Futu.re

Futu.re


IV. Sueños

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En este pequeño mundo sólo aparecen ellos dos, pero se adivina la presencia de alguien más. Un espectador atento, poniendo la pausa, puede discernir una bicicleta tirada en el césped, demasiado pequeña tanto para el hombre fumador como para la joven del teléfono. Si aumentas la imagen, puedes encontrar en el porche unas sandalias de niño. Además, en el huevo, al lado de la mujer, hay un osito blanco sentado. En uno de los fragmentos, prestando atención, se le pueden ver en el hocico sorprendido unos ojillos plateados. El oso no se mueve, no es una ecomascota, sino un juguete de peluche. Y precisamente por eso sorprende que la joven se haya apartado para que el oso también se pueda sentar en la hamaca, y que lo cubra con una mano con gesto protector, como si estuviera vivo.

Se oye una música suave: cuerdas, campanillas. El viento peina el césped con sus dedos invisibles y mece las hamacas ovaladas.

Así empieza

Y oirán los sordos, una película antigua sobre la guerra civil del año noventa y siete. Están a punto de saquear la casita de cartón, a la chica la violan y la clavan a los barrotes de la terraza, y luego lo queman todo por completo. El hombre, que vuelve a casa un día más tarde de lo previsto, en pocas horas lo pierde todo, se ve arrojado a la guerra y se pone a matar a gente hasta llegar a los que han destrozado su mundo.

Hasta los créditos de

Y oirán los sordos aguanté sólo una vez, pero los primeros minutos los he visto infinidad de veces. Para mí es de ritual: cada nueva visita a la sala sin falta empieza por esa película, y luego ya elijo algo nuevo para distraerme.

Siempre detengo el tiempo para esta pareja feliz dos segundos antes de que, al final de la alameda, aparezcan los extraños, y cinco segundos antes de que empiece a sonar la inquietante melodía que anuncia la futura masacre. No es que intente salvar de esta forma a la chica de blanco o su casa; ya tengo doce años y hace tiempo que conozco el mecanismo de la vida. No. Es que lo que viene después no me interesa. Cuando después de las cuerdas empieza a sonar un ritmo nervioso,

Y oirán los sordos se convierte en la típica carnicería, una de las cien mil pelis de suspense que componen la lista de reproducción de nuestro cine.

Me fijo en la pequeña bicicleta tumbada, por enésima vez me convenzo de que el calzado que está en el porche sólo puede pertenecer a un niño; intento entender por qué la mujer le tiene tanto cariño al oso; ¿no será el juguete representante plenipotenciario en la hamaca de otro ser vivo, querido? Y entiendo que de la película han eliminado algo importante. Sé qué es, por supuesto.

Casi todos los vídeos de la lista de reproducción, excepto dos películas de animación, van de héroes y luchas, guerras y revoluciones. Los monitores dicen que es con fines pedagógicos, puesto que nos pretenden convertir en guerreros. Pero a menudo ocurre que, mientras ves la peli, pierdes el hilo argumental y te haces un lío con la historia. Piensas que a los protagonistas les ha pasado algo de lo que el espectador no ha sido avisado. No soy el único que se ha dado cuenta de que en las películas faltan escenas, pero todos siguen viéndolas. Al fin y al cabo, lo más importante es que las persecuciones y las peleas, las aventuras, es decir, lo que quieren ver los que vienen a la sala se haya quedado intacto.

Por las cien pantallas que están a mi alrededor, corren hacia la nada las patrullas parpadeando sus luces, caballos envueltos en armaduras, avionetas derribadas, lanchas motoras, lanzaderas espaciales, elefantes de guerra barritando, gente con esmóquines y uniformes ensangrentados, veleros, aerodeslizadores… Toda la historia de la humanidad, envuelta en humo, sale de la nada y se precipita hacia la nada.

En mi pantalla la imagen está detenida. Una casita de bloques, hamacas-capullo, humo de cigarro, vestidito ligero, oso blanco de ojos plateados.

El Novecientos seis tiene una bicicleta tirada en el césped, sandalias de niño en un porche de madera, ventanas gigantescas.

