Futu.re

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XIV. El paraíso

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XIV

El paraíso

—Aquí no hay nada. Te dije que aquí no quedaba nada. Volvamos.

Al otro lado de la escotilla se ve la estación La Bellezza, decorada con un patetismo inesperado: granito negro con letras de trazado ancestral, grandes retratos de estrellas de cine, aquellos zombis haitianos, cuyos herederos los desentierran para ponerlos en alquiler a las productoras más importantes.

—¡Pues de eso nada! —Annelie se levanta de un salto y sale corriendo al andén—. No hemos recorrido dos mil kilómetros para darnos la vuelta nada más venir.

—¿Adónde vas?

Al andén de enfrente llega como un rayo un tren supermoderno, se abren las puertas y la estación se llena de gente con trajes de todos los colores; verlos me produce mareo. Annelie zigzaguea entre esas fichas polícromas sobre un tablero cuadriculado, yo tengo que alcanzarla y detenerla, pero sólo consigo atrapar a extraños, que no tienen nada que ver conmigo: hombres morenos de pelo lustroso y coquetamente recogido en coleta, sureñas recias que llevan gafas de sol en forma de gota y camisetas con capucha. Annelie sigue huyendo, hasta que la llego a alcanzar frente a la puerta de un ascensor.

—¡Mira! —exclama ella triunfante, señalando con el dedo hacia arriba—. ¿Qué te decía yo?

Levanto la cabeza y veo un banner gigantesco, de varios metros de altura: «Parque y reserva natural Fiorentina. Planta cero de la torre La Bellezza». Abajo hay un pequeño cartel: «Aquí se rodaron películas legendarias».

—Escúchame…

—¡Vamos!

Yo no quiero ir a ese parque. No puedo entrar. Espera, por favor…

Pero el ascensor ya ha llegado. Es grande e imita uno de esos antiguos. Hay un botón con una lucecilla dentro para cada una de las quinientas plantas, las paredes son espejos cubiertos de pátina. Al lado del botón de la planta cero hay un pequeño rótulo: «Parque Fiorentina». Un altavoz viejo y ronco desafina un blues arcaico. En un rincón hay dos chicas besándose: una tiene el pelo rubio, viste un frac y botas de montar, la otra lleva el pelo corto y un vestido de bailarina. Ésta sujeta en la mano una botella de champán de tres litros que rebosa espuma.

Annelie enseguida pulsa el cero, el botón se hunde, pero el ascensor no se mueve.

—¿Por qué no va al parque? —Annelie destroza el idilio de la parejita.

—Por la noche cierra. —La del frac se separa de su amiga acalorada y mide a Annelie con la mirada.

—¿Y eso por qué?

—Porque es propiedad de un grupo mediático. Todos los niveles inferiores son pabellones de rodaje. Pero en el parque todo es de verdad. Tiene que dormir.

—Todo lo vivo necesita dormir —se ríe la chica del vestidito de bailarina—. ¡Qué curioso! ¿Queréis champán?

—¡Claro! —contesta Annelie.

—¡No! —interrumpo—. Ya lo has oído. El parque está cerrado. Vámonos de aquí.

—Perooo… —dice despacio la rubia, enrollándose el pelo en un dedo—. Conocemos caminos secretos que conducen hasta allí. ¿Tenéis muchas ganas de ir?

—¡Muchísimas! —afirma Annelie.

—¿Ves, Silvy?, a ellos también les parece curioso —se ríe la otra—. El parque… es increíblemente romántico. Bajad hasta la primera planta, de ahí por la escalera de emergencia. En la puerta tenéis que marcar un código: cuatro ceros. Para poner el climatizador y la luz el código es el mismo.

El ascensor ya está cayendo al precipicio.

—¡Eres una hada buena! —Annelie le besa la mano pálida—. Me siento como la Cenicienta…

—No te puedes ni imaginar cómo hace sentirse a las Cenicientas… —dice entre risas la del vestidito de bailarina.

—El problema es que los príncipes se han agotado —se queja la maga del frac, echándome una mirada escéptica—. Te voy a dar un último consejo: pásate a las princesas.

Hemos llegado a la primera planta.

La rubia pulsa el botón más alto, aprieta la rodilla embutida en cuero contra la entrepierna de su amiga de pelo cortito y las dos se van volando hacia arriba; nosotros nos quedamos solos.

Annelie tiene en la mano un trofeo: la gigantesca botella de champán.

—¿Se la has mangado?

—Les va bien sin el vino —concluye—. Toma, llévala tú, pesa un montón.

—No suelo beber champán…

—¡Ahí está la salida de incendios! ¿Quién llega primero?

Echa a correr y enseguida alcanza la meta. En la escalera también me toca perseguirla con esa garrafa en la mano; cuento los rellanos: cinco, diez, veinte, veinticinco… Entre el primero y el nivel cero habrá unos cien metros. Ya estoy exhausto, pero Annelie está poseída por un demonio vivaracho y no siente nada de cansancio.

Por fin alcanzamos la puerta ansiada; todo transcurre según las predicciones del hada buena. Los cuatro ceros nos abren el portal.

Estamos en la casa de alguien. En las paredes estucadas cuelgan objetos insólitos, tal vez piezas de museo; reconozco un rastrillo y, si no me equivoco, una azada. Una mesa grande de tablas claveteadas. La toco con la mano. Vajilla pintada a mano con imágenes inocentes: platos, tazones… Una botella de vino tinto polvorienta. Manzanas rojas en una cesta. Un pequeño quinqué con la llama encendida. Todo está preparado para un festín de maniquís de cera, pero los comensales no están.

—¡Fíjate, es como en una película! —Annelie quiere coger una manzana.

—No, no toques nada.

—¡Oye, pero necesitamos algo para acompañar el champán!

Hace una pirueta y al final logra pillar una manzana. Mientras la voy empujando hacia la puerta pintada de azul, le da tiempo a hacerse también con el mantel.

