Futu.re

Futu.re


XXVII. Ella

Página 59 de 66

«Chorradas», me digo para tranquilizarme. No pasa nada. Tengo diez años todavía. Diez años como mínimo, puesto que recibí aquel tratamiento y por mis venas corre la sangre prestada de alguien joven.

Me dejo de adivinanzas y empiezo a evitar los espejos, pero todos mis pensamientos, fueran por donde fuesen y chocaran con lo que chocasen, al final, como las pelotitas de

pinball, rodarían inevitablemente hacia la casilla de la vejez más próxima.

Ojalá pudiera encontrar a Beatrice Fukuyama… ¡Ojalá tuviera una idea vaga de dónde está! Los hombres de Rocamora la han liberado, porque les hacía falta. Porque estaba diseñando una sustancia capaz de neutralizar el acelerador, curar lo incurable. Me intento convencer: seguro que ha vuelto al trabajo. Seguro.

Pero ¿cómo me escapo? ¿Dónde la busco?

Y sigo viviendo como antes: sumido en la penumbra y en el insomnio.

Una noche ella me despierta cada media hora. Al principio insisto en darle de comer, en hacerla eructar, le masajeo la barriga, la despatarro para que haga de vientre. Hace como que se duerme, pero me engaña y, en cuanto cierro los ojos, de nuevo oigo su llanto. Una vez y otra vez, y otra vez…

No me da tregua, no logro descansar, ni respirar siquiera.

Y cuando ella me despierta para torturarme por, digamos, décima vez —¿Para qué? ¡Para nada!— me levanto de un salto, la cojo y, en lugar de arrullarla suavemente y con cariño, la zarandeo como un desquiciado, quiero que se maree, que le dé vueltas la cabeza, ¡sólo para que se calle! Y oigo mis propios berridos:

—¡Duerme! ¡Duerme! ¡Cállate!

Entra Berta corriendo —con cara de sueño, cansada, indignada—, coge a mi hija, me aparta, baila un vals con ella, canturreando algo suavemente, le da el pecho y ella se va calmando, a desgana; tan pequeña, tan desgraciada, tan indefensa. Aún sigue resoplando con tristeza, pero al final se tranquiliza.

Las veo y empiezo a sentir vergüenza.

Berta no me importa. Me da lástima mi hija. Me avergüenzo de haberme comportado como un cretino desequilibrado. Me avergüenzo porque pude haberle hecho daño. Sentirse culpable ante un tarugo, ¡qué cosa tan estúpida! Pero no consigo deshacerme de esta sensación.

—Ella siente cuando te irritas o te enfadas —afirma Berta—. Tiene miedo y por eso llora. Haberme llamado enseguida.

—¡Qué gilipolleces! —respondo.

Pero cuando Berta me devuelve mi tarugo, le pido perdón por lo bajo.

Luego el padre André nos trae a Anastasia. La ha recogido en uno de los intercambiadores cuando iba a por las medicinas.

Anastasia está carcomida por el acelerador más o menos por la mitad, tiene una mirada completamente perdida y no para de desvariar.

Es difícil comprender lo que farfulla, pero parece que viene de una casa okupada grande que antes estaba en el sótano de una torre de viviendas, en el círculo menos no se qué del infierno. Afirma que con ellos estaba Clausewitz, el número uno del Partido de la Vida, su familia y sus guardaespaldas. Hace tres días los desalojaron los Inmortales, a Clausewitz lo mataron a golpes, sólo cuatro consiguieron huir, colándose por la alcantarilla. Qué pasó con los demás no se sabe.

Se han quedado allí el marido y dos hijos de Anastasia, un niño y una niña. El niño se llama Luca y la niña, Paola. El segundo hijo es ilegal, no se atrevieron a registrarlo.

Cuando los Inmortales asaltaron la casa okupada, el marido agarró a los niños en brazos y echó a correr, lo cogieron; Anastasia se había confundido de pasillo, por eso se salvó. Ahora ha perdido la razón.

