Futu.re

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XXII. Dioses

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—Dicen que si las hormigas supieran transmitir el conocimiento acumulado de generación en generación —continúa Schreyer—, el planeta no pertenecería a los humanos, sino a ellas. Todo lo que crearon, pensaron, sintieron cientos de miles de millones de personas al final ha desaparecido, todo ha sido en vano. Aprendíamos las mismas lecciones una y otra vez, construyendo la torre de Babel de arena seca. Sólo la juventud eterna nos ha podido transformar de hormigas en humanos. Los científicos y compositores del pasado envejecían y se quedaban sordos nada más alcanzar la naturaleza y los secretos de la armonía. Los grandes pensadores se hacían niños, los pintores se quedaban ciegos, sin llegar a alcanzar la cúspide de su creatividad. La gente llana, obligada a someterse al yugo de la reproducción por el envejecimiento y la muerte, nunca tuvo tiempo suficiente para encontrar y desarrollar su verdadero talento. El miedo a la muerte nos transformaba en reses, en animales de carga. La vejez nos privaba de la razón y de la fuerza en cuanto adquiríamos un mínimo de experiencia. No éramos capaces de pensar en otra cosa, sino en la rapidez con la que se nos iba la vida y, con las orejeras puestas, íbamos tirando de las lanzas a las que iba enganchada nuestra propia lápida. Así fue; hasta hace poco. Y muchos aún recuerdan aquellos tiempos. Muchos tuvieron que enterrar a sus padres, a los que había faltado tan sólo una pizca para alcanzar la liberación.

La Nave Principal atiende en silencio. Giran galaxias sobre nuestras cabezas, también en silencio. El Dios Sol sale de detrás de las columnas y la cara de Erich Schreyer se alumbra de rojo.

—¡La liberación! La inmortalidad nos dio libertad. Tras un millón de años de esclavitud. ¡Cincuenta mil generaciones de esclavos tuvieron que nacer y morir! Nosotros somos los primeros que vivimos en la era de la verdadera libertad. Ninguno de nosotros tiene que tener miedo a no poder alcanzar el objetivo de su vida. ¡La creación está en nuestras manos! Podemos inventar lo que jamás fue concebido antes. Podemos experimentar todas las sensaciones que el hombre ya conoce y desarrollar otras nuevas. ¡Cambiar el aspecto de la Tierra y poblar el espacio también está en nuestras manos! Ojalá Beethoven hubiera podido llegar a conocer la orquesta sintética. Ojalá Copérnico hubiera podido llegar a realizar al menos uno de los viajes interestelares… Nosotros sí podemos. Realizaremos descubrimientos que dentro de mil años modificarán el universo y nosotros mismos, dentro de mil años, veremos cómo habrá cambiado gracias a estos hallazgos nuestros.

El salón no aguanta más. Los aplausos interrumpen a Schreyer y no lo dejan hablar durante una infinidad de segundos. Erich detiene los truenos con un movimiento de la mano, como alguno de los santos taumaturgos medievales.

—¡Es una conquista inigualable! He dicho «conquista», y éstas jamás se consiguen sin sacrificios. Los que nacen esclavos añoran sus cadenas y temen esa nostalgia. La guerra de los Malditos, la revolución Justa… Europa tuvo que derramar mucha sangre hasta llegar a convertirse en lo que es ahora. Un continente de igualdad. Un continente de inmortalidad. Un continente de libertad.

El auditorio aplaude de nuevo. Mis manos —atrofiadas, fabricadas de compuesto fundido— se separan, se vuelven a aproximar y colisionan.

—Pero la lucha sigue. Todos ustedes ya habrán oído hablar sobre la traición de Barcelona, ese drama que ha sacudido toda Europa. Habrán podido apreciar la capacidad de decisión de Paul Bering. Pero ninguna decisión tendría valor sin la heroicidad de decenas de miles de Inmortales, la vanguardia bélica de nuestro partido. Sin su valentía y su humanismo. No hemos sido nosotros, sino ellos quienes han podido sofocar la rebelión, frenar el caos que estuvo a punto de devorar Europa. ¡Han conseguido conservar nuestra paz, nuestra estabilidad, nuestros logros!