—¡Es para el pícnic! —explica ella—. ¿Y dónde están todos?

Salimos y un cielo negro y estrellado se despliega sobre nosotros, la noche es profunda y silenciosa. Recuerdo las palabras de la rubia: aquí todo duerme. La vida en el planeta humano se divide en tres turnos; nos faltaría espacio si nos durmiéramos todos a la vez y nos despertáramos por la mañana. Por eso un tercio de la población vive por la mañana, otro tercio vive por la tarde y otro, por la noche. Europa no pega ojo. Pero, por lo visto, en este parque se siguen unos horarios artificiales. El comunicador marca las tres de la noche.

—¡Código de acceso: cero, cero, cero, cero! —grita Annelie—. ¡Luz! ¡Mañana!

Y, obedeciéndole, el cielo enrojece antes de tiempo, las estrellas se apagan prematuramente y un halo solar perfila la frontera entre el cielo y la tierra; y luego, justo por detrás de ese borde, empiezan a brotar los rayos de sol.

Miro alrededor y no reconozco nada. ¿Dónde está mi infancia?

¿Dónde está la infancia que compartí con el Novecientos seis, mi hermano del alma?

No hay colinas color esmeralda, no hay capillas ni viñas; delante de mí se abre un valle parcelado en rectángulos y trapecios de predios particulares. Lo atraviesa en zigzag un riachuelo verdinoso. Bajo mis pies, en lugar de hierba, hay una capa de arena.

—¡Guay! —Annelie se frota las manos—. Qué buen gusto tienes. ¿Dónde nos echamos?

No reacciono.

Me han invitado a mi infancia y creí que podía volver a ella como turista. Y aquí la tengo: se parece, pero… No es mía. Me zumba la cabeza, siento vacío en el pecho. Estoy engañado y quiero descubrir el engaño.

—¿Y? —me anima Annelie con un empujón en las costillas—. ¡Elige! Es tu fondo de pantalla, tu decisión.

Mi fondo de pantalla. Mi coto vedado, al que no quise acceder durante tantos años. Giro la cabeza de derecha a izquierda, eligiendo entre lo que no me apetece y lo que no me gusta…

—Me da igual.

—¡Entonces allí! —Señala un sitio debajo de un arbolito de hojas plateadas.

Despliega el mantel sobre el césped y se sienta cruzando las piernas.

—¡Trae el champán!

Le paso la botella automáticamente. La coge en ristre y la aprieta contra el pecho.

—Ro, ro, ro… —La mece como si fuera un bebé y se ahoga de risa.

Detrás de ese júbilo suyo se esconde algo espeluznante.

—Déjalo, Annelie, no hagas eso…

El sol ya ha salido; al confiar en él, las flores se van abriendo y empiezan a piar los pájaros. La tierra es de verdad y todo lo que la cubre es auténtico.

—Creo que hemos desvelado aquí a un mundo entero —digo con voz alelada.

—¡Pero tenemos al menos cuatro horas para disfrutarlo! Ayúdame a destaparla, el tapón está durísimo…

Descorcho la botella, tomo unos tragos y se la paso. Empieza a tragar como si hubiera estado sin beber tres días. Extrae de la pechera la manzana incautada, se la frota en la camisa y me la ofrece.

—¡Dale un mordisco, así entra mejor!

Acepto, la sopeso en la mano y muerdo…

—Es una imitación, Annelie. Es sintética. No es comestible.

—¿De verdad? ¡Joder! Habrá que beberlo así, sin nada. —Se amorra a la botella de nuevo.

El sol calienta cada vez más. Siento que ya me está quemando en la coronilla.

—¿Te importa si tomo el sol, ya que se ha presentado la ocasión? —Annelie cruza los brazos, agarra la camiseta por abajo y se la quita.

Durante un instante veo sus pechos duros y pequeños, sus pezones puntiagudos… Se pone boca abajo, exponiendo la espalda al sol artificial. Gira la cara hacia mí y me sonríe con la comisura de la boca. Lleva toda la espalda llena de arañazos horribles, como si la hubiera atacado una jauría de perros; pero no parece recordarlo.

Un viento suave me acaricia el pelo.

De pronto se apodera de mí un cansancio monstruoso: de las veinticuatro horas que he pasado despierto; de mi incursión a la madriguera de los carcamales y de la destrucción de su arma secreta; de mi efusión de odio hacia Helen, que no me ha hecho olvidarme de Annelie ni un solo momento; de la ejecución fallida de Rocamora; de miles de redadas, en las que lo hice todo como era debido; de toda mi vida.

Me corresponde un descanso, me lo merezco.

Justo delante de mí, en un diente de león se posa una mariposa de color amarillo limón; la observo embelesado. La mariposa agita las alas, echándome a los ojos unos polvos de sueño, las imágenes se borran, los sonidos se apagan; la mariposa salta de flor en flor e inesperadamente se me pone en la mano.

En ese instante todo se desvanece. Me quedo dormido.

Lo primero que me pasa por la cabeza: ¡me he quedado ciego!

He hecho algo horrible y me han castigado como no habían castigado a nadie jamás. ¡Mientras estaba inconsciente, me han arrancado los ojos! ¡El resto de mi vida lo pasaré a oscuras!

Pienso eso porque durante todos los años que llevo en el internado no he visto nunca la oscuridad: aquí nunca apagan las lámparas. La luz blanca y penetrante atraviesa fácilmente los finos párpados infantiles, traspasa las vendas que les dan a los niños antes de que se acuesten, se derrama entre los dedos… Es que en la oscuridad nos quedaríamos a solas con nosotros mismos, y lo que debemos es estar juntos siempre. Así es más fácil vigilarnos… y así nos podemos vigilar unos a otros.

Pero ahora no veo nada. Estoy envuelto en una negrura absoluta. Abro los ojos, y no cambia nada. Los cierro, lo mismo da. Antes deseaba que la luz se suavizara, que se apagara. Pero ahora que no la hay, tengo miedo.

