mi afirmación.

—Cuénteme lo que sucedió ayer por la tarde —dijo.

—¿Ayer por la tarde?

—Su padre tenía reservada una butaca en un palco del Liceo, y al final esa butaca acabé ocupándola yo. Su madre me dijo que a su padre le surgió un compromiso de última hora; una cena de trabajo, o algo por el estilo. ¿Es así?

—Eso fue lo que dijo él, sí. Llegó a casa a las seis de la tarde y estuvo un rato con mi madre en su salón, como siempre. A las seis y media subió a su dormitorio para empezar a vestirse, y entonces apareció Marina con un sobre para él y…

—¿Marina? —me interrumpió Gaudí.

—Una de las doncellas. La muchacha que nos sirvió el té la tarde de su visita.

Gaudí asintió.

—Continúe, por favor.

—Margarita y yo estábamos en la terraza, jugando una partida de naipes antes de subir también a cambiarnos para la función. Marina apareció entonces con un sobre que acababa de llegar para mi padre y se lo entregó a Margarita. A mi hermana le gusta repartir la correspondencia en casa.

—¿Solo repartirla?

—Repartirla y algo más, sospecho —sonreí. Y solo entonces caí en ello—. Tiene razón, tal vez Margarita le echara un vistazo al contenido de ese sobre antes de entregárselo a mi padre.

—Se lo preguntaremos durante el almuerzo —dijo Gaudí, invitándose de esta manera a almorzar por primera vez en el hogar de los Camarasa—. En cualquier caso, su hermana le subió el sobre a su padre y este decidió abruptamente anular su sesión de ópera en familia.

—Bajó al cabo de cinco minutos y se lo dijo a mi madre. Mi madre fue la que me lo dijo a mí. Su explicación fue la misma que le dio a usted: que a mi padre le había surgido una importante cena relacionada con el trabajo.

—¿Con Las noticias ilustradas?

—Quién sabe…

—Su padre tiene otros negocios en marcha, además del diario —apuntó Gaudí, despojando a su frase de cualquier flexión interrogativa.

—Entiendo que sí. Pero ya sabe que yo apenas conozco nada de sus asuntos. Por mucho que le sorprenda a usted.

—¿Las cenas de trabajo son habituales en su agenda?

—En las tres semanas que llevamos nosotros aquí —dije, refiriéndome a mi madre, mi hermana y yo mismo—, habrá faltado a tres o cuatro cenas familiares. En una ocasión, al menos, no había regresado todavía cuando yo me acosté a las doce. Pero nunca había pasado una noche entera fuera de casa.

—Cuando ustedes salieron camino del Liceo, ¿él ya se había marchado de la torre?

Negué con la cabeza.

—Mi hermana y yo subimos a despedirnos de él a su despacho antes de irnos. Estaba revisando unos papeles en su escritorio. Había vuelto a cambiarse de ropa y parecía listo para salir también.

—¿Ropa elegante?

—Mi padre nunca se ha puesto una prenda que no fuera elegante. Pero no era ropa de etiqueta, si es eso lo que quiere decir. Nosotros íbamos más arreglados que él.

—Esa doncella, Marina, ¿ha sabido dar cuenta de la hora a la que salió de casa?

—Nosotros montamos en la berlina cerca de las siete y media. Según sus cálculos, él tardó unos veinte minutos más en marcharse.

—¿Y si ustedes se llevaron la berlina…?

—Mi padre es un buen caminante —me adelanté a responder—. Y al pie de nuestra calle nunca faltan coches de alquiler.

Gaudí detuvo nuestra marcha en una encrucijada de callejuelas sin adoquinar y, tras una breve vacilación, optó por la más cochambrosa de todas. Tampoco esta vez protesté.

—Su padre llegó a Barcelona varios meses antes que ustedes, ¿verdad? —preguntó entonces.

—Él llegó a principios de julio —asentí—. Nosotros, como sabe, llegamos el primero de octubre.

—Y la razón de ese desajuste…

—Él necesitaba estar en Barcelona para supervisar los últimos pasos de la puesta en marcha del diario. La idea, creo, era que viajáramos todos juntos en esa fecha, a principios de julio. Pero el proceso de subarrendar la casa de Mayfair se complicó más de lo previsto, y también hubo algunos problemas con el cierre de la casa de subastas y con la transferencia a España de algunas cuentas bancarias.

Gaudí asintió.

—Fue imprescindible que ustedes se quedaran en Londres.

La forma en que lo dijo sugirió bien a las claras lo poco que lo convencía aquella historia.

