Futu.re

Futu.re


XVIII. Mamá

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—Un héroe. Lo mío fue bastante más sencillo. Yo le gustaba a nuestra doctora. Más o menos como tú a tu Quinientos tres. Estuvo durante un año buscándome. Me citaba en la enfermería, me auscultaba, me curaba de enfermedades inexistentes. Me desnudaba con o sin motivo. Una vez me preguntó si podía comérmelo. No era mala la tía, no me quería obligar. Yo le decía que no, pero luego me llamó mi padre y le dije que sí. Así nos pusimos de acuerdo.

«No, Annelie. ¡Así no! Tú encontraste un resquicio, burlaste la seguridad, desconectaste la alarma… Pudiste localizar la salida, te fugaste, conseguiste lo que yo no pude, ni tampoco el Novecientos seis… Es que tú fuiste mejor que él, más valiente, le dijiste a tu padre lo que querías decirle, en vez de lo que te exigían los monitores…».

—¿Te acostaste con ella… y te soltó?

—No.

En la segunda planta de la casa de enfrente se encienden las luces. Justo encima de la misión. Un hombre delgado de finos bigotes recortados está poniendo la mesa.

—Si le hubiera dejado, ella simplemente me habría follado y se acabó lo que se daba. Tienen muy buenos sueldos y contratos de veinte años, ¿para qué se iba a arriesgar? Empecé a jugar con ella. Después de la llamada me tendrían que haber mandado a la escuela de monitores, pero ella me ingresó. Yo la aguantaba, pero ella pensaba que teníamos un romance secreto. Ella con la lengua buscaba rajitas en mi cuerpo, mientras yo con la mía inspeccionaba las grietas de su alma. Tú no habrías podido hacerlo —se ríe ella—. Tú no crees en el alma.

—Nosotros lo llamábamos de otra forma.

—¿Ves qué tiquismiquis eres? Pero así ella inventó para mí una enfermedad grave y prolongada, luchaba, pero me ponía cada vez más débil y al final, ella no pudo combatir la crisis y me morí de una muerte larga y dolorosa. Pobrecilla. Después sacó mi cadáver para una autopsia forense y lo llevó directamente a Barcelona. Aquí lo hicimos por última vez. Ella hacía planes, se imaginaba que nos íbamos a ver después, en cuanto todo se tranquilizase, me rogaba que le escribiera con un remite falso. Pero, claro, nunca le escribí. Tuve bastante con aquel año que me estuvo utilizando. Simplemente quería salir para encontrar a mi padre.

El hombre bigotudo en la ventana de enfrente coloca unos candelabros, acerca el mechero a los pábilos. Hace unos extraños movimientos con los brazos y en la casa empieza a sonar música. Annelie y yo lo estamos observando a través de los visillos. Vemos cómo se abre la puerta del piso y observamos cómo entra su madre. A punto de desplomarse por el cansancio, exprime una sonrisa, él le pasa un vaso de agua, le ayuda a quitarse la ropa.

Nosotros tenemos encendida una minúscula lamparita de noche, que no nos delata; ni Margó ni su prometido se dan cuenta de que los estamos espiando.

—A veces sueño que está a los pies de mi cama, contándome aquel cuento nuestro. Y mientras duermo, lo recuerdo entero, desde el principio hasta el final. Pero abro los ojos y no está. A veces lo llamo, aunque entiendo que no era más que un sueño. ¿Por qué lo hago? Es que sé muy bien cómo fue: a mi padre le dio un derrame y no había nadie a su lado para ayudarlo. Y mi mamá se encontró al nuevo y espléndido James, que cocina y folla mejor que el anterior.

—¿Quieres que vayamos a hacerles una visita? —digo—. Díselo todo. Está viva. Todavía puedes contarle todo eso.

—¿Para qué? ¿Para estropearles la velada a los tortolitos?

¿Cómo se lo explico?

—Vale un montón la posibilidad de expresarlo. Cuando sigue viva y te puede contestar. Cuanto no tienes que hablar contigo mismo.