Me agito, intento incorporarme, pero doy un cabezazo contra algo metálico nada más levantarme del lecho. Me quiero frotar el chichón, pero no puedo mover las manos. ¡No puedo doblar las rodillas! Chocan contra una barrera, dura, inexpugnable.

¡La quiero apartar, arrojarla de mí! Pero lo único que consigo es arañar el metal liso; extraigo un sonido espeluznante, nada más.

Es el techo que ha descendido sobre mí, pende a unos centímetros de mis ojos, de mi pecho, casi me roza los dedos de los pies.

¡Rodar! ¡Tengo que rodar el cuerpo hacia un lado! Pero a la derecha y a la izquierda hay paredes, a un palmo de distancia. Si fuera un poco más ancho de hombros, me estarían agarrando como un torno de mesa. Lo único que me queda ahora es serpentear.

El techo es inamovible, no hay manera de levantarlo, no se puede abrir, es imposible, por muy fuerte que yo sea; las paredes tampoco ceden. Claro, tardo en entenderlo; primero me agito, me estremezco, me bato, doy más y más cabezazos, hasta que un líquido caliente me inunda los ojos, hasta romperme todas las uñas, convirtiendo mis dedos en muñones. Paro cuando se agota el aire, pasados dos minutos.

—¡Soltadme!

Estoy metido en una caja metálica, de largo y de ancho es como yo, y su altura no me permite ni levantar la cabeza. Tenía poquísimo aire, pero ahora ya no queda casi nada.

El sofoco y el miedo me hacen sudar, los latidos de mi corazón son rápidos y breves, los pulmones se me crispan, trabajan rápido, más rápido, más rápido, intentando exprimir del aire oxidado las últimas partículas de oxígeno.

Otra vez araño la tapa, mis dedos resbalan, estoy nadando en sudor.

—¡Soltadme!

Mis propios gritos me dejan sordo: el hierro no deja salir el sonido, y éste, al reflejarse, inmediatamente me golpea en los oídos. Me quedo sordo y vuelvo a gritar, hasta que el aire se acaba. La oscuridad me traga, y durante unos instantes —quizá un minuto, quizá un día— me arrastro por las tripas de una pesadilla interminable. Por fin encuentro la salida y de nuevo caigo al fondo de la caja de acero.

—¡Soltadme! ¡Soltadme, cabrones!

Tengo sed.

Aquí no se puede respirar, pero sigo vivo no se sabe cómo. Sólo al calmarme encuentro la respuesta: justo detrás de mi cabeza hay un agujerito, tan fino como el orificio de la aguja de una jeringuilla. Por ahí, gota a gota, penetra el aire caliente. Durante una hora más intento ponerme de tal forma que esas gotas me entren directamente en la boca; luego abandono esa tarea inútil. Por fin entiendo que lo mejor ahora es no hacer nada, así quedará más aire, para poder pensar. Y me quedo quieto, y pienso, pienso, piensopiensopienso.

Sólo pretenden asustarme. Oyen mis gritos: grito tan fuerte que no pueden no oírme. Están esperando a que empiece a pedir perdón, a que me quiebre; así, después de humillarme, benévolamente me perdonarán mi pecado. Esperan que me transforme y que me vuelva cariñoso como el Treinta y ocho, sinvergüenza como el Doscientos veinte y que, igual que el Trescientos diez, deje de tener dudas. Eso es lo que esperan de mí.

«¡Pues una mierda! ¡¿Me oís?!».

—¡Y una mierda!

No voy a llorar, no les voy a rogar que me dejen salir, no pienso humillarme más. ¡Aunque la palme! Ya me morí una vez, cuando me asfixiaron los macacos adiestrados del Quinientos tres. La muerte esa no tiene nada especial.

«¡Os podéis meter vuestra cripta por el culo! ¡Hala!».

Y todos los que temen recordarla al salir, también. ¡Hala!

A mi amigo el Novecientos seis no lo doblegaron —¡se murió, pero no se rindió!— y yo tampoco me voy a resignar. Estoy preparado. ¿Y sabéis qué?

—¡Gracias por haberme metido aquí! ¡Habéis hecho conmigo lo más terrible que podíais! ¡¿Y qué?! Vale, estoy metido en la puta caja, pero soy libre. Porque ahora puedo pensar en lo que me da la gana. ¡Hala! ¡Libre!

Me empieza a sonar la tripa: es la hora de desayunar. En el internado la alimentación está estrictamente cronometrada; en nueve años que llevo aquí mi estómago se ha acostumbrado. No falla, comienza a segregar jugos gástricos y exige la ración que le corresponde. A las ocho, el desayuno; a las dos, la comida; a las siete, la cena. Así es el mundo, así fue y así será. Al no recibir su pitanza, me empieza a digerir desde dentro.

El hambre la podré soportar. Mi cuerpo no me pertenece.

Me puedo abstraer. Puedo intentarlo.

Al Novecientos seis lo tuvieron aquí hasta que murió, porque no quería entender que sus padres eran unos criminales. Y eso es todo lo que necesitamos saber de ellos, así nos dicen los monitores. Llevamos su culpabilidad en la sangre, somos responsables de las fechorías de nuestros progenitores desde que nacemos. Ni siquiera deberíamos existir, pero Europa nos da la oportunidad de expiar sus crímenes, de enmendarnos.

Para eso hay que obedecer siempre. Soñar sólo con servir a la sociedad. Recordar que defender a tus padres es un crimen. Quererlos es un crimen. Pensar en ellos es un crimen.

Tienes que seguir estos mandamientos y algún día, si logras pasar las pruebas y aprobar todos los exámenes, el internado te dejará marchar.

He estado jugando según las reglas todo lo que he podido. Pero hay cosas que no se pueden aguantar.

Yo he querido ser yo, pero ahora estoy en la cripta.

Y todo está perdido; y todo está permitido.