—¿Está sugiriendo que mi padre quería estar tres meses a solas en Barcelona antes de reunir consigo a su familia?

En lugar de responderme, mi amigo formuló otra pregunta:

—¿La casa de subastas, entonces, siguió funcionando hasta mediados de este mismo año?

—La última subasta se celebró el 31 de marzo. Lo recuerdo porque fui yo quien moderó las últimas pujas.

—¿Usted?

—Una deferencia de mi padre. No era la primera vez que lo hacía. Que no me implique en los negocios familiares no significa que no eche una mano de vez en cuando.

—Entiendo que la casa de subastas no cerró por problemas económicos. Su padre, por supuesto, ya había arrancado el proceso de constitución de Las noticias ilustradas.

—Los Begg llegaron a Barcelona en octubre del año pasado —asentí—. Y para entonces los planes ya estaban muy madurados. Yo diría que mi padre decidió fundar el diario a finales de 1872.

—Dos años después del incidente con la falsa fotografía de Lizzie Siddal.

Negué con la cabeza.

—No veo ninguna relación entre ambos hechos.

—No estoy diciendo que la haya. Solo intento hacerme una idea de la cronología de los acontecimientos. Llegan ustedes a Londres en septiembre de 1868, solo unos días después del triunfo de la revolución, y su padre funda su casa de subastas… ¿a principios de 1869?

Traté de hacer memoria de aquellos meses difíciles, los primeros de mi nueva vida como adolescente expatriado en una ciudad de lengua extraña.

—La inauguración oficial fue a comienzos del verano del 69, pero para entonces ya hacía tiempo que nuestra vida social giraba en torno al mundo del arte y las antigüedades. No podría asegurarlo, pero creo que mi padre ya llegó a Londres con una idea bastante precisa de lo que quería hacer.

Gaudí pareció sorprendido al oír esto último.

—No fue, entonces, la huida apresurada del país que usted sugirió el día que nos conocimos.

—Fue una huida apresurada —repliqué—. Pero no creo que a mi padre lo pillara por sorpresa lo sucedido.

—La revolución.

—Él prefiere llamarlo «el golpe de Estado de Prim». —Hice una breve pausa para taparme las narices a nuestro paso junto a una fosa séptica abierta en mitad de la calzada—. En cualquier caso, alguien estaba advertido de nuestra llegada a Londres. La primera noche dormimos en un hotel vecino a la estación Victoria, y la segunda ya la pasamos en la misma casa de Mayfair en la que vivimos hasta el mes pasado. Una casa perfectamente acondicionada desde el primer día.

Gaudí asintió seriamente.

—Alguien los esperaba en Londres. ¿Algún socio, quizá?

—Quizá. No sé nada de los socios de mi padre —tuve que admitir de nuevo.

—Pero en la casa de subastas los había, sin duda —afirmó él—. Un negocio de la envergadura del que usted me describe no está al alcance de un emprendedor solitario recién llegado a un país extranjero. El capital inicial y los contactos necesarios para arrancar esa empresa obligarían sin duda a su padre a buscar el respaldo de terceros. —Gaudí hizo una breve pausa—. Hábleme de su vida social.

—Muy animada. Españoles y sudamericanos, sobre todo; la mayoría relacionados con la casa de subastas. Proveedores, marchantes, coleccionistas y unos cuantos artistas, también. Algunos rostros habituales. Ninguno al que yo haya vuelto a ver desde nuestro regreso a Barcelona.

—¿Y qué me dice de sus socios anteriores?

Sus socios anteriores a septiembre del 68, entendí. Pensé en ello un instante.

—Yo acababa de cumplir dieciséis años cuando nos marchamos de Barcelona. Si ahora apenas sé nada de sus negocios, imagínese entonces.

—¿A qué se dedicaba su padre antes de instalarse en Londres?

—Asuntos financieros —respondí—. Especulaba con acciones, creo. Tenía intereses en varias compañías de las colonias. Cuba, sobre todo.

Gaudí no formuló más preguntas.

Seguimos caminando un par de minutos en silencio por una red cada vez más intrincada de callejones de abyección indescriptible, esquivando a nuestro paso a niños aturdidos y a perros famélicos, sorteando charcos de excremento, atrayendo como una piedra imán las miradas de la peor clase de habitantes de aquel submundo urbano que mi amigo tan bien parecía conocer. Cuando por fin detuvimos nuestra marcha, fue ante el desvencijado portalón de un edificio medio en ruinas.

—Tal vez quiera usted esperarme aquí fuera —dijo entonces Gaudí, tras asomarse al hueco de la descolgada puerta de madera y arrugar visiblemente el ceño—. El lugar que buscamos puede no ser agradable.

