Futu.re

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XXVIII. Liberación

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Rocamora ha ido allí. Schreyer decía que para Jesús trabajan unos

hackers… Pudo haber localizado las coordenadas del lugar donde encendí el comunicador de Annelie. Por eso no está aquí… Ni él ni sus hombres.

Tengo que preguntar al padre André si está todo bien. Si ella está bien…

—¿Te cuento un chiste? —balbuce Beatrice—. La Variable Efuni decía que los segmentos del ADN responsables del envejecimiento también tenían otra función: controlaban el alma. Y nosotros los volvimos a codificar a nuestra manera. Y nadie sabe qué nos metimos en lugar del alma.

Me conecto, marco el número de André —Annelie me había escrito desde su comunicador, por eso tengo guardado su ID—. El santo padre tarda en responder.

—¡Yan! ¡Yan! ¡Los Inmortales están en el edificio! Tenemos que… —La imagen parpadea, el padre André suelta un gallo—. Tu hija… ¡Nos han encontrado! ¡¿Dónde estás?!

—¡¿Cómo?! ¡¿Qué ha pasado?!

Se corta; la pantalla se apaga.

—Necesitamos recuperar el alma… —susurra Beatrice mientras bebe de una probeta—. Debemos recuperarla…

¡Bebe de una probeta!

Chocando contra Olaf, resbalando sobre el espejo que éste acaba de producir y que está a punto de solidificarse, salto del cuarto de los horrores, tropiezo en un peldaño, ruedo por la escalera, llego a la salida, doy un portazo, me hundo en la arena, me asfixio, echo la última ojeada a la choza playera.

Beatrice está sentada junto a la ventana, sonriendo y despidiéndome con sus ojos carbonizados; el Sol gira vertiginosamente alrededor de la Tierra.

No soy capaz de reflexionar. Los latidos del corazón me lastiman las costillas, siento pinchazos dentro del cráneo, tengo los pulmones inundados de miedo y de rabia, y debo descargar esa rabia por la boca, arrojarla contra cualquiera que se me cruce por el camino.

Voy empujando a los mirones plantados en medio, a todos esos vagos emperifollados que vienen al casino a despilfarrar su inmortalidad y a tostarla bajo el sol dibujado, irrumpo en los ascensores, golpeo alocadamente los botones y esas inertes pantallas táctiles, corro lo más rápido que puedo, todo lo que me permite el bulto que se convulsiona dentro de mi pecho, los pulmones inundados, el agujero que Olaf ha perforado a pocos centímetros de mi interruptor.

El tren llega enseguida, mi único deseo cumplido, el cigarro consolador antes del fusilamiento.

La gorra de albañil se quedó en la choza de Beatrice, los curiosos me observan, se ríen con sorna y, asqueados y despavoridos, se apartan. Clavo mis ojos desecados en una valla publicitaria, leo el anuncio social: «¿Impuestos altos? ¡Por culpa de los que tienen hijos!», en la imagen aparece una aula escolar supermoderna, destrozada y pintarrajeada por unos vándalos granosos.

«Que no se os ocurra.

»Que no se os ocurra, hijos de puta.

»Que no se os ocurra ponerle la mano encima».

Sólo pienso en ella, en mi niña sin nombre de dos meses de edad, que me quieren quitar. Llamo al santo padre otra vez, y otra, y otra.

—Están asaltando… Langostas… Donde las langostas… —grita por encima de las interferencias, y ya no me vuelve a descolgar.

Por fin: PI 4451, el tubo frena en medio del negror. Las puertas se abren, tengo que salir al vacío, al lugar que no existe. Así, en su momento, llegó aquí Annelie con mis hijos en el vientre. Por eso bajó aquí.

Doy un paso hacia delante, hacia los elevadores. Zigzagueo entre las ruedas de los camiones ciclópeos y éstos frenan asustados, como hace un elefante ante un ratón; berreo hasta quedarme ronco, insulto al ascensor, pesado y lento, maldigo su cerebro oxidado, aporreo su panel de control, el elevador se arrastra hacia arriba, me cuelo por la rendija apenas abierta. Corro como un condenado, a través de los pasillos oscuros, allí, hacia el portón de la granja donde están los bisontes ciegos y sordos, carne estúpida, allí, donde está mi casa, mi hija, donde están esos bastardos, donde está el padre André, mi pobre marica valentón, donde está Berta, Boris, la pequeña Natasha, mi hija, donde está mi hija.

La puerta está rajada por un cañón de láser. No hay nadie en el local.

—¡¿Dónde estáis?! ¡¿Dónde estáis?!

