Ful

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Primera parte. Parecía un buen plan » 8. El miedo

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El miedo

El barrio ya no es el mismo. Como se suele decir, ha evolucionado. Aquello que llamaron la burbuja inmobiliaria lo llenó de grúas y de edificios nuevos. Por la ventana de mi casa, en el cuarto piso, solo veo esos edificios que la clase media leridana se esfuerza en colonizar y nosotros cada vez vivimos más al fondo del gueto.

En mi edificio ya somos mitad y mitad, los de aquí y los inmigrantes. Aún tenemos suerte, en el de al lado solo queda el señor Antúnez, que vive en el tercero y en verano tiene que soportar todos los éxitos del verano, del perreo y la madre que los parió. Los oigo desde casa hasta bien entrada la madrugada. El pobre hombre aún dice que tiene suerte porque está medio sordo. Creo que es el único amigo de mi padre. Yo siempre pensé que alimañas como él no podían tener amigos, pero supongo que yo tampoco soy un ejemplo de moralidad. No creo que muchos de mis amigos sepan qué quiere decir esa palabra, pero a mí, aunque nunca me gustó estudiar, sí me gustó leer y el cine. De los cómics pasé a las novelas y aún las sigo. Las policiales están bien. A veces vienen cosas interesantes para el negocio. Creo que más de un escritor de esos tiene que haber sido un mangui por cojones. No se aprenden según qué cosas solo estudiando.

Jessica se fue pronto y le dije que no se separara estos días de Arturo. Él, como el Pelota, no ha pasado por el calabozo. Una vez creo que le hicieron declarar por el robo de un radiocasete cuando era crío, pero no sé por qué no lo metieron dentro. Igual rajó y se libró. Creo que siempre ha sido algo cobarde. Jose y yo sí hemos estado en los zulos que la pasma catalana llama garjoles. Joder, con lo que acojona la palabra «calabozo».

Ha pasado un día y creo que la cosa va bien. Cada minuto que pasa —y el GEO no entra reventando la puerta y apuntándonos con las mirillas láseres— un éxito. Tengo tentaciones de llamar a Pepe el mosso. No deja de ser mi amigo. Jamás le podría explicar lo que hemos hecho porque creo que al minuto me encontraría contra el suelo engrilletado. Aunque siempre puedo preguntarle en qué trabaja y a ver si suelta algo. No confío mucho en eso y quizá lo mejor es que sea él quien me llame a mí. Nos vemos bastante a menudo. Sigue viviendo en el barrio y supongo que nuestros recuerdos de la infancia, cuando pasamos muchas tardes en mi casa leyendo cómics, le hacen sentir nostálgico. Sabe que a pesar de los mundos que nos separan, yo soy su amigo. A veces ni yo mismo lo entiendo.

Miro mi teléfono y vibra. Es James. Él sí sabrá qué hacer y a él es al único al que le puedo contar todo sin miedo a que me traicione. No sabría decir por qué, pero es la única persona en la que confío de verdad.

Es un mensaje de texto.

«En el parque en 15 minutos».

Cojo mi abrigo y antes de salir de mi habitación miro con tristeza la cama que pertenece a mi hermano. Está en el trullo. No supe guiarlo como a un hermano. ¿Qué iba a hacer, si no supe ni guiarme a mí mismo? Hace menos de un año se metió un chute de bazuco. Salió a la calle y le metió un tirón a un viejo que se cayó al suelo y, después de varios días en coma, la palmó. Le quiso robar un Rolex. Era falso. Su nieto se lo había traído de Tailandia. Mi hermano en la cárcel y el viejo en el hoyo por un peluco de diez euros.

Mi padre está en el comedor mirando por la ventana a la calle. Se pasa la vida así. No está en el talego, pero ha hecho de la casa su cárcel particular. Yo no me suelo acercar a esa ventana, por donde mi madre decidió poner fin a su camino. Él se pasa la vida mirando a través de ella, y aunque han pasado más de veinte años, cada tarde se pasa unas cuantas horas allí. Las otras las pasa en el bar jugando al dominó.

No vivo con él por gusto, pero su pensión me ayuda a sobrevivir y, mientras no estoy con algún trabajo extra, con eso comemos.

Voy a decirle algo, pero tampoco me va a oír, así que lo dejo, cojo las llaves y me voy.

James sabrá qué hacer para colocar la coca. De momento no le explicaré los detalles y, sobre todo, el percance. Joder, percance de dos muertos. Bueno, en el fondo no deja de ser un trabajo y tenemos que cobrar. Lo repartiremos a partes iguales como buenos amigos.

En esta vida lo único que no sobran son los amigos.

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