Annelie entorna los ojos, pensativa.

—¿Y si tu madre también sigue viva?

—¿Cómo? ¿Cómo sería posible?

—¿Cuántos años tenías? ¿Dos?

—Cuatro.

Margó desaparece durante unos minutos, mientras James trajina en la cocina. Luego vuelve en bata y con una toalla liada a la cabeza a modo de turbante. Annelie se queda callada, no puede dejar de mirarla. Ojalá yo también pudiera así, a escondidas, desde la ventana de enfrente, observar a mi madre…

Por fin se atreve a hablar:

—¿Y si se te olvida algo? Yo, por ejemplo, no me acordaba de estar en sus brazos cuando llegaron los Inmortales. No sabía que estuvo dos años esperando que saliera la plaza en la clínica. No entendía que, si ella de verdad lo hubiera querido, habría podido abortar en cualquier momento.

¿Me acuerdo de todo?

A ver ese cómic: flor de té, robot, crucifijo, puerta: «Bum, bum, bum», un rostro de mujer: «No tengas miedo, bla, bla, bla», torbellino, asalto, caretas, «¿Quién es su padre?», «¡No es asunto suyo!», «¡Vienes con nosotros!», pero no hay ninguna viñeta donde a mi madre la cojan de la muñeca y le pongan la inyección.

«¡No es asunto suyo!» no significa obligatoriamente «¡No lo sé!».

¿A lo mejor lo sabía? ¿Puede ser que se lo dijera?

¿Quizá no era ella, sino mi padre quien me tenía que llamar al internado?

El bigotudo James aparta una silla, ayuda a Margó a sentarse, se inclina sobre ella, la abraza por detrás. Le susurra algo en el oído, ella se ríe y lo empuja.

—¿Vamos con ellos? —propone Annelie de repente.

—Venga.

Cerramos la habitación, cruzamos la calle, subimos una escalera desvencijada, tocamos el timbre. Nos abre el bigotudo con una mano detrás de la espalda; pero luego llega Margó y lo tranquiliza. La mesa está puesta para dos personas, y James prepara unos cubiertos para nosotros. Tiene mucho gusto en conocer a la hija de Margó, ha oído hablar tanto de ella. Tienen una habitación para los dos, con baño, pero la vivienda, obviamente, pertenece a la misión; ellos jamás se podrían permitir comprar una casa, él también está en la Cruz Roja, el salario les llega sólo para ropa y comida. Sobre la mesa cuelga una lámpara de color terracota, las paredes están pintadas de azul, otro mueble es una cama de cuerpo y medio. Annelie lo mira con aversión; él alaba su peinado. Le vuelve a pedir a su madre el comunicador, pero otra vez no hay nada. Para cenar hay gambas con algas, pero nuestros vientres ya están llenos de

shawarma de carne humana. James parece un buen tipo, pero eso ya no importa. Annelie no responde a sus preguntas, no le ríe las gracias. Margó se queda callada, dirigiéndole al maromo unas miradas de disculpa: «He invitado a cenar a un monstruo, vaya corte». Éste, para amenizar el ambiente, saca de no se sabe dónde una botella de vino, que, estoy seguro, tenían guardado para otra ocasión más festiva.

Y entonces sucede.

Nos sirve a nosotros, se sirve a sí mismo, pero a Margó no.

—¿No bebes? —pregunta Annelie alzando la barbilla.

—¿No se lo has dicho? —dice James volviéndose hacia la madre.

Ésta niega con la cabeza, imperceptiblemente; se pone a untar el paté en el picatoste. Si yo lo veo, Annelie seguro que lo tiene que notar.

—No has dicho ¿el qué?

James balbuce algo difícil de entender.

—No has dicho ¿el qué? Por eso has dejado de fumar, ¿verdad?

—Por supuesto que te lo iba a decir, pero teniendo en cuenta tu estado… —dice Margó secamente.