Un castigo peor ya no se me puede aplicar. Entonces puedo cometer el más grave de los crímenes. Hacer como hizo el Novecientos seis. Recordar a mis padres… Conmemorarlos.

De la oscuridad absoluta empiezo a extraer trazas de imágenes que yo mismo había borrado, me las había prohibido. Recojo uno por uno, como cromos descoloridos, episodios, imágenes, voces. Me cuesta, porque tantas veces juré no recordar nada sobre mi vida de antes del internado, que he acabado creyendo mis propios juramentos.

Lo que consigo recoger es poca cosa: una casa de paredes color chocolate, una flor de té verde en una tetera transparente, la escalera que lleva a la planta de arriba… Y un pequeño crucifijo tallado de madera que cuelga en un sitio visible. La corona de espinas está pintada de oro. La flor flota, refractada por el agua verde y por el tiempo pasado, pero Cristo, colgado en la pared, se me grabó en la mente para siempre; debí de mirarlo mucho. «¡No temas, pequeño, el Señor es bueno y nos guarda, nos protegerá!».

¿Mamá?

—¡Prohibido! —oigo un grito.

Y entiendo que el grito es mío. Me da vergüenza.

—¡Traidor! ¡Pequeño bastardo! ¡Engendro! —me grito a mí mismo en voz alta, a través del megáfono de la caja metálica.

Me da vergüenza tener ganas de ver a mi madre. Me distraigo con otros pensamientos.

Le doy vueltas al Treinta y ocho: ¿me traicionó o me salvó? Pienso en el Doscientos veinte, luego en el Quinientos tres y así varias veces. Regreso a la sala de enfermería, actúo de manera diferente, uso la pistola de otra forma, obligo al Quinientos tres a pedirme perdón y, tras escupirle en los ojos, lo mato; entiendo que, en realidad, no lo he matado y me juro a mí mismo, a mi yo adulto, que me vengaré sin falta del Quinientos tres y de sus siervos, hago planes: conspiraré, lo buscaré, lo alcanzaré; ensayo con él la escena de su humillación, saboreo su muerte en tres, cinco, diez actos repetidos. Pero no me puedo solazar con eso durante mucho tiempo, la furia consume demasiado oxígeno. Empiezo a asfixiarme y dejo al Quinientos tres en paz.

Pero enseguida comprendo que los recuerdos de mi madre no me han abandonado ni un solo momento, que tan sólo los he enmascarado con esos desvaríos sangrientos e irrealizables. En cuanto el Quinientos tres se esfuma, se ve de nuevo el fondo: ella. Mi madre.

Me muerdo el labio.

Pómulos altos, cejas separadas, ojos marrón claro, labios suaves, sonrisa, piel mate… Cabello trigueño oscuro recogido hacia atrás… Vestido azul, dos montículos…

Primero me cuesta, luego, cuando ya tengo construido su retrato robot, me resulta más fácil retener su imagen ante mi visión mental.

Me sonríe.

«Tú y yo siempre estaremos juntos. Jesús me regaló un niño, a ti, tú eres mi milagro. Le prometí cuidarte, y él siempre nos protegerá. Siempre…».

El modelo del Albatros —no sé por qué, pero recuerdo bien que era precisamente un Albatros— se arrastra por el suelo… Choca contra mi pie calzado con una blanca sandalia infantil.

«Siempre».

Pues sí.

Ésta es mi verdadera casa, lo mío es esto, de siempre, esto y no una casita de película. No las mecedoras en forma de capullo. No la bicicleta tirada en el césped. No el oso blanco. Es esto y no una mujer extraña con sombrero, no un hombre desconocido de camisa de lino. Ahora puedo tener lo que es mío.

Quema y duele: a través de las cuencas de mis ojos va pasando un alambre de púas, tengo un rollo entero guardado en la cabeza y hay que rebobinarlo todo.

Sal, mamá. Ahora se puede.

Algo se desengancha dentro de mí.

Y después de un cromo viene otro, están pegados de tal forma que no se pueden romper ni separar.

«Tranquilo, tranquilo. Tranquilo, pequeño… No llores, no llores, no llores, por favor. Para. ¡Para! ¡Si te he dicho que el Señor nos protegerá! Cálmate, cálmate… Ea, ea, ea… Nos protegerá de los malos. ¡No llores! ¡No llores! ¿Me oyes? ¡Para! ¡Por favor, para! ¡Yan! ¡Yan! ¡Para! ¡Basta!».

Crucifijo en la pared. Párpados hinchados. Mira por encima de mí. ¿Qué hay de interesante ahí? La flor de té se agita… La vajilla de cristal tintinea… Pisadas, estruendo, voces bruscas…

Se me retuercen las tripas.

«¡Vamos a huir de aquí! —le ruego a mi madre—. ¡Tengo miedo!».

«¡No! No. Todo irá bien. No nos van a encontrar. Sólo deja de llorar. No llores, ¿vale?».

«¡Tengo miedo!».

«¡Calla! ¡Calla!».

«Ayúdanos —le susurro yo entonces—. ¡Escóndenos!».

Pero, como siempre, no hace más que apartar la mirada.

No quiero saber qué sigue.

Me pongo a contar: uno, dos, tres… ciento cuarenta… setecientos, repleto la cabeza de números, para que no quepa mi madre, que merodea alrededor. Cuento fuerte, en voz alta, llego a dos mil quinientos, luego me pierdo y lo dejo. Vuelve el hambre, lacerante, espasmódica. Es la hora de cenar. Pero hay cosas peores que el hambre.

Tengo sed. Más y más.

La saliva se me seca, los labios me arden. Necesito un vaso de agua. O beber del grifo en el cuarto de baño. Sí, mejor, porque con un vaso no bastaría.

No pasa nada, aguantaré.

Necesito amorrarme al grifo y tragar agua fría. Luego llenarme las manos de agua y lavarme la cara, luego otra vez beber. Fría, tiene que estar fría.

—¡Dadme agua!