Tenemos en común el horizonte: la curva de las colinas toscanas color esmeralda bajo un cielo lapislázuli, las ruecas de los cipreses, capillitas de piedra amarilla en ruinas. La casa beis de la terraza marrón se encuentra en la Florencia de hace cuatrocientos años.

Nunca hablamos de por qué, una vez cada diez días, nos sentamos uno al lado del otro y, antes de empezar el rutinario visionado de películas sobre guerras y revoluciones, ponemos

Y oirán los sordos y juntos repasamos los primeros minutos, hasta el momento cuando se callan las cuerdas y las campanillas. Es nuestro complot. Nos une el voto de silencio.

Y sin ton ni son: «¡Mi madre es una buena persona y no es culpable!». ¡¿En voz alta?! ¡Hay chivatos por todas partes! ¡Nos van a descubrir! ¡Nos delatarán!

—¡Cállate, te he dicho! —Y le doy al Novecientos seis un empujón en el pecho—. ¡¿Los nuestros son culpables, y la tuya no?!

—¡Que me dais igual todos! ¡Mi madre es una persona honrada!

—¡Claro! —apoya con ardor el Doscientos veinte—. ¡Así se lo dices a ella!

—¡Se lo diré!

—¡Que os den a todos!

Me levanto de un brinco y me voy, cabreado con ese idiota desgraciado. Si es tan valiente, que le abra su alma al chivato pelirrojo, me importa un bledo. ¡He hecho lo que he podido, pero no pienso seguir comprometiéndome por culpa de su cabezonería!

¿Qué más puedo hacer?

¡Nada!

—¡La culpa es tuya! —le grito al Novecientos seis, que se pone rojo y se retuerce mientras los monitores se lo llevan a la cripta—. ¡Subnormal!

Los demás miran en silencio.

Todos los días lo busco con la mirada en el comedor y durante la revista. Me detengo frente a las habitaciones de entrevistas. Aguzo el oído por las noches, por si se oyen sus pasos. ¿No lo habrán soltado? No consigo conciliar el sueño.

—¡Me escaparé de aquí! —oigo mi propia voz un día.

—Cállate y duerme. De aquí no escapa nadie —me susurra el Trescientos diez, el fortachón que ve el mundo en blanco y negro.

—Pero yo sí me escaparé.

—No digas eso. Sabes bien que si nos oyen… —balbuce el Treinta y ocho, el serafín empalagoso.

—Que nos oigan. Me da igual.

—¡¿Qué dices?! ¿Has olvidado lo que han hecho con el Novecientos seis? ¡Se lo han llevado a la cripta! —El Treinta y ocho se queda ronco de miedo.

Me apetece decir «¡Yo no tengo nada que ver!» o «¡Lo había avisado!», pero en vez de eso digo otra cosa:

—¿Y qué?

—Que todavía no lo han sacado… ¡Cuánto tiempo ha pasado!

—¡El Novecientos seis no pensaba escapar! —interrumpe el Doscientos veinte—. Ha sido por otra cosa. Hablaba sobre sus padres. Lo oí yo.

No tiene suficiente con el Novecientos seis. Ha delatado a uno, ahora quiere utilizar su historia como cebo para los demás…

—¿Y qué contaba? —pica el anzuelo alguien de la otra decena.

—¡Cállate, Doscientos veinte! ¡Qué más da lo que dijera! —Se me cierran los puños.

—No me callo. No me callo.

—¡Nos vas a fastidiar a todos, imbécil! —susurran a gritos—. ¡Basta ya de hablar de los padres!

—¿A ti no te interesa saber dónde están los tuyos? —instiga aquél—. ¿Cómo les va?

—¡No me importa! Sólo quiero escapar, ya está. ¡Vosotros pudríos aquí! ¡Meaos en la cama de miedo el resto de vuestras vidas!

—Vamos a dormir, ¿eh? —pide en tono apaciguador el Treinta y ocho—. ¡Ya no queda nada para el toque de diana!

El Doscientos veinte se calla, satisfecho. Con mi intervención tiene más que suficiente para un soplo gordo y suculento. Me apetece romperle la nariz, torcerle un brazo, quiero que pida a gritos que lo suelte, quiero romperle los dientes. Quiero desde hace tiempo… pero no hago nada, ¡cagón!

