Futu.re

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VII. Cumpleaños

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V

I

I

Cumpleaños

El sol se ha enfriado casi del todo, se puede tocar sin que te queme los dedos. El viento no se oye, pero está aquí, empujando los capullos de las hamacas hacia delante y hacia atrás y acariciándolos pensativo.

El aire caliente me roza la cara.

La casa respira pausadamente, está viva. Sus ventanas son gigantescas, las cortinas se escapan hacia el exterior. La vainilla de las paredes se derrite en la boca del cielo. Sobre las tablas barnizadas de la terraza hay un gato tomando el sol. El paisaje —colinas prominentes con capillitas encaramadas como pechos con pirsin en los pezones, hoyos oscuros, palitos excitados de cipreses— se va sumergiendo en el azul de la noche.

La figura acomodada en uno de los capullos es ingrávida; el viento la mece con facilidad. Aunque el otro asiento está vacío, la amplitud del movimiento coincide. Es una chica, es guapa y tiene aire soñador. Está leyendo, con los pies sobre el asiento y arrebujada en una historia entretenida. Sus labios denotan una sonrisa borrosa, como si fuera un reflejo en el agua movida.

La reconozco.

El pelo trigueño le llega por los hombros, el flequillo está recortado en diagonal, sus muñecas son tan finas que encontrar unas esposas para ella sería imposible.

Es Annelie.

Ahora parece impresionante, fresca e inmaculada.

Y es mía. Mía por derecho.

Antes de acercarme a ella, rodeo la casa. Una bicicleta pequeña se apoya en el porche, tiene la horquilla y el timbre cromados y brillantes. La puerta está abierta. Subo al porche, entro.

El suelo es de gres, en las paredes color chocolate cuelgan unas pinturas abstractas que invitan a la meditación, los muebles son sencillos pero elegantes, cada pieza parece diseñada de un solo trazo.

Si por fuera la casa se compone de ángulos rectos, en el interior no hay ninguno. Un sofá bajo —redondeado, forrado de fieltro color mostaza oscuro— invita a uno a sentarse. Una mesa de comedor redonda, cubierta de vidrio negro, hace juego con tres sillas de cuero. Encima de la mesa, una taza con té verde. Parece un pequeño jarro. En el agua hirviendo, una flor exótica disecada ha salido de su letargo.

La mirada capta algo que me hace detenerme. Regreso…

En la pared hay un crucifijo. No es muy grande, de un palmo más o menos. Es de un material oscuro. Sus formas no son nada perfectas, incluso bastas. La superficie de la cruz y de la figurita clavada en ella tiene aspecto rugoso, como si estuviera cubierta de miles de facetas minúsculas. Como si no lo hubieran compuesto sintéticamente, molécula por molécula, sino tallado, como antaño, con un cuchillo, de un trozo de… ¿madera? La figurita lleva en la frente una corona, parecida a un pedazo de alambre de púas cubierto de pan de oro. Qué imagen tan cursi.

Pero, no sé por qué, no puedo dejar de mirarla; la miro embrujado, hasta que algo choca contra mi pie…

Un robot de juguete recorre su propia trayectoria peculiar, canturreando una estúpida melodía. En la cara mecánica lleva una pegatina con una carita sonriente dibujada encima. El robot arrolla una maqueta del Albatros intergaláctico a medio hacer, luego se atasca entre las piezas esparcidas.

¿Quién lo ha puesto en marcha y quién ha dejado sin terminar la maquetita de la astronave?

En un rincón hay una escalera que sube a la primera planta: los peldaños son plataformas que se sujetan a la pared por uno de los extremos y, vistos de lado, parecen pender en el aire. Desde arriba llegan traqueteos, pitidos y risas agudas. Infantiles.

Miro hacia arriba, escucho con gusto las risotadas. Me apetece subir la escalera y encontrarme con el que está jugando allí… Pero sé que no debo.

