Futu.re

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I. Horizontes

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I

Horizontes

El ascensor es una cosa excelente, ya lo creo. Ofrece múltiples motivos de admiración.

Haciendo un viaje en horizontal, siempre sabes adónde llegarás.

En cambio, trasladándote en vertical, puedes acabar en cualquier lugar.

Aunque las direcciones son tan sólo dos, hacia arriba y hacia abajo, nunca sabes qué vas a ver cuando las puertas del ascensor se abran. Interminables zoológicos: despachos con sus oficinistas enjaulados; paisajes bucólicos con pastorcillas despreocupadas; criaderos de langostas; la decrépita y solitaria Nôtre Dame recluida en un hangar; chabolas pestilentes, donde a cada uno de los habitantes le corresponden mil centímetros cuadrados de vivienda; una piscina en la costa del Mediterráneo, o simplemente un entramado de pasillos de servicio. Unos niveles son accesibles para todos, en otros los ascensores no abren sus puertas a cualquier pasajero, de la existencia de los demás nadie tiene ni idea, salvo aquellos que realizaron los proyectos de las torres.

Las torres son lo suficientemente altas para perforar las nubes, pero sus raíces que se hunden en la tierra son más profundas aún. Los cristianos afirman que en la torre que se yergue en lugar del Vaticano hay ascensores que transitan de ida y vuelta al infierno y otros que transportan a los bienaventurados directamente hacia el cielo. El otro día pillé a un oradorcito y le pregunté por qué seguían tomando el pelo a la gente si ya no había nada que hacer. ¡El alma ya no la utiliza nadie! El paraíso cristiano debe de ser un agujero triste, igual que la catedral de San Pedro, desolado y revestido de una capa de polvo de dos dedos de grosor. Aquél se puso a retorcerse y a balbucir algo sobre la imagen y el mercado de masas y que con el rebaño había que hablar en su lengua. Debí haberle roto los dedos a aquel truhán para que le costara un poco más persignarse.

Las kilométricas alturas, los ascensores las rebasan en un par de minutos. Para la mayoría es tiempo suficiente para ver un videoclip publicitario, arreglarse el peinado o asegurarse de que entre los dientes no quedan restos de comida. Casi a nadie le importa el diseño interior ni el tamaño de cabina. Muchos ni siquiera son conscientes de que el ascensor se mueve, a pesar de que la aceleración apretuja las tripas y las ondulaciones del cerebro.

Según las leyes físicas, también debería compactar el tiempo, aunque sea un poquito. Pero en vez de eso cada instante que paso en la cabina de un ascensor se infla, se expande…

Miro el reloj por tercera vez. ¡El maldito minuto no se quiere terminar! Odio a las personas que admiran los ascensores, a las que son capaces de contemplar como si nada su propio reflejo en las cabinas. Detesto a los que inventaron esas máquinas. ¡Qué idea tan demoníaca la de colgar sobre un precipicio una caja angosta, meter ahí a un humano y dejar que la caja decida cuánto tiempo le toca estar en cautiverio y cuándo puede ser liberado!

Las puertas siguen sin abrirse; peor aún, la cabina no piensa detenerse. Nunca había subido tan alto en ninguna de las torres.

Las alturas me importan un pepino, no tengo problemas con ellas. Soy capaz de sostenerme sobre sólo una pierna en la cima del Everest, con tal de que me dejen salir de este maldito ataúd.

¡No debo pensar en eso, si no me quedaré sin oxígeno! ¿Cómo puedo dejarme llevar otra vez por esos pensamientos fatigosos? Con lo a gusto que estaba yo soñando con la catedral abandonada de San Pedro, colinas toscanas color esmeralda a principios de verano… Tengo que cerrar los ojos e imaginarme rodeado de hierba alta… Me llega por la cintura… Todo como se indica en los libros… Coger aire… Expulsar aire… Ahora me tranquilizo… Ahora mismo… Pero ¡¿cómo diablos voy a saber qué siente uno rodeado de hierba hasta la cintura?! ¡Si jamás la he visto de cerca, como mucho a diez pasos de distancia!; el césped artificial no cuenta.

¡¿Por qué he aceptado subir tan alto?! ¡¿Por qué admití la invitación?!

Ni siquiera se puede considerar como invitación.

Ya ves. Vives como una cucaracha de a pie, batallando: recorres las trincheras de las paredes y los suelos agrietados. Cualquier ruido te alarma y enseguida te quedas inmóvil, preparado siempre para que te aplasten. Y un día, sales a la luz y te atrapan. Pero en lugar de ser estrujado y aniquilado, de repente, sujeto entre los dedos te elevas a las alturas, donde alguien está dispuesto a escrutarte.

La cabina sigue ascendiendo. La pantalla, que ocupa toda la pared, emite un anuncio: una tiparraca pintarrajeada tragando la píldora de la felicidad. Las demás paredes son de color beis, acolchadas, pensadas para sosegar a los pasajeros y para que éstos no se revienten el coco en un ataque de pánico; ¡desde luego, para adorar los ascensores existen múltiples motivos!

Silba la extracción. Siento que estoy empapado. Unas gotas de sudor caen al suelo enmoquetado de color beis. Mi garganta no deja pasar el aire, como si una poderosa mano mecánica la estuviera oprimiendo. La tiparraca me mira a los ojos y sonríe. Por un estrecho orificio que queda en mi gaznate absorbo el oxígeno suficiente para no desmayarme. Las paredes beis se estrechan despacio a mi alrededor intentando prensarme.