No sé qué habrá pasado con sus hijos, pero en cuanto a Clausewitz, no me lo creo; las noticias nos llegan regularmente, pero no ha salido ningún reportaje sobre su detención o liquidación, y se supone que ya han pasado tres días.

No, sería imposible silenciar un acontecimiento así.

Anastasia no quiere vivir con nosotros en el nido, se queda en la nave cárnica, mira sin parpadear los suculentos bultos rojos y les habla inaudiblemente. Cuando le dan de comer, come; cuando le dan de beber, bebe. Y no tiene más voluntad que las canales de búfalo.

A la noche siguiente mi hija tiene cólicos, ella se convierte en un resorte de acero y chirría tanto que los veinte habitantes de la casa okupada me llaman la atención. Tras mandarlos a todos al diablo, uno por uno, voy con ella en brazos a la nave cárnica y doy vueltas, le cuento la historia embellecida de cómo conocí a su madre. Así me encuentro con Anastasia.

Ésta no duerme; hasta parece que no ha pegado ojo en todos estos días que lleva con nosotros. Me mira embelesada y, escuchando mi nana artesana, sonríe. Tiene el pelo desgreñado y lleno de canas, todavía no es vieja, pero ya se le ha secado el cuerpo. Me dispongo a pedirle detalles sobre Clausewitz, pero veo que no me oye. Ha empezado a canturrear —sin que sus notas armonicen con mis berridos desafinados— una canción suya, monótona y empalagosa.

Me doy la vuelta y me voy, la dejo arrullando la manada voladora.

Al día siguiente, el padre André vuelve de su salida con un buen botín de antibióticos y somníferos; dice que en las noticias la mujer de Clausewitz ha contado los detalles del suicidio de su marido: «Los miembros rasos del Partido de la Vida se están entregando al gobierno, mi pobre Ulrich se desanimó, no lo ayudaban ni siquiera los antidepresivos, día y noche repetía que no tenía fuerzas de seguir luchando», bla, bla, bla, mi pobre Ulrich. Bering muestra magnanimidad y deja que se marche en paz.

Pienso: ahora Rocamora será el segundo o, incluso, se convertirá en el número uno de la organización. Eso sí, si no está muerto ya y su pellejo no lo están guardando para alguna ocasión oportuna, por ejemplo, para unas elecciones.

Pero si está vivo, siendo el líder, tiene que saber todo lo que está relacionado con el funcionamiento del partido. Debe de saber dónde se encuentra Beatrice. Ojalá pudiera encontrarlo…

Pero ¿cómo me voy? ¿Adónde?

Por la noche dejo a mi hija con Inga. Unos retortijones me obligan a ir al baño, es imposible alimentarse sólo de carne, últimamente el estómago no da abasto.

Pasados cinco minutos, vuelvo; Inga está intentando calmar a su crío, éste se ha caído y se ha desollado una rodilla, llora a grito pelado, la madre le pone como ejemplo el carácter de su padre, al que el niño en su vida ha visto; mi colchón está vacío.

¡El colchón está vacío!

Allí donde acabo de dejar a mi hija, no hay nadie. La sábana está ligeramente arrugada, la lámpara se ha torcido. ¡¿Se ha caído?! ¡¿Se ha escapado a rastras?!

Cojo la lámpara y la levanto sobre la cabeza, como un idiota, voy de un lado a otro alumbrando los rincones; pero está claro que todavía no sabe gatear, que la he dejado fajada precisamente para que no se moviera.

—¡¿Dónde está?! ¡¿Dónde está mi hija?! —Corro hacia Inga—. ¡¿Dónde está mi bebé?!

—Donde estaba, tumbada en el colchoncito, se me ha caído Xavier, mira cómo se ha destrozado la rodilla, ¿tienes algo para limpiarlo? —Ni siquiera me mira.

—¡¿Dónde está mi hija?!

Salto a la sala común, de repente experimento un pánico que jamás he sentido. No tuve tanto miedo ni cuando me pegaron los pakis en Barcelona ni cuando el Quinientos tres me inyectó el acelerador; ahora se me ha abierto una úlcera en la que se han hundido todas mis entrañas. Salto de una madre a otra —¡¿dónde está?!—, mirando a las caras de sus bebés, cojo de la pechera a Luis, dejándolo alelado, hurgo en la cuna de Berta, interrogo a André. Nadie ha visto nada, nadie sabe nada; pero ¿dónde se ha podido meter un bebé de un mes y medio en un local herméticamente cerrado?