—Eso, eso. ¡Cállate ya, Setecientos diecisiete! ¿Y si de verdad lo oyen todo? —corea el Quinientos ochenta y cuatro, orejudo y granoso, sin quitarse la venda por si acaso.

—¡Cállate tú! ¡Cagón! ¿Y no te da miedo que te vean machacarte la…?

La puerta se abre. Con todas mis fuerzas, casi en voz alta, ruego que sea el Novecientos seis.

«Pienso escapar de aquí. ¿Te apuntas?».

Aprovecho cada ocasión para hacer pellas, finjo estar enfermo, varias veces por noche pido permiso para salir al baño, y todo eso para poder recorrer los pasillos a solas, mirando y escuchando.

Paredes blancas, una ristra de puertas blancas sin tiradores, una luz molesta e insistente cae del techo. El pasillo no tiene principio ni fin, entra en curva y por los dos lados se esconde en sí mismo. Si sigues hacia delante, llegarás al mismo punto del que has partido. Geometría.

El techo no sólo alumbra, sino que también mira. Es todo un sistema de vigilancia con miles de ojos, pero no se ven sus pupilas porque están cubiertos de punta a punta por un enorme leucoma. Esa mancha blanca no te permite saber si te están mirando, por eso tienes que comportarte como si te estuvieran viendo todo el rato.

No hay dónde esconderse. Aquí no hay pasillos sin salida, no hay esquinas, ni rincones, ni recovecos, ni siquiera rendijas en las que meterse. No hay ventanas. Ni una sola. Sé lo que son por las películas.

El internado no tiene salida. Es un espacio cerrado como un huevo.

Aquí sólo hay tres plantas, unidas por un ascensor con tres botones. Cada una de ellas tiene la misma pinta que ésta. En la planta baja hay una guardería, donde tienen a los más renacuajos; en la primera están los párvulos, hasta los once años; en la segunda, los grandes, de doce años para arriba.

Todas las puertas del pasillo redondo son iguales, ninguna tiene rótulos. En la segunda planta hay treinta. Con el tiempo acabas aprendiendo cuál es cuál.

Cuatro salas dormitorio, aseos, sala de reuniones, nueve aulas, cuatro gimnasios, la puerta de la habitación de entrevistas, el dormitorio de los monitores y el despacho del monitor jefe, la sala de cine, cinco cuadriláteros, el comedor y el ascensor.

Repaso las puertas una por una, contando una y otra vez para asegurarme: de verdad son treinta, no se me ha escapado ninguna.

Recuerdo cómo busqué la salida cuando era un enano todavía; el mapa de la planta baja está grabado en la retina de mis ojos de tanto imaginármelo. Las mismas treinta puertas: tres salas comunes, el dormitorio de los monitores, el despacho del jefe, aseos, la sala de reuniones, tres gimnasios, sala de juegos, cinco cuadriláteros, diez aulas, una sala de cine, la puerta de la habitación de reuniones, el comedor y el ascensor.

Ninguna de las puertas da al exterior. Recuerdo que, de pequeño, pensaba que la salida del internado debía de estar en la primera o en la segunda planta. Cuando crecí y me pasaron a la primera, sólo me quedó la segunda. Ahora que vivo en la segunda, me parece que busqué mal en las dos plantas de abajo.

Desde el primer momento nos acostumbran a la idea de que aquí no hay salida. ¡Pero tiene que haber! ¡Por algún lado tienen que traer a los más pequeños!

Con paciencia estudio qué hay detrás de cada puerta; durante las clases observo las aulas y los cuadriláteros. Todas las paredes son lisas y herméticas; si las frotas con demasiada insistencia, empiezan a emitir pequeñas descargas eléctricas.

Me llaman a la habitación de entrevistas. Me preguntan por qué me comporto de esta forma; luego se pasan un poco y me rompen el dedo anular de la mano izquierda. Siento un dolor infernal; el dedo se queda doblado hacia arriba. Lo miro y pienso que después de eso me tienen que llevar a la enfermería. Bien, así voy a poder llegar a la primera planta e inspeccionarla otra vez.

—¿Qué buscas? —me pregunta el monitor.

