Futu.re

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VII. Cumpleaños

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VII

Cumpleaños

El sol se ha enfriado casi del todo, se puede tocar sin que te queme los dedos. El viento no se oye, pero está aquí, empujando los capullos de las hamacas hacia delante y hacia atrás y acariciándolos pensativo.

El aire caliente me roza la cara.

La casa respira pausadamente, está viva. Sus ventanas son gigantescas, las cortinas se escapan hacia el exterior. La vainilla de las paredes se derrite en la boca del cielo. Sobre las tablas barnizadas de la terraza hay un gato tomando el sol. El paisaje —colinas prominentes con capillitas encaramadas como pechos con pirsin en los pezones, hoyos oscuros, palitos excitados de cipreses— se va sumergiendo en el azul de la noche.

La figura acomodada en uno de los capullos es ingrávida; el viento la mece con facilidad. Aunque el otro asiento está vacío, la amplitud del movimiento coincide. Es una chica, es guapa y tiene aire soñador. Está leyendo, con los pies sobre el asiento y arrebujada en una historia entretenida. Sus labios denotan una sonrisa borrosa, como si fuera un reflejo en el agua movida.

La reconozco.

El pelo trigueño le llega por los hombros, el flequillo está recortado en diagonal, sus muñecas son tan finas que encontrar unas esposas para ella sería imposible.

Es Annelie.

Ahora parece impresionante, fresca e inmaculada.

Y es mía. Mía por derecho.

Antes de acercarme a ella, rodeo la casa. Una bicicleta pequeña se apoya en el porche, tiene la horquilla y el timbre cromados y brillantes. La puerta está abierta. Subo al porche, entro.

El suelo es de gres, en las paredes color chocolate cuelgan unas pinturas abstractas que invitan a la meditación, los muebles son sencillos pero elegantes, cada pieza parece diseñada de un solo trazo.

Si por fuera la casa se compone de ángulos rectos, en el interior no hay ninguno. Un sofá bajo —redondeado, forrado de fieltro color mostaza oscuro— invita a uno a sentarse. Una mesa de comedor redonda, cubierta de vidrio negro, hace juego con tres sillas de cuero. Encima de la mesa, una taza con té verde. Parece un pequeño jarro. En el agua hirviendo, una flor exótica disecada ha salido de su letargo.

La mirada capta algo que me hace detenerme. Regreso…

En la pared hay un crucifijo. No es muy grande, de un palmo más o menos. Es de un material oscuro. Sus formas no son nada perfectas, incluso bastas. La superficie de la cruz y de la figurita clavada en ella tiene aspecto rugoso, como si estuviera cubierta de miles de facetas minúsculas. Como si no lo hubieran compuesto sintéticamente, molécula por molécula, sino tallado, como antaño, con un cuchillo, de un trozo de… ¿madera? La figurita lleva en la frente una corona, parecida a un pedazo de alambre de púas cubierto de pan de oro. Qué imagen tan cursi.

Pero, no sé por qué, no puedo dejar de mirarla; la miro embrujado, hasta que algo choca contra mi pie…

Un robot de juguete recorre su propia trayectoria peculiar, canturreando una estúpida melodía. En la cara mecánica lleva una pegatina con una carita sonriente dibujada encima. El robot arrolla una maqueta del Albatros intergaláctico a medio hacer, luego se atasca entre las piezas esparcidas.

¿Quién lo ha puesto en marcha y quién ha dejado sin terminar la maquetita de la astronave?

En un rincón hay una escalera que sube a la primera planta: los peldaños son plataformas que se sujetan a la pared por uno de los extremos y, vistos de lado, parecen pender en el aire. Desde arriba llegan traqueteos, pitidos y risas agudas. Infantiles.

Miro hacia arriba, escucho con gusto las risotadas. Me apetece subir la escalera y encontrarme con el que está jugando allí… Pero sé que no debo.

Atravieso el recibidor y paro junto a la ventana.

Apoyo la frente en el cristal y observo la silueta de la mujer, ese péndulo al viento.

Sonrío.

Mi sonrisa es el reflejo de su sonrisa reflejada en un espejo negro.

No puede verme, ya que está muy entretenida con una historia ajena, inventada. Los garabatos de las letras corren de arriba abajo por la pantalla de su libro electrónico, como los granitos que fluyen entre las ampollas de un reloj de arena. Aparecen de la nada y desaparecen en la nada, pero ella sigue atravesando esas arenas movedizas y ninguna otra cosa le importa.

Annelie no me ve, ni ve a nadie más. A ninguno de los que la están mirando desde su escondite.

Empujo la puerta que da a la terraza.

El viento la cierra de golpe, y el portazo es tan fuerte que ahora sí que se da cuenta. Baja las piernas.

—¿Annelie? —la llamo.

Ella se encoge.

—¿Quién es usted? —Le tiembla la voz—. ¿Nos conocemos?

—Nos vimos una vez. —Me acerco a ella despacio—. Desde entonces no he podido olvidarla.

—Yo no me acuerdo de usted. —Baja de la hamaca como un niño de un columpio.

—Quizá porque llevaba una careta —digo.

—Ahora también lleva una careta. —Annelie retrocede un paso; pero detrás de ella hay una valla que no podrá saltar—. ¿Qué hace aquí? ¿Para qué ha venido? —pregunta.