¡Soltadme!

Con una mano tapo la boca roja y sonriente de la tiparraca. Parece que le gusta. Luego, la imagen desaparece y la pantalla se convierte en espejo. Veo mi reflejo. Sonrío.

Me doy la vuelta para atizar un puñetazo en la puerta.

En ese instante el ascensor para.

Las puertas se abren.

Los dedos de acero que me apretaban la tráquea se aflojan con desgana.

Salgo rodando de la cabina al vestíbulo. El suelo es un empedrado, creo; las paredes están revestidas de madera, creo. La luz es vespertina, tras un mostrador, un conserje agradable de ropajes holgados. Nada de rótulos, nada de vigilancia; los que llegan hasta aquí saben dónde están y entienden qué precio les tocaría pagar por cualquier exceso.

Intento presentarme, pero el conserje, con un gesto amigable, me hace ver que no es necesario.

—¡Adelante, adelante! Detrás de mi mostrador está el segundo ascensor.

—¡¿Otro?!

—Lo llevará a la azotea, ¡sólo un par de segundos!

¿A la azotea? Nunca he estado en una azotea. Mi vida transcurre en espacios cerrados, boxes y tubos, como la de todo el mundo. Salgo de vez en cuando al exterior cuando persigo a alguien, lo que suele pasar. No hay nada interesante allí.

Pero las azoteas son otra cosa.

Procuro esbozar en mi cara sudorosa una sonrisa complaciente y, haciendo de tripas corazón, me dirijo hacia el ascensor clandestino.

Ninguna pantalla, nada de mandos. Cojo aire y entro. El suelo está cubierto de parquet ruso: toda una reliquia. Por un momento se me olvidan mis miedos, me agacho para palparlo. No es un compuesto, estoy seguro… Vaya nivel.

Precisamente en esta postura de idiota acuclillado —un estadio intermedio de la transformación del mono en hombre representado en aquel dibujo famoso— me sorprende ella cuando se abren las puertas. Mi manera de trasladarme en el ascensor no parece escandalizarla. Buena educación.

—Yo…

—Sé quién es usted. Mi marido se va a retrasar un poco y me ha pedido que lo entretenga. Digamos que soy la avanzadilla. Me llamo Helen.

—Aprovechando la ocasión… —Sin levantarme, sonrío y le beso la mano.

—Parece que tiene calor —dice retirando los dedos.

Su voz es fría y firme, los ojos quedan ocultos tras unas enormes gafas de sol de cristales oscuros. Un sombrero de ala ancha —rayas concéntricas de color beis y canela se alternan— le arroja sobre el rostro un velo de sombra. Veo sólo los labios pintados de carmín y unos dientes de tallado perfecto, blancos como la cocaína. Quizá sea una promesa de sonrisa. O puede que le apetezca con tan sólo un ligero movimiento de labios hacer a un hombre tejer ilusiones picantes. Porque sí, a modo de ejercicio.

—Estoy algo asfixiado —reconozco.

—Vamos, pues, le enseño nuestra casa.

Me pongo de pie y resulta que soy más alto que ella; sin embargo, me da la impresión de que me sigue mirando por encima a través de los cristales. Dice que la llame Helen, pero es obvio que está jugando a la democracia. Debería llamarla «señora Schreyer», teniendo en cuenta quién soy yo y quién es su marido.

No tengo ni idea de para qué me necesita éste, pero más aún me cuesta imaginar por qué me deja entrar en su casa. Yo en su lugar sentiría recelo.

Los batientes del ascensor se disfrazan de puerta de entrada normal y corriente. Del vestíbulo luminoso paso a un laberinto de habitaciones espaciosas. Helen anda delante de mí, enseñándome el camino, pero sin darse la vuelta. Y menos mal, porque no paro de mirar hacia todas partes como un paleto. Visito muchas casas: mi oficio, igual que antaño el de la muerte que andaba con guadaña, no permite diferenciar entre los pobres y los ricos. Pero interiores como éste no he encontrado en ningún lado.

El señor Schreyer y su esposa disponen de más metros cuadrados que los habitantes de todos los barrios situados en los niveles inferiores al suyo.

Y no es necesario andar a gatas para darse cuenta de que todo en su casa es natural. Está claro que el entarimado de juntas abiertas y barniz desgastado, los perezosos ventiladores de azófar en el techo, los muebles asiáticos marrón oscuro y los pomos de las puertas pulidos por los dedos, todo eso no son más que adornos. El relleno de la casa es ultramoderno, pero queda oculto bajo el verdadero azófar y la madera natural. Desde mi punto de vista es poco práctico y, además, el precio excesivo tampoco se justifica. El compuesto cuesta diez veces menos y es eterno, eso sí.

Las sombrías habitaciones están desoladas. No hay servidumbre; de vez en cuando una silueta humana sale de la penumbra, pero acaba siendo una escultura, bien de bronce cubierto de pátina o bien de ébano lacado. No se sabe de dónde, llega una música antigua y, a su compás, de una manera hipnótica se mece la señora Schreyer, surcando a través de sus predios infinitos.

El vestido que lleva es un rectángulo de tela color café. Los hombros son intencionadamente anchos; el corte del cuello parece demasiado basto: un simple agujero. Deja descubierto tan sólo el cuello —largo y aristocrático—, el resto del cuerpo queda imperceptible; pero de pronto la tela acaba, trazando una línea recta justo a la altura de las caderas. Debajo de esta línea hay otra sombra. La belleza precisa de sombras, en ellas nace la tentación.