Atravieso el recibidor y paro junto a la ventana.

Apoyo la frente en el cristal y observo la silueta de la mujer, ese péndulo al viento.

Sonrío.

Mi sonrisa es el reflejo de su sonrisa reflejada en un espejo negro.

No puede verme, ya que está muy entretenida con una historia ajena, inventada. Los garabatos de las letras corren de arriba abajo por la pantalla de su libro electrónico, como los granitos que fluyen entre las ampollas de un reloj de arena. Aparecen de la nada y desaparecen en la nada, pero ella sigue atravesando esas arenas movedizas y ninguna otra cosa le importa.

Annelie no me ve, ni ve a nadie más. A ninguno de los que la están mirando desde su escondite.

Empujo la puerta que da a la terraza.

El viento la cierra de golpe, y el portazo es tan fuerte que ahora sí que se da cuenta. Baja las piernas.

—¿Annelie? —la llamo.

Ella se encoge.

—¿Quién es usted? —Le tiembla la voz—. ¿Nos conocemos?

—Nos vimos una vez. —Me acerco a ella despacio—. Desde entonces no he podido olvidarla.

—Yo no me acuerdo de usted. —Baja de la hamaca como un niño de un columpio.

—Quizá porque llevaba una careta —digo.

—Ahora también lleva una careta. —Annelie retrocede un paso; pero detrás de ella hay una valla que no podrá saltar—. ¿Qué hace aquí? ¿Para qué ha venido? —pregunta.

—La echaba de menos.

Lleva un vestidito lindo y cómodo. No es coqueto, sino de andar por casa: le llega por la rodilla y las mangas llegan hasta los codos. No descubre nada, pero tampoco es necesario. Hay en este mundo rodillas que son suficientes para prescindir de todo lo demás. Tiene el cuello fino, como de niña… La arteria sobresale en forma de ramita.

—Le tengo miedo.

—No hay por qué.

—¿Dónde está Nataniel?

—¿Quién?

—Nataniel. Mi hijo.

—¿Su hijo?

La desconfianza brilla en sus pupilas. ¿Acaso no entiende nada?

Annelie mira hacia la casa por encima de mi hombro. Me doy la vuelta y también miro. Está anocheciendo, pero la luz en las ventanas de la primera planta aún no se enciende. Ya no se oyen los pitidos, el eco de la risa se ha callado. La planta de arriba está vacía.

—No está.

—¿Qué…? ¡¿Qué ha pasado?! —Se queda paralizada.

—Él… —Dejo pasar el tiempo, porque no sé cómo explicárselo.

—¡Conteste! —Se le cierran los puños—. Tengo derecho a saberlo. ¡¿Qué le ha pasado?!

—No ha nacido.

—Pero… ¡Qué chorrada! ¿Quién es usted?

Levanto los brazos: calma, calma.

—Usted tuvo un aborto. En el tercer mes.

—¿Un aborto? ¿Cómo puede ser? ¿Qué está diciendo?

—Fue un accidente. Un trauma. ¿No recuerda?

—¿Qué tengo que recordar? ¡Cállate! ¡Nataniel! ¿Dónde estás?

—¡Tranquilízate, Annelie!

—¡¿Pero quién eres?! ¡Nataniel!

—Chitón…

—¡Déjame en paz! ¡Suéltame!

Pero cuanto más furiosa se pone y más se desespera, más me animo. La cojo del pelo y aprieto mis labios contra los suyos. Me muerde la lengua, y la boca se me llena de algo caliente y salado; pero eso no hace más que excitarme.

La arrastro por el césped hacia la terraza, hacia la casa abandonada.

Decenas de ojos nos vigilan a través de las ranuras de unas caretas, invisibles en la recién instalada oscuridad. Vigilan con insistencia y esperan con impaciencia. Sus miradas me incitan. Estoy haciendo lo que todos ellos quieren hacer.