No me oyen. A saber dónde diablos estoy, me habrán enterrado junto con esta caja, me habrán emparedado, abandonado. Y este chorrito de aire, este hilito del que me estoy sujetando, no lo han dejado adrede, sino por descuido. No quieren que viva. Porque si salgo de aquí, nadie me hará callar.

—¡Dadme agua, cabrones! ¡Animales!

No me oyen.

Empiezo a hundirme en el sueño, pero de pronto, en la oscuridad aparecen manchas blancas. Se acercan, más, más, me rodean… Son caretas. Ranuras negras en lugar de ojos y unos klobuks negros en vez del cabello. Nos han encontrado. Me han encontrado. Nadie nos ha ayudado.

«Aquí están. Salgan».

«¡No! ¡Márchense! ¡Fuera de aquí! No tienen derecho…».

«No tengan miedo, no les haremos daño».

«¡Déjennos! ¡Suelten a mi mamá!».

«Es sólo un chequeo. Deme la mano».

«¡No! ¡No! ¡Los voy a denunciar! Ustedes no saben…».

«Traigan aquí al niño. ¡Tráiganlo!».

Mi madre me agarra con desesperación y no me suelta, y una fuerza mucho mayor me arrebata de sus manos, me levanta hasta el techo… Me quedo mirando las ranuras negras.

No hay nada más horrible que esa careta. Me parece que detrás de ella sólo hay vacío, que me va a absorber, me va a engullir y que jamás volveré con mi madre.

Luego todo se confunde: las palabras que desconozco se mezclan con las que no tienen sentido; algo relacionado con la acepción, con el cumpleaños, no sé qué del derecho y del izquierdo.

Sigo la conversación desde los brazos de un extraño, me aprietan con fuerza y me hacen daño, odio a estos alienígenas, sus caretas, los odio tan fuerte como lo puede hacer un niño de cuatro años.

En la barriga noto un dolor sordo, cada vez menos intenso; mi estómago, entre rugidos, roe mi propio cuerpo, pero ya no lo siento.

«¿Quién es su padre?».

«¡No es asunto tuyo!».

«Entonces debemos…».

O tal vez, no fue así. Quizá se me escapó algo, o se me ha borrado de la mente, o lo he borrado yo. Esta parte de la conversación se seca y se deshace en pedazos, como si hubiera estado pegada con saliva. Intento tragar y no puedo. Tengo la boca demasiado deshidratada.

—¡Por favor! ¡Por favor, traedme agua!

Silencio sepulcral.

La manecilla de mi cronómetro interior marca cero. Estoy despierto con los ojos cerrados y duermo con los ojos abiertos. Pienso: «Ya no habrá nada peor»; y enseguida me entran ganas de hacer de vientre.

Consigo aguantar bastante, porque pienso que vaya vergüenza cuando me saquen de aquí. Seguro que los monitores contarán a todo el mundo que me he cagado de miedo. Puede que, incluso, el monitor jefe lo anuncie durante la formación matutina, me hará salir de la fila y lo contará todo… Pensar eso me ayuda a aguantar unas horas más, aunque ¿cómo se puede medir el tiempo dentro de una caja metálica?

Al final no aguanto, lloro y repito: «No, no, no», mientras mi cuerpo convulsiona expulsando porciones de mierda olorosa. Y lo único que me queda es levantar con asco los brazos para no mancharlos y dejar de revolverme para no embadurnarme entero. Me intento tranquilizar: «No es tan grave, antes lo tenías dentro, y no pasa nada si ahora estás nadando en ello». El tufo lo dejo de sentir muy pronto, pasadas unas horas la mierda se seca.

Me hundo y vuelvo a salir a la superficie.

—¡Agua! ¡Por favor! ¡Agua!

Parece que si no doy un trago —un trago de lo que sea, de lo que sea—, la espicharé enseguida.

Pero no la espicho.

—¡Por lo menos un trago! ¡Hijos de puta! ¡Un trago! ¡¿Por qué no?! ¡¿Por qué?!

Otra vez el aire se agota, y lloro, y las últimas gotas, que debería ahorrar, se me derraman por los ojos. Después, éstos se me secan.

Me arrepiento de haberme meado y no haber recogido la orina con las manos, quizá habría podido llevármela a la boca. Me arrepiento de haber meado, de haber gastado tanto líquido en el retrete antes de pactar con el Doscientos veinte. Me apetece creer que todavía está dentro de mí —salada, caliente, como sea—, pero por dentro también estoy seco.

Doy cabezazos contra la tapa, fuerte —«¡Toma, toma, toma!»— y pierdo el conocimiento, por fin lo consigo. Después, a través de la inconsciencia, me invade un sueño, un sueño sobre el agua. Estoy en el baño, justo antes del intento de huida, bebo, bebo, bebo del grifo algo caliente. Como estoy a oscuras, no veo nada. Quizá sea orina, quizá sangre o quizá té verde.

Despierto afiebrado.

En el aire flota una enorme flor de té. Subo por la pasarela del imponente Albatros, una nave intergaláctica…

«Nos salvará. Devolvedme a mi hijo. Le prometí cuidarte. ¿Quién es su padre? Nos protegerá de la gente mala. Nos veremos obligados. ¡No tengas miedo! ¡Ven! ¡No lo toquen! ¡No quiero! ¡Ayúdanos! ¡No llores! ¡Escóndenos! ¡Silencio! ¡Calla! ¡No!».

«¡No me oye! ¡No me oye, mamá!».

«¡Me prometiste, él prometió, todos prometen, y todos mienten! ¡Estará durmiendo o la habrá palmado, o le importamos una mierda y no piensa intervenir, o es un cobarde y un gallina! ¡No me oye o, más bien, finge no oírme para no tener que meterse en líos! Pero ellos lo oyen todo, nos han encontrado, ni tú nos has podido esconder ni él tampoco».

Devuélvanme a mi hijo. Devuélvanmelo.