Me acerqué yo también al portalón y metí la cabeza en un vestíbulo tan oscuro y maloliente que, por comparación, elevaba a la categoría de palacio oriental la casa de huéspedes en la que había muerto Eduardo Andreu.

—Entiendo que venimos en busca del Colmillos —dije, retirando la cabeza de allí dentro.

—Esta es una de sus madrigueras habituales —asintió Gaudí—. Una de las tres que yo le conozco.

—En ese caso, subiré con usted.

Gaudí pareció sentirse complacido.

—Se lo agradezco —dijo, empezando a despojarse de los guantes de piel de cabritilla que cubrían sus manos e invitándome, con una simple mirada, a hacer lo propio con los míos—. Pero no vamos a subir a ningún sitio. Vamos a bajar.

Lo de la madriguera era literal, entonces.

—¿Un sótano?

—Una carbonera. —Sin solicitar mi ayuda, Gaudí agarró la puerta por su extremo izquierdo y la desplazó trabajosamente hacia el interior del edificio. El sonido de la madera podrida crujiendo sobre los goznes caídos se mezcló, me pareció, con los chillidos de las ratas que abandonaban el vestíbulo ahuyentadas por la escasa luz del callejón—. ¿Listo?

Las estancias interiores del edificio se hallaban en un estado todavía más ruinoso que su muy destartalado exterior. Cascotes en el suelo, hiedra en las paredes, manchas negras y grasientas en el techo e insectos del tamaño de animales domésticos correteando en torno a nuestros pies: una escena más propia del viejo París bohemio y tísico de las novelas de Margarita que de la nueva Barcelona industrial. La escalera metálica de caracol que nos condujo hasta el subterráneo del edificio amenazaba derrumbe a cada paso, y al pie del último peldaño, ya en plena carbonera, a punto estuvimos de pisar la cabeza de un viejo que dormía abrazado a un perro muerto.

El viejo no era el Colmillos, observé a la luz del fósforo que Gaudí encendió a la altura de su cara. Y tal vez el perro no estuviera muerto, tal vez solo estuviera dormido.

El olor, en cualquier caso, era allí abajo tan repugnante que mi estómago no pudo soportarlo más de tres segundos.

—Puede esperarme fuera —repitió Gaudí, cuando terminé de vomitar contra la pared más cercana.

—Estoy bien —murmuré.

Recorrimos a la luz de los fósforos las varias estancias enlazadas que componían la antigua carbonera y no hallamos rastro ni del Colmillos ni de ningún otro ser humano. Las mantas y los fardos de ropa que se amontonaban aquí y allá confirmaban que no menos de diez personas pasaban sus noches allí abajo, pero ahora todas estarían buscándose el sustento robando, mendigando o entregándose a sus pequeños negocios clandestinos por las calles o en los muelles de la ciudad. El viejo que dormía con el perro al pie de la escalera tampoco pudo darnos ninguna información sobre el paradero del mendigo del tricornio azul: por mucho que Gaudí lo intentó, no hubo manera de despertarlo.

—Opio —dijo, dándose por vencido—. En cualquier caso, dudo que tuviera nada interesante que decirnos. ¿Salimos de aquí?

—Por favor.

Cuando regresamos al vestíbulo del edificio, tres niños de ojos hundidos y tez amarillenta se habían congregado al otro lado de la puerta caída. Dos de ellos echaron a correr por el callejón en direcciones opuestas en cuanto nos vieron emerger de entre las crujientes sombras de la escalera de caracol, pero el tercero permaneció inmóvil, con la vista clavada en nosotros.

—Hola —dijo Gaudí, llevándose una mano al bolsillo y sacándola extendida con una moneda en la palma.

—Hola —dijo el niño, mirando la moneda como un gato miraría a una paloma con las alas rotas.

—¿Conoces a un viejo sin dientes que tiene un perro con tres patas?

El niño movió de arriba abajo la cabeza, sin apartar la vista de la mano de mi amigo.

—El Colmillos.

—El Colmillos —asintió mi amigo, sonriendo—. ¿Lo has visto hoy?

El niño dijo ahora que no con la cabeza.

—Pero lo vi anoche.

—¿Aquí?

—Aquí. —El niño señaló con el dedo el portalón que Gaudí y yo acabábamos de atravesar—. Entraron, corrió la puerta y ya está.

—¿Entraron? ¿Él y alguien más?

—Él y el perro.

—¿Y eso fue…?

—Anoche.