—La salida —digo.

Se ríe.

Cuando yo vivía en la planta baja, los chavales cuchicheaban antes de dormir, diciendo que el internado estaba enterrado a varios kilómetros de profundidad, que se encontraba en un búnker excavado en un macizo de granito. Que éramos los únicos supervivientes de una guerra atómica y que el futuro de la humanidad dependía de nosotros. Otros juraban que estábamos recluidos a bordo de una nave espacial lanzada fuera del sistema solar y que íbamos a ser los primeros en colonizar la estrella Tau Ceti. Es comprensible, teníamos unos cinco o seis años. Los monitores en aquel entonces ya nos decían que éramos unos criminales y escoria, que nos habían metido en ese maldito huevo porque para gente como nosotros no había otro lugar en la Tierra. Pero cuando tienes seis años, cualquier cuento o fantasía es mejor que una verdad así.

A los diez años ya nos dejó de interesar dónde se encontraba el internado, y a los doce ya nos importaba una mierda el no tener un grandioso futuro y el no tenerlo en absoluto. Lo único que no entendíamos era por qué necesitábamos saber los pormenores del mundo exterior, estudiar su historia, geografía, cultura, las leyes de la física, si no nos pensaban dejar salir a ese mundo nunca jamás. Tal vez para que supiéramos valorar lo que nos perdíamos.

Pero estoy dispuesto a cumplir aquí cadena perpetua, con la condición de que en las revistas matutinas no aparezca enfrente de mí el Quinientos tres. Pequeñeces así, a veces, estropean toda la puñetera armonía universal.

Primera planta.

Las mismas paredes ciegas y puertas despersonalizadas. Acunando mi dedo roto, las recorro una por una. Los cuadriláteros, las aulas, la mediateca, los dormitorios; blanco sobre blanco, igual que en todas partes. Nada.

Me presento en la enfermería: parece que el médico está pasando visita. Tiene la puerta del despacho entreabierta.

Normalmente los pacientes no entran aquí; no puedo perder semejante ocasión. Titubeo un segundo, me cuelo y aparezco en una amplia habitación: un mando, una camilla, brillan hologramas de órganos internos sobre caballetes. Todo muy limpio y aburrido. Al otro lado de la habitación hay otra puerta y también está entornada.

Y allí…

Doy unos pasos hacia delante, sintiendo cómo se acelera mi corazón y se ralentiza el tiempo. Por el vano de la puerta me llegan voces, pero sigo caminando sin tener miedo a ser descubierto. La adrenalina activa la cámara lenta, como en el cine.

—¿Cómo ha pasado? —chirría con indignación una voz oxidada.

—Se nos ha olvidado… —Es la voz baja del monitor jefe.

—¿Se os ha olvidado?

—Ha estado demasiado tiempo.

No entiendo su conversación, tampoco me interesa. Lo único que atrae mi atención es… una ventana. Se va perfilando en el vano de la puerta, es gigantesca y ocupa una pared entera de la habitación donde conversan esos dos…

La ventana.

La única ventana de todo el internado.

Contengo la respiración, me acerco a hurtadillas a la puerta lo máximo que puedo…

Y me asomo al exterior.

Por lo menos ahora sé que no estamos a bordo de una nave intergaláctica ni tampoco en un búnker…

Al otro lado de la ventana se ve una ciudad majestuosa, llena de miles de torres, columnas clavadas en la tierra, increíblemente alejada, y que apuntan a un cielo infinitamente distante. Una ciudad de miles de millones de personas.

Empiezo a imaginar esas torres —yo, cucaracha, microbio— como piernas de unos antropoides inconcebiblemente grandes, unos atlantes que hunden las piernas en las nubes por la rodilla y sustentan sobre sus hombros el firmamento. Es el espectáculo más impresionante de todos; yo, desde luego, jamás podría imaginarme algo igual de esplendoroso.

¡Qué va! En la vida sería capaz de pensar que hay tanto espacio en este mundo.

Estoy haciendo el descubrimiento geográfico más sorprendente de todos los tiempos.

Para mí significa más que para Galileo suponer que la Tierra es redonda, o para Magallanes demostrarlo. Es más importante que averiguar que no estamos solos en el universo.