Giramos, pasamos por un arco y de repente el techo desaparece.

Encima de mi cabeza se despliega el cielo. Me quedo clavado en el umbral.

¡Demonios! Sabía que iba a ocurrir, pero aun así no estaba preparado para ver aquello.

Ella se da la vuelta y me sonríe condescendiente.

—¿Acaso no ha estado nunca en una azotea?

Quiere decir que soy un plebeyo.

—Mi trabajo me obliga moverme más por las chabolas, Helen. ¿Usted no ha estado nunca en las chabolas?

—Ah, sí… Su trabajo… Usted se dedica a matar gente o algo así, ¿verdad?

Ella pregunta, pero no parece esperar la respuesta. Da media vuelta y continúa caminando, quiere que la siga. Yo tampoco digo nada. Al final, tras digerir el cielo, me despego del quicio. Ahora entiendo adónde me ha traído el ascensor.

A un verdadero paraíso. No es el empalagoso sucedáneo cristiano, sino mi propio edén, que jamás he visto, pero resulta que llevo toda mi vida soñando con él.

¡Alrededor de mí no hay paredes! Ni una. Estoy en el umbral de un enorme chalet situado en el centro de un amplio campo de arena, en pleno corazón de un descuidado jardín tropical. Desde aquí, en todas las direcciones, se expanden senderos pavimentados que te llevan hacia el infinito. Los frutales, las palmeras, los arbustos de hojas gigantescas y jugosas cuyo nombre ignoro, el césped suave, toda la vegetación aquí brilla como si fuera de plástico, pero es de verdad, no hay duda.

Maldita sea, por primera vez en no sé cuánto tiempo siento que respiro a todo pulmón. Como si durante toda mi vida un adefesio gordo y sucio hubiera estado sentado sobre mi pecho, aplastándome las costillas y envenenando el aire que respiraba, y ahora me lo hubiera quitado de encima y estuviera libre. Hacía tiempo que no sentía algo así. Quizá no lo haya experimentado nunca.

Pongo un pie en el entarimado. Al seguir a la señora Schreyer, bronceada y vanidosa, descubro un lugar que podría ser mi casa. La residencia de su marido tiene aspecto de una isla tropical. Es artificial, pero lo único que lo delata es su forma geométricamente perfecta. Es un círculo de un kilómetro de diámetro como mínimo. La circunda una franja de playa ideal.

La señora Schreyer me conduce hasta la playa, donde se me agota la paciencia. Me agacho y cojo un puñado de arena blanca y suave. Se podría pensar que estamos en algún atolón perdido en la infinitud del mar, si no fuera por un muro transparente que se alza en lugar del espumoso encaje de las olas. Tras el muro se abre un precipicio y, decenas de metros más abajo, flotan las nubes. El muro, casi invisible a pocos pasos de distancia, va subiendo y se convierte en una inmensa cúpula que cubre la isla entera. La cúpula se divide en varios sectores, cada uno de los cuales se puede abrir para exponer al sol el jardín y la playa.

En uno de los costados, entre la playa y el muro de cristal, se agita el agua azul: es una piscina pequeña que, para la señora Schreyer, pretende sustituir un trozo de océano. Justo enfrente, sobre la arena, hay dos tumbonas.

Helen se acomoda en una de ellas.

—Figúrese —dice la señora Schreyer—. Las nubes siempre quedan abajo, por eso es un sitio perfecto para tomar el sol.

Yo sí que he visto el sol en numerosas ocasiones, pero conozco a mucha gente de los niveles inferiores que, a falta de sol verdadero, han aprendido a conformarse con el dibujado. Pero, por lo visto, cuando llevas mucho tiempo conviviendo con una maravilla, intentas encontrarle alguna aplicación práctica. ¿Qué, el sol? Ah, sí, proporciona un bronceado tan natural…

La segunda tumbona seguro que pertenece a su marido; me los imagino, a esos celícolas, arrellanados aquí por las tardes, observando desde su Olimpo el mundo, que ellos consideran su propiedad.

Me detengo a unos pasos de ella. Me siento directamente encima de la arena y fijo la mirada en la lejanía.

—¿Qué le parece nuestra casa? —Ella sonríe con aire indulgente.

A nuestro alrededor, hasta donde alcanza la vista, se extiende un mar de mullidas nubes y por encima de ellas, miles de islas voladoras. Son azoteas de otras torres, moradas de los más ricos y poderosos: en un mundo formado por miles de espacios cerrados, compuesto de cajas, no hay nada más valioso que el espacio abierto.

La mayoría de las azoteas han sido convertidas en jardines y boscajes. Habitando la bóveda celeste, sus inquilinos añoran con coquetería la tierra.

Allá donde las islas flotantes se disipan en la nebulosa, se cierra el anillo del horizonte. Es la primera vez que veo la línea delgada que separa el cielo de la tierra. Cuando te asomas al exterior estando en los niveles bajos o intermedios, el paisaje que ves siempre resulta sobrecargado: son torres y más torres, y si aparece un hueco entre ellas, lo único que se puede entrever en él son otras torres más alejadas.