—La echaba de menos.

Lleva un vestidito lindo y cómodo. No es coqueto, sino de andar por casa: le llega por la rodilla y las mangas llegan hasta los codos. No descubre nada, pero tampoco es necesario. Hay en este mundo rodillas que son suficientes para prescindir de todo lo demás. Tiene el cuello fino, como de niña… La arteria sobresale en forma de ramita.

—Le tengo miedo.

—No hay por qué.

—¿Dónde está Nataniel?

—¿Quién?

—Nataniel. Mi hijo.

—¿Su hijo?

La desconfianza brilla en sus pupilas. ¿Acaso no entiende nada?

Annelie mira hacia la casa por encima de mi hombro. Me doy la vuelta y también miro. Está anocheciendo, pero la luz en las ventanas de la primera planta aún no se enciende. Ya no se oyen los pitidos, el eco de la risa se ha callado. La planta de arriba está vacía.

—No está.

—¿Qué…? ¡¿Qué ha pasado?! —Se queda paralizada.

—Él… —Dejo pasar el tiempo, porque no sé cómo explicárselo.

—¡Conteste! —Se le cierran los puños—. Tengo derecho a saberlo. ¡¿Qué le ha pasado?!

—No ha nacido.

—Pero… ¡Qué chorrada! ¿Quién es usted?

Levanto los brazos: calma, calma.

—Usted tuvo un aborto. En el tercer mes.

—¿Un aborto? ¿Cómo puede ser? ¿Qué está diciendo?

—Fue un accidente. Un trauma. ¿No recuerda?

—¿Qué tengo que recordar? ¡Cállate! ¡Nataniel! ¿Dónde estás?

—¡Tranquilízate, Annelie!

—¡¿Pero quién eres?! ¡Nataniel!

—Chitón…

—¡Déjame en paz! ¡Suéltame!

Pero cuanto más furiosa se pone y más se desespera, más me animo. La cojo del pelo y aprieto mis labios contra los suyos. Me muerde la lengua, y la boca se me llena de algo caliente y salado; pero eso no hace más que excitarme.

La arrastro por el césped hacia la terraza, hacia la casa abandonada.

Decenas de ojos nos vigilan a través de las ranuras de unas caretas, invisibles en la recién instalada oscuridad. Vigilan con insistencia y esperan con impaciencia. Sus miradas me incitan. Estoy haciendo lo que todos ellos quieren hacer.

La subo a rastras por los peldaños de la terraza como a un sacrificadero. La tumbo boca arriba sobre las tablas. No la dejo huir, me tiro encima. Le separo los brazos, me cuesta contenerme, busco los botones del vestido, pero no aguanto y lo rompo. La tela se rasga con facilidad. Me quedo como una piedra. La aplasto. Siento los bultitos de los músculos bajo su piel mate, el ombligo enroscado, pezones indefensos.

Ella forcejea en silencio, pero con coraje.

—Espera… —susurro—. ¿Eh? Pero si te quiero…

Las braguitas son de algodón ligero. Quiero meterle ahí la mano, pero en cuanto le suelto la muñeca —que me cabe entera en el anillo que hago con el índice y el pulgar—, Annelie me clava las uñas en la mejilla, serpentea, intentando apartarme y escapar…

La mejilla me arde. Me toco: siento la barba de varios días, las huellas de sus uñas, que enseguida se han inflamado… ¡No llevo la careta! ¿Dónde está mi careta? ¿Me la había puesto?

Los que nos miran desde la oscuridad seguramente se están riendo de mi torpeza.

—¡Así no vale! —gruño yo—. ¡¿Me oyes?! ¡Así no vamos a ningún lado!

Debería maniatarla o inmovilizarla… ¿Cómo?

En esto me acuerdo de que en la bolsa tengo que llevar unos clavos estupendos y un martillo. Ya tengo la solución.

—¡Deja de menearte! ¡Para! ¡Basta ya! O tendré que…

No piensa hacerme caso, sigue luchando, resiste, masculla algo con rabia y dolor. Vuelco los clavos sobre las tablas, uno lo sujeto en la boca, como un carpintero.

Busco el momento y, al apretar la punta facetada contra la palma de su mano menuda, empiezo a clavar, intentando penetrarla al mismo tiempo…

—¿Te gusta?… ¡¿Te gusta, zorrilla?! ¡¿Eh?!

—¡¡¡Ah!!!

Al final suelta un grito ensordecedor. No es un chillido, sino un alarido gutural, grave, ronco, masculino.

Ese horrible berrido satánico me despierta.

Es mi propio berrido.

—¡Luz! ¡Luz!

El techo se alumbra. Me incorporo en el catre.

Estoy empalmado. El corazón está a punto de reventar. La almohada, empapada. La boca está llena de algo salado. Me acerco la mano a los labios, y se tiñe de rojo. Las paredes del cubo, sin dejarme un respiro, empiezan a estrecharse, me quieren triturar.

Encima de la mesilla hay un blíster de somníferos destapado. ¡Lo compré, recuerdo perfectamente que lo compré! Entonces ¿qué coño…?

—¡Cabrones! ¡Ladrones!