Schreyer se humedece los labios.

—Cincuenta mil héroes con caretas de un dios siempre joven y hermoso. Desgraciadamente, en este salón no cabrían todos. Son personas valientes y modestas, no persiguen la fama, no les gusta quitarse las máscaras. Pero a uno de ellos lo deben conocer personalmente. La operación habría costado miles de vidas a la Falange si no hubiera sido por él. Seguramente, la misión se habría cumplido de todos modos, ¡pero a qué coste! Este hombre ha mostrado astucia y coraje dignos del mismísimo Odiseo. Nos abrió las puertas de Barcelona por dentro. Nos permitió entrar en la ciudad pacíficamente, conservando de esta forma las vidas tanto de los rebeldes como de nuestros guerreros. Quiero invitar aquí con nosotros a Yan Nachtigall.

Tras desdoblar con dificultad las articulaciones agarrotadas, muevo las piernas despacio, trepo por la escalerilla hasta la tribuna y, entre aplausos, me coloco bajo una cascada de luz abrasadora, emitida por los focos… Me recibe Bering en persona. Me aprieta la mano, lo hace con fuerza y decisión. Dice, dirigiéndose a mí y a los demás a la vez:

—Yan Nachtigall estaba herido, pero exigió que le dejaran participar en la operación junto con los demás. Posee grado de jefe de sección, pero estuvo luchando como un Inmortal raso, sin acordarse de rangos ni privilegios. Personas así tienen que servir de ejemplo para los demás. A partir de hoy, nombro a Yan Nachtigall coronel de la Falange.

¿Qué siento?

—Gracias.

—¡Gracias a usted! —Schreyer me abraza; su mejilla suave y perfumada roza la mía; los demás miembros del Consejo sonríen e inclinan la cabeza.

Me retiro, vuelvo a mi asiento. Por todas partes oigo felicitaciones, muchos se estiran para estrujarme la mano recién cicatrizada.

Soy héroe. Soy estrella. Soy coronel.

Me aplaudo a mí mismo.

¿Qué siento?

—Pero no habría sido suficiente con entrar en Barcelona. —La voz de Schreyer tranquiliza a mis admiradores—. Los amotinados habían secuestrado y tenían como rehén a Teodoro Méndez, presidente de la Federación Panamericana. ¿Qué pasaría si el presidente Méndez hubiera fallecido? ¿Y si, por equivocación, le hubieran inyectado el acelerador y lo hubieran mandado a África con los ilegales? El señor Méndez no nos tiene demasiado cariño, pero eso no debería ser el motivo… Creo… —El senador sonríe con picardía y los presentes ríen contenidamente—. Si hay alguien cuya hazaña se puede comparar con lo que hizo Yan Nachtigall, es aquel que encontró entre los cincuenta millones de ilegales al presidente secuestrado, se enfrentó con los bandidos y lo rescató. De esta forma, ha hecho un grandísimo favor a Europa y esperemos que, a partir de ahora, el señor Méndez se transforme de nuestro eterno adversario en un posible aliado. Un olfato infalible, una fidelidad incondicional y valentía ilimitada son las tres cualidades primordiales de un Inmortal. Este hombre las ha demostrado todas.

Ha encontrado a Méndez. Lo oigo bien. ¡Ahora sé quién me lo va a contar todo!

—Hermanos, hermanas… Con todos ustedes, Arturo Filippis. ¡El hombre que ha salvado al presidente de Panamérica y la paz entre nuestras naciones! —Schreyer aplaude con tanta fuerza que parece que se va a dañar las palmas.

Alguien avanza por el pasillo hacia la tribuna. A mí me da lo mismo. Aprieto una mano sudorosa —¡igualmente!—, alzo la mirada…

Unos grandes ojos verdes, la nariz chata, la boca ancha y un cabello negro e hirsuto. Su aspecto no tiene nada de repugnante y, sin embargo, en comparación con los jóvenes y preciosos dirigentes del Partido, parece un engendro, un monstruo. Ellos son perfectos, sin tacha alguna, pero a él —lo veo bien— le falta una oreja.