El horizonte real no se distingue demasiado del que nos muestran en las pantallas empotradas. Claro, si estás dentro, siempre puedes estar seguro de que lo que ves es una réplica o una proyección y que el verdadero horizonte es un artículo demasiado valioso. De la versión original disponen sólo aquellos que son capaces de pagar por ella; los demás se han de conformar con una reproducción de un calendario de bolsillo.

Cojo un puñado de arena blanca y menuda. Es tan suave que me entran ganas de tocarla con los labios.

—Usted no responde a mis preguntas —me reprende ella.

—Perdón. ¿Qué me preguntaba?

Mientras tenga la mirada oculta tras esos anteojos de libélula, resulta imposible determinar si le interesa de verdad mi opinión o simplemente me está entreteniendo conforme a las instrucciones de su esposo.

Sus pantorrillas bronceadas, envueltas con los cordones dorados de las sandalias altas, brillan al sol. Las uñas están pintadas de color marfil.

—¿Qué le parece nuestra casa?

Tengo la contestación preparada.

¡Yo tendría que haber nacido en este vergel para ser un haragán despreocupado, tomar los rayos de sol como algo normal, no ver las paredes ni tenerles miedo y vivir en libertad respirando a pleno pulmón! Pero en lugar de eso…

Cometí sólo un error: salí de una madre equivocada y ahora lo tendré que pagar el resto de mi vida.

Me quedo callado. Sonrío. Sé sonreír muy bien.

—Su casa me recuerda a un enorme reloj de arena. —Obsequio a la señora Schreyer con una amplia sonrisa mientras cuelo entre los dedos los granitos de arena. El sol me hace entrecerrar los ojos; está en su cénit, justo por encima de la cúpula de cristal.

—Veo que para usted el tiempo aún corre. —Ella, probablemente, está mirando la arena que se derrama entre mis dedos—. Para nosotros hace mucho que se detuvo.

—¡Oh! Incluso el tiempo es impotente ante los dioses.

—Son ustedes los que se hacen llamar «Inmortales». Yo soy una persona normal, de carne y hueso —replica ella sin darse cuenta del retintín de mis palabras.

—Sin embargo, tengo muchas más probabilidades de morir que usted —observo.

—¡Pero usted eligió ese trabajo!

—Se equivoca —digo sonriendo—. Se puede decir que el trabajo me eligió a mí.

—Entonces ¿matar es su vocación?

—Yo no mato a nadie.

—He oído lo contrario.

—Ellos toman la decisión. Yo sigo las normas. Técnicamente, claro, yo…

—Qué aburrido.

—¿Aburrido?

—Pensé que usted era sicario, pero no es más que un burócrata.

Me apetece quitarle el sombrero y agarrarla del cabello enrollándolo sobre el puño.

—Ahora me está mirando como un asesino. ¿Está seguro de que siempre actúa según las normas?

Ella dobla una rodilla, la sombra crece, el vórtice se ensancha, ahora estoy cerca de su borde, el corazón se encoge, el pecho se llena de vacío, las costillas están a punto de romperse hacia dentro… ¡¿Cómo se le ocurre a esa fulana malcriada hacerme eso?!

—Las normas eximen a uno de la responsabilidad —digo sopesando las palabras.

—¿Teme a la responsabilidad? —Ella enarca una ceja—. ¿Acaso no le dan pena todos esos desgraciados a los que usted…?

—Oiga —interrumpo—. ¿Acaso no se le ha pasado por la cabeza que no todos viven en las mismas condiciones que usted? A lo mejor no sabe que cuatro metros cuadrados por persona es algo habitual incluso para los niveles decentes. ¿Recuerda cuánto vale un litro de agua? ¿Y un kilovatio? Las personas de carne y hueso responderían a estas preguntas sin pensárselo. Todos saben cuánto vale el agua, la electricidad y el espacio habitable. Los desgraciados de los que usted me habla, si no los vigilamos nosotros, serían capaces de derrumbar la economía, y las torres. Incluida la torre de marfil en la que vive usted.

—Es demasiado grandilocuente para ser un sicario. Aunque reconozco en su flamante arenga pasajes enteros de las intervenciones de mi marido. Espero que no se le haya olvidado que su futuro depende de él —comenta ella con frialdad.

—Mi trabajo me obliga a apreciar más el presente.

—Pues claro… Si todos los días les quitas el futuro a los demás… Acabas saciándote de él, ¿me equivoco?

Me pongo de pie. La perra del señor Schreyer parece haber extraído de la pechera un juego de alfileres, que me va clavando uno por uno para averiguar todos mis puntos débiles. No pienso aguantar esa puñetera acupuntura.

—¿Por qué sonríe? —Su voz suena como una campanilla.

—Creo que me tengo que marchar. Dígale al señor Schreyer que…

—¿Otra vez tiene calor? ¿O le falta espacio? Póngase en el lugar de esa gente. Ustedes los ejecutan sólo por…

—¡No puedo ponerme en su lugar!

—Ah, claro, su voto de castidad…

—¡No tiene nada que ver! ¡Simplemente entiendo qué precio estamos pagando sólo porque alguien no es capaz de controlarse! ¡Yo lo estoy pagando! ¡Yo, pero ustedes no!

—¡No se engañe! ¡No puede entender a esa gente simplemente porque es un capón!

—¡¿Qué?!

—¡Que no necesita a las mujeres! ¡Las sustituye con esas pastillas! ¿O no es así?

—¡¿Qué demonios…?! ¡No pienso aguantarlo más!