Solo tomo esas pastillas de mierda para no ver nada, por lo menos mientras duermo. Si me gustara soñar, me saldría mucho más barato. ¡Estoy pagando para tener la certeza de que, cuando cierre los ojos, se hará la oscuridad! Pero estos cabrones han decidido disminuirme la dosis de Orfinorma. ¿Para qué? ¿Para ahorrar?

Apenas conteniendo la rabia, me pongo a comparar la composición química que aparece en el embalaje vacío con la de la nueva etiqueta… Todo coincide. El contenido de Orfinorma es el mismo de siempre.

«No tiene nada que ver», me digo yo a mí mismo. Soy yo. Ya no tengo suficiente con mi dosis. He desarrollado tolerancia. A partir de mañana me voy a tomar dos pastillas en vez de una. O tres. Aunque sea toda la caja.

¿Y por qué dejar para mañana lo que se puede hacer hoy?

Trago dos bolitas.

Lo último que me da tiempo a pensar es que lo que le dije a Annelie, antes de clavarla en la terraza, fue mi primera confesión de amor.

Cuando pita el despertador, lo hago callar con un golpe.

A los que van a ahorcar de madrugada, posiblemente también les cuesta despertarse. A decir verdad, en Europa la pena capital fue abolida como una de las formas de muerte, pero aun así el día de hoy no promete nada bueno. Estoy pensando en serio en meterme un par de pastillas más y quedarme tirado otros dos días, por si acaso, hasta que la patria me necesite de nuevo y manden a alguien a buscarme.

Pero sin ton ni son me noto inquieto y se me quita el sueño. Me veo solo, sudoroso, sentado en el catre angosto y cabreado conmigo mismo. Hay que reconocer que incumplir una orden te hace sentir muy incómodo. Ayer —idiota de mí— me levanté a las estrellas, obnubilado por el afán de justicia, entusiasmado por la estúpida magnanimidad y hasta las cejas de adrenalina. Hoy tengo resaca por culpa de todos esos excesos.

Veo claramente cómo se me cierra en las narices, con estruendo, la puerta dorada que lleva al mundo de los elegidos. Encima de mi cabeza se forman nubes de tormenta que me separan para siempre de las islas voladoras; Schreyer me sacó del olvido de repente y de repente me sumirá en él.

En esto me acuerdo de lo que hice con el Quinientos tres.

No. No me lo van a perdonar. Le levanté la mano a un compañero.

A pesar de que los tribunales europeos son demasiado clementes, los Inmortales tienen sus propios órganos jurídicos, su propia Inquisición. Los medios no paran de despotricar sobre nuestra arbitrariedad, pero son patrañas. Sus castigos, en comparación con los nuestros, son como caricias de una madre. Estamos vacunados contra las leyes humanas; en cambio, nadie tiene inmunidad contra nuestro Código.

Y sin embargo… Sin embargo, me alegro de no haberla matado.

Annelie.

El comunicador pita. Es un aviso.

Ahí están.

La pared se cubre de una proyección: un tipo desconocido con traje tornasolado. Me mira con severidad, pero no me da miedo. No es de los nuestros, porque nosotros no vestimos como maricas. Entonces no tengo nada que temer.

—Soy ayudante del senador Schreyer —dice el tornasolado.

¿Cuántos ayudantes de ésos tendrá? Me quedo expectante.

—El señor Schreyer querría invitarle esta noche a cenar. ¿Podrá venir?

—No tengo opción.

—Entonces, va a venir —admite—. La torre Zeppelin, restaurante Das Alte Fachwerkhaus.

Un nombre así no se memoriza a la primera. Y después de que se desconecte, me toca preguntarle al terminal los nombres de todos los restaurantes en Zeppelin. No pasa nada. Mejor así. Distrae.

Mientras realizo mis pesquisas, unos subtítulos atraviesan la pantalla: «¡Urgente! La potencia de la bomba que la policía ha desactivado en los Jardines de Escher sería suficiente para destruir toda la torre Octaedro». «Hola, Rocamora».

Paso las páginas de los restaurantes e intento adivinar para qué me necesita Schreyer. ¿Por qué ha elegido un lugar público esta vez? Espero que no me lleven a los tribunales antes de que me dé tiempo a cenar.

Hasta entonces estaré en el gimnasio.

Correr, boxear, lo que sea, con tal de que la cabeza permanezca vacía. Y a mi lado, todo un ejército de gente que también quiere drenar del cerebro todos los pensamientos y sustituirlos por sangre fresca y caliente. Veinte mil cintas ergométricas, tres hectáreas de máquinas para hacer ejercicio, mil pistas de tenis, cincuenta campos de fútbol, un millón de cuerpos sanos. Hay espacios así en una de cada tres torres.

La vacuna nos ha hecho eternamente jóvenes, pero la juventud no siempre significa vigor y belleza; la fuerza se le da al que la gasta, y la hermosura es una lucha interminable contra la fealdad, en la que cualquier tregua supone una derrota.

Ser obeso, ser fofo, tener tiñas o granos, estar jorobado o cojear se considera vergonzoso y asqueroso. A los dejados y desaliñados se los trata como si fueran leprosos. Si hay algo más asqueroso y vergonzoso, es la vejez.