Mi descubrimiento: ¡fuera del internado de verdad hay otro mundo! ¡He encontrado la salida! ¡Tengo por dónde escapar!

—¡¿Qué pasa?! ¿No has cerrado la puerta?

Me sacudo. Alguien me coge del pelo.

—¡Tráelo aquí!

Me arrojan dentro. Me da tiempo a ver una mesa. Encima hay una bolsa de plástico, grande y alargada, cerrada con cremallera. El monitor jefe enseguida la tapa. También veo una montaña de instrumentos; a nuestro doctor con gesto de asco y cansancio tan pronunciados que ni siquiera le queda bien su juventud. Además veo el marco y el tirador de la ventana.

—¡¿Qué se te ha perdido aquí, mamón?!

—Estoy buscando al doctor… Mire…

El monitor jefe me agarra del dedo, que le estoy enseñando a modo de salvoconducto o amuleto protector, y tira con tantísima fuerza que empiezo a ver estrellas llameantes. Me caigo al suelo, retorciéndome del dolor.

—¡Olvídalo! ¿Me oyes? Olvida todo lo que has…

No puedo contestar, se me ha cortado la respiración.

—¡¿Te enteras?! ¡¿Te enteras, engendro?!

—Si no… —Mi dolor, como estaño fundido, toma forma de ira—. Si no, ¿qué me vais a hacer? ¡¿Qué me vais a hacer?! ¡¿Eh?! —le respondo a gritos—. ¡¿Qué?!

Las ranuras negras de sus ojos me atraviesan.

—Aquí no —dice el médico.

—¡No me vais a hacer nada! —Doy vueltas como una peonza—. ¡Nos piraremos de aquí igual! —Me deslizo entre las piernas del jefe y salgo corriendo al pasillo, abriéndome paso entre los pacientes hechos polvo.

Corro hacia el ascensor, entro volando, aprieto los tres botones a la vez y, de repente, recuerdo un chisme que oí hace mil años, en la infancia. Según este rumor, en el internado existe otra planta, el entresuelo, y es por ahí por donde acceden los nuevos. Decían que, si aprietas todos los botones al mismo tiempo y los mantienes pulsados, subirás o bajarás hasta esa planta secreta…

La puerta se cierra, el ascensor se pone en marcha.

Si el entresuelo no existe, estoy jodido.

Al separarse los batientes, no puedo entender a qué planta he llegado. Paredes blancas, techo blanco… No hay nadie en el pasillo. Resbalando, corro hacia delante a lo largo de las puertas, busco alguna que esté abierta.

Por fin veo un hueco. Me zambullo en él, sin entender todavía dónde me he metido. Me aprieto contra la pared, se me doblan las rodillas. ¿Por qué no me siguen? El monitor jefe no me perdonará jamás esta bribonada… No me perdonará que haya encontrado la ventana, que la haya visto, que haya descubierto la salida.

Miro a mi alrededor.

Estoy en una sala de cine. Está vacía, la luz es tenue, ya que todos se encuentran ahora en clase. Me arrastro despacio entre las filas, me meto en el rincón, abro la lista de reproducción y elijo

Y oirán los sordos.

La pongo desde el principio.

Siento escalofríos. Para calentarme, subo los pies encima del asiento y meto la barbilla entre las rodillas.

Los créditos.

Estoy sentado en la terraza de madera recalentada, junto a mí hay un par de sandalias de niño; en la ventana entreabierta veo un gato, verdadero, gordo, rojiblanco. La brisa mece las hamacas, en las que están sentados un hombre y una mujer. Un hilito de humo azul queda suspendido por un momento en el aire, pero enseguida desaparece, borrado por el viento.

Miro la bici, que tiré al suelo, harto de dar vueltas por ahí. Por el resplandeciente timbre cromado corre una hormiga. El sol se está poniendo tras una colina verde, coronada por una pequeña iglesia vieja, y para despedirse me besa las manos.

Me siento bien, tranquilo, apacible. Estoy en mi sitio.

—Vamos a pirarnos de aquí… Yo solo no puedo, pero entre los dos… —le digo al Novecientos seis.

No me responde.