—¡Si ustedes son todos iguales! ¡Impotentes mentales! ¡Ríase, ríase! ¡Sabe perfectamente que estoy diciendo la verdad!

—Lo que quieres es que…

—Usted… ¡¿Qué?! Suélteme…

—¿Quieres que te…?

—¡Suéltame! Hay cámaras por todas partes… Yo… ¡No te atrevas!

—¡Helen! —retumba en el fondo del jardín un barítono aterciopelado—. Cariño, ¿dónde estáis?

—¡Estamos en la playa! —No consigue aclarar la voz a la primera y tiene que repetir las palabras al cabo de un instante—. ¡Estamos aquí, Erich, en la playa!

La señora Schreyer se arregla las arrugas del vestido color café y un segundo antes de la aparición de su esposo me suelta una buena bofetada, con saña.

Ahora soy su rehén; ¿qué puedo esperar de esa perra? ¿Por qué de repente se ha enfadado tanto conmigo? ¿Y qué ha pasado entre nosotros? Al final no he conseguido verle los ojos, aunque el sombrero se ha quedado tirado en la arena. Esos cabellos color miel sobre los hombros…

—Ah… ¡Por fin os encuentro!

Tiene el mismo aspecto que en la pantalla, en las noticias: absolutamente perfecto. Desde los tiempos de los patricios romanos esa nobleza de facciones sólo volvió a la tierra una vez, al Hollywood de los años cincuenta del siglo veinte, para después desaparecer durante siglos. He aquí su nueva aparición. Y la última, porque Erich Schreyer no morirá jamás.

—Helen… ¿ni siquiera le has ofrecido a nuestro invitado un cóctel?

Miro hacia ella: la arena alrededor de las tumbonas está revuelta como en un ruedo después de una corrida de toros.

—Señor senador… —Lo saludo con una leve inclinación de cabeza.

Sus ojos expresan una sosegada benevolencia de superhombre y una comedida curiosidad entomológica. Por lo visto, el señor Schreyer no se ha dado cuenta del sombrero tirado en el suelo ni de las huellas sobre la arena. Es posible que ni siquiera tenga costumbre de mirarse a los pies.

—Es demasiado… Llámeme por mi nombre. Está en mi casa, y en mi casa soy simplemente Erich.

Ahora inclino la cabeza en silencio, no lo llamo de ninguna forma.

—Al fin y al cabo, senador es sólo uno de los papeles que suelo desempeñar, ¿no? Y ni siquiera es el más importante. Al llegar a casa me lo quito y lo cuelgo en el ropero como si fuera un traje de etiqueta. No hacemos más que representar nuestros roles, y a todos nos aprietan de vez en cuando los disfraces…

—Lo siento —prorrumpo yo—. No consigo quitarme el mío. Me temo que es mi propio pellejo.

—No se preocupe. El pellejo siempre se puede arrancar. —Schreyer me dirige un guiño amistoso, recogiendo el sombrero de la arena—. ¿Le ha dado tiempo a echar un vistazo a mi propiedad?

—No… Me he quedado hablando con su esposa…

La señora Schreyer no me mira. Parece estar decidiendo si me ha de ejecutar o absolver.

—Es la más valiosa de mis propiedades. —Se ríe mientras le devuelve el sombrero a rayas—. Cócteles, Helen. Para mí un Horizonte, y ¿para usted?

—Un tequila —digo—. Necesito espabilar.

—¡Oh! Una bebida sempiterna… Un tequila, Helen.

Ella esboza una profunda reverencia.

Por supuesto, es una muestra de atención, al igual que el detalle que ha tenido Schreyer haciendo que su mujer me reciba. Es una atención que no me merezco, y no estoy seguro de poder merecerla nunca.

En general, no me gusta vivir a crédito. Adquieres algo que no te tiene que pertenecer y lo pagas con el hecho de no pertenecerte más a ti mismo. Es un concepto idiota.

—¿Qué está pensando?

—Intento entender para qué me ha hecho venir.

—¿He hecho venir? ¿Lo oyes, Helen? Ha sido una invitación. Quiero conocerlo a usted y lo he invitado.

—¿Por qué?

—Por curiosidad. Me interesan las personas como usted.

—Personas como yo hay ciento veinte mil millones en toda Europa. ¿Recibe a una por día? Entiendo que su tiempo no es limitado, aun así…

—Parece que está usted nervioso. ¿Se siente cansado? ¿Ha sido largo el viaje?

Se refiere a los ascensores. Conoce algunas de mis características. Debe de haber leído mi expediente personal. Le ha dedicado tiempo.

—Ahora se me pasa. —Me tomo el chupito doble de tequila.

Un fuego ácido y amarillo, como ámbar fundido, me lija la garganta. Estupendo. Tiene un sabor peculiar. No parece sintético. En realidad no se parece a nada de lo que yo conozco, me resulta sospechoso. Y eso que me creía un experto.

—¿Qué es esto? ¿La Tortuga? —intento adivinar.

—¡No, qué va! —sonríe con sorna.

Me alcanza una rodaja de limón. Muy amable. La rechazo con la cabeza. Para los que no entienden de fuego y elijan cócteles como el Horizonte y otras golosinas.

—¿Ha leído mi expediente? —Tengo los labios agrietados y me empiezan a arder al entrar en contacto con el alcohol—. Qué honor.

—Es mi deber —Schreyer se encoge de hombros—. Ya sabe: los Inmortales se encuentran bajo mi auspicio.