El hombre se ha hecho bello por fuera y físicamente perfecto. Tenemos que ser dignos de la eternidad. Dicen que antes la belleza era anormal y atraía la atención de los demás; hoy en día, pues, es algo habitual. Está claro que eso no ha hecho el mundo peor.

Los gimnasios no son sólo ocio.

Nos permiten seguir siendo personas.

Ocupo la cinta de correr número cinco mil trescientos. Las máquinas, a pesar de estar dispuestas en fila, miran hacia la pared y vienen equipadas con gafas de proyección y auriculares aislantes. Resulta muy cómodo: cada uno acaba en su pequeño mundo, nadie se siente agobiado y, aunque todos corren hacia la pared, cada uno llega al lugar de sus sueños.

Me pongo las gafas. Vamos a ver las noticias.

Otro reportaje desde Rusia; por lo visto, allí empieza una buena escaramuza. La cámara enfoca un cadáver. Bien: hay gente que lo está pasando peor que yo. Primero quiero cambiar de canal y poner algo más alegre, pero la muerte me cautiva. Dejo las noticias. A ver si por fin me entero de lo que pasa allí.

El reportaje es al estilo «con mis propios ojos», que se ha puesto de moda. El espectador se siente partícipe de los acontecimientos. Está elaborado de tal manera que parece que, a saber para qué demonios, he llegado a aquellas tierras desoladas y el reportero barbudo es mi guía que, campechanamente, me está poniendo al día. Los dos estamos sentados a una mesa de tablas claveteadas, en un cuartucho diminuto cuyas paredes están hechas de un material extraño, pardo y rugoso. En medio de la mesa, en una vasija de hierro, humea un apestoso brebaje. Unos salvajes con barbas hasta los ojos comen directamente del recipiente con unos cucharones, siguiendo un complicado orden jerárquico. Me miran de reojo y con hostilidad, pero no interrumpen la narración del reportero.

«Tal vez te acordarás de que la población de Rusia nunca fue vacunada contra la muerte, ¿no? Parece raro, teniendo en cuenta que la vacuna la inventaron precisamente aquí. Ahora casi nadie se acuerda de eso. Los rusos la vendieron a Europa y Panamérica, pero no quisieron introducirla en su propio país. Anunciaron que el pueblo no estaba preparado, que las secuelas y los efectos secundarios se desconocían y, al tratarse de ingeniería genética, habría que ensayar primero en voluntarios. Un voluntario tampoco podía ser uno cualquiera. La identidad de los vacunados se mantuvo en secreto. Ensayar con humanos es complicado. Cuestión de ética… Al principio, la gente se interesaba por esa historia, pero luego se volvió indiferente. Decían que el experimento había fallado y que aún era temprano para suministrar la vacuna a la población…».

De pronto: un cinturón de uniforme atravesando una boca desgarrada. Unos labios mordidos y ensangrentados. Ojos desencajados. Una mirada de antílope, llena de terror y sumisión. Brazos por detrás de la espalda. Nalgas blancas untadas de rojo vivo. Una figura negra enganchada a aquel cuerpo pálido y frágil, lo machaca a golpes, ayudándose con su dolor, levantándole los brazos torcidos más y más. Unos movimientos precipitados, convulsivos, bestiales. Espasmos. Rugidos. Gritos.

Subo el volumen para silenciar esos gritos, igual que hizo él mientras la violaba. La voz de la pantalla se apodera de mis pensamientos.

«En aquel entonces, Rusia ya era un país cerrado, el cambio de la nación a modo off-line ya se había realizado, las noticias de occidente pasaban siempre por el llamado filtro moral. Todo lo que los dirigentes consideraban amoral en Rusia no se llegaba a conocer. Por ejemplo, que en Europa ya se estaba administrando ampliamente la vacuna contra la vejez y que, además, daba unos magníficos resultados. En Rusia, el experimento con voluntarios, según los medios oficiales, había fracasado».

Por fuera suena una detonación, la mesa salta, y de las vigas a empieza a caer polvo a la vasija con brebaje. Los bárbaros se levantan de un salto, agarran unos sables mellados y llenos de óxido, uno abre una escotilla en el techo. El interior se inunda de luz. El reportero entorna los ojos, se rasca la barba descuidada, se saca de la fronda algo vivo y lo aplasta con la uña. Él también se parece a uno de los salvajes. Se percibe el «efecto presencia». Apetece confiar en ese hombre.

El que se ha asomado hace un gesto tranquilizador y regresa a la mesa. El barbudo se vuelve hacia mí y continúa:

«El país exportaba la vacuna en cantidades ingentes, pero los rusos seguían envejeciendo y muriéndose. Casi todos. Al cabo de veinte años, algunos empezaron a notar que varios miles de personas no sólo no envejecían, sino que ni siquiera presentaban los signos de la edad… El presidente, el gobierno, los llamados oligarcas, los mandos superiores del ejército y servicios secretos… Los testigos afirmaban que estos individuos incluso rejuvenecían. Y en el pueblo se empezó a rumorear que las víctimas del experimento de la vacunación, cuyos nombres habían sido ocultados, no fueron víctimas sino todo lo contrario. Los medios oficiosos desmintieron de inmediato tales rumores, al pueblo le fue presentado un presidente envejecido, pero en pantalla. En público hacía tiempo que no se le veía, lo mismo que a los de su entorno. En general, el contacto directo con la población se redujo al máximo. Los gobernantes dejaron de salir del Kremlin, una fortaleza en el centro de Moscú. Aunque, oficialmente, el jefe del Estado es el presidente, en todos los comunicados dirigidos a los ciudadanos de Rusia se empezó a utilizar la forma colectiva “nosotros”, sin precisar quién exactamente tomaba las decisiones. Popularmente esa agrupación recibió por apodo “Gran Ofidio”. El susodicho Gran Ofidio ya lleva gobernando el país unos cuantos siglos».