La subo a rastras por los peldaños de la terraza como a un sacrificadero. La tumbo boca arriba sobre las tablas. No la dejo huir, me tiro encima. Le separo los brazos, me cuesta contenerme, busco los botones del vestido, pero no aguanto y lo rompo. La tela se rasga con facilidad. Me quedo como una piedra. La aplasto. Siento los bultitos de los músculos bajo su piel mate, el ombligo enroscado, pezones indefensos.

Ella forcejea en silencio, pero con coraje.

—Espera… —susurro—. ¿Eh? Pero si te quiero…

Las braguitas son de algodón ligero. Quiero meterle ahí la mano, pero en cuanto le suelto la muñeca —que me cabe entera en el anillo que hago con el índice y el pulgar—, Annelie me clava las uñas en la mejilla, serpentea, intentando apartarme y escapar…

La mejilla me arde. Me toco: siento la barba de varios días, las huellas de sus uñas, que enseguida se han inflamado… ¡No llevo la careta! ¿Dónde está mi careta? ¿Me la había puesto?

Los que nos miran desde la oscuridad seguramente se están riendo de mi torpeza.

—¡Así no vale! —gruño yo—. ¡¿Me oyes?! ¡Así no vamos a ningún lado!

Debería maniatarla o inmovilizarla… ¿Cómo?

En esto me acuerdo de que en la bolsa tengo que llevar unos clavos estupendos y un martillo. Ya tengo la solución.

—¡Deja de menearte! ¡Para! ¡Basta ya! O tendré que…

No piensa hacerme caso, sigue luchando, resiste, masculla algo con rabia y dolor. Vuelco los clavos sobre las tablas, uno lo sujeto en la boca, como un carpintero.

Busco el momento y, al apretar la punta facetada contra la palma de su mano menuda, empiezo a clavar, intentando penetrarla al mismo tiempo…

—¿Te gusta?… ¡¿Te gusta, zorrilla?! ¡¿Eh?!

—¡¡¡Ah!!!

Al final suelta un grito ensordecedor. No es un chillido, sino un alarido gutural, grave, ronco, masculino.

Ese horrible berrido satánico me despierta.

Es mi propio berrido.

—¡Luz! ¡Luz!

El techo se alumbra. Me incorporo en el catre.

Estoy empalmado. El corazón está a punto de reventar. La almohada, empapada. La boca está llena de algo salado. Me acerco la mano a los labios, y se tiñe de rojo. Las paredes del cubo, sin dejarme un respiro, empiezan a estrecharse, me quieren triturar.

Encima de la mesilla hay un blíster de somníferos destapado. ¡Lo compré, recuerdo perfectamente que lo compré! Entonces ¿qué coño…?

—¡Cabrones! ¡Ladrones!

Solo tomo esas pastillas de mierda para no ver nada, por lo menos mientras duermo. Si me gustara soñar, me saldría mucho más barato. ¡Estoy pagando para tener la certeza de que, cuando cierre los ojos, se hará la oscuridad! Pero estos cabrones han decidido disminuirme la dosis de Orfinorma. ¿Para qué? ¿Para ahorrar?

Apenas conteniendo la rabia, me pongo a comparar la composición química que aparece en el embalaje vacío con la de la nueva etiqueta… Todo coincide. El contenido de Orfinorma es el mismo de siempre.

«No tiene nada que ver», me digo yo a mí mismo. Soy yo. Ya no tengo suficiente con mi dosis. He desarrollado tolerancia. A partir de mañana me voy a tomar dos pastillas en vez de una. O tres. Aunque sea toda la caja.

¿Y por qué dejar para mañana lo que se puede hacer hoy?

Trago dos bolitas.

Lo último que me da tiempo a pensar es que lo que le dije a Annelie, antes de clavarla en la terraza, fue mi primera confesión de amor.

Cuando pita el despertador, lo hago callar con un golpe.