Es como un brazo o una pierna; me despierto y no la encuentro, me la han amputado, es igual de espantoso o más todavía.

Voy como un rayo hacia la nave, ya escoltado por una bandada de gallinas solidarias, y encuentro…

A Anastasia, sentada en el borde de una de las bañeras.

No me ve, no es consciente de la presencia de ninguno de nosotros. Tiene la mirada clavada en el envoltorio que tiene en los brazos. Dentro está mi hija.

—Ro, ro, ro, ola, ola, duerme, duerme, mi Paola…

Me aproximo a ella con cuidado, para no espantarla, para que no se caiga en la bañera y no ahogue a mi hija en la flema sangrienta.

—¿Anastasia?

Levanta la mirada… Le brillan los ojos. Está llorando.

De felicidad.

—¡Aquí está! ¡He encontrado a mi pequeña! ¡Es un milagro!

—¿Me la dejas un poquito? ¡Qué guapa! —digo en voz alta, con un tono artificial.

—¡Un segundito sólo! —Anastasia se pone ceñuda y sonriente a la vez, se la ve desconfiada y halagada.

—Claro. Claro.

Recibo el envoltorio; el bebé duerme. Me apetece empujar a esa tipa descerebrada en la artesa con carne, ponerle una mano en la cara y ahogarla en la flema, pero alguna de mis piezas se atasca y, simplemente, me voy.

Me ha dado lástima. Por lo visto me voy oxidando.

Anastasia se queda asombrada, ni siquiera entiende que la acaban de engañar; me ve marchar y, con voz ofendida, cacarea: «¿Por qué? ¿Otra vez?».

—Si no la sacas de aquí, no me hago responsable de mis actos —aviso al padre André.

La misma madrugada la esconde en algún otro lugar.

No sé cuándo este envoltorio me echó raíces en el cuerpo. No puedo decir un día concreto. Iba sucediendo noche tras noche, llanto tras llanto, pañal tras pañal. Por un lado, parece que el niño va consumiendo al padre, le absorbe los nervios, las fuerzas, la vida, convirtiéndolos en sí mismo y, en cuanto lo agote todo, va a tirar al progenitor inservible a la basura, y ya está.

Pero por dentro el proceso se ve diferente: no te devora, sino que te empapa. Cada minuto que pasas con él no se convierte en mierda amarilla o en algo sucio. Estaba equivocado. Cada hora se queda dentro de él, se transforma en miles de células que lo hacen crecer. Empiezas a ver en él todo tu tiempo, todos tus esfuerzos —aquí están, aquí, no se han ido a ninguna parte—. Resulta que el niño se compone de ti, y cuanto más le das, más valioso te parece.

Qué raro. Es imposible creerlo si no lo experimentas antes.

Todo empezó porque vi en ella a Annelie y me enamoré. Pero ahora veo en ella a mí mismo.

Le cambia la cara todas las semanas y, si me ausentara aunque fuera por un mes, probablemente ni la reconocería. Se le pasa la amarillez, ese bronceado falso, y su piel adquiere un tono rosáceo, y hace tiempo que se le quitó el pelamen de la frente, de las mejillas y de la espalda. Su cabeza supera el tamaño de mi puño, y toda ella ahora pesa el doble.

Sólo han pasado dos meses desde la muerte de Annelie.

Ella y yo tenemos una especie de interconexión: si estoy enfadado, ella llora; si la arrullo, es posible que se duerma; emite una serie de sonidos y es capaz de mirarme a los ojos. A veces lo hace durante un rato largo, cinco o seis segundos. Pero no es un humano. Un animalito, quizá. Animalito al que estoy cuidando e intentando domesticar. Después de comer, sonríe. Pero no es más que un reflejo: las comisuras de los labios se estiran involuntariamente, pero no tiene nada de humano, sólo es expresión de saciedad, de satisfacción animal.