Uno de los salvajes, al oír la palabra conocida, me pone en las narices un trozo de bandera con la representación simbólica de un dragón que se devora la cola. Al parecer, se trata de un estandarte enemigo conseguido en una batalla en calidad de trofeo. El bárbaro escupe al dragón, lo arroja al suelo y pisotea, emitiendo en su enrevesado dialecto horrible injurias compuestas básicamente por «rr», «sh» y «ch». El reportero mira al salvaje con compasión, dándole la oportunidad de expresarse; luego se dirige de nuevo a la cámara.

«Hoy en día, la esperanza de vida media en Rusia es de treinta y dos años. Pero esta gente está convencida de que en el país gobiernan los mismos líderes que cuatrocientos años atrás», concluye.

Curioso.

No, de verdad, es muy entretenido. Me parece que me estoy enganchando a las crónicas rusas, como a una serie. Mañana, si vengo al gimnasio, me pondré de nuevo este culebrón.

Hasta el final de la sesión, no vuelvo a pensar en Annelie; y lo importante es no reflexionar sobre el porqué de esa evasión.

La torre Zeppelin se parece más a una antigua bomba atómica clavada de punta en la tierra un instante antes de la explosión. No es demasiado alta, un kilómetro como mucho, pero es monocroma, ascética, férreamente áspera y seria como toda la inexpugnable seriedad alemana. Parece el centro de gravedad si no del mundo entero, al menos del distrito que la rodea. Dicen que debajo se conserva parte del viejo Berlín aplastado, y que la torre Zeppelin está a punto de hundir. Dentro de uno de los gigantescos estabilizadores artificiales, en la misma cúspide, se encuentra el restaurante Das Alte Fachwerkhaus.

El ascensor es ultramoderno y amplio. La cabina es redonda, es toda una pared y, por supuesto, funciona como pantalla. Mientras vuelo hacia arriba con aceleración de 2G, el elevador intenta convencerme de que estoy en un templete cubierto de cal blanca, en medio de un jardín de verano. Muy bonito, gracias.

En la misma entrada me recibe una metre vestida como para juegos de rol de temática bávara. Su escote es una bandeja, repleta de hospitalidad alemana y destinada a embelesar.

Ante mis ojos aparece un hombre en brazos de unos Inmortales, le falta una oreja. Un hilillo de saliva se le escapa por la boca abierta… A la mierda, es mi decisión al fin y al cabo. Aunque ahora me crucifiquen por culpa de esa oreja, valió la pena.

Al encontrar mi nombre en la lista de reservas («¡Oh, aquí reservamos con medio año de antelación!»), el escote zarpa, haciéndome seguirle la estela a través de un túnel de cristal, donde las paredes y el techo están hechos de nubes de algodón. Vamos rumbo a una antigua casita al estilo alemán situada bajo una cúpula. Tiene las paredes blancas, unas vigas marrones en forma de cruz que sostienen la fachada, un tejado con una inclinación pronunciada. Si esta casita no estuviera al borde de un precipicio de un kilómetro de profundidad, no tendría nada especial.

Dentro del Fachwerkhaus, un jolgorio desenfrenado. Alguien se desgañita cantando y golpeando contra las pesadas mesas de roble sus jarras de cerveza de litro. Otro, al tumbar al compañero de borrachera tras la barra, le está calentando el hocico. Un camarero de traje ancestral —del siglo XII aproximadamente— y con un lechón en la bandeja zigzaguea entre largas mesas y bancos; un señor de formas orondas lo sigue a gatas. El cochinillo —si no es un sucedáneo hecho con una impresora tridimensional, claro— debe de costar tanto como un alquiler mensual mío. Me tranquilizo pensando que es un sucedáneo.

¿Para qué he venido? ¿Para pedir clemencia al señor Schreyer mientras éste está chupeteando las orejitas de cerdo? ¿O para hacer de oso adiestrado con cadenas, para entretener a sus coleguillas aburridos?

En principio, estoy preparado para todo.

Me conducen a través de todo este guirigay a las habitaciones privadas. La puerta chasca la lengua a mis espaldas y me planto justo enfrente de él.

Luz tenue. Un despacho cómodo con mesa pequeña. Sillones de cuero, velas de verdad. Retratos de petulantes caniches trajeados; marcos de oro. Uno de ellos, el más morrudo, tiene que ser Bach. O sea, todos eximios.

Tres de las paredes llevan papeles pintados con dibujos clásicos, la cuarta es transparente y a través de ella se ve la sala principal. Erich Schreyer la mira como si estuviera viendo el baile de los fantasmas o un vídeo histórico, cuyos protagonistas hace tiempo que no viven. Frente a él está Helen. Los dos permanecen en silencio. No hay nadie más.