Grito, bramo, agito la pistola —ese regalo de Olaf—, estoy dispuesto a volar la cabeza al primero que vea; pero no hay nadie. Nuestra casa okupada está desvalijada: los colchones volcados, los crucifijos arrancados de las paredes, la ropa esparcida por el suelo y salpicada de rojo.

—¡¿Dónde estáis?!

Una hora. He tardado una hora en llegar. Durante este tiempo ha podido pasar cualquier cosa, todo puede haber acabado. He llegado tarde, ¡tarde! Pero sigo buscando por todas partes. Vuelvo a la nave de la carne, con el rebaño; ¡no puede ser que no haya pistas! Corro a lo largo de las paredes, tapándome la herida con la mano. En uno de los rincones veo el conducto destinado al paso de los limpiadores: la tapa está arrancada. Me pongo a gatas, avanzo por el pasadizo, encuentro un chupete abandonado, alguien me inyecta adrenalina en la sangre, no siento el dolor, lo único que me molesta es el sudor que me inunda los ojos, ¡no para de chorrear, joder!

En la primera sala, a los mansos bisontes llamados Willy los trituran en una picadora de carne, inmensa como el universo, convirtiéndolos en todo tipo de productos cárnicos, desde salchichas hasta hamburguesas, y aportando un sentido a su vida terrenal.

No… Dijo algo de unas langostas. «Donde las langostas».

Sigo gateando, ¡más rápido, más rápido! Repto por delante de explotaciones de cereales, factorías de seudolegumbres, sigo, sigo, no paro de encontrar por todas partes huellas rugosas de las botas de asalto, trozos de pañales, gotas de leche.

Pero lo que me guía realmente es un extraño rumor creciente, espeluznante, no es mecánico ni tampoco animal: una mezcla entre zumbido, susurro y crujido.

La luz del comunicador es cada vez más débil, yo también estoy bajo mínimos. Aquél se apaga, yo me quedo.

El pasadizo me conduce hacia un local de dimensiones colosales, cuyas paredes inabarcables están cubiertas de papeles impresos con imágenes de hierba verde. Sólo hierba, hierba y nada más. A lo largo de las paredes se hacinan unas cisternas de cristal, anchas por arriba y estrechas por abajo, de unos veinte metros de altura. Aquí hay cientos de tolvas así, cada una está llena hasta los topes de una masa verdosa y movediza.

Saltamontes. Langostas. La mejor fuente de proteínas.

Hasta las bocas de los embudos sube una cinta transportadora cerrada que derrama sobre los insectos —a modo de maná celestial— un amasijo verde; supuestamente, hierba. La verdura no para de brotar, cae ininterrumpidamente, pero dentro de las cisternas no se ven sus restos; al parecer, las langostas la pulverizan hasta la última molécula. Se me pasa por la cabeza una idea vaga y espantosa: las más afortunadas, a las que ha tocado estar junto al muro de cristal, clavan sus abalorios en la hierba fotografiada, disfrutando de un clima psicológico favorable, mientras las demás se ven obligadas a observar a sus vecinas. Por debajo de los embudos pasa otra cinta transportadora que recoge insectos que ya han alcanzado un tamaño adecuado, los electrocuta y los lleva hasta la freidora llena de aceite hirviendo.

El runrún de su existencia y el susurro de su fallecimiento atiborran los cientos de miles de metros cúbicos de este mundillo. No se oye nada más que el estridente y ensordecedor «chjrsch​chjrschch​jrschc​hjrschch​jrschchjrsc​hchjrsch», no se ve nada más que el amasijo verde y compacto fluir a través de los embudos, como arena entre las ampollas de un reloj.

En una de las paredes hay una escalerita endeble que debe de servir para que una persona suba hasta la cinta transportadora o a la parte superior de los embudos por razones de mantenimiento. Los peldaños son de medio metro de ancho, los pasamanos parecen hilos. Casi a la altura del techo la escalera topa con un puentecillo estrecho que pasa por encima de las cisternas transparentes.

El puentecillo llega hasta la pared de enfrente; al final hay una puerta cerrada, y junto a ella se apretuja un grupo pequeño de andrajosos. Una figurita con sotana, mujeres con envoltorios en las manos, escondidas tras las espaldas de un par de hombres. Los están acorralando unas personas con túnicas negras y manchas blancas en lugar de caras.

Me agarro de los hilos y trepo por los peldaños temblorosos, no me da miedo caerme, no me da miedo estrellarme.

Tres de los enmascarados se dan la vuelta y caminan en mi dirección. Los demás siguen cerrando el círculo alrededor del cura y los otros, empujándolos hacia la puerta cerrada y hacia el precipicio.