A los que van a ahorcar de madrugada, posiblemente también les cuesta despertarse. A decir verdad, en Europa la pena capital fue abolida como una de las formas de muerte, pero aun así el día de hoy no promete nada bueno. Estoy pensando en serio en meterme un par de pastillas más y quedarme tirado otros dos días, por si acaso, hasta que la patria me necesite de nuevo y manden a alguien a buscarme.

Pero sin ton ni son me noto inquieto y se me quita el sueño. Me veo solo, sudoroso, sentado en el catre angosto y cabreado conmigo mismo. Hay que reconocer que incumplir una orden te hace sentir muy incómodo. Ayer —idiota de mí— me levanté a las estrellas, obnubilado por el afán de justicia, entusiasmado por la estúpida magnanimidad y hasta las cejas de adrenalina. Hoy tengo resaca por culpa de todos esos excesos.

Veo claramente cómo se me cierra en las narices, con estruendo, la puerta dorada que lleva al mundo de los elegidos. Encima de mi cabeza se forman nubes de tormenta que me separan para siempre de las islas voladoras; Schreyer me sacó del olvido de repente y de repente me sumirá en él.

En esto me acuerdo de lo que hice con el Quinientos tres.

No. No me lo van a perdonar. Le levanté la mano a un compañero.

A pesar de que los tribunales europeos son demasiado clementes, los Inmortales tienen sus propios órganos jurídicos, su propia Inquisición. Los medios no paran de despotricar sobre nuestra arbitrariedad, pero son patrañas. Sus castigos, en comparación con los nuestros, son como caricias de una madre. Estamos vacunados contra las leyes humanas; en cambio, nadie tiene inmunidad contra nuestro Código.

Y sin embargo… Sin embargo, me alegro de no haberla matado.

Annelie.

El comunicador pita. Es un aviso.

Ahí están.

La pared se cubre de una proyección: un tipo desconocido con traje tornasolado. Me mira con severidad, pero no me da miedo. No es de los nuestros, porque nosotros no vestimos como maricas. Entonces no tengo nada que temer.

—Soy ayudante del senador Schreyer —dice el tornasolado.

¿Cuántos ayudantes de ésos tendrá? Me quedo expectante.

—El señor Schreyer querría invitarle esta noche a cenar. ¿Podrá venir?

—No tengo opción.

—Entonces, va a venir —admite—. La torre Zeppelin, restaurante Das Alte Fachwerkhaus.

Un nombre así no se memoriza a la primera. Y después de que se desconecte, me toca preguntarle al terminal los nombres de todos los restaurantes en Zeppelin. No pasa nada. Mejor así. Distrae.

Mientras realizo mis pesquisas, unos subtítulos atraviesan la pantalla: «¡Urgente! La potencia de la bomba que la policía ha desactivado en los Jardines de Escher sería suficiente para destruir toda la torre Octaedro». «Hola, Rocamora».

Paso las páginas de los restaurantes e intento adivinar para qué me necesita Schreyer. ¿Por qué ha elegido un lugar público esta vez? Espero que no me lleven a los tribunales antes de que me dé tiempo a cenar.

Hasta entonces estaré en el gimnasio.

Correr, boxear, lo que sea, con tal de que la cabeza permanezca vacía. Y a mi lado, todo un ejército de gente que también quiere drenar del cerebro todos los pensamientos y sustituirlos por sangre fresca y caliente. Veinte mil cintas ergométricas, tres hectáreas de máquinas para hacer ejercicio, mil pistas de tenis, cincuenta campos de fútbol, un millón de cuerpos sanos. Hay espacios así en una de cada tres torres.

La vacuna nos ha hecho eternamente jóvenes, pero la juventud no siempre significa vigor y belleza; la fuerza se le da al que la gasta, y la hermosura es una lucha interminable contra la fealdad, en la que cualquier tregua supone una derrota.