¿Quién es su padre? No es asunto suyo.

¿Quién es mi padre? ¡¿Quién es mi padre?! ¡¿Dónde estaba mi padre cuando me llevaron con ellos?! ¡¿Tenía yo padre?!

No temas. No llores. No temas. No llores.

Te protegerá. Nos salvará. Nos ha traicionado. Se ha tapado los oídos. Y también los ojos. Les ha dejado que me cojan. Me ha entregado. Te ha entregado.

¿Y sabes qué? ¡¿Sabes qué, mamá?!

¡Te lo mereces, estúpida! ¡¿Cómo has podido creer al de la cruz?! ¡Éste podía librarnos de los hombres enmascarados y no lo ha hecho! ¡Nos podía encubrir, y no nos ha encubierto! ¿Qué dios es ése? ¡¿Qué dios tan inútil, tan memo y tan cobarde es ése?! ¡Mártir de los cojones! «Jesús padeció y nos mandó padecer», ¡así decías tú!

¿Por quién padeces? ¿Por quién padezco? ¡¿Quién es él?!

No es asunto suyo. ¡¿No es asunto mío?!

¡Deberías haberlo reconocido, deberías haber confesado que no sabías quién era mi padre! ¡Que perdiste la cuenta de tus sementales! ¡Que te despatarrabas delante de cualquiera y por eso no puedes decir quién es el culpable! ¡Te lo mereces, ramera!

¡¿Pero yo por qué?! ¡¿Por qué tengo yo que padecer?!

Me remuevo, remuevo la mierda y aúllo, aúllo —y grito, grito—, o tal vez no suelto ni un solo sonido. Luego otra vez me hundo en el vacío oscuro y me quedo flotando en medio de la nada, y me peleo con el Quinientos tres, y me escapo de las caretas, y me violan públicamente en la formación matutina, y subo por la pasarela del Albatros no acabado, que nunca volará a ningún lado, y me pegan en el cuarto de entrevistas, y estoy encerrado en la casa con el crucifijo, y llaman a la puerta, y corro a la planta de arriba para esconderme en el armario empotrado, pero la escalera no acaba, tiene un millón de peldaños, y corro y corro y corro, y aun así no lo logro, y me caigo en los brazos de un hombre enmascarado…

¡¿Por qué yo?! ¡¿Por qué me toca pagar?! ¡¿Qué he hecho?!

¡¿Por qué me llevan y me encierran en el internado?! ¡Es injusto! ¡Que pague ella por sus deslices! ¡Que aparezca mi jodido padre y que pague! ¡¿Por qué yo?! ¡¿Por qué ellos follan y yo pago?!

¿Por qué me tuviste que parir, mamá? ¿Por qué lo hiciste? ¡Tendrías que haber abortado, haber tomado inmediatamente una píldora y expulsarme junto con la sangre hacia la nada, mientras era un repugnante conglomerado de células; y si te enteraste tarde, tendrías que haberme sacado trocito a trocito con una cuchara sopera y haberme tirado a la basura en una bolsa del súper! ¿Por qué me conservaste la vida? ¡Si sabías lo que le esperaba a uno como yo! ¡Sabías que por tus pecados iba a tener que pagar yo!

—¡Soltadme! ¡Dejadme salir! ¡Soltadme de aquí!

El Novecientos seis no pidió clemencia y la palmó, el idiota. O tal vez la pidió y aun así la palmó. ¡Si es tan orgulloso, que le den por culo! ¡Pero yo quiero salir de aquí! ¡Debo salir de esta caja!

—¡Os ruego! ¡Soltadme! ¡Por favor! Por favor…

Y otra vez el sueño, la misma casa: la mesa del comedor, la flor de té, las paredes blancas, el Jesús triste, el robot alegre, la maqueta de la astronave, la desgracia inminente, puñetazos en la puerta. Ya sé lo que va a pasar: quiero saltar por la ventana, donde está el prado segado, las mecedoras-capullo, las colinas; salto y me estampo y me corto con los cristales… Pero es una pantalla, al otro lado no hay colinas, ni césped, ni padres verdaderos que puedan sustituir a la zorra de mi madre y al verraco de mi padre, traidor y rastrero. Y aquí estoy sentado, frente a la pantalla chispeante, los hombres de túnicas negras y caretas blancas se me acercan, se me van acercando…

—¡Soltadme!

¡Me agobio, me agobio, me asfixio, me asfixio, me asfixio aquí!

Me quedo sin voz, lloro sin lágrimas, me revuelvo en el ataúd. Habrán pasado tres o cuatro días, o cinco, ¿cómo voy a medir el tiempo en una oscura caja metálica?…

Sólo pienso un poquito en el Novecientos seis: ¿cómo moriría? ¿Qué delirios tendría? ¿Cuáles serían sus últimas palabras?

Y otra vez esa casa, otra vez, y no puedo escapar, y ese cretino engreído sobre la cruz no me va a ayudar, ha vuelto a mentir a la idiota de mi madre, y ella ha vuelto a creerle, y me llevarán de nuevo, me volverán a asfixiar, me meterán otra vez en una caja metálica…

Sólo cuando la pesadilla vuelve por milésima vez, entiendo cómo deshacerme de ella: cuando vienen a buscarme los hombres enmascarados, dejo de pelear, dejo de morder, dejo de exigir que nos suelten. Me tranquilizo, me conformo, me rindo y, cuando me acercan a las ranuras negras, que me van engullendo con una potencia descomunal, me desengancho de mi madre y vuelo, y me deslizo en esas cuencas vacías, y muero, y resucito al otro lado de la careta, y miro con ojos de un extraño a un niño asustado y a su mamacita de pelo trigueño y clámide azul.

No, no de un extraño.

Soy yo quien arrebata de las manos de una madre histérica a un mocoso.

Ahora soy yo el enmascarado, y quién es ese chiquillo no me importa. Soy yo quien lleva la careta y ahora puedo salir de esta casa embrujada.