—¿Auspicio? Si ayer mismo oí en las noticias cómo usted decía que desmantelaría la Falange si el pueblo lo exigiese.

Helen dirige sus gafas hacia mí.

—A veces me acusan de falta de principios. —Schreyer me vuelve a guiñar un ojo—. Pero tengo un principio fundamental: decirles a todos y a cada uno aquello que quieren oír.

Guasón.

—A todos no —replica la señora Schreyer.

—Estoy hablando de política, mi amor —le dice el señor Schreyer con una radiante sonrisa—. Un político no puede actuar de otra forma. Pero la familia es un remanso apacible en el que podemos ser, aunque sea por un rato, nosotros mismos. ¿Dónde, si no en la familia, tenemos que ser sinceros?

—Suena genial —comenta ella.

—Entonces, con tu permiso, continúo —murmura él—. Como decía, la gente que hace caso a las noticias quiere creer también que el Estado se preocupa por ella. Pero si les cuentas exactamente cómo los cuida, se van a sentir algo incómodos. Lo que quieren oír es lo siguiente: «No os preocupéis, lo tenemos todo controlado, incluso a los Inmortales».

—A esa unidad de asalto desquiciada.

—La gente sólo quiere de mí que la tranquilice. Quieren saber que en Europa, con todos sus valores democráticos y respeto a los derechos humanos, los Inmortales son sólo una medida forzosa y pasajera.

—Usted sí que sabe hacer creer en el mañana. —Siento cómo dentro de mí se abren las compuertas que drenan el tequila en la sangre—. Verá, nosotros también seguimos las noticias. A usted le gritan que los Inmortales son unos malhechores con los que hay que acabar, pero usted sólo sonríe. Como si no tuviese que ver nada con nosotros.

—¡Efectivamente, muy bien dicho! Como si no tuviéramos nada que ver con la Falange. Pero al mismo tiempo les concedemos a ustedes carta blanca.

—Y anuncia que somos totalmente incontrolables.

—Si usted entiende perfectamente… ¡Nuestro estado se basa en los principios de la humanidad! El derecho a la vida de cada uno es sagrado, igual que su derecho a la inmortalidad. ¡Europa abolió la pena de muerte hace muchos siglos, y no volveremos a ella jamás, bajo ningún pretexto!

—Ahora lo reconozco, el mismo de las noticias.

—No pensaba yo que usted fuera tan inocente. Teniendo en cuenta su trabajo…

—¿Inocente? ¿Sabe?… teniendo el trabajo que tenemos, apetece muchas veces hablar con la gente de las noticias, con los que nos hunden en la mierda. Y hoy se me presenta una magnífica ocasión.

—No creo que consiga quedar mal conmigo. —Schreyer sonríe con picardía—. ¿Recuerda? Yo digo a todos lo que quieren oír de mí.

—¿Y qué cree que quiero oír yo?

Schreyer sorbe con una pajita su cóctel pijo de color fosforescente, servido en una copa esférica, que no se puede soltar sin haberla vaciado.

—Su expediente dice que usted es muy legal y ambicioso. Que tiene una correcta motivación. Se aportan ejemplos de cómo actúa durante las operaciones. Todo tiene muy buena pinta. Tiene pinta de que puede tener un gran futuro. Sin embargo, parece que su ascenso se ha quedado como estancado.

Estoy seguro de que en mi expediente hay unas cuantas cosas que el señor Schreyer prefiere no mencionar, al menos por el momento.

—Por eso supongo que no le importaría oír algo sobre su ascenso.

Me muerdo la mejilla; estoy callado, intentando no delatarme.

—Y ya que siempre sigo mis principios —otra vez esa sonrisa cordial—, pensaba hablar de eso con usted.

—¿Por qué usted? Los ascensos son competencia del comandante de la Falange. ¿No tiene que ser él…?

—¡Por supuesto! ¡Por supuesto que es el viejo Ricardo quien asigna los grados! Yo sólo hablo. —Schreyer hace un gesto de indiferencia—. Usted ahora es la mano derecha del jefe de sección, ¿no? Proponen ascenderle a jefe de brigada.

—¿Diez secciones? ¿Bajo mi mando? ¿Quién lo propone?

La sangre mezclada con tequila me bate en las sienes. Se trata de un ascenso de tres grados. Enderezo la espalda. He estado a punto de tirarme a su mujer y de partirle la cara a él. Genial.

—Lo proponen —dice Schreyer con una inclinación de cabeza—. ¿Qué opina?

Dirigir una brigada quiere decir dejar de aplastar con tus propias botas las vidas de las personas. Dirigir una brigada significa pasar de mi choza miserable a una vivienda más decente… No me puedo imaginar siquiera quién podría proponer mi ascenso.

—Creo que no me lo merezco. —Me cuesta mucho pronunciar esas palabras.

—Usted cree que hace mucho que se lo merece —dice el señor Schreyer—; ¿otro tequila? Parece algo desconcertado.

—Tengo la sensación de que me están intentando endilgar un préstamo de por vida —contesto agitando la cabeza pesada.

—Y los préstamos no le gustan nada —continúa mis palabras Schreyer—. Lo dice su expediente. Pero no se preocupe, esto no es un préstamo. Es un anticipo.

—No tengo ni idea de por qué le intereso.

—¿A mí? Su deber no es servir a un senador, sino a la sociedad. A toda Europa. Vale, abreviemos los preámbulos. Helen, vete a casa.

