Futu.re

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XXV. El vuelo

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Es obvio que no se refiere a nuestro Partido. «Pero eso ya no es cosa mía, señor senador. Ya no me meto en esos putos juegos entre usted y su amiguito panamericano». Todo empieza como un asunto de principios y cuestión del futuro del planeta, pero termina con el reparto de presupuestos y carteras ministeriales. El coronel de la Falange, Yan Nachtigall, tras una acusación idiota, está metido en el calabozo, esperando un juicio cuya fecha de celebración jamás se conocerá. Mientras tanto, un elemento no identificado con barba hasta los ojos viaja en ascensores con ancianas que hacen apología del terrorismo.

«No pienso olvidarme de usted, señor senador. Es mi padre adoptivo, ¿verdad? ¿Cómo me voy a olvidar de usted y de su primera esposa? Sólo permítame perderme otra vez entre el gentío, hacerme invisible, y le prometo que algún día volveré a darle una palmadita en el hombro. No tendrá que esperar demasiado. Seré rápido».

—¿Sabe dónde me puedo hacer un tinte? —Me pongo la mano en el cabello.

—En nuestra reserva lo hacen en muchos sitios —sonríe la anciana con un gesto de comprensión—. Pero ahora no conviene ir allí, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo lleva?

—Siete meses.

—No los aparenta —coquetea ella—. Cuando se quite las canas, parecerá un treintañero. En la planta setenta y seis hay un sitio buenísimo. Es de cirugía estética y esas cosas. Yo antes iba allí, cuando tenía dinero. Apunte: «Segunda Juventud».

Tras despedirme de la simpática anciana, marco los dígitos 7 y 6, y salgo en un nivel con techos de dos metros de altura, paso por delante de bloques de viviendas, talleres de reparación de gafas virtuales, tienditas de comunicadores de segunda mano, tenderetes cutres donde los más sofisticados coleccionistas-fetichistas pueden comprar cómics en papel y bloques de la marca Lego con sus envases originales, puestos de ecomascotas con un gran surtido de gatos, perros, ratones y periquitos de peluche o en formato digital. Los mejores amigos te miran con sus ojos inertes desde las vitrinas y pantallitas parpadeantes, pero, por lo menos, no piden de comer, ni cagan por todas partes, y tampoco hay que pagar por ellos unos impuestos draconianos.

La Segunda Juventud se encuentra pared con pared con la distribuidora de cayados, sillas de ruedas y andadores para adultos. Ahora sé dónde comprar todo eso.

Llego a la recepción. La cola es pintoresca: destartalados, obesos, calvos, papudos, fofos; a gente así antes se les llamaba «personas de mediana edad». El hongo de la vejez crece en su interior, extiende los micelios por sus brazos y piernas, les envuelve los órganos internos, se alimenta de ellos, transforma sus tejidos en moho; pero ellos siguen aquí sentados, esperando para gastar todos sus ahorros en maquillarse las tiñas y las costras.

Y aquí estoy, entre los míos.

«Maldito seas, Quinientos tres. Estoy siguiendo tus indicaciones al pie de la letra».

Pero, por lo menos, aquí se alegran de verme. Mientras me lavan el pelo, me lo impregnan de tinte, me lo tapan con una bolsa de plástico, me lo enjuagan y me lo vuelven a teñir, la amable palabrería del peluquero me masajea el cerebro crispado. Me ofrecen una ligera corrección facial, inyecciones de colágeno, inhalaciones reafirmantes y solario.

No soy tan idiota. Sé que los cosméticos no curan enfermedades. Así se lo comunico al peluquero José, un chaval de bigotito fino y con una bata blanca impecable.

—¡Por supuesto que lo entiendo! —asiente con seriedad, luego se inclina y me dice en el oído—: Pero también hay otros remedios, más radicales. De uso interno —añade susurrando.

—¿A qué te refieres?

—Aquí no… Demasiada gente. —José escanea la sala de espera a través del espejo y, con precaución, propone—: ¿No quiere un café? Tenemos una cocina acogedora…

Lo sigo con la bolsa de plástico en la cabeza, llena de mi nuevo pelo, rojo, que ni siquiera parece juvenil, sino infantil. Me sirven un café, bastante bueno, con un fuerte aroma.

—Verá, no es del todo legal… Todo lo que está relacionado con la terapia vírica está bajo el control del Partido de la Inmortalidad y esos asesinos de la Falange… Sólo me gustaría asegurarme de que usted está realmente interesado.

Por supuesto que he oído hablar de timadores que endosan a los ancianos desesperados placebos de todo tipo, conozco a brujos que prometen aliviar el envejecimiento remendando el campo magnético; pero este chaval no parece un estafador.

—¿Si estoy interesado? —repito—. Hace siete meses era una persona normal, ahora cuando voy en el tren me señalan con el dedo. Antes no sabía que tenía cabeza, pero hoy llevo todo el día con cefalea.

—Los capilares —José suspira—. Con la edad suelen empezar a fallar.

—Oye, no querrás venderme mejunjes mágicos tibetanos, ¿verdad?