Ser obeso, ser fofo, tener tiñas o granos, estar jorobado o cojear se considera vergonzoso y asqueroso. A los dejados y desaliñados se los trata como si fueran leprosos. Si hay algo más asqueroso y vergonzoso, es la vejez.

El hombre se ha hecho bello por fuera y físicamente perfecto. Tenemos que ser dignos de la eternidad. Dicen que antes la belleza era anormal y atraía la atención de los demás; hoy en día, pues, es algo habitual. Está claro que eso no ha hecho el mundo peor.

Los gimnasios no son sólo ocio.

Nos permiten seguir siendo personas.

Ocupo la cinta de correr número cinco mil trescientos. Las máquinas, a pesar de estar dispuestas en fila, miran hacia la pared y vienen equipadas con gafas de proyección y auriculares aislantes. Resulta muy cómodo: cada uno acaba en su pequeño mundo, nadie se siente agobiado y, aunque todos corren hacia la pared, cada uno llega al lugar de sus sueños.

Me pongo las gafas. Vamos a ver las noticias.

Otro reportaje desde Rusia; por lo visto, allí empieza una buena escaramuza. La cámara enfoca un cadáver. Bien: hay gente que lo está pasando peor que yo. Primero quiero cambiar de canal y poner algo más alegre, pero la muerte me cautiva. Dejo las noticias. A ver si por fin me entero de lo que pasa allí.

El reportaje es al estilo «con mis propios ojos», que se ha puesto de moda. El espectador se siente partícipe de los acontecimientos. Está elaborado de tal manera que parece que, a saber para qué demonios, he llegado a aquellas tierras desoladas y el reportero barbudo es mi guía que, campechanamente, me está poniendo al día. Los dos estamos sentados a una mesa de tablas claveteadas, en un cuartucho diminuto cuyas paredes están hechas de un material extraño, pardo y rugoso. En medio de la mesa, en una vasija de hierro, humea un apestoso brebaje. Unos salvajes con barbas hasta los ojos comen directamente del recipiente con unos cucharones, siguiendo un complicado orden jerárquico. Me miran de reojo y con hostilidad, pero no interrumpen la narración del reportero.

«Tal vez te acordarás de que la población de Rusia nunca fue vacunada contra la muerte, ¿no? Parece raro, teniendo en cuenta que la vacuna la inventaron precisamente aquí. Ahora casi nadie se acuerda de eso. Los rusos la vendieron a Europa y Panamérica, pero no quisieron introducirla en su propio país. Anunciaron que el pueblo no estaba preparado, que las secuelas y los efectos secundarios se desconocían y, al tratarse de ingeniería genética, habría que ensayar primero en voluntarios. Un voluntario tampoco podía ser uno cualquiera. La identidad de los vacunados se mantuvo en secreto. Ensayar con humanos es complicado. Cuestión de ética… Al principio, la gente se interesaba por esa historia, pero luego se volvió indiferente. Decían que el experimento había fallado y que aún era temprano para suministrar la vacuna a la población…».

De pronto: un cinturón de uniforme atravesando una boca desgarrada. Unos labios mordidos y ensangrentados. Ojos desencajados. Una mirada de antílope, llena de terror y sumisión. Brazos por detrás de la espalda. Nalgas blancas untadas de rojo vivo. Una figura negra enganchada a aquel cuerpo pálido y frágil, lo machaca a golpes, ayudándose con su dolor, levantándole los brazos torcidos más y más. Unos movimientos precipitados, convulsivos, bestiales. Espasmos. Rugidos. Gritos.

Subo el volumen para silenciar esos gritos, igual que hizo él mientras la violaba. La voz de la pantalla se apodera de mis pensamientos.