Después se produce una explosión.

Me despierta por la noche —si tiene el pañal mojado o quiere comer, me desvelo con su primer sollozo, porque ahora funciono así—, me desenredo del sueño, desagradable, malvado. La desenvuelvo, la seco, la cojo en brazos.

Estaba en el internado, otra vez estaba en el internado; y de nuevo intentaba escapar. Es lo que más a menudo veo, mi ridícula huida a través de la pantalla chamuscada. Con algunas variaciones: a veces el Doscientos veinte no me traiciona; otras veces andorreo por los infinitos pasillos blancos con miles de puertas, tiro de los pomos, pero están todas cerradas; otras veces escapo junto con el Novecientos seis… Pero siempre acaba igual: me capturan, mis cómplices votan por mi muerte y se me ejecuta en la enfermería, me atan con unos trapos a la camilla y me estrangulan, mientras el Quinientos tres me absorbe la vida a través de una caña y, para más inri, se la machaca.

Estoy recordando mi sueño y se me ha olvidado que le tengo que dar de comer, que es la hora de ir a mendigarle a Berta una botellita de leche, el bebé está a punto de echar a llorar y si no lo hago ahora, luego no hay quien la duerma.

Me acuerdo de él, del Quinientos tres, su ebria mirada, a sus secuaces, sus palabras. «Sonríe…», me permite antes de que me muera. Se me crispan las mandíbulas. Sonrío, sonrío de verdad, desde que me he despertado, y mi sonrisa espasmódica de siempre, mi respuesta eterna a todas las preguntas, se me ha instalado en la cara.

Y luego…

Algo me distrae. No me deja saborear mi pesadilla. Ahí abajo. En mis brazos.

Me mira a los ojos, a la boca.

Y sonríe también.

Me responde con una sonrisa. Por primera vez me devuelve lo que toma por alegría. Me entiende; piensa que me entiende.

Se ha despertado una persona en ella.

Siento hormigueo en el pescuezo, siento hormigueo en el cerebro.

Balbuce algo bajito, me mira y… sonríe. Se ha olvidado de la leche y aprende a sonreír. De mí.

Me han arrancado del cogote, de la base del cráneo, el espinazo y han clavado en mi coco estúpido la punta de un cable de mil voltios, en un hierro candente, y lo van hundiendo más y más hondo.

Tiene una sonrisa graciosa, inexperta, torcida, desdentada. Pero no es aquella sonrisa de saciedad, mecánica, sino una verdadera. Estoy seguro de que acaba de sentir la felicidad por primera vez. Se ha despertado en mitad de la noche, me ha visto, la he limpiado, se ha quedado cómoda, me ha reconocido y se alegra de esté aquí. Le sonrío, me sonríe.

Qué simpática. Y qué guapa.

Le devuelvo la sonrisa.

Y luego entiendo: por fin puedo relajar los labios. Se me ha quitado el espasmo.

El resto de la noche sueño con Annelie, con aquella escapada a la Toscana, el pícnic sobre el césped, que vivíamos en una garita en la cresta de una colina, allá donde está la entrada secreta y una mesa claveteada de tablas de madera, que vivíamos los tres juntos: ella, yo y nuestra hija, y que ésta tenía un nombre bonito. Nos paseábamos por el valle, Annelie le daba el pecho, yo les prometía llevarlas algún día a la otra orilla del río, para enseñarles la casa donde crecí. También cortaba hierba alta y jugosa, hasta hacerme daño en los riñones, pero Annelie me salvaba: «Ven a comer». Comíamos saltamontes, para chuparse los dedos, mientras Annelie arrullaba al bebé. Intento acordarme de cómo se llama nuestra hija, pero por la mañana de su nombre no queda nada más que aire viciado, tampoco quedan restos de Annelie, ni de nuestra vida feliz en la Toscana.

Al despertar me cuesta creer que ha sido un sueño; ¡me duele la espalda, de verdad! Es porque he estado cortando hierba, por otra cosa no puede ser.