Ella no se opone; antes de marcharse me entrega otro tequila doble. Schreyer la despide con una mirada extraña. La sonrisa se despega y se le cae de los labios, y por un instante se le olvida cubrir su bello rostro con otra careta. Durante una fracción de segundo lo veo tal como es, completamente vacío. Pero, al dirigirse a mí, otra vez se vuelve radiante.

—Supongo que le suena el apellido Rocamora.

—Es un activista del Partido de la Vida —asiento—. Uno de los dirigentes…

—Un terrorista —me corrige Schreyer.

—Treinta años en busca y captura…

—Lo hemos encontrado.

—¿Lo han arrestado?

—¡No! ¡Qué va! Imagínese: una operación policial, un montón de cámaras, Rocamora se entrega y, por supuesto, enseguida aparece en todos los medios. Abrimos un caso, nos vemos obligados a hacerlo público, los charlatanes de todo el mundo se ofrecen para defenderlo gratis, para lucirse en las pantallas, él utiliza el tribunal como púlpito, se convierte en una estrella… Es como una pesadilla después de una cena copiosa, ¿no le parece?

Me encojo de hombros.

—Rocamora, después de Clausewitz, es la figura más importante del Partido de la Vida —sigue Schreyer—. Ellos están intentando minar las bases de nuestra nación. Quieren romper el equilibrio delicado… derribar la torre de la civilización europea. Pero todavía podemos emprender un ataque preventivo. Usted puede.

—¿Yo? Pero ¿cómo?

—El sistema de aviso lo ha detectado. Su novia está embarazada. Él está con ella. Por lo visto, no piensan declarar nada. Es una oportunidad excelente para que usted se estrene como jefe de brigada.

—Bien. —Me quedo pensando—. Pero ¿qué podemos hacer nosotros? Incluso si hace su elección… Sería una simple neutralización. Después del pinchazo vivirá unos cuantos años más, quizá los diez…

—Eso si todo transcurre según las normas. Pero cuando consigues acorralar a una presa así de grande, hay que estar preparado para todo. ¡Cualquier cosa puede pasar!

Schreyer me pone la mano en el hombro.

—Me entiende, ¿verdad? Es un asunto muy delicado… Su amiga está de cuatro meses… La situación es muy tensa, él tiene los nervios crispados… Una incursión inesperada de los Inmortales… Él se lanza a defender a su amada… Caos… Nadie sabe cómo ocurrió. Y no hay más testigos que los mismos Inmortales.

—Pero lo mismo puede hacer también la Policía, ¿o no?

—¿La Policía? ¿Se puede imaginar qué escándalo? Peor sería sólo colgar a ese bicho en una celda. Pero los Inmortales son otra historia.

—Totalmente incontrolables —asiento, inclinando la cabeza.

—Unos gamberros con los que hay que acabar cuanto antes. —Bebe de la copa—. ¿Qué opina?

—No soy asesino, diga lo que diga usted a su mujer.

—Increíble —murmura con aire benevolente—, estudié su expediente con mucha atención. Aparecen muchas cualidades suyas, pero no dice nada de escrúpulos. Probablemente es algo nuevo. Creo que voy a completar su expediente yo mismo.

—Cuando vaya a hacerlo, use el término «prudencia».

—Yo diría «impertinencia».

—Los Inmortales deben seguir el Código.

—Los miembros rasos de la Falange, sí. Las normas básicas son para las personas básicas. Los que mandan deben presentar flexibilidad e iniciativa. Y los que quieren mandar, también.

—¿Y su amiga? ¿Tiene ella algo que ver con el Partido de la Vida?

—No tengo ni idea. ¿Qué más le da?

—¿A ella también hay que…?

—¿A la chavala? Por supuesto. Si no, toda la operación puede acabar cuestionada.

Asiento con la cabeza; no para él, sino para mí mismo.

—¿Tengo que tomar la decisión ahora mismo?

—No, dispone de un par de días de plazo. Pero tengo que decirle que hay otro candidato para el ascenso.

Me está azuzando, pero no me puedo contener.

—¿Quién es?

—Tranquilo… ¡No se ponga celoso! Tal vez lo recuerde por su número personal. Quinientos tres.

Sonrío y me bebo el tequila doble de un trago.

—Es estupendo que tenga buenos recuerdos de esa persona —responde Schreyer con una luminosa sonrisa—. Seguramente, en la infancia nos parece todo mucho más bonito de lo que es realmente.

—¿Quinientos tres está en la Falange? —Empiezo a sentir agobio incluso aquí, en esta maldita isla flotante—. Es que según las normas…

—Siempre hay excepciones a las normas —interrumpe Schreyer, enseñándome amablemente los colmillos—, así que va a tener un compañero agradable.

—Acepto la propuesta —respondo.

—Pues perfecto. —No se muestra sorprendido—. Menos mal que usted es una persona con la que se puede hablar abierta y directamente. Esta sinceridad no se la concedo a cualquiera. ¿Más tequila?

—Venga.

Él mismo se acerca al minibar de la playa y me echa dos dedos de fuego en un vaso cuadrado. A través de la sección abierta en la cúpula, entra aire fresco que sacude el follaje de plástico jugoso. El sol empieza a descender hacia las tinieblas. Mi cabeza está llena de plomo.