«En aquel entonces, Rusia ya era un país cerrado, el cambio de la nación a modo

off-line ya se había realizado, las noticias de occidente pasaban siempre por el llamado filtro moral. Todo lo que los dirigentes consideraban amoral en Rusia no se llegaba a conocer. Por ejemplo, que en Europa ya se estaba administrando ampliamente la vacuna contra la vejez y que, además, daba unos magníficos resultados. En Rusia, el experimento con voluntarios, según los medios oficiales, había fracasado».

Por fuera suena una detonación, la mesa salta, y de las vigas a empieza a caer polvo a la vasija con brebaje. Los bárbaros se levantan de un salto, agarran unos sables mellados y llenos de óxido, uno abre una escotilla en el techo. El interior se inunda de luz. El reportero entorna los ojos, se rasca la barba descuidada, se saca de la fronda algo vivo y lo aplasta con la uña. Él también se parece a uno de los salvajes. Se percibe el «efecto presencia». Apetece confiar en ese hombre.

El que se ha asomado hace un gesto tranquilizador y regresa a la mesa. El barbudo se vuelve hacia mí y continúa:

«El país exportaba la vacuna en cantidades ingentes, pero los rusos seguían envejeciendo y muriéndose. Casi todos. Al cabo de veinte años, algunos empezaron a notar que varios miles de personas no sólo no envejecían, sino que ni siquiera presentaban los signos de la edad… El presidente, el gobierno, los llamados oligarcas, los mandos superiores del ejército y servicios secretos… Los testigos afirmaban que estos individuos incluso rejuvenecían. Y en el pueblo se empezó a rumorear que las víctimas del experimento de la vacunación, cuyos nombres habían sido ocultados, no fueron víctimas sino todo lo contrario. Los medios oficiosos desmintieron de inmediato tales rumores, al pueblo le fue presentado un presidente envejecido, pero en pantalla. En público hacía tiempo que no se le veía, lo mismo que a los de su entorno. En general, el contacto directo con la población se redujo al máximo. Los gobernantes dejaron de salir del Kremlin, una fortaleza en el centro de Moscú. Aunque, oficialmente, el jefe del Estado es el presidente, en todos los comunicados dirigidos a los ciudadanos de Rusia se empezó a utilizar la forma colectiva “nosotros”, sin precisar quién exactamente tomaba las decisiones. Popularmente esa agrupación recibió por apodo “Gran Ofidio”. El susodicho Gran Ofidio ya lleva gobernando el país unos cuantos siglos».

Uno de los salvajes, al oír la palabra conocida, me pone en las narices un trozo de bandera con la representación simbólica de un dragón que se devora la cola. Al parecer, se trata de un estandarte enemigo conseguido en una batalla en calidad de trofeo. El bárbaro escupe al dragón, lo arroja al suelo y pisotea, emitiendo en su enrevesado dialecto horrible injurias compuestas básicamente por «rr», «sh» y «ch». El reportero mira al salvaje con compasión, dándole la oportunidad de expresarse; luego se dirige de nuevo a la cámara.

«Hoy en día, la esperanza de vida media en Rusia es de treinta y dos años. Pero esta gente está convencida de que en el país gobiernan los mismos líderes que cuatrocientos años atrás», concluye.

Curioso.

No, de verdad, es muy entretenido. Me parece que me estoy enganchando a las crónicas rusas, como a una serie. Mañana, si vengo al gimnasio, me pondré de nuevo este culebrón.

Hasta el final de la sesión, no vuelvo a pensar en Annelie; y lo importante es no reflexionar sobre el porqué de esa evasión.

La torre Zeppelin se parece más a una antigua bomba atómica clavada de punta en la tierra un instante antes de la explosión. No es demasiado alta, un kilómetro como mucho, pero es monocroma, ascética, férreamente áspera y seria como toda la inexpugnable seriedad alemana. Parece el centro de gravedad si no del mundo entero, al menos del distrito que la rodea. Dicen que debajo se conserva parte del viejo Berlín aplastado, y que la torre Zeppelin está a punto de hundir. Dentro de uno de los gigantescos estabilizadores artificiales, en la misma cúspide, se encuentra el restaurante Das Alte Fachwerkhaus.