—¡No, claro que no! —susurra más bajo—. Sólo conozco a gente que hace transfusiones de sangre. Te sacan toda la infectada y la sustituyen por la de algún donante joven. Enriquecida en sustancias antivíricas. Auténticas. De contrabando, directamente de Panamérica. El tratamiento no es barato, claro… Pero merece la pena. Verás, mi padre… todavía sigue vivo.

—¿De Panamérica?

—Las traen unos diplomáticos, a ellos no los cachean.

No le creo. Pero me miro los puños y veo unos puntitos amarillos que antes no estaban. Son manchas de pigmentación, como las de los nonagenarios. Antiguamente, la gente tenía su propio ritmo de envejecimiento, algunos incluso a los sesenta años aparentaban setenta y se morían de cualquier tontería. Cosas de la genética. Mis defensas heredadas, por lo visto, no valen un comino. Ni siquiera dispongo de los diez años. Gracias, mamá. Gracias, papá. Fueras quien fueses.

—¿Cuánto cobran? ¿Hay garantías?

—No me habrá entendido. No es mi negocio. Sólo veo que es usted una persona decente y por eso le doy mi consejo.

—¿Me llevarás con ellos? A ver qué tal.

José dice que sí.

Caminamos por unos estrechos pasillos de servicio, entramos en un pequeño ascensor de emergencia y, de pronto, acabamos en un campo de arroz de cien pisos y un kilómetro de ancho, donde entre las puntas de los brotecillos verdes y el cielo halógeno sólo hay medio metro, donde unos robots planos van y vienen por unos raíles, cosechando, abonando, traqueteando, donde hay tanta humedad que la visibilidad es casi nula, donde zumban en la niebla miríadas de mosquitos, expandiéndose por toda la torre enorme a través de la ventilación; lo atravesamos y nos metemos en una boca de alcantarilla, bajamos por una escalera de ferralla y salimos en un polígono industrial, atravesamos unas naves donde funden una de las mil millones de variedades de compuesto y por fin topamos con una puerta negra que no tiene cerradura, ni letrero, ni siquiera un videófono.

José llama a la puerta.

—Nada de llamadas por el com —explica—. El ministerio lo escucha todo.

Luego señala con la mano hacia uno de los rincones. Hay unas cámaras.

Nos abren unos personajes taciturnos con crestas, camisetas interiores de tirantes y pistolas metidas en fundas sobaqueras. Reconocen a José y se intercambian unas palmadas rituales.

—Aquí se entra sólo por enchufe —me explica cuando dejamos atrás a la seguridad—. Los Inmortales se han subido a la parra. Van a saco a por el Partido de la Vida. Se rumorea que van a empezar a ejecutar a sus miembros.

—¡No puede ser!

—No sé si puede ser o no —replica José—. Mire lo que pasó en Barna, les inyectaron el acelerador a todos los que pillaron y no pasó nada, la gente se lo comió con patatas. Nada de derechos humanos.

El local parece un pasillo hospitalario: banquetas de espera, carteles divulgativos sobre la vida sana en las paredes, pero la luz es muy escasa, tan sólo un par de diodos alumbran el interior de este intestino, a los pacientes las caras no se les ven, pero aun así se tapan con los sombreros, se esconden tras las tabletas y gafas de proyección.

—Aquí la discreción es absoluta. —José tropieza con una lámina de tarima despegada—. ¡Joder!

Me dejan entrar en el despacho sin pasar por la cola, de detrás de las tabletas se oyen susurros de desagrado. Por dentro tiene buena pinta. La sala de tratamiento parece limpia, bien equipada, hay un aparato de transfusión moderno, una caja fuerte transparente con probetas, caras de intelectuales. La madre de Annelie se moriría de envidia.

—Fue inyectado hace un año, ¿verdad? —me pregunta el médico con aire de profesional; lleva un peinado con raya en medio y tiene una verruguita peluda en la mejilla.

Está sentado ante una mesa llena de radiografías, cartillas personales, analíticas y a saber qué diablos más. En el pecho lleva una pequeña tarjeta donde pone «John». La pared detrás de él está repleta de

post-it recordatorios y fotos.

—Hace siete meses.

—Entonces tendrá poca resistencia al acelerador. Si no empieza a tomar medidas, le quedan cinco o seis años de vida.

—¿Cinco o seis años?

—Si no toma medidas, sí. Pero usted ha venido aquí por algo, ¿no?

Una de las fotos me atrae. Es una cara conocida, pero… Pero joven.

—¿Es Beatrice Fukuyama? —Me enderezo en la silla.

—Sí, es ella. Se nota que sigue las noticias, ¿eh? Empezamos la carrera juntos. Pero tuvo menos suerte que yo.

—¿Trabajaron juntos?