—¿Te ha dejado preñada? ¿Éste? —Annelie señala a James con el dedo—. ¡¿Éste?!

—Sabía que te ibas a disgustar. Por eso…

—¡Claro que no te voy a dar la enhorabuena!

—Annelie… Cálmate, por favor.

Qué va.

—¡Estás embarazada y vas a tener un hijo! A mí no me puedes ayudar de ninguna forma, pero al mismo tiempo…

—¿Qué tiene que ver?

—¡Tú! ¿Para qué lo quieres tú? ¿Para qué quieres otro?

—Tu madre y yo hace tiempo que queríamos… —se mete el del mostacho.

—¡Mi madre y tú! ¡Pero si ésta es como una araña! ¡Tú la fertilizas y ella te zampa!

—¡Para ya! ¡No me hables así!

—Estás en nuestra casa, Annelie. Así que…

—¡En vuestra casa! ¡Es injusto! ¿Vale? ¡Injusto!

—No vamos a hablar de eso delante de desconocidos…

—Ella otra vez va a tener hijos y a mí me tienen que vaciar las tripas, ¿no?

—¡¿Qué quieres que haga?!

—¡¿Para qué quieres otro hijo si no sabes qué hacer con el primero?!

—Yo no tengo la culpa de que hayas salido así…

—¿No tienes la culpa? ¿Y quién la tiene? ¿Yo? ¿Tengo la culpa de haber pasado los tres primeros años de mi vida en casa? ¿Y de que luego me metieran en el internado? ¡¿Sabes lo bien que se está ahí?! ¡Claro, fui por mi propia voluntad!

—Porque tu padre…

—Mi padre murió, mamá. ¡Murió! ¡Lo mandaste al vertedero, y ahí la palmó! Y contigo, James, hará lo mismo. Porque cuando lleguen los Inmortales, te usará como escudo. ¡No te quiere! ¡No sabe lo que es!

—¡Es mentira! ¡Mientes! ¡Pequeña zorra malvada!

—¿Miento? ¿Dónde está entonces? ¡¿Dónde está mi papá?!

—¡No lo conocías! «No quiero ser un lastre, me iré para no estropearte la vida». ¡No había manera de que bajara del burro! Siempre hacíamos lo que él quería, por mucho que yo insistiese. «Quiero un hijo». Decía que no, que soñaba con un buen trabajo, una carrera. Una casa grande. Una sociedad normal. ¡Pero seguía obsesionado con su Barcelona! ¡Con el voluntariado! ¡Responsabilidad ciudadana! ¡¿Y qué?! ¡Vale! Tuve que vivir nueve meses encerrada en una habitación para que nadie me viera la barriga. El trabajo; por fin quedó libre la plaza. Y yo temblando, me daba miedo de que alguien se enterara, pero él insistía en que fuéramos a Barcelona. ¡Él mismo salió hacia delante para que le pusieran la inyección! ¿Qué culpa tengo yo? ¡Siempre hice lo que él decía! ¡¿Que no lo quería?! Entonces ¡¿por qué?!

Están de pie, una enfrente de la otra; Margó parece haber crecido, la cara se le ha llenado de manchas púrpura, como si su piel perfecta y limpia hubiera reventado. Annelie está temblando.

—¡Anda ya! ¡Cuando se fue, te hizo feliz! ¡Ni intentaste retenerlo! ¡Cuando se llevaron a tu hija, te sentiste genial! ¡Así podrías vivir como te diera la gana!

—¿Dónde estoy ahora? ¡¿Dónde?! ¿Dónde está mi alta sociedad? ¿Dónde está esa casa grande? ¿Dónde está mi vida? ¡Todavía sigo viviendo su vida, y no la mía!

James, pálido como una pared, no se levanta de la mesa.

—¡¿Crees que por eso ahora se siente mejor?!