—¡Te odio, puta! —Golpeo con el dorso de la mano a la mujer de azul.

Arranco de la pared el crucifijo y lo arrojo al suelo. Le tapo la boca al niño mocoso.

—¡Te vienes con nosotros!

Y salgo de su maldita casa. Me quedo libre.

No sé cuántas horas más pasan —una o cien— hasta que me sacan de la cripta. Ni siquiera lo percibo: se me han secado los ojos y no ven la luz, mi cerebro se ha secado y no aprecia la salvación, mi alma se ha extenuado y no se puede alegrar.

Luego me llenan de agua y sangre fresca, y poco a poco vuelvo en mí. Mi primer pensamiento: ¡el Novecientos la palmó, pero yo aguanté!

He superado la cripta y no existe nada más que me pueda quebrantar. Volveré a aprender a andar, a boxear, a hablar… Seré el mejor en todo. Estudiaré tan bien como pueda. Haré todo lo que me pidan. Jamás me acordaré del robot, ni de la flor, ni de la escalera, ni de los ojos marrón claro, ni de la sonrisa suave, ni de las cejas separadas, ni del vestido azul. Pasaré las dos pruebas. Me haré Inmortal y nunca más veré el internado.

En la enfermería no me toca nadie, todos me miran con devoción; algunos, después del toque de retreta, en susurros me preguntan qué tiene de horrible la cripta, pero se me corta la respiración sólo con oír esa palabra.

¿Y cómo les explico qué tenía de horrible? El que estuvo allí fui yo.

Así que me quedo callado, no respondo a nadie.

Parezco una sombra, no me obedecen ni las piernas ni los brazos; me dan de comer líquidos, no tengo que ir a clase. Pasados dos días me puedo incorporar en la cama. Durante los dos primeros días, la muchachada baila a mi alrededor una danza de homenaje, incluso los mayores, y el buen doctor se pone en la jeta la mejor sonrisa cuando me ausculta; como si en vez de la dicción me fallara la memoria, como si no fuera él quien se tomaba el cafetito mientras veía mi ejecución en el garrote.

Y al tercer día a nadie le intereso ya.

Todos mis admiradores boquiabiertos me abandonan y, cuchicheando con excitación, corren en manada a la sala numero uno a recibir a alguien nuevo, alguien más interesante que yo. Pregunto que qué maravilla es ésa, pero mi voz aún no tiene fuerza y no la capta nadie. Entonces bajo de la camilla las piernas, que parecen pajitas, muevo una, muevo otra, porque me apetece mucho ver aquel milagro…

Pero enseguida lo meten en mi sala.

El doctor, que va empujando su silla de ruedas, lo trata con brusquedad. El séquito o, mejor dicho, jauría que lo intenta acorralar, está siendo dispersada a empellones y sopapos.

Si yo soy una sombra, él es la sombra de una sombra. Lleno de mugre y costras, el pelo está despeinado y pegado. Le queda tan poco cuerpo que cuesta creer que ahí quepa algo de vida. De un niño vivo y vivaracho sólo quedan dos ojos. Pero esos dos ojos miran con terquedad. No puede ni hablar ni moverse, la caja le absorbió todas las fuerzas, pero su mirada sigue clara y profunda. Está en sus plenas capacidades mentales.

Necesito unos segundos largos para reconocerlo, y unos cuantos minutos para creer lo que estoy viendo.

Es el Novecientos seis.

Está vivo.

El del saco no era él. Probablemente no había nadie en el saco.

Tengo que alegrarme de verlo.

Lo colocan a mi lado. Aquí está la oportunidad que una vez perdí y de lo que tantas veces me he arrepentido; tengo que confesárselo, tenderle la mano, convertirme en su amigo. ¿Qué mejor momento que ahora, cuando ambos hemos pasado por lo mismo, ambos hemos reflexionado sobre nuestro pasado y nuestra estupidez? Por fin podemos hacernos amigos y compañeros.

En comparación con el cuerpo macilento su cabeza parece enorme. Se vuelve hacia mí y…

Sonríe. Le sangran las encías, tiene los dientes amarillos.

Su sonrisa para mí es como una ducha helada, como una descarga eléctrica. Todo lo que podía sonreír en mi interior lo derramé en el fondo de la caja junto con el sudor, las lágrimas, la sangre y la mierda. Se ha quedado un extracto seco; sin ningún excipiente. Entonces ¿por qué el Novecientos seis todavía puede hacer eso?

Me dice algo silenciosamente.

—¿Qué? —pregunto yo, tal vez demasiado alto, para que los demás lo oigan.

Pero no se rinde. De nuevo despega los labios encostrados y musita con insistencia, como si tuviera que comunicarme algo de extrema importancia.

—No te oigo.

Se relame, pero sus labios siguen secos. Y repite una y otra vez, dentro de su frecuencia, la que mi oído se niega a captar, hasta que consigo leerle los labios: «Y oirán los sordos».

Es aquella película. La película cuyo principio tantas veces vimos juntos. Una familia imaginaria con una vacante de niño. Un sueño secreto para los dos. Nuestra conjura.

Ahora entiendo por qué no me alegro de ver al Novecientos seis, por qué me ha asustado su sonrisa. Lo he sentido en cuanto lo han metido en la sala.

Quiere decir: «Cuando salgamos de aquí, iremos al cine a ver Y oirán los sordos», pero es demasiado largo y demasiado difícil. Por eso no para de repetir el título hasta que caigo en lo que me quiere transmitir.

Asiento con la cabeza.

El Novecientos seis sueña con lo mismo. Lo empaquetaron en la caja mucho antes que a mí y lo han soltado dos días después, pero se mantiene en sus trece.

He tenido bastante con mi condena para renunciar a mis padres verdaderos y a los imaginarios; el Novecientos seis quiere regresar a la casita de cubos, sin saber que la he quemado y he pisoteado todo el césped que había a su alrededor.