El Quinientos tres esboza una sonrisa torcida, le sale fatal. La luz de los focos no lo deslumbra. A mí no me mira, pero sé muy bien que ya me ha observado lo suficiente mientras yo fruncía la cara en el escenario.

«¿Qué es esto? ¿Qué significa todo esto?».

Schreyer le aprieta la mano, lo abraza, le da las gracias. El Quinientos tres está suelto como un murciélago a medianoche. Ahora llegan los abrazos de Bering.

—¡Arturo! Alguno podría decir que es usted un simple afortunado. Que cualquiera podría dar con el presidente Méndez. Pero si usted no hubiera mostrado todo su tesón, toda su abnegación, si no hubiera seguido sus instintos, todo habría podido acabar mucho peor. Pero no fue así, Arturo. Y ahora esta proeza corona el resto de sus méritos. ¡Permítame felicitarlo! ¡Le adjudico el grado de coronel de la Falange!

Se me seca la boca.

Sin verlos morrearse ni oír los aplausos, me levanto de un salto y me marcho. Procuro mantener el paso firme, para que no parezca una huida.

Aparto con gran dificultad uno de los postigos del portón, que debe de medir unos diez metros de alto, y salgo al vestíbulo, y respiro, respiro, respiro.

¿Por qué me está haciendo esto? ¿Para qué necesita ese sucio juego? ¿Para qué ese falso apadrinamiento? ¡Todo ese circo! Suspiros dramáticos y susurros entrecortados.

Me ensalza públicamente para que me crea sus confidencias y enseguida planta a mi lado al Quinientos tres.

¿Al Quinientos tres?

Nos ha escupido a los dos en la cara. Me siento violado por una pértiga con una cámara y un micrófono en la punta; tengo ganas de llorar y de vomitar.

En este amplio vestíbulo no hay nadie y hace frío.

En uno de los rincones, mirando con sus ojos vacíos a la pared de enfrente, está Apolo de Belvedere en persona, al que hemos robado la identidad. La hemos multiplicado y ahora nos disfrazamos con ella durante nuestras incursiones. No es aquella maqueta a pequeña escala tallada por los griegos. Éste es de tamaño natural. De diez pisos de altura.

Una chica de túnica blanca está apoyada en uno de sus enormes pies. Aparte de ella, en el vestíbulo no hay ni dios.

Aun así se oye mucho ruido.

Sobre unas pantallas gigantescas se proyectan las noticias de los canales principales. En todas está la misma imagen: el congreso del Partido. La transmisión es en directo. Ahora están poniendo al Quinientos tres, pero cinco minutos antes toda Europa estaba viendo mi jeta sudorosa y desfigurada por la felicidad repentina.

Mi vida va a cambiar.

He obtenido la gloria.

Schreyer me ha puesto una careta que jamás me podrán arrancar. A partir de ahora me van a reconocer en la escalera de mi box y en los baños.

A partir de hoy ya no podré falsificar mi identidad. Mi arsenal de nombres y apellidos inventados no tiene ningún sentido; los puedo mandar a todos a la trituradora.

Me han condenado a ser aquel Yan que llevó a cabo una proeza abriendo las puertas de Barcelona a los Inmortales.

Una proeza idiota e inútil: el ataque con gas estaba planeado, sólo quedaban unos minutos para su inicio, los Inmortales se habrían introducido en la ciudad sin ningún obstáculo.

¿Una proeza?

Por lo menos ahora soy coronel. Con un salario digno, con una vivienda digna. Lo que siempre he soñado. El ascensor, que tanto tiempo he estado esperando, por fin ha bajado desde el cielo.

Me acerco a Helen Schreyer descaradamente.

—¿Y? ¿Quiere que le dé la enhorabuena? —articula sin ninguna entonación.

—Su marido es un rastrero y un mentiroso.