Me siento consternado.

—Ah, Yan. —Vuelve en sí.

Me siento a un lado con cautela. Helen me sonríe, como si fuera un antiguo conocido suyo.

Pienso: ¿debería empezar a dar explicaciones primero o esperar a que me presente las acusaciones?

—Aquí la carne es muy buena —me dice Schreyer—. Y la cerveza, por supuesto.

—¿La última cena? —se me escapa.

—Es raro que manejes con tanta facilidad la terminología cristiana —estira los labios— para una persona de tu edad. ¿Estás en busca de Dios?

Niego con la cabeza y sonrío. Si estuviera buscando a ese anciano, sólo sería para darle un par de hostias. Pero Dios es un holograma, no le puedes pegar.

—Antaño, en el viejo Berlín, hubo un restaurante parecido. —Schreyer está mirando a través de la pared—. Estaba al lado del Hackescher Markt. Se llamaba Zum Wohl. «¡Salud!». Allí íbamos a celebrar los cumpleaños de mi padre. Sin falta encargaba Rinderbraten, asado de buey, y ensalada de patata. Siempre lo mismo. Era un hombre sencillo. Verdadero… Y tenían su propia cerveza. A saber cuándo diablos todo eso… A mediados del siglo veinte.

Siempre he creído dominar bien mis gestos: si pasa algo, disimulo con la sonrisa; pero Schreyer me descubre enseguida.

—Sí, sí —dice con una sonrisa—, resulta que tengo trescientos años largos. Es que soy, digamos, uno de los pioneros.

Se toca la cara con la mano. Cara de un treintañero que rebosa salud. No es ningún engaño: la matrioshka que lleva por fuera de verdad tiene treinta años.

—¡Quién lo diría! ¿Eh?

Se acerca a hurtadillas un camarero. Schreyer pide un Rinderbraten y ensalada de patata. Yo lo imito. Helen pide una copa de vino tinto y un postre.

—Mi padre, en su época, dirigió uno de los laboratorios más avanzados. Se dedicaba precisamente a combatir la muerte y a prolongar la vida. Me contagió su pasión… Pero nunca tuve aguante para dedicarme a la ciencia. Los negocios, la política, eso sí que siempre se me dio bien. A mi padre le faltaban medios para sus investigaciones. Muchos pensaban que sus ideas eran descabelladas. Yo invertía en su laboratorio todo lo que tenía.

Traen dos jarras de cerveza enormes coronadas con colmos de espuma, a Helen le ponen el vino. Schreyer no toma nada.

—Juraba que estaba a un paso del descubrimiento, y al principio lo creían. Lo filmaban, escribían sobre él, era una celebridad. Pero pasaban años, y todavía no había encontrado la solución. Primero lo ridiculizaron, después se olvidaron de él. Pero fanáticos como mi padre no trabajan por la fama, ni por dinero. Cuando cumplió ochenta, comía carne como loco en Zum Wohl e intentaba convencer a mi madre de que para el hallazgo definitivo quedaban sólo un par de años.

Helen bebe un trago, sin esperarnos. Schreyer no le hace caso. En su jarra, la espuma ha bajado.

—Mi madre murió un año más tarde. Fue entonces cuando dejé de financiarlo.

Me revuelvo en la silla. No es que no esté acostumbrado a las confesiones de la gente; cuando tienes el inyector en la mano muchos se lanzan a desembucharlo todo. Pero cuando un demiurgo se abre delante de ti, sientes cierta incomodidad.

—Aceptó mi decisión con total dignidad. No se puso a rogarme, no me maldijo, ni siquiera me retiró la palabra. Simplemente me dio las gracias por la ayuda que le había brindado a lo largo de aquellos años, cerró el laboratorio y despidió a la gente. Se llevó lo más imprescindible a su casa, que se había quedado vacía, y continuó allí con su trabajo. Éste se convirtió en su propia cruzada. Intentaba anticiparse a la muerte. Las manos no lo obedecían, la cabeza le fallaba cada vez más, en los últimos años no abandonaba la silla de ruedas. Un par de veces me desahogué con él gritando que le había estropeado la vida a mi madre y se la había estropeado a sí mismo. Mi memoria me dice que jamás perdí la dignidad y nunca le reproché el dinero malgastado, pero, al fin y al cabo, tengo trescientos años y pico, y la memoria siempre intenta aliviar la conciencia.

Traen la carne y la ensalada de patata. La comida ni la toca; el Rinderbraten echa humo, enfriándose. Schreyer mira hacia la sala y ve allí espíritus de verdad. Tamborilea los dedos sobre la mesa.

—Tuve una buena excusa: nuestra compañía estaba a punto de adquirir la de un antiguo rival, estábamos contando cada penique. Incluso entonces me preguntaba: ¿y si le haces caso? ¿Si sigues pagándole las facturas del laboratorio? A ver si consigue dar ese último empujón y… Y no morir. Conseguir la inmortalidad para sí mismo y para todos nosotros. Pero ya no creía en él. Quería hacerlo, pero no me pude obligar.

Schreyer suspira. De la sala llegan carcajadas, como si ladraran unos rottweilers.