¡¿Dónde está mi bebé?! ¡¿Dónde está ella?!

El santo padre me grita algo, pero las langostas silencian sus palabras.

Subo a la pasarela, apunto la pistola a los que se me aproximan. Los Inmortales sólo tienen táseres, la lucha será breve y desigual.

Uno de ellos mide dos metros, es un hombre-atalaya, casi igual de fuerte que nuestro Daniel. Empezaré por él. Enfoco su frente de mármol blanco con la mira.

A unos cinco pasos los Inmortales se quedan paralizados. Han entendido que…

—¿Setecientos diecisiete?

—¡¿Yan?!

Deben de estar gritándolo a pleno pulmón, pero tan sólo un ligero rumor me llega a los oídos. Resulta imposible distinguir las voces, las langostas las silencian, trituran las entonaciones, los timbres, dejando las cáscaras vacías de las palabras.

El que está más cerca se quita la careta. Es Ele.

Entonces ¿es verdad que el bigardo es Daniel?

¡Es mi sección! ¡Mi propia decena! ¡Mi familia!

¿Qué hacen aquí? ¿Qué probabilidades había de que los fuesen a mandar precisamente a ellos a por mi hija?

—¡Yan! ¡Baja la pipa, hermano! —musita Ele.

¿Quién es el décimo? ¿A quién han puesto en mi lugar? ¿Quién me sustituye?

Ele da un paso hacia mí, y yo reculo. ¿Cómo puedo dispararle? ¿Cómo voy a matar a Daniel? ¿Cómo mato a los hermanos?

Los otros siete, al verme indeciso, asaltan el corrillo asediado.

—¡Quieto todo el mundo! —Disparo al aire, las langostas ronchan al masticar la detonación.

Ele y su escolta se paran, pero los que están detrás de ellos están repartiendo descargas a diestro y siniestro. Alguien está a punto de despeñarse de la pasarela, pero lo consiguen sujetar. Y cuando ya estoy a punto de disparar a los míos, me hacen una señal.

Uno de los enmascarados tiene un bebé en las manos.

Está envuelto en un trapo que antes era un vestido de Annelie.

El bastardo la desenvuelve, le quita los pañales, la coge de una pierna, de una piernecita, y la sostiene sobre el precipicio. ¡A mi hija! ¡Mi hija! ¡Mía!

Abro la mano: «¡Mirad!». La pistola cae al vacío. Levanto los brazos. ¡Me rindo! «¿Qué más quieres? ¡No lo hagas! ¡Seas quien seas! ¿José? ¿Víctor? ¿Alex?».

Me ordena con un gesto: «Retrocede, despacio, no hagas movimientos bruscos».

Y empezamos a bajar uno por uno: yo, Ele, Daniel, los demás Inmortales, los pobres okupas detenidos, aquel comemierda, que lleva a mi hija en brazos. Parece que los manda a todos. No Ele, sino él.

Una vez abajo, empieza a dirigir la operación; la decena lo obedece.

Los hombres quedan reducidos; las mujeres, maniatadas; los niños, apartados a patadas.

Miro al bebé desnudo, que antes estaba envuelto en trapos hechos del vestido de Annelie. No hay nadie ni nada más, sólo ella.

Ele se me acerca, me tiende unas esposas de plástico: «Toma —dice—, póntelas tú, hermano». El otro la sigue sujetando de una pierna, boca abajo; está toda morada, la sangre le ha bajado a la cabeza; llora como una descosida, y puedo oír su llanto por encima del estruendo de los insectos.

Aquél hace el amago de golpearle la cabecita contra la cisterna, de reventársela, pero se detiene en el último momento. Quiero abalanzarme sobre él, pero Daniel me corta el paso, me empuja hacia atrás y me tuerce una muñeca.

El que la estaba sujetando, cansado de divertirse, pasa mi bebé a otro.

La furia me da fuerzas y me hace explotar, ni siquiera Daniel puede conmigo. Me convierto en un resorte y le lanzo un golpe de gancho, me destrozo los dedos, le destrozo los dientes; después de dar un salto, se desploma. Y yo ya estoy al lado de aquel cabrón malparido.

Propino un cabezazo a Apolo en la frente, lo derribo, me tiro encima, lo machaco con los puños magullados, le embadurno la careta con mi sangre; él intenta escapar, me mete una coz en la entrepierna, me clava los dedos en el cuello, pero no siento nada: ni dolor ni asfixia. De uno de mis bolsillos se cae la otra pistola —pequeña y pesada—, la cojo y, al no tener nada más a mano, empiezo a machacarlo con la culata, como si fuera una piedra, lo golpeo sin parar en los ojos, en la coronilla, en la nariz, en la ranura de la boca, le incrusto la careta en el cráneo. Se abalanzan sobre mí, me intentan apartar, pero lo machaco y machaco y machaco. Luego le arranco la cara, blanca, desfigurada, hundida.