—Durante quince fructíferos años. Me conoce con otro nombre, claro, pero…

¡Ojalá supiera dónde encontrarla! Iría directamente con ella, no cabe duda. ¡Después de tantos años de investigaciones seguro que le queda mucho bagaje! Pero ahora está con Rocamora… La esconderá de mí, igual que a Annelie, y no voy a llegar hasta ella. Probablemente me reconocería; le pediría mis disculpas más sinceras, haría algo para enmendarme, la ayudaría, la protegería. Y esperaría a que terminara de crear el remedio mágico. Aquel que no le dejé terminar de descubrir.

—¿Usted también es un Premio Nobel en exilio?

—No, fue ella quien cosechó todos los triunfos. Pero yo, al menos, no aparento la edad que tengo. —John sonríe—. Vamos al grano.

Un tratamiento único me deja la cuenta vacía; pero no pasa nada, he de tener una línea de crédito abierta. El precio se compone de cinco litros de sangre donada, sobornos a servicios panamericanos de pop-control y aduaneros, además de todas las medidas de seguridad que se toman en este lugar. El resultado no lo puede garantizar, pero en la mayoría de los pacientes la remisión dura años, incluso décadas.

—A veces es necesario repetir el tratamiento, el virus no siempre se elimina por completo, tengo que reconocerlo…

En esto, su mirada cae sobre mi pernera levantada. Por debajo asoma la tobillera.

—Pero usted… ¿Qué es eso? —Se levanta de la silla, todo su garbo desaparece en un instante—. ¿Cómo ha podido entrar con eso? ¡Fernando! ¡Raúl! ¿A quién me has traído? —Se abalanza sobre José, que se ha puesto pálido.

—No, escuche…

Entran corriendo los de las crestas enarbolando las pistolas, no quieren oír nada.

—No lo vamos a tratar. Aquí no tenemos nada. Es un error —pronuncia John con claridad, dirigiéndose a mi tobillo.

—¡No soy un infiltrado! ¡Os lo juro, no soy ningún infiltrado! ¡Me han soltado bajo fianza, esta tuerca sólo sirve para que no cruce la frontera de Europa!

De repente siento que de verdad necesito que me hagan la puñetera transfusión; puede que sea mi única oportunidad, aunque sea poco segura.

—Me ha defraudado. —José recula hacia la salida—. Me ha defraudado mucho.

—¡Me acusaron de asesinato, me tuvieron siete meses en un calabozo, mi mujer puso su hijo a mi nombre sin pedirme permiso! En estos siete meses he envejecido siete años, ¿y no me quiere ayudar? ¿Qué clase de médico es usted? ¿A quién acudo ahora? ¿A los curanderos? ¿A los chamanes africanos? ¿A Fukuyama? ¿Qué tiene de malo que no quiera espicharla?

En cuanto empiezo a hablar, el doctor John abre la boca para interrumpirme, pero me deja terminar; a Fernando y a Raúl les importan un pimiento mis problemas, sólo necesitan una palabra para acribillarme a balazos o sacarme al pasillo.

El dictamen se aplaza. José se queda en la puerta hurgando en el suelo con un pie, el doctor se toquetea la verruguita.

—Vale. Le quitaremos ese trasto y lo estudiaremos. Si no tiene cámaras ni escuchas, trato hecho.

Raúl trae un artilugio de aspecto confuso, saca unos chispazos de mi tobillera, luego la sierra con láser, lo hace con tanta agilidad que pienso que es un excirujano o forense. Después lo desmontan, le dan vueltas bajo una lupa y, tras ese rato de bastante tensión, me indultan los pecados.

—Un simple dispositivo geolocacional.

—Ya lo arreglará usted mismo —bromea el doctor John con una sonrisa seca—. Pase a la sala de tratamiento.

Me vacían la cuenta bancaria por anticipado, sacan de la nevera unas bolsas con sangre, que parecen zumo de tomate envasado, me clavan unas cuantas agujas y me dejan navegando, siento un ligero mareo y me duermo, y veo a Annelie sonreír, y a mí mismo a su lado, pero no llevo el pelo rojo, sino el de antes del maleficio. Caminamos por el paseo marítimo de Barcelona, comiendo gambas fritas.

—¡Ya está, a despertar! —El doctor me da una cachetada—. ¡Despierte!

Frunzo la cara, agito la cabeza. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? Tengo las piernas y los brazos llenos de tiritas, se acabó todo.

—Bueno, espero que no nos volvamos a ver —bromea John otra vez, agarrándome de la mano para despedirse—. Ah… Antes, mientras estaba anestesiado, le ha pitado el com.

Debe de ser Helen.

Tengo que llamarla. Fue muy feo, vergonzoso. Ella realmente lo ha arriesgado todo al sacarme de la cárcel, y yo, aprovechando su histeria, me escapo como un chiquillo…

Me acerco el comunicador a los ojos, paso el dedo por la pantalla.

Un ID desconocido.

«Te necesito. A».

—¿Se encuentra bien? —se preocupa el doctor—. Tiene las pupilas un poco dilatadas. ¿Se marea? Siéntese, siéntese aquí.

«¿Dónde estás?». Tecleo la respuesta con los dedos temblorosos, apenas atinando a las letras. «Dentro de una hora estaré donde me digas».

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