—Todavía no lo conoce lo suficiente. —Helen finge una sonrisa.

—Se lo pienso decir.

—¡Sea clemente! ¿Cómo va a vivir después de eso? —Ni siquiera intenta enmascarar los sentimientos.

—Usted me da lástima, Helen. Lamento que tenga que estar con semejante monstruo.

Ella ladea la cabeza. Entreabre la boca. Un hombro se le descubre.

—Lástima es el peor sentimiento que le haya podido provocar.

La cojo de la mano. No se resiste.

—Vámonos —digo.

—Con una condición. —Ella levanta la barbilla.

—Con cualquier condición. —Le aprieto los dedos.

Una hora más tarde entramos en la cabina con suelo de parquet. La madera rusa hace más de cien años que se extinguió, por eso es tan valiosa. El conserje no está; ella lo ha llamado y le ha dado horas libres. Por el camino nadie nos ve, excepto el montón de cámaras que —cómo no— debe de haber en la casa de Erich Schreyer. Pues que nos miren.

Los batientes del ascensor se abren y entramos en un recibidor luminoso y acogedor. La ataco enseguida, pero ella se aparta y me conduce de la mano hasta el fondo de la casa.

—Aquí no.

Las sombras se pliegan como el fuelle de un acordeón: arco, habitación, arco, habitación… En el techo, unos ventiladores mueven sus aspas de latón; parece que son esas hélices las que sostienen sobre las nubes toda la isla flotante. El frescor es agradable; huele a cuero curtido y a libros polvorientos, a tabaco de ciruela y a refinado perfume de mujer.

—¿Dónde? —susurro con impaciencia.

Pasamos frente el sofá desgastado, a los pies del Buda dorado; Helen tira de la puerta y me arrastra al interior del dormitorio. La cama de matrimonio es gigantesca, las paredes están cubiertas de chapa de madera con rayas doradas; la lámpara parece una fuente de cristal. Cada uno de los objetos desprende calidad y filiación generacional. Encima de la cómoda con encimera de piedra hay una foto tridimensional: Erich Schreyer abraza por detrás a su bella mujer; los dos están radiantes. Estoy seguro de que esta foto recorrió en su momento las portadas de varios medios dedicados a la frívola vida de famosos.

—Ésta es mi condición —dice ella, mientras se quita el vestido y se arrodilla delante de mí—. Tiene que ser aquí.

—Manos a la espalda —contesto inaudiblemente; tengo la voz tomada—. Pon las manos a la espalda.

Me obedece; le ato los codos con mi camiseta; la tela cruje. Me enderezo. Helen me mira de abajo arriba. Qué cara tan fina: las cejas son dos líneas, la barbilla parece infantil, tiene el tabique de la nariz muy marcado y unos ojos enormes; pero no son de esmeralda, como pensé al verla por primera vez. La esmeralda es dura, mientras que los ojos de Helen Schreyer están hechos de un finísimo cristal.

Le saco una horquilla del pelo y éste se le desparrama por los hombros desnudos como miel líquida. Luego se lo agarro con las manos; ella se queja suavemente. «Van a ser mis riendas, Helen». Todavía quiere hacerme de dueña: se me acerca a la bragueta… pero la aparto de un empujón. No necesito ayuda.

«Nunca más te seré fiel, Annelie».

Me desabrocho, me preparo.

—No. Así no. Déjame a mí.

Ahora no me apetecen finezas, no quiero trucos de cortesana.

Estoy aquí para vengarme de Erich Schreyer. Ella también.