Me levanto a duras penas, me enderezo. No, no he cortado hierba, no he comido, no he vivido. Sólo me duele la espalda. Por primera vez sin que haya motivo.

La almohada está llena de pelos: el rojo ha palidecido, la plata lívida se ha alargado.

Voy a lavarme la cara, la llevo conmigo, nos miro en el espejo cubierto de vaho. Es un espejo embrujado: a la niña la refleja tal como la veo en realidad, pero con mi reflejo pasa algo raro.

Las bolsas debajo de los ojos han crecido, las entradas han avanzado considerablemente, tengo tantas canas que ya no caben en el divertido gorrito infantil. Me peino con una mano: se me queda entre los dedos un mechón de pelo. Y me pesa la tripa, me pesa de tanta carne maldita.

Me engañaron.

Fuera lo que fuese aquello que me metieron en lugar de mi sangre oxidada, me está envenenando. Me dio una pequeña prórroga, una falsa esperanza, y se evaporó; y el envejecimiento me ha vuelto a abordar, con más ahínco.

Tal vez, de esta forma hagan ensayos en personas, como los alquimistas. Mezclan mercurio con mierda y zumo de tomate y se lo meten en vena a los desesperados. A ver si a alguno le funciona. O a ninguno, qué más da: ya han vendido cinco bolsas de zumo de tomate a precio de oro.

Me deshago, me desmonto, voy involucionando. La espalda, el estómago, el cabello. En el cine antiguo esa pinta la tienen los cuarentones; ¡pero desde la inyección no ha pasado ni un año siquiera!

Ella llora.

La mezo y vuelvo a mecer, y le susurro gilipolleces, pero no entiende palabras, sólo entonación, y llora desconsoladamente.

Debería volver a aquel chiringuito, destrozarlo y estrangular al doctor relamido. Pero, de todos modos, él no sabe cómo devolverme mis años. Me arriesgaría en vano.

No. Tengo que ir con ella. Con Beatrice.

Si ella no puede hacer un milagro para salvarme, nadie podrá.

Regreso caminando a través de la sala de las bañeras. En medio de la fronda carnal me encuentro con Natasha, la hija de Sara, de dos años de edad. Lleva un minúsculo vestidito amarillo, y esa ropa la hace parecer una niña de verdad, a pesar de que la madre la ha trasquilado mal, como si fuera un niño.

Natasha abre los brazos, mira hacia arriba y da vueltas.

—Cielo, cielo, cielo, cielo. Cielo, cielo, cielo, cielo —canturrea entre risas.

A mí no me va a dar tiempo a ver a mi hija hablar y bailar.

Sólo hay una posibilidad.

No sé dónde buscar a Beatrice, pero puedo encontrar a Rocamora.

Annelie no lo dejó enseguida, sino que vivieron algún tiempo aquí, en Europa, en un piso franco o un búnker… A lo mejor, entre sus cosas hay algo que… Algún indicio. Alguna pista.

—Cielo, cielo, cielo, cielo, cielo…

Entro en nuestra madriguera, la acuesto, me desentumezco los dedos y abro la caja.

Bisutería barata, ropa interior, su comunicador.

Ahí está.

Me desconecto del mundo y conecto el dispositivo. Hojeo la lista de llamadas, imágenes, lugares visitados. Compruebo las fechas.

Clac. Un mensaje de Rocamora. Clac. Otro. Clac. Otro. Clac. Aparecen a montones, recibidos en los últimos meses. Da la impresión de que el com estuvo desconectado desde el día de su fuga. Clac. Clac.

Cancelar. Cancelar. No quiero leer sus putas amenazas, sus putos lamentos, sus putas súplicas. Borrar. Borrar todo.

Ver vídeos y fotos.

Tres, cinco, diez imágenes, hechas en un mismo lugar, en un momento adecuado: una choza claveteada de tablas, una silueta de canguro pirograbada en un cartel de madera. La jeta de Rocamora. La torre Vértigo, nivel ochocientos. Me reenvío las coordenadas.

Apago su com. Aguanta, Jesús.

Hablaremos en cuanto llegue.

Ir a la siguiente página

Report Page