Hace un esfuerzo, se tensa hasta ponerse morado y, chirriando, raspa el aire hospitalario: «Es una buena persona. No es criminal. Mi madre». Todos en la sala se atragantan con sus cuchicheos, mientras el Novecientos seis sonríe triunfante y deja caer la cabeza sobre la almohada.

No podremos ser amigos. Jamás volveremos a ver juntos la de Los sordos.

Lo odio.

—¡Eh! ¿Estás durmiendo?

Una brizna de hierba me hace cosquillas en la mejilla.

—¿Yo? ¡Qué va!

—¡Mentiroso, te has dormido! Confiesa, ¿qué has soñado? —Annelie me está metiendo la hebra por la nariz.

—¡Déjame! ¿Qué más da?

—Estabas sonriendo. Quiero saber qué cosas tan agradables has soñado.

—He soñado con mi hermano. —Me incorporo frotándome los ojos—. ¿He dormido mucho?

—Un minuto. Lo siento, me aburro sola aquí. ¿Tienes un hermano? ¿Cómo se llama?

—Basil. —Pronuncio el nombre después de tanto tiempo—. Basil.

—¿Está lejos? Si es tan bueno, ¿por qué no nos lo llevamos con nosotros?

—Es imposible.

—¿Por qué?

—¿Quieres champán?

Me levanto para coger la botella y siento una iluminación.

Enseguida entiendo por qué no pude reconocer mi Toscana al llegar.

Ahora estamos en la punta opuesta de aquel paisaje. Hemos salido de una cabaña de terracota situada en medio de un viñedo, encaramada sobre una de las colinas que se ven por la ventana de mi fondo de pantalla. La escalera de emergencia no nos ha traído a la casita de juguete, sino directamente a los lejanos cerros de mis fantasías.

Aquí estoy, encima de uno de ellos.

Resulta que, estando enjaulado, lo que siempre veía en la pantalla de mi cubículo no era mi pasado, sino mi futuro con Annelie, los dos tirados en la cresta de una colina, bajo la copa de un árbol no clasificado.

Estoy al otro lado de la pantalla.

Desde aquí me puedo saludar a mí mismo, siempre resacoso y atiborrado de somníferos, que nunca sale de su cubículo de dos por dos por dos.

Ya estamos aquí, a donde quería llegar de pequeño, desde el internado. En el lugar con el que soñábamos el Novecientos seis y yo. Mi sueño se ha cumplido, he llegado a la infancia inalcanzable, al paraíso… y no me he enterado.

Estoy encima de la colina que se ve desde las hamacas-capullos. Entonces la casita de cubos, el prado segado, la bici, la terraza, todo eso debe de estar al otro lado, allá abajo, en el valle que tengo delante. Aguzo la vista…

¡La veo! ¡La veo!

—¡Vamos! —le grito a Annelie—. ¡Vamos rápido!

Cojo el champán con una mano, con la otra a la chica, que no para de reírse, y empezamos a rodar por la cuesta abajo.

Nos descalzamos y vadeamos el río. El agua está caliente, a nuestros pies flotan unos pececillos. Annelie quiere que nos bañemos, pero le digo que aguante, que nos queda muy poco.

No le da vergüenza estar desnuda.

—¿Qué has visto ahí? —Annelie se pone una mano en la frente en forma de visera y mira hacia delante.

—Ya están cerca… ¿Ves aquellas casas? En primera línea hay una rectangular, ¿la ves? ¡Gana el que llegue allí primero!

—Entonces vamos a hacer esto: ¡el que entre primero pide un deseo! —pone su condición Annelie con una tremenda sonrisa de pilla.

—¡Trato hecho!

Y echamos a correr. Corremos a toda pastilla hacia un edificio que está algo apartado de las demás casas; es idéntico al de la película: las ventanas están abiertas de par en par, los visillos transparentes se agitan con el aire…

«¡Oye, Basil, al final he vuelto!

»¡He vuelto, Basil! ¿Estás en casa? Te voy a presentar a mi amiga, se llama Annelie. ¿Te importa si vivimos aquí una temporada? Voy a tomar unas pequeñas vacaciones… ¿Y qué piensas, puede ser que esta productora busque empleados? Podríamos trabajar de vigilantes del parque, y viviríamos en esta casa nuestra…».

Incluso las hamacas siguen en su sitio. Están libres: una para mí, otra para ella. El último tirón… Otros treinta metros…

—¡Eugène! ¡Para!

Me vuelvo hacia ella sin dejar de correr… y me estrello. Aturdido, caigo al suelo, me da vueltas la cabeza, siento dolor en el cuello y en una rodilla, tengo una muñeca luxada. No entiendo nada. ¿Qué ha pasado? Me incorporo, sacudo la cabeza como si saliera de una piscina.

—¡Si es una pantalla! —se ríe ella—. ¿De verdad no lo sabías?

—¿Cómo…?

Avanzo a gatas con el brazo estirado. Topo con una pared.

Una pared en la que se proyecta todo el panorama: el resto del valle, las casas con sus parcelas, los paseos de plátanos de sombra, una retícula de sendas, la casita de cubos y el prado segado. Es una pantalla espléndida: la frontera con la realidad es casi imperceptible.

Es posible que la torre La Bellezza sea la más grande de todas las que he visto jamás, pero incluso en ella no cabe el mundo entero. La casa de mis padres putativos casi ha cabido en este museo, casi se salva, pero le han faltado tan sólo una veintena de metros. Y fue destruida, convertida en una foto.

No doy crédito a mis ojos. Palpo la pantalla.

—¡No vale! —Annelie se me acerca corriendo—. Es imposible meterse ahí. Así que nadie puede pedir un deseo. ¡Eres un tramposo!

Es imposible llamar a la puerta para saber si hay alguien dentro. No hay a quién mentirle que hace tiempo viví aquí. No puedo pedirle a nadie que me deje entrar, y tampoco puedo colarme por la ventana. Nadie puede pedir un deseo.

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