—¿Y qué puedo hacer yo? ¡¿Qué más puedo hacer?! Han pasado dieciséis años. ¡Dieciséis! Y sigo metida en este agujero, ayudando a la gente, cumpliendo su deseo, su sueño. ¡Siempre hago lo que él quiso! ¡Mil mujeres al año, mil niños! ¿Qué más quieres que haga?

—Cariño, no debes alterarte tanto… —musita James—. Tenéis que marcharos.

—No eres nadie para mí, ¿te enteras? —ataja Annelie—. Y deja de mandarme.

—¿Qué quieres de mí? —Margó no aguanta, le sale un gallo y se le humedecen los ojos—. ¡¿Qué?! ¿Que me hubiera subido entonces la manga en vez de tu padre?

—¡Sí!

—¿Crees que no lo pienso? Me arrepiento de no haberlo hecho. ¡Me arrepiento! Pero el pasado no se puede cambiar. ¿Entiendes eso? ¡Lo que pasó, pasó! Él hizo su elección, yo hice la mía y ahora me toca vivir con eso.

—Mientes. Mientes.

—¡Me arrepiento!

—¿Te arrepientes? Entonces ¿por qué estás haciendo lo mismo otra vez? ¿Habéis declarado el embarazo?

Margó se queda callada; James tose, se limpia el bigote, se levanta.

—No queremos precipitarnos. Es que aquí los Inmortales no se meten, así que…

—¿Por qué no tengo derecho a una segunda oportunidad? ¿Por qué no puedo intentar hacerlo todo bien? —Margó expulsa las palabras una por una—. Estuve dieciséis años sin vivir. Ahora soy yo quien quiere un hijo, no él. ¿Entiendes? ¡Me quiero sentir mujer! ¡Me quiero sentir viva!

Annelie asiente con la cabeza. Asiente. Hace muecas.

—Pues hazlo todo bien. Asume la responsabilidad. Declara al hijo. Para que no lo metan en un internado. Ponlo a tu nombre. Deja de fastidiar a los tíos. ¡Paga tú misma!

—¡Lo haría! Pero estamos en Barcelona y…

—Y los Inmortales aquí no se meten, ¿verdad? ¿Así que de nuevo te vas a ir de rositas?

—Me tendrían que haber pinchado entonces… Ojalá me hubieran pinchado, ojalá… —Margó solloza, le chirría la voz.

—¿Sabes qué? Aquí tienes tu segunda oportunidad. Te he traído a un Inmortal, mamá. Aposta. Como tú querías. Yan… ¡Yan! ¿Lo traes todo? ¿Todos tus cachivaches?

Tengo la mochila a los pies. El escáner, el táser, el estuche con el inyector… Todos nuestros chirimbolos.

—Annelie… —empiezo a decir.

—Pero ¿cómo? Éste… —James se levanta de un salto—. ¡Socorro! Aquí…

Esto ya está dentro de mis competencias. Mis músculos actúan por sí solos. Una mano se mete en la mochila, enciende el táser, la otra mano le tapa la boca, su bigote me hace cosquillas; una descarga en el cuello. Bzz. Se sienta en el suelo. Echo la cortina de la ventana. Tengo un presentimiento desagradable, que me pone nervioso y me irrita. Tal vez echo de menos mi trabajo.

—Annelie… —Margó se ha quedado sin voz—. Hija.

—¿Qué? ¿Eh? ¿Qué te pasa? —grita Annelie—. ¿Qué pasa, mamá? Yan… No esperes más. Mi madre quiere que por fin las cosas se hagan bien.

Saco de la mochila y pongo en la mesa el escáner, el contenedor y la careta. Destapo el estuche: el inyector está en su sitio, la carga, completa.

La cabeza me da vueltas. Veo mis manos moverse como a través de una capa de agua.

¿Qué me pasa? Es un caso como otro cualquiera. Un aviso voluntario. Declaración de embarazo. Actualización de la base de datos. Inyección. Una justificación perfecta de mi estancia en Barcelona. El punto final en la historia de Annelie y su madre. Todo correcto. Es su madre, no la mía.