Hubiera sido absurdo preguntarle la hora a un niño como aquel, incapaz sin duda de contar campanadas o de relacionar siquiera su sonido con algo tan abstracto como el paso del tiempo. Gaudí así lo entendió.

—¿Antes de cenar?

—Después de cenar.

—¿Mucho después?

El niño puso cara de hacer memoria.

—Un rato.

Gaudí asintió con la cabeza, le tendió la moneda al niño y revolvió brevemente su pelo.

—¿Cómo te llamas?

—Xavi —respondió el niño, mirando con una sonrisa la moneda que ahora estaba en su mano—. Gracias, señor.

—Nos has ayudado mucho, Xavi.

El niño hizo algo parecido a un saludo militar y salió corriendo callejón abajo, sus desnudas pantorrillas de alambre vibrando de emoción. Pobre niño, pensé. Pobre futuro hombre que estaba condenado a ser.

—¿Y ahora? —pregunté, viendo cómo Gaudí se calzaba de nuevo los guantes con toda la aparente parsimonia de quien ya ha cumplido la labor que se había propuesto.

—Ahora podemos salir de aquí.

—¿Ya no está interesado en encontrar al Colmillos?

Gaudí se encogió de hombros.

—Me gustaría hablar con él, sí —asintió—. Pero ya sabemos lo que queríamos saber.

—Que es…

—Que el Colmillos vino anoche a dormir a la carbonera después de que nosotros lo viéramos despedirse de Andreu en la puerta de la casa de huéspedes, y que ahora ya no está aquí.

—No creo que podamos afirmarlo con tanta seguridad —objeté—. Que el Colmillos durmiera anoche en la carbonera, quiero decir. El niño no ha sido en absoluto específico con los horarios, y de todos modos, aunque estos coincidieran con la escena que nosotros presenciamos, ¿cómo podemos saber que no volvió a salir y regresó a la calle de la Princesa? —Hice una pequeña pausa—. En cuanto al hecho de que el Colmillos no esté ahora en la carbonera, no sé en qué nos ayuda con nuestra investigación.

Gaudí sonrió: aquello le había gustado. «Nuestra investigación.»

—Si el Colmillos hubiera tenido algo que ver con la muerte de Andreu —replicó—, o bien se habría escondido en su madriguera con la intención de no volver a asomar la cabeza durante los próximos días, o bien habría recogido anoche mismo sus cosas y se hubiera marchado de la ciudad antes de que saltara la voz de alarma sobre el asesinato. Un hombre como él no contemplaría ninguna otra opción.

—¿Y cómo sabe que no ha huido de la ciudad?

—Un vagabundo nunca huiría sin llevarse consigo sus cosas. Sus mantas, su ropa, sus botellas: todo estaba en la carbonera. —Gaudí negó con la cabeza—. El Colmillos sigue en la ciudad, pero no siente la necesidad de esconderse.

—Ha dicho antes que le conoce usted dos refugios más.

—Ninguno tan seguro como este. Y por seguro, en efecto, quiero decir repugnante. Si quisiera esconderse de la policía, lo haría ahí abajo.

—Si usted conoce este escondrijo, también lo conocerá la policía.

Gaudí arqueó despectivamente la ceja derecha.

—Ahora es usted el que me está insultando a mí.

—Una agradable novedad, entonces. —Sonreí—. Olvidaba que estoy hablando con el señor G. ¿El Colmillos también es su empleado, como Ezequiel?

Mi amigo no se molestó en responderme.

—En cualquier caso, ni usted ni yo pensábamos que el Colmillos tuviera nada que ver con el crimen —dijo en cambio—. Lo que de verdad nos interesa escuchar de su boca, la naturaleza de la relación que mantenía con Eduardo Andreu y el tipo de vida que el viejo llevaba en estos últimos meses, no es ahora tan urgente como acompañar a su familia en estos momentos difíciles.

No oculté mi sorpresa al oír aquello.

—¿Nos vamos a Gracia, entonces?

—Si le parece a usted bien.

—Me parece estupendo. Mi estómago agradecerá el cambio de aires, no se lo voy a negar.

Gaudí sonrió de nuevo.

—Esta zona de la ciudad no es para estómagos sensibles —coincidió, posando una mano en mi espalda y orientándome hacia la boca este del callejón—. El inspector Labella habrá dejado sin duda un retén de sus hombres en la torre familiar, a la espera de que su padre aparezca tarde o temprano por allí. Estaremos tan al tanto de las novedades en Gracia como pudiéramos estarlo en Fernando VII, si no más. Y su madre y su hermana agradecerán tenerlo cerca.

No pude por menos que estar de acuerdo con él.

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