—¿Sabe? —dice el señor Schreyer, tendiéndome el vaso—, la vida eterna y la inmortalidad no es lo mismo, ¿verdad? La vida eterna está aquí. —Se pone la mano en el pecho—. La inmortalidad, aquí. —Se toca con un dedo la sien—. La vida eterna —dice con sorna— es un derecho básico que te asegura la sociedad. En cambio, la inmortalidad es un privilegio de los elegidos. Y pienso… pienso que usted la puede conseguir.

—¿Conseguirla? ¿No soy ya un Inmortal? —bromeo.

—La diferencia es la misma que entre un humano y un animal. —De repente me vuelve a mostrar su rostro vacío—. Visible para el hombre e invisible para la bestia.

—¿Quiere decir que todavía me queda por evolucionar?

—Qué se le va a hacer, las cosas no se hacen solas —suspira Schreyer—. Tiene que expulsar al animal que lleva dentro. Por cierto, ¿está tomando la píldora de la placidez?

—No. Ahora no.

—Mal hecho —me reprocha con delicadeza—. No hay nada como eso para elevar a uno sobre sí mismo. Se lo recomiendo. En fin… ¡Salud!

Brindamos.

—¡Por tu evolución! —Schreyer absorbe todo el contenido de la esfera hasta el fondo y la deja sobre la arena—. Gracias por venir.

—Gracias por invitarme —contesto sonriendo.

Cuando Dios habla a un carnicero con tono cariñoso, esto significa que va a ser sacrificado, antes que ascendido a apóstol. Y el carnicero, que juega constantemente a ser Dios con el ganado, ha de entenderlo mejor que nadie.

—¿Qué es, entonces? ¿Francisco de Orellana? —Dejo que los rayos del sol poniente penetren el vaso vacío y miro a trasluz.

—Quetzalcóatl. Hace más de cien años que no se fabrica. Yo no lo tomo, pero dicen que el sabor es exquisito.

—No lo sé. —Me encojo de hombros—. Lo importante es el efecto.

—Ah, otra cosa. Por si acaso… por si te vieras indeciso, a Quinientos tres también lo mandaremos allí. Si tú no vas, tendrá que hacerlo él por ti. —Suspira, dando a entender que esta última opción le resultaría desagradable—. Helen te acompañará. ¡Helen!

Al despedirse, me da la mano. Me gusta su apretón: es una mano fuerte, seca y a la vez suave. Tiene que ser indispensable para su trabajo, aunque al fin y al cabo no significa nada. Lo sé por experiencia. Mi trabajo también exige estrechar muchas manos.

Él se queda en la playa y la señora Schreyer —sin el sombrero— me escolta hacia el ascensor. O, mejor dicho, me remolca, teniendo en cuenta mi estado y que ella camina delante, mientras sigo su estela.

—¿No quiere decirme nada? —pregunta su espalda.

Todo lo que me está ocurriendo hoy en nada se asemeja a la realidad, lo cual me insufla cierta dosis de frivolidad.

—Quiero.

Ya estamos dentro de la casa. Las paredes de la habitación son de color rojo oscuro. En una de ellas hay una cara dorada de Buda, abombada, cubierta por una telaraña de grietas, con los ojos cerrados y los párpados hinchados por los sueños acumulados a los largo de milenios. Debajo de Buda, un sofá ancho, forrado de cuero negro.

Se da la vuelta.

—¿Entonces?

—Le sienta bien vivir aquí, debajo de esta cúpula. Tiene un bronceado realmente… —Recorro con la mirada sus piernas, desde las sandalias hasta el borde del vestido—. Realmente uniforme. Muy uniforme.

Helen no responde, pero noto cómo, debajo de la tela color café, se eleva su pecho.

—Parece que tiene calor —observo.

—Estoy algo asfixiada. —Se arregla el cuello del vestido.

—Su marido me ha aconsejado que tome la píldora de la placidez. Cree que es necesario que expulse al animal que llevo dentro.

La señora Schreyer levanta una mano, posa los dedos sobre la montura y —despacio, como si estuviera dudando— se quita las gafas. Tiene los ojos verdes con el borde canela, pero tienen un toque mate, como unas esmeraldas que han pasado mucho tiempo en un escaparate sin que nadie les prestara atención. Los pómulos altos, sin una sola arruga, la nariz fina. Despojada de sus gafas, una especie de caparazón, parece frágil. Es esa fragilidad femenina que provoca e invita al hombre a desgarrarla, a arañarla, a pisotearla.

De pronto me veo plantado a su lado.

—No lo haga —dice ella.

La agarro por la muñeca, con más fuerza de la necesaria, y la tiro hacia abajo. No sé por qué. Tampoco sé si quiero darle placer o hacerle daño.

—Me hace daño. —Intenta liberarse.

La suelto. Ella da un paso atrás.

—Váyase.

Por el camino hacia el ascensor Helen no dice ni una palabra, mientras yo observo cómo brilla y se derrama la miel sobre su nuca. Siento que, por culpa de mi torpeza, aquella fuerza de gravedad que casi nos hace colisionar espontáneamente en el espacio se debilita y que el destino está a punto de bifurcar nuestras trayectorias a cientos de años luz.

Pero logro volver en mí sólo cuando ya estoy en la cabina.

—¿Que no haga qué?

Helen entorna ligeramente los ojos. No me devuelve la pregunta. Recuerda mis palabras y les da vueltas.

—Deje en paz al animal que lleva dentro —dice—. No lo expulse.

Las puertas se cierran.

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