—¿De veras has traído aquí un verdugo? ¿Para mí?

La sangre se retira de los capilares faciales de Margó, también de sus manos, y con la sangre se le va la fuerza.

—Se llama Yan, mamá. Es mi amigo.

Descolorida, Margó se desploma sobre la silla.

—Vale —dice—. Empieza.

Me siento a su lado.

—Enrolle la manga, por favor. Necesito ver su muñeca.

Aplico el escáner a la piel lívida: ¡tilín, tilín!

«Margó Wallin Catorce O. Hijos nacidos: Annelie Wallin Veintiuno P. No se han registrado otros embarazos».

Margó no me mira, ignora mis aparatos, sólo soy el suplemento de su hija, el fin de una historia de veinticinco años de duración. Pero lo hago todo despacio. En cuanto le haga el análisis hormonal, su embarazo entrará en la base de datos. Entones no va a ser Annelie quien decida si hay que castigar o absolver a su madre.

—Venga —repite Margó—. Enchufa. Lo quiero de verdad. Tenías razón entonces. Cuando me encontraste por primera vez. Los hijos ajenos dentro de vaginas ajenas no tienen nada que ver contigo ni con tu padre. Eso no ayuda.

—Nada ayuda, mamá.

—Pues que me pinche. A ver si se soluciona. Quiero olvidarlo, olvidar y vivir sin todo esto. Por lo menos diez años. Vivir como si la primera vez todo hubiera salido bien.

—No será así. Él no es mi padre.

—Sé que no es tu padre. Y el niño no será como tú. Esta vez intentaré hacerlo todo de otra manera. Para que crezca diferente. Para que no se parezca a ti. Tienes razón: para que las cosas salgan bien, hay que empezarlas bien. Desde el primer momento. Tengo que hacerlo yo. Yo.

Espero la reacción de Annelie. No me meto. Si yo encontrase a mi madre, me gustaría que nos dejaran hablar tranquilamente antes de condenarla a muerte. Le sujeto la muñeca con tanta fuerza como si estuviera colgado del borde de un precipicio. Si suelto los dedos, me despeñaré.

—¿Por qué no lo hicisteis entonces? ¿Por qué no declarasteis el embarazo?

—Teníamos miedo. —Margó no aparta la mirada—. Da miedo elegir quién tiene que morir dentro de diez años. Alguien tenía que decidir por nosotros. Todo salió al azar. Yo te tenía en brazos, tu padre dio un paso hacia delante.

—¿Por qué me tenías en brazos? —pronuncia Annelie en voz baja.

—No lo sé. —Margó se encoge de hombros—. Querrías subir, supongo, y te cogí.

Annelie aparta la cara.

—Era de noche, ¿verdad? Esperé a que llegaras. Papá dijo que me podía acostar más tarde para poder estar contigo. Estuve esperando en la puerta. Así fue. Te pedí que me cogieras. Ahora lo recuerdo. Luego volvió a sonar el timbre.

—Las diez de la noche. Un viernes.

James muge bajito, sacude las piernas. La cena romántica está servida: una jeringuilla y una careta, la pasión inmediata y la juventud eterna. Estoy esperando el veredicto.

—No quiero que lo empieces de nuevo de esta forma. —Annelie respira entrecortadamente—. No quiero que envejezcas, mamá. No quiero que te mueras. No quiero.

Margó no responde. Sus ojos expulsan líquido; esos ojos tienen los mismos años que ella, nada de veintidós. No se atreve a retirar la mano.

—Vámonos, Yan. Hemos terminado.

Suelto los dedos entumecidos, le dejo a Margó una pulsera azul de recuerdo. Cierro el estuche, lo guardo despacio en la mochila junto con el escáner y la careta.

—Adiós.

—¿Annelie? Perdóname, Annelie. ¿Me perdonas, Annelie? ¿Annelie?

—Chao, mamá.

Damos un portazo, bajamos, nos zambullimos en la multitud.