—Se murió cuando tenía ochenta y seis. El día de su muerte me llamó jurándome que estaba a punto de lograr el descubrimiento. Los rusos recibieron el premio Nobel por los resultados de sus ensayos dos años más tarde. Sus fórmulas no tenían nada en común con las ideas de mi padre. Enseñé sus trabajos a varios expertos. Me dijeron que avanzaba por un callejón sin salida. Así que resulta que tuve razón cuando le negué el dinero. No le habría dado tiempo… No lo habría logrado.

Sonríe, sacudiéndose el estupor. Levanta la jarra, ya sin nada de espuma.

—Hoy es su cumpleaños. ¿Te importa que brindemos por él?

Me encojo de hombros. Brindamos. Bebo un trago. El amargor es increíble.

—El sabor es el mismo… —Schreyer cierra los ojos—. Casi. En fin…

El camarero se mete de nuevo. Helen le pide otro vino. Schreyer está bebiendo su cerveza a tragos pequeños, sin prisa, sin pausa, vaciando poco a poco la jarra gigantesca. Tiene en la cara una expresión extraña, parece que la bebida no le proporciona ningún placer, que está obligado a terminarla pase lo que pase. Se nota que el último cuarto le cuesta bastante, pero el senador no suelta la jarra hasta que la deja vacía. Después, pálido, se queda en silencio, observando los jirones de espuma que quedan en el fondo. Me persigue la sensación de que estoy asistiendo a una especie de rito misterioso.

—Este sabor es lo más auténtico que he probado. Aquel restaurante, Zum Wohl, desapareció hace más de doscientos años, junto con su pequeña fábrica de cerveza. En su lugar ahora está uno de los pilotes de la torre Progreso. Y todo esto… —Acaricia la mesa de roble, toca con un dedo la vela— es pura imitación. Ya sabes lo que pasa a veces. Sueñas contigo de pequeño. Te dejas impresionar por el sueño y vas allí. Llegas de mayor a la casa donde pasaste la infancia, pero hace tiempo que viven en ella otras personas. Lo han cambiado todo, han pintado las paredes de otro color y llevan ahí toda la vida. Y resulta que ya no puedes volver a ella. ¿Entiendes?

—No. —Sonrío, tragando con dificultad el nudo que se me ha hecho en la garganta.

Para hacerlo avanzar, me corto un trozo de carne. Ya se ha enfriado. Para mi gusto está un poco seca. La ternera que como de vez en cuando se deshace en la boca. Pero este mazacote hay que masticarlo como si hubiera sido el músculo de algún animal de verdad. Joder, ¿será de verdad?

—Ah… Sí. Lo siento. Y… Pues aquí es lo mismo. Se parece, pero… —Se pone a serrar el frío Rinderbraten con el cuchillo; el metal chirría rascando la porcelana. Se acerca la carne marchita a la boca, mastica—. Pero de todos modos, me gusta este sitio. Es difícil imaginarse un sitio menos adecuado para un Fachwerkhaus que la azotea de una torre de un kilómetro de alto, ¿eh? Eso por un lado. Por otro… Por otro lado es como si… Como si este ridículo restaurante celeste… Como si viniera a la fiesta de mi padre. Su cumpleaños.

Se ríe de la tontería que acaba de decir. Bebe un trago de cerveza.

—Yo… No acabo de entender para qué me ha… Por qué… —Mirando a través del plato, exprimo—: ¿Por qué hoy?

—¿Por qué he invitado a un extraño al cumpleaños de mi padre? —dice Schreyer, haciendo un gesto de comprensión y desmenuzando automáticamente la carne.

—Sí.

Él aparta los cubiertos. Helen me mira con atención. En el borde de la copa vacía se ve el sello rojo de sus labios.

—Vengo aquí todos los años desde que encontré este lugar. Todos los años lo mismo: Rinderbraten, ensalada de patata y cerveza. ¿Verdad, Helen? Es el día que me recuerdo a mí mismo que dejé de confiar en mi padre, que lo llamé loco extravagante y pensé que la juventud eterna era una fantasía. Se murió hace trescientos años, pero sigo celebrándolo. Él pertenecía a la última generación a la que le tocó envejecer y morir. Ridículo, ¿verdad? Si hubiese nacido veinte años más tarde, podría estar sentado aquí con nosotros.

—Estoy seguro…

—Déjame terminar. No importa que estuviera equivocado en los detalles, que el trabajo al que se había dedicado durante toda su vida no valiera un comino. Lo importante es que creyera en sí mismo. A pesar de todo. Al final fue posible. Él veía el futuro. Sabía que las personas se volverían inmortales. Y yo…

—No debería sentirse mal por eso, es que…

—Helen, ¿podrías dejarnos un momento? Tengo que decirle algo a Yan.

Se levanta. El vestido dorado ondea, el pelo se derrama sobre los hombros desnudos, sus ojos verdes se han oscurecido con el vino. La puerta se cierra. Schreyer no me mira y está callado. Yo espero pacientemente, pensando en por qué ha querido sincerarse ante mí, barajando las versiones más inverosímiles.

—Eres un flojo —rezonga Schreyer.

—¿Cómo? —Me atraganto con la cerveza.

—Eres un flojo y un inútil. Me arrepiento de haber confiado en ti.