Le doy una ligera bofetada, pero le basta para gemir. La cojo por la mandíbula con mis dedos duros y agarrotados —toda su cara me cabe en una mano— y, con el índice y el pulgar, le aprieto los hoyuelos de las mejillas. Ella abre la boca y me zambullo hasta el fondo. Helen intenta simular placer, moverse sola, pero no bailamos al mismo compás. Entonces le sujeto la cabeza con el torno, la convierto en un objeto, en una máquina, la utilizo, la aplico, la ensarto, la empujo, la vuelvo a ensartar; ella tose, escupe, le dan arcadas, pero no deja de mirarme a los ojos, como habíamos acordado. No aparta la mirada ni un segundo. No siento sus dientes. Tal vez, ella también me podría hacer daño, a escondidas, pero creo que está demasiado saturada para pensar en mí. Procuro hundirme más todavía, le rozo las partes que, por su naturaleza, no están preparadas para el coito, son blandas y finas, parece que se van a desgarrar. Le tapo la laringe, ella se asfixia, se sacude; la suelto y le dejo respirar un segundo. Tan sólo un segundo.

Veo lágrimas en sus ojos; pero tiene maquillaje resistente al agua, que no se le va a correr. Sus mejillas —lisas y perfectas— están llenas de viscosidad y brillan. La hago ponerse de pie y la beso en la boca. Después la tiro a la cama boca abajo —del lado de Schreyer, según las mesillas de noche—, me subo detrás, instalo mi trasero desnudo sobre la almohada del senador, tiro de la cinta de encaje que cubre la pequeña y afeitada ingle de Helen y se la bajo por la rodilla. Le doy una palmada en los labios indefensos, le meto los dedos, la sujeto por el vientre y me la acerco a rastras.

Ya me ha perdonado el preludio y me está buscando, tiembla de impaciencia, balbuce algo incomprensible, implorante. Tiene un trasero minúsculo y musculoso. No sé cómo caben hombres en el cuerpo de Helen… pero eso me da incluso más morbo. La parto, la perforo, me meto en ella y… me quemo. Ella hace unos movimientos cortos y nerviosos, quizá se esté adaptando a mí, o quizá esté intentando frotar contra mí todas sus partículas, recordarlas, despertarlas. Actúa con demasiada timidez, con excesiva sensualidad, como si se le hubiera olvidado para qué estamos aquí; además, se tapa la cara con las sábanas arrugadas, se está escondiendo de su Erich, que, sonriente, está escuchando sus gemidos desde la instantánea feliz.

Entonces, la cojo por el pelo, la levanto —para que Erich vea bien a su Helen—, le separo los glúteos, la descuartizo, le escupo y, sin pedir permiso, me incrusto en su circulito de color rosáceo oscuro, que tiembla cobardemente. Ella se encorva hacia atrás, aúlla, intenta soltarse, pero me la acerco más y más, la taladro, la trabajo, la hago mía. Schreyer no para de sonreír, la cara se le ha quedado petrificada. Por fin, Helen se atreve a mirarle a los ojos y después, sin apartar la mirada, deja de encogerse, ya no intenta expulsarme, se ablanda; me pide que le suelte una mano y empieza —primero con algo de vergüenza, luego con insistencia— a frotarse, abriéndose, cediendo y, finalmente, capta mi ritmo, lo sigue, se rinde ante lo que hace poco era dolor, se estremece, cede y, en vez de gritar, suelta unos chillidos agudísimos y largos; ahora veo que ha aprendido a entregarse, como una auténtica mujer.

Helen se agota antes que yo, pero no para de moverse, incluso cuando estoy agonizando; me doy cuenta tarde y la mancho toda —por dentro y por fuera—, mancho las sábanas matrimoniales, me mancho las manos.

Me mira por encima del hombro y me chupa los dedos. Me limpio las manos en su pelo, siento un áspero olor y me río.

En el cuarto de baño —mármol negro más cristal— Helen no tiene muchas ganas de hablar.

—Ha sido una insensatez —me comunica.

—Ha sido una necesidad —replico.

—No podemos vernos más.

—Entonces, no nos veremos más.

Mira hacia un lado, y sólo por casualidad intercepto su mirada doblemente reflejada en los cristales de la mampara de ducha. Qué expresión tan rara; ¿miedo? ¿Decepción? Pero es un reflejo doble, no me puedo fiar de él. Unas gotas salpican el cristal y el espejismo se esfuma.

No la ayudo a secarse.

—Si alguien se entera, te llevarán a los tribunales… Y a mí…

—Sí.