—Hay que emborracharse —decide Annelie.

Y compramos dos botellas de plástico con un brebaje desconocido y lo sorbemos con unas pajitas allí mismo, abriéndonos paso entre los demás holgazanes y observando el paisaje. La gente nos obliga a apretarnos uno contra el otro; pero es justo lo que necesitamos.

—Menos mal que no la hemos pinchado.

—Menos mal —repite mis palabras—. Pero me apetece darme un baño, limpiarme. ¿Me compras otra botella?

Nos cogemos de la mano para no perdernos y caminamos sorbiendo esa porquería. Humean las parrillas, lanzan cuchillos los malabaristas, unas mujeres bigotudas venden cucarachas fritas en aceite sintético, huele a fritanga y pescado, a perfume asiático empalagoso, unas bailarinas callejeras con velos virginales en las caras agitan sus caderas grasientas y sus culos bronceados y desnudos, unos profetas y mulás reclutan almas, los activistas del Partido de la Vida gritan por megafonía algo sobre la justicia, unos niños mugrientos arrastran de los dedos a sus abuelos con los pitillos en los labios para que éstos les compren golosinas, unos músicos tocan mal las mandolinas, impidiendo el paso a todos los demás.

—¿Por qué me agarras? —Me aprieta los dedos—. Me has agarrado y no me quieres soltar…

Sonrío y me encojo de hombros; simplemente camino observándolo todo a mi alrededor. No sé por qué, pero me siento tranquilo, me siento bien, ni la chusma andrajosa que me pisa los pies me saca de quicio, ni el tufo de las mil y una parrillas me dificulta la respiración.

Van cambiando los letreros: las letras árabes enlazadas ceden el puesto a los jeroglíficos, luego el alfabeto latino se mezcla con el cirílico, con sus puntitos y rabitos; de las ventanas cuelgan banderas de diferentes naciones, ubicadas en la punta opuesta del planeta o desaparecidas hace mucho, o que jamás han existido.

—Por aquí —dice Annelie—. Son los únicos que hay.

Levanto la mirada: baños públicos. La fachada imita lejanamente el estilo japonés, pero por dentro ya nadie se acuerda de él. Hay muchísima gente, todos mezclados: hombres y mujeres, ancianos y niños. Annelie no me mira, y no entiendo bien para qué me ha traído hasta aquí.

Para pasar, hay que sacar una entrada impresa sobre una película transparente. Annelie compra también un juego de jabón, esponja y cuchilla de afeitar. Los cambiadores son comunes: en el Fondo no se andan con remilgos. Se quita la ropa ridícula que le había comprado en la máquina expendedora. Se desnuda rápido, de una vez, y no lo hace para mí, sino con un fin determinado. Nada de vergüenza. Estamos rodeados de cuerpos desnudos: mujeres tetudas, tipos canosos de tripa colgando, niños vivarachos, ancianos de culos fofos. Por lo menos hay casillas con llave, donde puedo dejar mi mochila. Me despego del torso la camiseta empapada de sudor, me quito las botas y todo lo demás.

Annelie se sumerge en la multitud, yo la sigo; las magulladuras en sus omoplatos han cambiado el color morado por amarillo, la costra de los arañazos se le ha quitado, sólo quedan unas pequeñas cicatrices blancas, incluso parece que le ha crecido el pelo y le cae sobre los hombros. No sé si es por culpa de mi mirada o por la de los demás, pero el vello de la espalda se le eriza; los hoyuelos del trasero se parecen a los que tienen los niños en los carrillos. Más abajo, todo oscuro.

Las paredes de los baños están cubiertas de azulejos y el suelo, de hormigón; el espeso vapor difumina las imágenes. Mil cabinas de ducha, todas descubiertas, separadas por tabiques. Estos baños no son una copia barata de nuestros lujosos balnearios, ni siquiera su parodia, sino una especie de cámaras de gas de campos de concentración nazis disfrazadas de bloques sanitarios.