Debajo está el Quinientos tres.

Está acabado. Tiene la frente abierta, un hueso blanco sale del amasijo encarnado. Pero aun así no me puedo detener. No puedo. No puedo.

Quinientos tres.

«¡Nada se puede corregir! ¡No habrá paz! ¡No habrá perdón!

»¡No hubo ni habrá! ¡Muérete, cabrón! ¡Muérete!».

Me despegan de él, me meten una descarga, me aplastan contra el suelo.

Debería desconectarme, pero no puedo; sólo me quedo paralizado y callado, los veo colocar a mi hija junto con los demás niños, oigo a Ele llamar a la unidad especial para mandarlos a todos al internado, lo veo enfocarme con el comunicador: me exhibe a alguien como muestra del éxito de la operación.

En ese mismo instante, el Inmortal que está sentado encima de mis piernas se desploma de bruces. Las mujeres corren hacia sus hijos, una de ellas se cae, Ele enarbola mi pequeña pistola y aprieta el gatillo.

Desde la otra punta del local se acercan corriendo tres figuras. Los tres llevan abrigos largos, el retroceso de los disparos les sacude los brazos. Uno de los Apolos se echa las manos al costado, otro rueda por el suelo, las langostas se zampan sus almas liberadas, luego Ele acierta: uno de los hombres con abrigo tropieza y se viene al suelo a unos veinte pasos de nosotros. Los otros dos se quedan sin balas, los Inmortales se lanzan hacia ellos, yo me sacudo sobre el suelo, tengo que levantarme; dos abrigados contra seis enmascarados, viene un torbellino.

—¡Annelie! ¡¿Dónde estás?! ¡Annelie!

Veo de refilón una cara conocida y no tan conocida, con unos rasgos borrosos, difíciles de captar… la misma en la que descargué la pistola encasquetada, la misma que contemplaron millones de personas en la plaza barcelonesa de las quinientas torres.

—¡Annelie!

¡Rocamora está aquí! Nos ha encontrado. Ha encontrado a Annelie.

No sabe nada, piensa que está viva, ha venido a buscarla. Y ahora lo matarán. Alguien ya se le ha echado encima, lo está estrangulando con la brida de las esposas, su compañero ya no respira.

Multiplico toda mi ira por toda mi desesperación: me basta para ponerme de lado. Y veo al padre André recoger la pistola automática que he arrojado desde la pasarela. Apunta a los agresores, pero —vaya inútil— no puede con el retroceso, dispara una y otra vez… ¡nada! No da a ninguno de los Inmortales, cero resultados…

En esto, una de las cisternas transparentes explota como un globo, se deshace en migas brillantes, revienta como una gota de lluvia que ha chocado contra el suelo, y todo el espacio visible se envuelve en una alfombra viva y estrepitosa. Unos bichos enormes ocupan todo el suelo y todo el aire, saltan por primera vez en su vida cronometrada, abren las alas, cantan, zumban, se nos meten en los ojos, en la boca, en las orejas, nos arañan la piel: la octava plaga de Egipto, furia divina.

Inmediatamente, estalla otra cisterna y ya no se ve nada más.

Repto —¡puedo reptar!— a tientas hacia donde estaba mi hija. No sé qué está pasando con Rocamora y el padre André.

Y la encuentro, como si me hubieran instalado un navegador en el cerebro, como si ambos estuviéramos imantados. La abrazo, la protejo de las langostas, que no paran de devorarla, y busco a ciegas un refugio, tambaleándome sobre mis pies de algodón.

Encuentro una puerta; la empujo, me escondo. Es un trastero angosto.

Abro el envoltorio: es mía. Está viva.

La beso, la aprieto contra mi pecho, ella chilla, llora, se ha puesto azul de tanto esforzarse. Me agazapo en un rincón, la arrullo, la mancho de sangre, mía y ajena. Por el suelo brincan unos saltamontes desquiciados por la liberación, chocan contra la pared, contra el techo, contra mi cara.

La puerta se abre de par en par y en el umbral aparece una figura, el cuartucho empieza a llenarse de bichos.

—¡Cierra! ¡Cierra la puerta! —voceo.

Salta hacia dentro, tira del pomo, aplasta los insectos atascados entre la puerta y el quicio, hurga en la cerradura, se desploma exhausto y respira ruidosamente, frotándose el cuello dolorido.

Es Rocamora.

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