El ascensor es ultramoderno y amplio. La cabina es redonda, es toda una pared y, por supuesto, funciona como pantalla. Mientras vuelo hacia arriba con aceleración de 2G, el elevador intenta convencerme de que estoy en un templete cubierto de cal blanca, en medio de un jardín de verano. Muy bonito, gracias.

En la misma entrada me recibe una metre vestida como para juegos de rol de temática bávara. Su escote es una bandeja, repleta de hospitalidad alemana y destinada a embelesar.

Ante mis ojos aparece un hombre en brazos de unos Inmortales, le falta una oreja. Un hilillo de saliva se le escapa por la boca abierta… A la mierda, es mi decisión al fin y al cabo. Aunque ahora me crucifiquen por culpa de esa oreja, valió la pena.

Al encontrar mi nombre en la lista de reservas («¡Oh, aquí reservamos con medio año de antelación!»), el escote zarpa, haciéndome seguirle la estela a través de un túnel de cristal, donde las paredes y el techo están hechos de nubes de algodón. Vamos rumbo a una antigua casita al estilo alemán situada bajo una cúpula. Tiene las paredes blancas, unas vigas marrones en forma de cruz que sostienen la fachada, un tejado con una inclinación pronunciada. Si esta casita no estuviera al borde de un precipicio de un kilómetro de profundidad, no tendría nada especial.

Dentro del

Fachwerkhaus, un jolgorio desenfrenado. Alguien se desgañita cantando y golpeando contra las pesadas mesas de roble sus jarras de cerveza de litro. Otro, al tumbar al compañero de borrachera tras la barra, le está calentando el hocico. Un camarero de traje ancestral —del siglo XII aproximadamente— y con un lechón en la bandeja zigzaguea entre largas mesas y bancos; un señor de formas orondas lo sigue a gatas. El cochinillo —si no es un sucedáneo hecho con una impresora tridimensional, claro— debe de costar tanto como un alquiler mensual mío. Me tranquilizo pensando que es un sucedáneo.

¿Para qué he venido? ¿Para pedir clemencia al señor Schreyer mientras éste está chupeteando las orejitas de cerdo? ¿O para hacer de oso adiestrado con cadenas, para entretener a sus coleguillas aburridos?

En principio, estoy preparado para todo.

Me conducen a través de todo este guirigay a las habitaciones privadas. La puerta chasca la lengua a mis espaldas y me planto justo enfrente de él.

Luz tenue. Un despacho cómodo con mesa pequeña. Sillones de cuero, velas de verdad. Retratos de petulantes caniches trajeados; marcos de oro. Uno de ellos, el más morrudo, tiene que ser Bach. O sea, todos eximios.

Tres de las paredes llevan papeles pintados con dibujos clásicos, la cuarta es transparente y a través de ella se ve la sala principal. Erich Schreyer la mira como si estuviera viendo el baile de los fantasmas o un vídeo histórico, cuyos protagonistas hace tiempo que no viven. Frente a él está Helen. Los dos permanecen en silencio. No hay nadie más.

Me siento consternado.

—Ah, Yan. —Vuelve en sí.

Me siento a un lado con cautela. Helen me sonríe, como si fuera un antiguo conocido suyo.

Pienso: ¿debería empezar a dar explicaciones primero o esperar a que me presente las acusaciones?

—Aquí la carne es muy buena —me dice Schreyer—. Y la cerveza, por supuesto.

—¿La última cena? —se me escapa.

—Es raro que manejes con tanta facilidad la terminología cristiana —estira los labios— para una persona de tu edad. ¿Estás en busca de Dios?

Niego con la cabeza y sonrío. Si estuviera buscando a ese anciano, sólo sería para darle un par de hostias. Pero Dios es un holograma, no le puedes pegar.

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