Ruido, chirridos de baldes y voces se reflejan en miles de paredes y tabiques, en el techo bajo y liso en el que se condensa al enfriarse el vapor; en medio de una sala grande hay varios bancos de hormigón con unas palanganas encima. En el agua jabonosa chapotean niños, sobre ellos se encorvan las madres, meciendo sus pechos flácidos y exprimidos. Esto sí que es la Sodoma auténtica, cotidiana, inevitable, no como la nuestra; aquí la desnudez no se les regala a los demás, sino que se trae y se exhibe con indiferencia, sólo porque no queda más remedio.

Annelie ocupa una ducha, yo otra, el tabique ya no me permite verla. Sólo desenrosco las llaves y me pongo bajo la catarata. El agua es dura, tiene un olor raro, me golpea los hombros implacablemente. Yo también necesito limpiarme, quitarme toda la suciedad. No estaría mal abrirme también el vientre, sacar de ahí las entrañas una por una, ir lavándolas con ese jabón parduzco y corrosivo y volver a colocarlas en su sitio.

—Yan, ¿puedes venir?

Me asomo.

Annelie está cubierta de espuma, se ha quitado ya el rímel. Desmaquillada parece diferente, más fresca, más joven, más… sencilla; pero también más auténtica.

—Entra.

Doy un paso. Ahora para alcanzarla me tengo que inclinar. Una vez descalzos, resulta que le saco una cabeza. Su pecho me cabe justo en una mano. Tiene los pezones duros, se le han arrugado de la humedad. El vientre no es como el que yo había soñado, no tiene esa carcasa de abdominales, esa tableta de chocolate. Las costillas se le juntan en forma de arco ojival; más abajo, una hondonada sombría, y todo parece tan frágil, tan vulnerable. El ombligo es liso, cóncavo y virginal. Más abajo no me atrevo a mirar, me da vergüenza hacerlo abiertamente; aun así toda la sangre me ha acudido a la ingle.

—¿Me ayudas?

Me pasa la maquinilla de afeitar.

—Quiero cambiar de

look.

Ya no me aguanto.

—Idiota. —Me sonríe casi con ternura.

Inclina la cabeza, toda blanca de espuma.

—¿Cómo lo quieres?

—Al cero.

—¿Quieres que te rape al cero? —repito—. Lo tienes muy bien… ¿Por qué?

—Ya no quiero ser así.

—Así ¿cómo?

—Como él quería que fuese. No me da la gana. El corte de pelo, esa ropa suya… Ésa no soy yo. No puedo más.

Y me viene a la mente aquel delirio suyo de cuando la encerré en mi casa.

Entonces sujeto la cabeza de Annelie con mi mano izquierda, le aparto el pelo de la frente y paso la cuchilla por las raíces. El desagüe se llena de mechones, esa lana triste y mojada, ese oblicuo flequillo rebelde; los raudales jabonosos borran el perfil de la Annelie de antes. Ella aprieta los párpados para que el jabón no se le meta en los ojos, resopla cuando el agua le entra en la nariz.

Tengo que girarle la cabeza para que me resulte más cómoda la labor de peluquero, pero sus músculos aún no se han calentado y se resisten. Poco a poco empieza a seguir mis movimientos con más docilidad, he ablandado su desconfianza, como si fuera plastilina; y en cómo reacciona su cuello a la tensión de mis dedos hay más sexo que en todos los actos que he pagado hasta ahora.

A nuestras espaldas hay un montón de gente: viejos y jóvenes, hombres y mujeres, que van de aquí para allá blandiendo sus pechos y demás atributos, se arrancan la mugre secular, se detienen para observarnos a través de los cúmulos de vapor, rascarse, soltar una risilla y seguir su camino. No importa: en este mundo hay tantas personas metidas que no hay manera de que una pareja se quede a solas en ninguna parte. Aun así, en este lugar, bajo las miradas ajenas, estoy teniendo más intimidad que nunca con una mujer.

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