—Entonces, resulta que somos cómplices… —me recuerda ella no sé por qué.

—Me da igual.

—Es decir, ¿me quedo yo con el miedo?

Oigo coquetería en su voz y, por supuesto, ganas de que la convenza de lo contrario, de que la tranquilice; pero no oigo nada en mi interior. ¿Qué siento?

Helen se arrebuja con una bata negra y, sin prisa, pasamos de una estancia a otra.

«Se acabó, Erich Schreyer. Ya no siento nada por ti ni por tu mujer. Ahora podéis lavar vuestras sábanas engurruñadas, separar los bienes y divorciaros. Mientras yo me convierto en un asteroide libre y me encamino hacia el próximo agujero negro».

De nuevo estamos en esa habitación con el sofá hundido y una enorme cara de Buda seboso sobre la pared.

—¿Por qué no lo dejas? —pregunto.

No me puede explicar nada, sólo menea la cabeza y sigue caminando.

La siguiente habitación está en penumbra, una de las paredes está cubierta con una cortina de terciopelo, las demás están despejadas, en uno de los rincones se ve una mancha luminosa. Aquí la alcanzo y la agarro de la mano.

—Está enganchado a las pastillas esas, ¿verdad? Escucha, con un pequeño devaneo no vas a solucionar nada. Ni yo soy el hombre adecuado para…

—¡Déjalo! —Se suelta—. Vámonos de aquí. No me gusta esta habitación.

—¿Qué? Pero ¿qué más da?

Me está mareando, o bien me quiere embaucar, o…

La mancha luminosa en el rincón. Desde la entrada no se veía bien.

Y dentro… Dentro de esa mancha, bajo la luz de un foco, como en una tribuna… Un crucifijo.

—¿Yan?

Es pequeño, del tamaño de una mano. Está hecho de un material oscuro. Sus formas son imperfectas, incluso bastas. La superficie de la cruz y de la figurita clavada en ella tiene aspecto rugoso, como si estuviera cubierta de miles de facetas minúsculas. Como si no lo hubieran compuesto sintéticamente, molécula por molécula, sino tallado, como antaño, con un cuchillo, de un trozo de…

Lo toco; subo a una vagoneta de la montaña rusa, corro a una velocidad vertiginosa, entro en un lazo y caigo al precipicio.

Un trozo de madera. La figurita lleva en la frente una corona, parecida a un pedazo de alambre de púas cubierto de pan de oro.

Lo reconozco. Lo conozco. Conozco ese crucifijo. Lo conozco.

—¿Qué es esto? —Me vuelvo hacia Helen—. ¿De dónde? ¿De dónde lo has sacado?

—¿El qué? ¿A qué te refieres?

—¿De dónde has sacado esto? ¡¿Eh?!

No es ninguna réplica. No puede haber otro igual. Es él. Él.

—¡¿Qué habitación es ésta?!

Encolerizado, empiezo a olisquear por todos los rincones, cojo la cortina de terciopelo y tiro con fuerza. Detrás hay una pared. Está hecha enteramente —desde el suelo hasta el techo— de cristal blindado. La mancha con el crucifijo queda justo enfrente.

—No sé lo que es… No lo sé, Yan. Te lo juro, yo…

Me acerco a la pared, aprieto la frente contra el cristal, miro hacia adentro.

Veo un pequeño dormitorio, limpio, pero increíblemente sencillo y hasta pobre para esta casa, construida aposta para dar cabida a todo tipo de lujos imaginables. Está deshabitado y abandonado. Una silla polvorienta. Una cama estrecha, recogida con sumo cuidado. Una almohada mullida. Una puerta sin tirador. Ni una sola ventana, ni siquiera una falsa, salvo esta pared-ventana con vistas a la mancha luminosa y el pequeño crucifijo de mis sueños.

Crucifijo que perteneció a mi madre.

Quiero quitarlo, quiero llevármelo, pero ni siquiera me atrevo a tocarlo.

—¡¿De dónde lo ha sacado?!

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