El aire a mi alrededor se va haciendo más espeso, más compacto, como agua, y, como tinta de sepia, una desgracia inminente lo enturbia todo.

Y oirán los sordos me taladra los nervios con una alarmante melodía. El mismo plano: el final de la alameda…

La desgracia cuelga por encima de la casita de juguete como una ubre cargada de leche, a mí también me aplasta con sus pezones hinchados, y a los que están sentados al lado; todos mamaremos su veneno en breve. Pero intento pensar que no está ocurriendo ahora, a nosotros no, a mí no. Detengo el vídeo, detengo el tiempo, para parar lo imparable.

—¿Y ahora qué, gusano? —oigo a mis espaldas.

¡El Quinientos tres! ¡Es su voz! No necesito darme la vuelta para saber quién me está hablando. Por eso, en vez de perder tiempo en movimientos inútiles, me arrojo hacia delante. Pero no me da tiempo.

Me echa un brazo al cuello. Tira de mí hacia atrás y hacia arriba, para arrancarme de mi nido, asfixiándome, llevándome a la fila de atrás. Me retuerzo, intento soltarme, pero sus brazos nervudos se han vuelto piedras, no consigo desenganchar la llave.

—¡Déjame! ¡Suéltame! Yo… se… se lo fffffvoy a gggcccontarrr…

Sacudo las piernas, quiero agarrarme, o apoyarme en lo que sea…

—¿Y tú qué crees… que no lo saben? —Los suspiros del Quinientos tres me rozan el cuello.

Se ríe como una serpiente: «Jjjjjjj…», y me sigue estrangulando; su respiración me hace cosquillas en el pescuezo. Doy coces, intento golpearlo en los testículos, pero me sujeta de tal forma que no lo consigo, un fallo tras otro; incluso si acertara, el golpe sería flojo, como en los sueños, ya que con el aire me ha quitado todas las fuerzas.

—Me han… encargado… castigarte.

Con la mano libre busca a tientas el botón en mi cintura, lo arranca y me baja los pantalones por las rodillas. Algo pequeño, firme y repugnante me roza la espalda. ¡Se le ha puesto dura!

Siento escozor en la parte inferior del vientre. Estoy a punto de… Ahora no debo… No…

—¡Quita! ¡Quita! ¡Suéltame!

De pronto siento cómo un líquido caliente me baja por las rodillas. Me quedo petrificado de horror y de vergüenza.

—¿Qué pasa? ¿Te has meado? ¡Cerdo asqueroso, te has meado!

Siento cómo su brazo se afloja. Lo aprovecho, me suelto, le doy un golpe en los ojos con los dedos e intento huir, pero él consigue superar el asco, me tumba al suelo entre las filas de los asientos, se me sube encima…

Tiene los ojos entornados, los labios entreabiertos, que dejan ver sus dientes separados…

—Vamos… Intenta escapar… Peque…

Entonces hago lo único que puedo hacer en esta lucha de reptiles.

En un lance desesperado me contorsiono y le clavo los dientes en la oreja. Siento con los dientes los pelos sudorosos, la piel, aprieto las mandíbulas, tiro, cruje, quema, ¡se desgarra!

—¡Cabronazo! ¡Suéltame, bastardo! ¡¡¡Ah!!!

El Quinientos tres, desquiciado de dolor y de miedo, me empuja. Ruedo por el suelo con algo blando y caliente en la boca; el otro se tapa con la mano el agujero sangrante que ahora tiene al lado de la sien. Siento con la lengua la sal y otro sabor desconocido. Tengo la boca llena, estoy a punto de echar las tripas. Me aparto a gatas, me saco de la boca su oreja —un cartílago baboso y mascado—, lo aprieto en la mano sin darme cuenta y echo a correr, huyo de la maldita sala de cine a todo trapo.

—¡Cabroooón! ¡Hijo de puuuuta!

Estoy en medio de un pasillo sin rincones ni salida; en mi mano, un trofeo de mierda; los pantalones están desabrochados y empapados. Desde el techo, a través del leucoma, me observa el ojo omnividente. Cuando me vayan a matar, ni siquiera parpadeará.

Me escapo de aquí o muero.

Me escapo de aquí. Me escapo.

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