—¿Se refiere a la operación? Entiendo que…

—Ese hombre quiere quitarnos la inmortalidad. Sean cuales sean las palabras que utiliza para justificarse. Quiere nuestra muerte. Quiere destruir el descubrimiento científico más importante. Hundirnos en el caos. Te ha comido la cabeza. Nos ha difamado.

—Lo he intentado…

—He visto las grabaciones. Lo soltaste. Y dejaste un testigo.

—No tuve motivos… Ella abortó…

—Ahora no tengo ni idea de cuánto vamos a tardar en encontrar a Rocamora. Nos has hecho retroceder diez años.

—No pudo ir muy lejos…

—¡Sin embargo no está en ningún lado! Este Satanás ni siquiera ha intentado ver a su chica, aunque ella sigue metida en ese piso.

—Me pareció un simple llorica.

—¡No es un guerrillero! Es ideólogo. Es el diablo engatusador, ¿lo entiendes o no? ¡No hizo más que quebrar tu voluntad, te convirtió en su pelele!

—La sección se descontroló. ¡Violaron a su amiga! —Al decirlo, me estoy dando cuenta de que no justifica absolutamente nada.

—Me exigen que te castigue.

—¿Quiénes?

—Pero quiero darte otra oportunidad. Tienes que terminar la misión.

—¿Encontrar a Rocamora?

—Lo están buscando unos profesionales. Tú por lo menos… recoge lo tuyo. Deshazte de esta tipa. Y rápido, antes de que vuelva en sí y se ponga a hablar con los periodistas.

—¿Yo?

—Si no, no sabré explicarles por qué no estás todavía en los tribunales.

—Pero…

—Incluso habrá quien ofrezca medidas más drásticas.

—Entiendo. Y…

—Posiblemente, cometí un error cuando deposité mi confianza en ti. Pero ahora mi objetivo es salvar la cara y hacerles creer a todos que fue un pequeño fallo.

—¡Es que fue un fallo!

—Así me gusta. No te preocupes por la cuenta, yo pago.

La conversación ha terminado. Los muertos con pelucas de caniche me miran con desdén. Para Schreyer ya no existo, la habitación está vacía. Pensativo, se queda examinando su plato: del Rinderbraten sólo quedan un par de nervios. Debió de ser una vaca de verdad, pienso con estupefacción. La ternera normal no tiene nervios. ¿Para qué fabricar algo que después se va a tirar?

—¿Y cómo la mato? —pregunto.

Me mira como si me hubiera colado sin permiso en su sueño feliz sobre la infancia.

—¡Yo qué sé!

Dejo la cerveza sin terminar y me marcho.

El sol ya se ha puesto tras las torres más lejanas, perfiló sus contornos de rojo neón y se apagó; el pontón donde se sitúa la vieja casa alemana se parece a la cubierta de un portaviones arrojado por el diluvio universal a la cima del monte Ararat. La casa blanca, enmarcada en una retícula de vigas marrones, cuelga justo al borde del precipicio. Las ventanas —teatro de sombras— brillan de amarillo. Al fondo, en el parduzco esmog crepuscular, despuntan las espesas sombras de los inabarcables pilares del mundo. Son unas poderosas torres que antaño pertenecieron a empresas alemanas, cuyo nombre se perdió en las peripecias gastroenterológicas de la historia corporativa.

—¡Yan! —me llama alguien.

Helen está junto a la boca del túnel de cristal que lleva a los ascensores. En la mano tiene un cigarrillo fino con boquilla negra. El humo que suelta también es negro. Desprende un aroma raro, dulce. No es tabaco.

Mal momento, la verdad. Pero esta vez no me escapo: Helen me ha cortado el único camino de retirada.

—¿Ya se marcha?

—Tengo cosas que hacer.

—Espero que haya sabido apreciar el Rinderbraten. —Da una calada; suelta el humo negro por la nariz—. Yo no lo logro.

—Usted parece un dragón ignívomo —digo, mientras pienso en mis cosas.

—No tenga miedo —contesta, pinchándome con un fino tenedor de oro y sacándome de la concha, como hacen con los caracoles para comérselos.

—Que le tengan miedo los caballeros nobles con armaduras rutilantes. ¡A mí qué! —salto yo, pero ella da una vuelta al pequeño tenedor y no me deja escabullirme.

—¿Y usted no es de mi cuento?

—No soy de ningún cuento.

—Ah, sí… Trabaja en una especie de empresa antiutópica, ¿verdad? —Helen entreabre la boca y su sonrisa se deshace en humo—. Me gustaría volver a verlo. —Una nube negra envuelve sus hombros desnudos como un fular—. ¿Suele tomar café?

—Seguro que a su marido no le gustará la idea.

—Tal vez sí. Se lo preguntaré.

Helen me acerca la mano y nuestros comunicadores se rozan. Su encaje de oro con piedras azules contra mi pulserita de goma. Un pitido. Un contacto.

—Entonces… ¿me permite molestarla? —Me cuesta recordar la conversación con Schreyer.

—¿Siempre va a pedir permiso?

Vacía la boquilla y se marcha sin despedirse.

El muñón del cigarrillo se queda en el suelo echando humo; el alma negra se precipita a abandonarlo antes de que la pavesa de la vida se apague para siempre.

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